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viernes, octubre 25, 2024

El amigo insignificante

Tuve un amigo a quien despreciaba. Lo miraba en menos, lo consideraba inferior, profesional de la majadería. Cuando me hablaba sentía deseos de aplastarlo como a una cucaracha. Le hacía ver los errores de sus planteamientos; él se amoldaba a mis réplicas y las hacía suyas en ese instante, luego volvía con sus ideas recurrentes. Jamás manifestó un sentimiento negativo hacia mí. Era muy agradecido de mis atenciones, que yo las tenía hacia él, por supuesto, de lo contrario no hubiésemos sido amigos. Me hablaba de la mañana a la noche y yo con ganas de gritarle ¡córtala por favor! 
A pesar de lo que declaro, porque esto, más que reflexión, más que monólogo, es una declaración, incluso pudiese ser una declaración de culpa, a pesar de lo que declaro, repito, guardaba una gran consideración hacia él. Lejos de mí, admiraba su filosofía de vida, su ánimo lúdico, sus ganas de estar planificando siempre algo, especialmente reuniones con discursos, juegos, fiestas de disfraces. Su vida no marchaba hacia ninguna parte y eso yo lo hallaba envidiable. Después de un tiempo sin estar en su compañía (sería de un cinismo sin nombre decir gozar de su compañía) lo echaba de menos y me daban ganas de volver a verlo. Para mí, él hacía carne la sentencia de Oscar Wilde, hay personas que alegran la vida cuando llegan, hay personas que alegran la vida cuando se van.
Una tarde, en mi casa, le presté mi computador para que realizara una transacción bancaria. Me sorprendió el abultado saldo de su cuenta corriente, que miré de reojo.  

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