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jueves, marzo 08, 2007

Lección de música. Segunda versión

Me llamo Ismael Saavedra y soy vendedor viajero. Vendo telas por piezas, las entrego a las casas comerciales y almacenes de los pueblos de provincia. Yo les anoto el pedido, ellos me firman cheques a fecha y de vuelta a Santiago acudo a la fábrica que me da empleo y despacho las órdenes. Este oficio me ha permitido vivir sin zozobras durante más de 40 años, aunque en la última década el negocio ha ido francamente a la baja. La gente ha cambiado de hábitos; aun en los pueblos más famélicos existen malls o edificios que se les parecen, y los vecinos ahora acuden allí a comprar. Mis clientes -que son naturalmente los dueños de las tiendas y por alguna razón que desconozco, casi todos árabes, españoles o italianos- han ido envejeciendo conmigo y ya no es el afán de lucro lo que nos mueve, ni a ellos ni a mí, sino una extraña asociación generada con el tiempo y que se traduce poco más o menos en la misma forma de ver la vida. Nos apegamos en una suerte de club anónimo del cual yo vendría a ser el vaso comunicante. Cada dos o tres meses, el tiempo que toma el reabastecimiento de géneros, comentamos la actualidad ya sea desde el frontis de un almacén levantado en un polvoroso villorrio del desierto, por cuyo interior se pasean sólo moscas flojas; como en el húmedo galpón de una tienda sureña que se llueve. Los nostálgicos mostradores lucen muselinas, percalas, tafetanes, algodones, casimires, pero nadie está interesado ni siquiera en mirarlos. El dueño de turno me cuenta sus achaques, el bautizo de su cuarto nieto, el viaje a otras tierras de sus hijos mayores; yo hago lo mismo, aunque hay cosas de las cuales no hablo.
Conozco hasta el último rincón de mi país, suerte que no dejo de agradecer, aunque todavía no sé exactamente qué debería agradecer. Ya hablaré de eso. Y precisamente de eso es de lo que quiero hablar. Pero para hacerlo debo narrar un hecho extraordinario que acaba de ocurrirme hace dos días, un hecho del que si no tuviera la conciencia de que realmente sucedió pensaría que fue una pesadilla, más que un sueño.
Ya estoy en la capital, a salvo. Hace dos días, exactamente el martes, a eso de las ocho de la noche, debería haber ingresado al pueblo de Graneros. Una visita más de miles. Museidin me pediría tres piezas de chintz y dos de moletón, más dos piezas para forros, una gris y otra azul, tanto lo conozco. Una factura pequeña, que apenas me daría para cubrir la bencina, pero no se puede abandonar a un viejo cliente, es un pacto recíproco que fue firmado por los miembros del club hace muchísimo tiempo. Arreciaba el temporal, el mismo que sacó de raíz varios árboles aquí en Santiago esa misma noche. Me disponía a entrar por la vía de siempre, pero al costado de la carretera panamericana un letrero de emergencia indicaba un desvío, pues a ojos vista el ingreso a Graneros se había inundado. El desvío me llevó a un camino desconocido. A falta de más señales, de pronto me encontré en una localidad perdida en la precordillera, absolutamente desorientado. Mirando el mapa, calculo que ésta debiera ubicarse entre Codegua y el sector de Las Marcas, pero la verdad es que no me atrevería a volver para comprobarlo.
Llegué cerca de las nueve. La calle estaba completamente a oscuras, pero a lo lejos vi una procesión, o eso me pareció a la distancia. Era un centenar de personas que marchaba hacia el otro extremo del villorrio, pues no era otra cosa lo que tenía ante mis ojos: un villorrio de una sola calle. Caminaban por el lodo, silenciosamente, religiosamente, sin paraguas, flanqueados por vecinos que portaban antorchas. En una acción espontánea que hasta hoy me felicito de haber realizado, apagué las luces y estacioné el vehículo al lado de un sauce, a unos 50 metros de la marcha. El árbol lo protegería de la lluvia y la oscuridad me protegería a mí de ese perverso grupo humano, diría más tarde a quien me quisiera escuchar.
