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martes, junio 26, 2007

El diácono

El santo hombre había muerto y las fieles parroquianas preparaban su cadáver desnudo para el espectáculo final, en el féretro. En dos días sería bajado a la tierra y ya no vería más la luz. Era el diácono más amado de la diócesis, célebre por su templanza, que es realmente una virtud cuando el hueso, el músculo y la piel se acomodan tan bien al cuerpo que les da forma que éste seduce por ese sólo acto a los contrarios; tal era su caso. De allí que desde el primer minuto de su deceso las monjas del convento y los periodistas comenzaran a elucubrar acerca de una no tan lejana apertura del proceso de beatificación. Y no solamente por aquella virtud, lo que ciertamente parecería una exageración a los teólogos vaticanos. Cientos de ejemplos daban prueba de las otras seis. En una población periférica se hablaba incluso de dos milagros nada de fáciles, consistentes en resucitar por partida doble a un suicida. La primera vez, tras desplomarse desde una torre de alta tensión. La segunda vez, tras arrojarse a las ruedas de una camioneta. La tercera vez se lanzó de un edificio y se reventó. En aquella oportunidad el diácono rezó un padrenuestro ante lo que quedaba del hombre y luego murmuró un verso, dicen que de Mallarmé: "No debemos forzar los talentos".
Un mocoso de unos siete años que solía rondar la parroquia para ganarse unos pesos haciendo mandados vio luz y agitación y se metió a curiosear a la pieza donde preparaban el cadáver.
-¿Quién es? -preguntó.
-Don Manuel -le dijeron, sollozando.
-¿El tío Manuel?
-Sí, hijito. Acaba de morir. Inclínate a rezar...
-No es el tío... no... no es el tío -repetía, angustiado- ¡el tío tenía la pirula bien grande y éste la tiene chiquitita!

1 comentario:

Anónimo dijo...

La voz de la inocencia....