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martes, agosto 18, 2009

Un mate, la noche y el Conejo

Había noches de sábados felices y había noches aburridas y también había noches angustiantes, como cuando mi papá andaba en las juntas y completaba dos o tres días sin llegar a la casa, acompañado de sus amigos el Ojos grandes y el Conejo, apodos que para cualquiera podían resultar divertidos pero que para nosotros sonaban a pesadilla, a verdaderos malos de la película; esto es, malos sin película o mejor dicho, personajes secundarios de una película protagonizada por nosotros pero desde el otro lado de la pantalla, el lado real que era la sala de cine y su continuación, nuestra casa en la población Rubio, nuestra anónima vida rancagüina.
Las noches aburridas consistían en acostarse cuando llegaba la hora... y apagar la luz. En aquel momento se me revelaba uno de los cuadros más melancólicos de mi infancia, que suele emerger en estas notas: con la habitación a oscuras cobraba importancia monumental el naranjo ubicado en el patio, en el pequeño patio de la casa. De día era un naranjo como cualquiera, sólo que apestado, que nunca o casi nunca daba naranjas. Pero de noche era otra cosa, con su ramaje negro y ligeramente ondulante ante la más mínima brisa, ramas largas de poco follaje que se interponían entre la luna y yo, entre las nubes y yo. No es que cobrara vida humana, eso lo sabía cualquiera, aunque a veces al Vitorio, acostado en la cama más alejada de la ventana, le daba un poco de susto la idea. Era más bien la sensación inquietante que desprendía su figura vegetal, casi animal. No deseo extenderme más con esa pieza y ese naranjo, porque no es el tema que hoy me impulsa a escribir, pero la imagen del gato invasor aprovecha su oportunidad y brota sola, al igual que la de la linterna, el gato que me pasa rozando la cara, los dos con el Vitorio aterrados por el maullido siniestro del felino al arrancar, el gato saltando por la ventana y perdiéndose en la inmensidad de la noche; y la luz de esa linterna que nos despierta cuando nos alumbra directamente a los ojos y nos pregunta -el hombre que lleva la linterna, otra especie de invasor, pero un invasor hasta cierto punto respetuoso y protector- nos pregunta mientras camina por los travesaños del parrón si hemos visto al ladrón que huye perseguido por el barrio entero.
En las noches felices, hablo de las noches de invierno que suelen ser las más felices, mi mamá preparaba mate en el dormitorio grande, el que daba a la calle, que de grande no tenía mucho, pues apenas cabía la cama de una plaza y media con respaldos de bronce, dos veladores y un ropero de dos cuerpos. Mi papá se servía el mate en la cama, con mi madre entrando y saliendo del lecho cada vez que se vaciaba el contenido. Comíamos pan de hallulla con arrollado, cuando había dinero, o con dulce de membrillo, cuando no había tanto.
Por motivos dignos de análisis, pero que alargarían este fragmento y quizás lo llevarían hacia otros derroteros, de modo que por esta vez no serán expuestos (ya con el gato y la linterna basta y sobra), siempre que recuerdo a mi padre feliz lo veo dentro de una cama. Como en la ocasión que estoy narrando, o como cuando anotaba datos en una libretita con el audífono en el oído y la televisión encendida, esto último muchos años después, ya con la televisión instalada en diversos espacios del hogar, que era otro hogar, otra casa más amplia, en una población "más decente" que la de los obreros de la Braden: la población de los profesores.
La ceremonia del mate era bastante sencilla. Mi madre calentaba la tetera en la cocina a parafina, el agua hervía y la tetera quedaba humeando sobre el brasero instalado en la pieza. Mientras, le echaba la hierba a la calabacita, que completaba con trozos larguiruchos de cáscaras de naranja. El rito exigía golpear los costados de la calabaza con la bombilla, una vez echada media ración de agua hirviendo. Entonces metía la bombilla y llenaba el mate de agua. El primero, el mate amargo, se lo tomaba mi mamá. Lo consideraba una especie de sacrificio, que los demás nunca cuestionamos, a sabiendas de que su voz era la que se imponía, ya que un remoto día en la historia nos metió en la cabeza a los tres hombres de la casa que ella siempre tenía la razón. El segundo mate era para mi papá, con azúcar. Después veníamos nosotros, cuando la hierba se suavizaba por el uso. Luego comenzaba otra ronda y así hasta completar tres o cuatro rondas. Había variantes: el mate con malicia, que sólo en contadas ocasiones nos era dado saborear, "porque podíamos acostumbrarnos", y el mate de leche, que tenía un sabor que al principio rechazábamos con el Vitorio pero que ante la insistencia terminaba por gustarnos. Todo duraba aproximadamente una hora y cuarto. Luego debíamos volver a nuestra pieza, se distribuían los guateros de metal y ellos apagaban la luz, acurrucados el uno con el otro.
Proyecto la imagen de ese momento mágico en mi mente y me veo con el Vitorio tratando de meternos a la cama con ellos, pero no cabemos, así que no nos queda otra que disfrutar el mate dentro de la pieza, pero no recuerdo en qué lugar, por más que hago memoria. Posiblemente hemos llevado alguna silla del comedor, permanecemos sentamos en algún pisito de totora o nos han dejado subir a los pies de la cama. Seguramente estamos a los pies de la cama cuando escuchamos un golpeteo en la ventana. Quién es, pregunta mi padre. Del otro lado se oye una voz no muy alta, no muy alta en el sentido de que proviene de un individuo de baja estatura, que con suerte alcanza a llegar al marco de la ventana, una voz que grita ¡el Conejo!
Nos quedamos petrificados. El Conejo está invitando a mi papá a salir, y lo está invitando así como invitan los obreros, los mineros rancagüinos, lo llama Mardones, se salta todo protocolo, osa tocar a la ventana sin ninguna educación, no piensa ni por un momento que mi papá pudiera estar acompañado, pero para nuestra gran felicidad él no se siente de ánimo para una farra, es el papá bueno y paternal el que hoy nos acompaña. Dónde vái, le pregunta desde la cama. A la sucursal, le responde el Conejo. Mejor ándate a tu casa. No, Mardones, si vos no querí es cosa tuya, pero yo voy a salir igual.
El Vitorio, vivamente impresionado con la escena, la saca a flote al día siguiente. Cuenta, no recuerdo a quién, que estábamos tomando mate cuando sonó la ventana y entonces mi papi preguntó quién era y entonces el señor dijo que era el Conejo y cuando mi papi le preguntó dónde iba, el Conejo dijo que iba a la persecución.