Los seguí de lejos, pero acercándome cada vez más a ellos. Necesitaba pasar la noche bajo techo y debía averiguar sobre la posibilidad de un albergue. Me uní finalmente a la procesión, discretamente, el último de todos, aunque para no despertar sospechas resolví a medio camino mezclarme con la gente de la antepenúltima fila. En la penumbra mi rostro era uno más, aunque el vestuario hacía la diferencia. Sin que se dieran cuenta me puse el vestón al revés, por el lado del forro; me quité la corbata y dejé que la lluvia me empapara hasta que el cabello me tapó por entero la frente: ya me iba pareciendo a ellos.
Junto a mí caminaba alegremente una niña de unos 11 años, rubia, delgada y de ojos preciosos. Parecía gozar el momento, al contrario que el ánimo del resto, que se adivinaba ansioso y meditabundo, una mezcla de pésimo pronóstico.
-¿Cómo te llamas? -me arriesgué a preguntarle.
-Pepita -me dijo- ¿y tú?
-Ismael.
-No te conozco. ¿En qué casa vives?
-¿Dónde vamos? -contrapregunté.
-Al granero.
-¿A Graneros?
-No, al granero. ¡Qué tonto eres!
-Sí, soy muy tonto, Pepita. ¿Y a qué vamos al granero?
-Al duelo entre “The lamb” versus “Balada número 2”.
-¿Qué es eso?
-¡Qué tonto eres!
-Sí, soy muy tonto, le volví a decir y ya no hablé más. La niña me había puesto más nervioso de lo que ya estaba.
Llegamos efectivamente a un granero. El producto del trigo ocupaba dos cajas de madera ubicadas al fondo. A ojo de buen cubero habría allí una media tonelada de grano, suficiente para el abastecimiento del pueblo durante los próximos seis meses. El espacio restante estaba libre, salvo el frente, en el cual se había armado una especie de altar. Consistía en una mesa larga cubierta por un mantel blanco. Al centro de la mesa había una radiocasete y a sus extremos, sendos parlantes. El piso era de tierra barrosa y paja molida por el uso. Dos inmensas antorchas, emplazadas en las esquinas del tétrico lugar, arrojaban una luz frontal que iluminaba tenuemente los rostros de la concurrencia, el mío entre ellos. Varios vecinos me miraron de reojo.
De las sombras apareció de pronto un hombre imponente, que caminaba apoyado en unas muletas por faltarle una pierna. Se ubicó detrás de la mesa y “abrió la sesión”. Todos vimos a un anciano calvo, de barba mesiánica y dentadura irregular. Su voz era insoportablemente aguda; los tímpanos cosquilleaban cada vez que dirigía la palabra.
“Nos hemos reunido esta noche, la Noche anual del burro, en que cumplimos nuestro octavo aniversario, para tomar una decisión acerca de dos piezas breves que hoy concitan nuestra atención. Lea, por favor, secretario, pero antes proceda a dar lectura al acta anterior”, dijo el mandamás y le pasó la palabra a un campesino de ojotas, quien leyó desde su mismo sitio y dirigiéndose siempre al “señor Presidente”, nunca al público.
“Acta del martes 20 de julio, señor Presidente. Asistencia: el pueblo entero, menos la señora Rosa Chacón, que está con gripe. Tema del debate: Octava sinfonía de Anton Bruckner versus Sinfonía del mileno de Gustav Mahler. Luego de escuchar ambas obras de carácter monumental, el pueblo, en votación sumamente dividida, le brinda sus favores a la primera. El representante de la sinfonía ganadora, Aquiles Meza, enumera entre sus ventajas, si cupiera esa palabra, una orquestación rica, profunda, mística y exenta de ambición. El voto de minoría, resumido por Mentor Corbalán, aplaude justamente la pretensión divina de Mahler de intentar reunir mil voces en un escenario, pero concede en que se trata de una sinfonía escrita para ser escuchada en un teatro, no a través de un casete, como hemos hecho nosotros esta noche. Por aclamación, el burro se encarna en la figura de Leandro Gómez, del bando perdedor, por argumentar que la Sinfonía del milenio hubiese tenido mejor vejez como quinteto de cuerdas. Es todo, señor Presidente”, dijo el secretario.
