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viernes, abril 13, 2007

Los peces saltaban, hambrientos

Dejó la Quimera, tomó el bote y se internó en el lago. El día era gris, el agua era gris, las nubes grises se habían adueñado del cielo y hasta la brisa golpeaba su rostro con grises gotitas de rocío. Remó lentamente, el lago le oponía nula resistencia; no se veían olas, era una taza de arena líquida. En otras circunstancias pudo ser una mañana alegre, pero tal como se daban las cosas en la cabeza del hombre que remaba era una mañana triste. Vivía hace un tiempo en una casa a orillas del lago, a la que llamaba La quimera. Al comprarla pensó que la casa le daría lo que hasta ese momento la vida no le había dado: alegría. Soñó durante años con los leños crepitando en la chimenea en un día de lluvia, mientras él bebía un sorbo de coñac, leía a González Vera y escuchaba los cuartetos de cuerdas de Shostakovitch. El piso reluciente de la casa contrastaría con la inclemencia del tiempo y eso le proporcionaría una mayor sensación de bienestar. Ahora que tenía todo eso, algo lo impulsaba a salir del nido seguro y buscar en un bote a remos la alegría que le era tan esquiva. En un momento pensó que lo único realmente gris del mundo estaba dentro de su mente, en algún recoveco enfermo de pena. Ese recoveco se le imaginaba un espacio redondo y ahuecado dentro del cual había caído por casualidad un niño indefenso. Era un niño de unos tres a cuatro años y nadie parecía querer ayudarlo. El hoyo del pozo era demasiado profundo y la gente que transitaba por encima no se daba cuenta de que abajo había un niño, un niño tan asustado que no le salía la voz para pedir auxilio.
El niño miraba hacia el cielo. Vestía pantalones cortos de color azul, sandalias. Arriba se veía blanco, pero era una falsa impresión debida a la oscuridad del pozo. En realidad el cielo lucía un color patológicamente gris; las nubes se arremolinaban en torno al pozo y formaban una especie de brillo lechoso. Poco más allá el azul resplandecía con los rayos del sol, pero el niño estaba materialmente impedido de ver esa otra realidad.
No podía pasarse toda la vida allá adentro, pero tampoco saldría por sí solo, le iba quedando claro. Necesitaba que alguien lo sacara. ¿Quién podría hacerlo? Cualquiera no: sus amigos carecían de la fuerza suficiente para descender y rescatarlo, o para lanzarle una cuerda y ayudarlo a subir. Su padre resolvía en ese momento unos asuntos urgentes en la grúa del taller de reparaciones. Sólo su madre estaba en condiciones de hacerlo, ¡ay, si supiera dónde estaba! ¡ay, mamá, si supieras donde estoy! ¡ay si me vieras! ¡ay de tus brazos y las lindas palabras que brotan de tus labios!, se me quitaría el miedo y el pozo hasta me parecería hermoso con sus viejas piedras formando un cilindro mohoso que huele a campos del sur.
Pero su madre no estaba. Había muerto varios años atrás, en medio de atroces dolores. Sus últimas palabras le habían sido dedicadas a él, al niño, pero dentro del delirio él no era su hijo sino su papá, que había retornado del valle de los muertos gracias al influjo de la morfina.
Los peces saltaban, hambrientos. No podía ser que la vida se explicara solamente por la ausencia de la madre. Tenía que haber otra salida, no podía continuar dependiendo de la opinión que las madres sustitutas tuvieran de él, del cariño que le dieran o del que le negaran. Él era ya un hombre hecho y derecho, entrado en el ocaso, que había dado lo mejor de sí al mundo y que esperaba una retribución que no fuese tan penosa; le sofocaba el excesivo abrigo para una mañana sin sol pero tibia, daba vueltas alrededor del pozo y miraba, lo estudiaba todo a su alrededor pero lo único que concluía era que sentía una pena abstracta, fría. Hubiese querido ser entonces un científico para haberse apasionado con el musgo de las piedras. Era una interesante materia de estudio. Mas estaba encandilado por ese vago sentimiento de dolor y comprendió que toda la vida permanecería atado a él.
Cuando volvió a la casa lo recibió su mujer.
-¿Pescaste algo, amor? -le preguntó.
-Sí -dijo él, y le pasó dos truchas de mediano tamaño. No pudo dejar de pensar, al entregárselas, que el pecado que les costó la vida a los peces había sido reclamar con ansiedad y majadería el alimento que necesitaban para vivir. Habían saltado demasiado ante su anzuelo. Mejor se hubiesen quedado en las profundidades de un pozo. No se habrían satisfecho, pero habrían vivido.
Antes de correr a la cocina a prepararlas a la mantequilla su mujer descorchó una botella de vino blanco y la puso en la mesa de centro junto a dos copas y una tabla de quesos. El hombre se lavaba las manos.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Me gustan los cuentos tristes. Creo que en esencia somos depositarios de la amargura más que de ese sentimiento de optimismo revitalizador que debiera animar nuestra condición humana.
Sin embargo, los efímeros instantes de alegría nos sirven para ahuyentar días grises y recuerdos de una infancia triste, como la mía, como la del personaje de este cuento, como casi todas las infancias que pueblan esta tierra.

Anónimo dijo...

Y los peces
habrán de continuar
saltando,
hambrientos,
tristes,
solitarios
y finales.

Y los peces...

Fortunata dijo...

Si los norteamericanos dicen "I´m feeling blue" Nosotros deberiamos decir "me siento gris" gris perla, gris marengo, gris azulado lo que nos daría una infinita gama de estados de ánimo grises.... Yo hoy diria "me siento gris tornasolado" esperando que lo entiendas.
Un beso

Thérèse Bovary dijo...

¿Qué quiso decir Fortunata?

Le voy a ir a preguntar a ella, mejor.

En todo caso, me ha gustado mucho el cuento. Es poderoso y muy intensa la tristeza del personaje.
Me gustó mucho cómo se asocian los estados de ánimo del personaje con lo desolado del espacio narrativo: quiero decir que la atmósfera unifica personaje, acontecimiento y espacio-tiempo lo que le da una fuerza extra al relato.