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jueves, agosto 06, 2009

Mi padre y mi madre

Esto nunca lo hablamos, de modo que no pasa de ser una interpretación mía, pero se me ocurre con algún grado de certeza que mi padre debió de enamorarse de mi madre cuando advirtió en ella un aura imposible de superar y enormemente más luminosa que la suya. Reitero: estoy interpretando.
De lo que sí hablamos con mi madre, y que ella me lo declaró con una sinceridad desprovista de pegajosos sentimientos anexos y por eso más pura que cualquier otro tipo de sinceridad, fue de la propia intensidad de su amor. Me contó una noche de verano, bajo un fresco parrón que ya anunciaba en las bayas apelotonadas los racimos rojos y jugosos de febrero, me contó que ella se comprometió sin estar enamorada, se casó sin estar enamorada y vivió sin estar enamorada de mi padre, pero ahora que él ya no estaba en casa (había muerto meses antes de esa conversación) sentía que le faltaba la mitad de su vida. De hecho su aflicción se la llevó a la tumba cinco o seis meses después. Todo lo que me dijo esa noche lo había dicho delante de mi padre en su momento, con esa misma sinceridad.
Siempre solí menospreciar a mi viejo, y lo declaro con no poca vergüenza, pero debo reconocer que en un detalle me sacó una ventaja irremontable: una vez que vio la luz, por llamarla así, la persiguió como polilla, a riesgo de morir en el intento, y hasta se humilló para conservarla durante toda su vida. Nunca lo dijo con palabras, porque su elemento eran los gritos más que las palabras, pero a todos se nos hizo evidente que para él, mi madre fue su gran tesoro.
El mundo se mostraba sorprendido de esta verdad y más de alguien comentaba abiertamente, con palabras rayanas en la falta de respeto, similares a las de los presidentes que hablan de los asuntos internos de otros países, que era de gran injusticia que mi madre soportara a mi padre, sobre todo por la forma en que él la trataba. Víctor y yo, sus hijos, a menudo coincidíamos en el juicio, aunque internamente parecíamos ser poseedores del secreto de ese amor, que, oh paradoja, años después de quedar sepultado en el mismo nicho del cementerio municipal de Rancagua, cajón sobre cajón, me parece cada vez más indescifrable.
De herencia me dejó la pasión de sus ruegos silenciosos, la fuerza de sus celos y la renuncia a su inclinación por el alcohol, como pruebas indesmentibles de que para él había una única luz y todo debía sacrificarse a ella, aún la dignidad.
¿Lo hizo feliz poseer ese tesoro? Si es dable demostrar la felicidad con actos, mi padre fue un ser profundamente infeliz, un hombre lleno de carencias; en otras palabras, un feliz trágico, nostálgico. Y yo, que a su lado pareciera que lo tuviera todo, me siento hoy tan cobarde, cómodo y egoísta, tan incapaz de haber perseguido la luz, hubiese alumbrado aquí, en Tombuctú o en las Canarias, que no dejo de preguntarme si el secreto lo tuvo él o lo tengo yo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Te leo.

Un beso de L.

mentecato dijo...

Hay senderos comunes, Dr. Vicious. Siempre pienso en mi padre que estuvo en la misma cantera que el suyo: era un ser hermético, distante, tras un muro de hierro. Con él viví cuando ya era un viejecillo frágil y triste. A pesar de que nunca nos pudimos comunicar aún siento dolor de su ausencia terrestre...

Un abrazo.