El galpón quedó en completo silencio, lo que resaltó la furia del temporal. El Presidente recordó entonces el motivo de la cita. De inmediato quedó en claro que todos ya estaban enterados. Se trataba, lo vine a entender a medias bien entrada la sesión, de una audición de dos obras del repertorio clásico que daba origen a un debate del cual salía un ganador entre las obras y... un perdedor entre el público. En otras palabras, un concurso de música -lo entendí completamente al final de la jornada- más cercano a ciertos ritos aztecas que a la ortodoxia académica. La primera obra correspondía a una pieza coral contemporánea, escrita por un autor inglés llamado Tavener y titulada “The lamb”. La segunda propuesta salía de una de las cuatro baladas de Chopin, la número 2. Justo al colocar el primer casete en la radio el granero se estremeció con la onda sonora provocada por un rayo que cayó peligrosamente cerca. De una de las viviendas surgió un fogonazo, pero la lluvia lo redujo a humo.
“No podía ser mejor el marco”, le cuchicheó un campesino a otro, al tiempo que un coro de voces blancas comenzaba a entonar una melodía cautivadora pero de pronto francamente fuera de tono. El viejo no había hecho presentación alguna, mas supuse que se trataba de “The lamb”. La canción culminó a los dos o tres minutos, bajo un estruendoso aplauso que por momentos eclipsó al majestuoso vendaval que ofrecía la naturaleza. Vino enseguida la segunda pieza, que ocupó aproximadamente el doble de tiempo, aunque sin exceder los ocho minutos, una bagatela comparada con las sinfonías de la sesión anterior. Era una melodía de piano que me parecía haber escuchado en una película o en un spot de la TV. Los aplausos se repitieron, pero noté que se iban formando dos bandos. El Mesías, bautizado así desde que se hizo de la presidencia por su defensa brillante del oratorio del mismo nombre –me sopló Pepita-, ofreció la palabra. Aunque la metáfora anterior era bastante obvia le hice ver a Pepita, que estaba a mi derecha, que algunos también lo llamaban El hombre de mimbre. “¡Qué tonto eres! -me respondió- ¿No ves que el Señor es nuestro guía?”. Tres voces nos hicieron callar. De una esquina una mujer entrada en años empezó a llenar de halagos a la segunda pieza. Quedé estupefacto: para ser una simple mujer de campo su conocimiento musical era tan abismante que habría hecho palidecer a los críticos que escriben en los diarios. De lo que recuerdo, me pareció que habló de cierta gracia lírica que se escondía detrás del monótono ritmo de la balada, roto por una especie de desenfreno en el centro de la obra. Mencionó palabras como legato, rubato, staccato y otras parecidas, que merecieron la aprobación a viva voz de varios de los presentes, pero el rechazo más visceral del resto y un verdadero ataque de furia de un campesino que pertenecía precisamente al mismo bando que ella.
“¡Esta mujer no sabe nada de nada! -aulló- ¡A quién le importa el legato en una música que nos enseña los dos extremos de la vida, que son el desaliento y la pasión! ¡Ay, señor Presidente!, alma que no siente se vale de la forma para disfrazar su pequeñez”.
Estaba siendo testigo de una verdadera contienda y recién capté la importancia del viejo que los lideraba. Éste, lejos de apaciguar los ánimos, se diría que tenía por misión exacerbarlos.
-¡Bien dicho! -exclamaba- ¡Bien dicho! ¡Candidata a la hoguera!
