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jueves, noviembre 14, 2024

Taller de poesía

Llueve, crece el pasto, sigo a dieta, un camión se fue camino abajo. 
Nada tan extraño, o inexplicable, como el bloqueo que viví en el taller de poesía.
Me inscribí ganoso, quería conocer a la tallerista, una ex colega que colaboró en el mismo diario al que le presté servicios durante 32 años, alumna de un viejo editor amigo mío que ya pasó a mejor vida. Incluso me di el trabajo de averiguar sobre ella en internet, llevándome una sorpresa no tan grata, cual fue la de leer una entrevista sobre un libro suyo editado con el vuelito del estallido social o revuelta delictual, como se quiera llamar. En esa entrevista ella defiende a pie juntilla el estallido (¿se atrevería a hacerlo hoy con la misma fuerza?) Las pasiones han ido cambiando de color, se han entibiado. La gente que estaba en el lado correcto de la historia pareciera haber estado ahora del lado incorrecto. Hay manotazos de ahogado que insisten en que la situación no varía, que la ira se mantiene, que la injusticia se mantiene. Pero el barómetro público marca mano dura, rechazo a los inmigrantes, rechazo a la violencia de grupos mapuches radicales, exigencias en materia de seguridad. Además, qué es la justicia; qué es la injusticia. La justicia es lo que a la mayoría le parece justo; la injusticia es lo que a la mayoría le parece injusto. ¿Y qué hay de la minoría? ¿Y qué hay de los ideales y las frustraciones personales? ¿A la Fifa?
Subí al segundo piso. El tema no me quitaba el sueño. Las odas elementales de Neruda. En la mesa de reuniones, una pila de viejos. Pero, ¿no soy yo mismo un viejo carcamal? Claro que sí, pero un viejo carcamal como la gente. La tallerista, mucho más joven, en la cabecera, destacaba entre tantas canas y arrugas.
Era una mujer lúdica, alegre, que pretendía crear empatía. ¡Justo como no me gustan los talleres! Quiere hacernos jugar, hacernos descubrir los maravillosos versos del vate. Lee los primeros poemas. Oda a la Tierra. Ofrece la palabra a los vejestorios. Los vejestorios están ansiosos por hablar. Vi la tierra. Sentí la vida que nacía de la tierra. Uf, me quedé sin palabras. ¡La tierra nortina, el sueldo de Chile! 
Estuve a punto de decir que ese poema sería hoy repudiado por cierta izquierda, por los ecologistas, por la Permisología. ¡Miren que andar arrancando el cobre y el salitre de la tierra, haciendo añicos el paisaje, pasándose por el forro a la naturaleza! Esa oda Neruda la habría escrito hoy con más cuidado.
Callé. Hice bien. Pasé colado. Pero ya me estaba ajizando.
Luego vino el poema a la cebolla. Es de esos poemas que hacen reír a Borges, claro que el argentino algo de envidia tenía por no haber obtenido el Nobel que sí le dieron a Neruda. Se le salía por la comisura de los labios cuando lo entrevistaban. "Neruda tiene unos poemas espantosos. Poemas dedicados a la cebolla, a la lechuga, al apio..." Pero en el taller los viejitos quedaron impactados. Y qué decir de la tallerista; por algo los seleccionó y los leyó, para impresionar. Esos y también la oda a la alcachofa. ¿Qué les parece la alcachofa? Una oda militar. Me imaginé el jardín y vi a la alcachofa, entrando a mano izquierda (este último comentario vino de la única joven del taller, hay que decirlo). Con su cuerpo de granada... Bello, bellísimo. Luego vino la oda al caldillo de congrio. Fíjense que no está escrita como receta de cocina, sino como poema. ¡Se me hizo agua la boca! Me noqueó. 
Pero que yo sepa, Neruda no era un cocinero, le gustaba irse a la cochiguagua.  
Ahora vamos a jugar con las palabras. Un juego gastronómico. Todavía no haremos poesía. Imaginen los platos que más les gustan. Tortilla de papas. Yo también. ¡Pancho Villa, ja ja ja! (como disculpándose de tener un gusto tan popular). Ahora vamos a escribir los tres platos que más nos gustan...
Yo estaba que no daba más. Asentía con la cabeza, miraba para ningún rostro, para no delatarme, no sé cómo lo hacía; sentía casi el aliento de la tallerista a la distancia, pero no claudicaba, evitaba sus ojos optimistas, su sonrisa fácil. Si pasaba un minuto más iba a decir una lesera, de modo que me levanté de sopetón, anuncié que debía retirarme y me fui.
Camino al estacionamiento me latía el corazón de furia. Qué manera de haber perdido el tiempo. Sentía una furia destemplada hacia el grupo entero, hacia la mediocridad, la estupidez humana. Subí al auto, conduje tratando de no cometer una infracción y volví a mi cabaña, pero antes estacioné a la orilla del lago, para tratar de despejar la mente. Busqué un escaño y me senté, mirando el horizonte, las aguas grises que en aquel momento eran una taza de leche, las nubes grises que cubrían el volcán. Pero nada de eso veía. Mis imágenes mentales volvían una y otra vez a esa mesa plagada de viejos. Intuí, a mi pesar, que debía ejercitar la paciencia, como siempre, esperar a que la emoción fuera bajando con el correr de los minutos, de las horas. Necesitaba hablar con alguien, contar mi experiencia, pero no tenía a nadie cerca para desahogarme. Por elección me hallaba solo.      
Eso fue ayer; hoy no lo veo tan así. 
Me noqueó... el sueldo de Chile... vi a la alcachofa, entrando a mano izquierda... tortilla de papas... ¡un Pancho Villa!... 
¿Quiénes eran esas personas que me regalaron unos minutos de sus vidas? Una tallerista que cree en su misión y que se gana la vida honestamente. Comparada con tantos deshonestos que solo siguen al dinero, bien o mal habido, ella viene y va por ciudades y pueblos con su sonrisa a cuestas. ¿Y los otros? Gente madura que se ha dado el trabajo de salir de su casa para continuar sintiéndose parte del planeta. Mujeres y hombres amantes de la poesía, enredados entre alcachofas y cebollas, sumergidos en caldillos de congrio; personas que buscan amor, que quieren revelar lo que sienten, que van detrás de la belleza, que siguen el río de la vida mirando hacia atrás, temerosas de extraviarse dentro del laberinto que no las llevará a ninguna parte.
¿Quién soy? ¿Qué siento realmente? ¿Cómo pueden variar mis afectos de un día para otro, de un instante a otro? Esa ira, esa tendencia a creerme superior, a épater le bourgeois, de dónde vinieron. Ese bloqueo del corazón, esa incapacidad de unirme a un grupo de desconocidos, ese impulso de dármelas de macanudo, de destacar para aplastar, no para tratar de compartir con ellos lo poco que he aprendido. ¿O es que hay unos y hay otros y yo pertenezco a los otros? ¿Entonces por qué me caen siempre encima los que estimo inferiores y no los míos? ¿Y cuándo aprenderé que en este juego no hay inferiores ni superiores, vencedores ni vencidos?

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