3 comentarios:

mentecato dijo...

Continúo pensando en González Vera por lo pulcro y natural de su escrito, Dr. Vicious. En nuestra casa de la provincia, de una vastedad física como las antiguas casonas del sur (había nueve habitaciones, dos comedores, dos baños, una inmensa cocina donde el fuego era perenne, ya que ahí se hacían los arrollados, quesos de cabeza, longanizas, prietas, etc.), era la abundancia como en tiempos de los romanos. Siempre llegaban compadres, cuñados, primos y una infinidad de parientes del campo (y todos traían canastos de condumios, frutas, piernas de cerdo, de cordero, pavos listos para el horno, inmensas tortillas, etc.) que llenaban la casa de voces y cantos. Por las noches, las narraciones y adivinanzas. Fuera de la casa comenzaba un extenso sitio (donde primos, vecinos y hermanos jugábamos a las escondidas en la maleza) con árboles frutales, un gallinero con casi cincuenta plumíferos, al fondo, a gran distancia, un chiquero con cerditos para el consumo, pavos también para el degüello y corderos en camino a la gran mesa...

Una mañana, arribó del campo una guainita de 15 años como ayudanta de casa (había ya dos empleadas de cuero viejo). Su nombre Esterina: de pelo de choclo deslumbrante, bajita y muy bien dotada. Ella fue mi maestra en las artes amatorias (una noche sigilosamente se metió en mi cama y quedé convertido en feliz varón a los 13 años. Seguimos así por mucho tiempo hasta que me mandaron interno a un colegio marista en San Fernando).

Así perdí mi paraíso definitivamente. Por las noches, a lo largo de años y años, aún pienso en Esterina...

Un abrazo fraterno.

Anónimo dijo...

Bueno, he aquí un relato de los buenos. Las sensibilidades de los que nacimos en provincias se parecen. Recuerdo que cuando entrevisté a Flocrita Motuda, me dijo que él, como provinciano, reconocía inmediatamente a uno cuando se lo topaba. Lo que Ud. evoca esta tarde es nada menos que el paraíso perdido.
Un abrazo de provinciano y amigo
dr. Vicious

Fortunata dijo...

Bellas historias de infancia mis queridos amigos provincianos....que podian ver desde su cama las ramas de los arboles y la luna encapotada...y hasta tener amores prohibidos....

Muchos besos a los dos.