No pude dejar de sonreír con la sonrisa más falsa de mi vida y con esa ridícula mueca le pregunté a Pepita de qué se trataba la broma. Ella me hizo callar y me habló casi al oído: “¡Qué tonto eres! Es la mejor parte, cuando una vez al año queman al burro”. Si Pepita me consideraba un tonto, sinónimo de burro, era señal de que, al menos para ella, yo estaba en peligro, al igual que la mujer, de allí que me forzara a bajar la voz. En cuanto a la atacada, ésta reaccionó al momento y profundizó su comentario. Hizo entender a la audiencia que la forma era capital para llegar al fondo de las cosas, de manera que si una idea estaba mal expresada perdía por ese sólo hecho la esencia que guardaba en el núcleo. “Jesús proclamó que se amaran los unos a los otros, una enseñanza clave, pero lo hizo de tal modo que la idea sobrevive, ése es el término exacto, señor Presidente, sobrevive en nuestros días. Del mismo modo, Maquiavelo, sin decirlo literalmente, consagró la idea de que el fin justifica los medios, y lo hizo de una forma tan perfecta que sus enseñanzas aún son aplicadas por nuestra clase política”.
La intervención de la mujer no hizo más que aumentar sus posibilidades de entrar al infierno.
-Se sale del tema, le espetó el Mesías, quien luego alzó los brazos, sacó los ojos de sus órbitas y exclamó, tres veces seguidas: “¡Se sale del tema! ¡Se sale del tema! ¡Se sale del tema!”.
El galpón se transformó en un caos. Varios de los campesinos corrieron a ubicarse alrededor de una carpa que protegía en su centro una carga de leños secos, en medio de los cuales se erguía un poste, también de madera. Una hoguera, efectivamente, se había emplazado a metros del granero. El hombre de mimbre, el responsable de encender los ánimos, demostró que se manejaba en dicho escenario como pez en el agua. De un solo movimiento de cabeza (la giró apuntando con sus ojos a la radio) los hizo callar a todos. Entonces un adolescente levantó la mano y se le concedió el derecho a usar la palabra.
-“The lamb”, señor Presidente, nos retorna a las raíces perdidas del misticismo. La música nos acerca a Dios y “The Lamb” es tal vez un buen ejemplo de ello, nunca tan bueno como La pasión según San Mateo pero para los tiempos que corren, superior a esa catedral en el sentido de que le quita muy poco tiempo a la gente. No es por supuesto lo que nos preocupa a nosotros, pero debiese constituir un factor crucial de análisis para quienes se han autoimpuesto la misión de rescatar las bases de la sociedad. “The lamb”, además, se mete en el tuétano de dicha sociedad, le habla en su mismo idioma, el idioma de la disonancia; les advierte a las personas que esa disonancia no puede llevar a ninguna otra parte que a la matriz original. Tavener nos regala esta melodía con un ahorro total de medios y la ausencia de otros instrumentos que no sean la voz humana, ni siquiera todo el registro, sino el más puro, piadoso, suplicante.
La sala estalló en aplausos. Los truenos se sucedían uno a uno, vertiginosamente. Todo a mi alrededor retumbaba. Por momentos me sentí débil; mis sienes palpitaban con frenesí. El Mesías entonces pareció dirigirme la mirada. ¡Ay, qué mirada! ¡Qué anuncio de lo que iba a venir!, pero me equivoqué, había mirado a Pepita. Ésta, como si nada, recogió el guante y habló con su mejor voz:
-La Balada número 2 soy yo, señor Presidente.
El galpón volvió a sumirse en un silencio glacial. Los rostros de los presentes, cadavéricamente blanqueados por los rayos, se volvieron todos hacia ella. Pepita continuó.
-La Balada número 2 es más que un lamento: es la notificación de que detrás de los temperamentos pacíficos se esconde una enorme pasión, una pasión bestial que es capaz de arrasar con todo a su paso. Nada importará entonces y hasta la música será sacrificada. Ningún ser humano podrá interponerse ante tamaña fuerza sobrenatural. Todos deberán hacerse a un lado, so pena de ser masacrados. Dicha lava, dicho río torrentoso, dicho temporal interno de relámpagos, se irá aquietando naturalmente, cumplidos sus fines, ya que nada es eterno en la vida, y la música volverá a ser lo que era: una inquietante y engañosa balada sentimental.
El galpón gritó al unísono: “¡Pepita, Pepita!”, pero ella no se inmutó. Al contrario, esperó que todos callaran y volvió a tomar la palabra. Esta vez habló con más curiosidad que pasión.
-Falta que hable el tío Ismael -dijo.
Quedé petrificado. Miré a los demás, pensando en un alcance de nombre, pero Pepita me estaba indicando con el dedo. Ahora sí que la mirada del Mesías se dirigió hacia mí. Fue una invitación a toda la sala. En un momento me sentí rodeado, atrapado por mil ojos azulosos, fosforescentes.
-¿Quién es usted? -preguntó.
-Soy un vendedor viajero... señor Presidente.
-¿Y qué hace aquí?
-Me perdí... esta noche... señor Presidente.
El viejo contenía su furia.
-¿No tiene normas de educación? ¿No sabe usted que para entrar a la Casa del Mesías se requiere de un pase?
-Un pase. Lo ignoraba… señor Presidente.
-El pase de su conciencia, Ismael... ¿Ismael, dijo usted?
-Sí, señor Presidente. Ismael.
-Ismael, ¡ja!, Ismael. Pues bien, ya que Pepita le ha cedido la palabra, hable usted. Lo escuchamos.
-No sé qué decir... señor Presidente.
-¡Defienda uno de los dos temas, so burro!
Esa palabra me aturdió. Por momentos vi todo blanco. Luego saqué fuerzas de flaqueza y respondí.
-No los conozco... señor Presidente.
-¿No los conoce? ¿No los conoce porque no los conoce o no los conoce porque no ha logrado llegar a ellos?
-No los conozco porque parece que nunca los había escuchado, señor.
El galpón entero soltó una risotada, yo los acompañé en lo que pude. El Mesías reaccionó:
-Parece que nunca había escuchado estas obras... (risas) parece que nunca las había escuchado... (más risas)... ¡No hable sandeces... Ismael!
Comprendí que mi estrategia basada en la humildad y honestidad iba de mal en peor. Debía forzosamente tomar la iniciativa. En un segundo saqué a relucir mi mejor repertorio persuasivo.
-¡No las conozco porque no he tenido tiempo, señor Presidente! He consagrado mi existencia a las labores productivas. El tiempo dictamina y ordena y uno no hace más que seguir sus órdenes. Yo me debo a los míos, a mi trabajo, a mis empleadores, a mi país. No pretendo sentar cátedra sobre nada y entre mis ambiciones no está la de pensar el mundo, pues hay otros, unos pocos, que se encargan de eso. Sería pecar de soberbia si lo pretendiera, señor Presidente. Y veo que en esta sala la soberbia es un manjar codiciado.
El hombre de mimbre permaneció serio unos instantes. Lo había descolocado, pensé, pero ¡cuán errado estaba!
-Veo que ha ido al fondo y nos ataca en el corazón -dijo, con una voz sorprendentemente piadosa-. Pues bien, amigo Ismael, así sea. Esta noche le daremos una lección de música.
La orden tácita fue acatada por todos, sin una sola duda. La sala empezó a cantar pianísimo. Apenas se escuchaban las voces, que iban in crescendo hasta convertirse finalmente en un lamento avasallador:
“Corderito, ¿quién te hizo? ¿Sabes quién te hizo? ¿Quién te dio vida y te dio alimento en el arroyo y en los prados? ¿Quién te dio cálidas ropas, las ropas de lana más suaves y alegres? ¿Quién te dio tan tierna voz, capaz de regocijar a todos los valles? Corderito, ¿quién te hizo? ¿Sabes quién te hizo? Corderito, ¡yo te lo diré!: a Él le llaman por tu nombre, pues se hace llamar cordero. Él es humilde, y es bondadoso; se convirtió en un niño. Yo, un niño y tú, un cordero, ambos nos llamamos por su nombre. Corderito, ¡Dios te bendiga!”.
Me habían tomado en andas y me llevaban a la hoguera, cantando. La campesina defensora de la forma era la que cantaba más fuerte. Pepita trotaba a saltitos. Desde abajo me miraba, subía las cejas y se encogía de hombros. Mi final era inminente.
-Están locos -aullaba-, ¡locos!... ¡Los denunciaré a la justicia!... ¡Lo pagarán caro!... ¡Irán todos a la cárcel!... ¡Arrepiéntanse ahora mismo, malditos enajenados, no conocen mi poder!... ¡Canten más fuerte, eso canten, oculten su soberbia!... ¡Ríanse de nosotros!... ¡Locos... locos miserables!
Cuando empezaban a atarme al madero ocurrió lo que les advertí que habría de ocurrir: un rayo venido desde las oscuras profundidades del Cielo cayó sobre la hoguera. El golpe fue indescriptible. Los leños encendidos saltaron hacia todos lados y la multitud se dispersó, despavorida. Sólo El hombre de mimbre quedó allí, atrapado por las llamas, azuzando vanamente a los demás, intimidándome mientras su cuerpo resplandecía.
“¡Te tengo, burro, te tengo... no cantes victoria, Ismael, no te me escaparás!”, creo que fueron sus últimas palabras, digo “creo” pues yo huí de los primeros a mi auto. Lo hice andar lo más silenciosamente que pude, aunque no era necesario: los truenos se sucedían y la gente había vuelto al granero a tratar de sofocar el incendio y rescatar a su Mesías. Pepita, el último ser humano que vi en la calle antes de darme la vuelta y echarme a volar, vagaba errabunda por el lodo, desconcertada...
Esa fue mi historia y la del pueblo que perdió a su Mesías. Los diarios locales llenaron sus páginas con las consecuencias de la tormenta, cortes de electricidad, puentes dañados, árboles arrancados de cuajo, esteros salidos de sus cauces, pero no mencionaron el drama acaecido en aquel escondido paraje. Esa misma noche logré llegar a Graneros y a mi hotelucho de siempre. Eran pasadas las tres de la mañana y el recepcionista de turno, que me ubicaba, se asustó al verme entrar, no sé si por mi violenta irrupción a tan insólita hora o por la cara que traía. A la mañana siguiente le comenté el episodio a Museidin, como al pasar; más bien traté de sonsacarle algo más sobre ese villorrio perdido en la precordillera, pero tal vez porque no fui lo directo que debía, sus respuestas tuvieron mi mismo tono de imprecisión.
“Algo escuché alguna vez sobre esa gente, pero nunca han sido clientes míos, no son como usted”, comentó de pronto y sin motivo, como para cortar la conversación, al menos así interpreté sus palabras. Lo notaba ido y se lo hice saber con la franqueza que nos daba el tiempo. Admitió que no pasaba por un buen momento. Su mujer luchaba contra un cáncer a un seno detectado a destiempo. Le serví de paño de lágrimas durante unos 20 minutos, luego anoté el pedido y cuando se dio la ocasión juzgué prudente retirarme.
Ustedes podrán interpretar esta historia a su antojo, ya que no pretendo reforzar su credibilidad con argumentos majaderos ni menos culminarla con una moraleja. Pero siento que ya me están molestando; intuyo que quieren meter la nariz más allá de lo razonable. No podrían hacerlo aunque tratasen, aunque subieran por las paredes del edificio, como las niñas araña. Solo enunciaré que no existen intereses más razonables que los que gobierna el desaliento y sus hermanos y que el devenir de personajes como yo se halla protegido de toda forma de locura, porque jamás se ha visto que se haya podido horadar un núcleo utilizando sus mismas armas. Mi verdadero Templo está bien protegido. En Él deposito mi pasión y mis secretos, a Él me debo. Es algo exclusivo entre nosotros, no entre ustedes y yo.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Te leo......

mentecato dijo...

Seguí su senda y logré entrar al mundo de "Las memorias..."

Mañana, después de que me canten las cigarras, leeré los textos que me faltan.

Un abrazo.

Anónimo dijo...

¡Que continúe!

Thérèse Bovary dijo...

Querido Dr. Vicious, leo atentamente sus escritos. Veo que usted domina varias atmósferas con igual destreza.

Me gustaría mucho que terminara pronto su relato, porque esto de las esperas intranquiliza a las lectoras ansiosas como yo.

Interesantes personajes de su "Lección de música". La pequeña es muy simpática, tiene una cautivadora inocencia, en tanto el vendedor viajero es un personaje inquietante.
¿Adónde lo llevará el final de su viaje?
¿Adónde iremos todos a parar?

Me va gustando mucho la historia

Hasta pronto Dr.

Su lectora asidua
Therese