Visitas de la última semana a la página

jueves, mayo 13, 2010

Lilian Inostroza

Este recuerdo se asemeja en su génesis a una canción pegajosa. Un día la vi y seguí de largo. A la segunda vez me fijé que existía. A la tercera vez me llamó profundamente la atención la forma de su cara. A la cuarta vez me enamoré de ella. Cuando uno llega a la parte cautivante de una melodía experimenta una sensación inexplicable de placer, que se origina en un lugar desconocido de la mente y que se transmite a todo el cuerpo de una forma relativamente inconsciente. Esa sensación la provoca un acorde o una mezcla de instrumentos o el vibrato de una voz, lo que sea, pero si se quiere llegar a la resolución del misterio de ese vibrato, de esa mezcla de instrumentos, de ese acorde, se descubre que dentro de esas notas musicales hay un inmenso vacío. Las notas en sí mismas no son nada. Al modo de un taxidermista, se podrían disecar, poner encima de una mesa y no causarían emoción alguna. Las notas sólo adquieren su maravilloso sentido dentro de una pieza, así como Lilian Inostroza sólo tuvo sentido cuando viví el tránsito de los 11 a los 12 años.
Cuando me enfrentaba a ella sentía lo mismo que con la canción que sonaba por la radio, porque ansiaba llegar a ese momento en que cruzábamos miradas, y sólo vivía los minutos que seguían a esa extraordinaria experiencia para retenerlo, intentando convertirlo en la eternidad. Y algo conseguía, pues la emoción solía repetirse, no tan violenta pero sí verdadera, aunque me daba cuenta de que debía ser nuevamente alimentada; mi cuerpo necesitaba escuchar de nuevo la canción para llegar a su misterio insondable. Había que repetirlo todo, tal vez de esa forma se llegara a la raíz.
Intentaba imaginar, por las tardes, escondido detrás de la ventana, mientras esperaba su paso, dónde radicaba el misterio, si en sus ojos verdes o en su figura esquelética o en su moño de cola de caballo. No llegaba a nada. Su imagen lo explicaba todo, pero qué era eso. No lo sabía.
Recuerdo que una noche me acerqué a mi madre, que estaba en la cocina, deseoso de compartir con ella este secreto. Pero aquí algo falla en mi memoria, porque al reproducir la escena, la cocina se empeña en surgir donde debía estar el living y no en la parte de atrás de la casa, frente al patio del naranjo. Sin embargo mi mamá está preparando la comida inundada por una luz amarilla intensa, alegre, y delante de sus brazos ocupados en trozar un pollo blanco existe una ventana que da a la calle, todo absolutamente falso, si se deseara investigar la realidad. Mi memoria insiste en inventar otra cocina, más parecida a la de la casa de Eduardo de Geyter, sabiendo sin duda alguna que esa casa corresponde al año 1967 y no al 64.
En esa cocina le confesé que me gustaba la Lilian y no se echó a reír, como temía, sino que se sorprendió gratamente y pareció comprender mis sentimientos, lo que me provocó gran alivio, pues había alguien que entendía lo que yo mismo no podía entender. Me preguntó qué Lilian y le dije que la sobrina de la señorita Fresia.
Una noche fría mi mamá se cruzó con la señorita Fresia. Regresaba ésta del hospital con su paso corto y enérgico y las paredes devolvían el fuerte retumbar de sus zapatos de tacones altos. En su brazo derecho portaba el siniestro maletín que contenía la jeringa de vidrio, la aguja, el agua destilada y la goma elástica, elementos con los que me hacía sufrir una vez al mes, a las siete de la mañana. La penicilina benzetacil la esperaba religiosamente en el botiquín.
-Parece que vamos a ser consuegras -le dijo. Mi mamá se rió y le devolvió el comentario. Yo, que estaba allí, entendí la situación y me puse entre contento y avergonzado, porque había esperanzas, no sabía bien de qué, pero era un hecho que la situación iba por buen camino, de otro modo la señorita Fresia habría sugerido que la Lilian no correspondía mi amor. Más tarde, pensando en la almohada, me molestó que se hablara de mí sin consultarme mi opinión. Me dormí pensando qué había querido decir la señorita Fresia con esa frase, ya que no demostraba a ciencia cierta que la Lilian hubiese dado su opinión de mí alguna vez, aunque por otro lado, si yo no había dicho nada y mi mamá creo que tampoco, ¿cómo se había enterado ella de que yo estaba enamorado de su sobrina?
Recuerdo que por esos días hubo una gran maratón de niños para celebrar el aniversario del club Simón Bolívar. Cuando dieron la partida eché a correr metido en una maraña de jadeos y calculadamente me quedé adentro del pelotón. Los competidores se fueron cansando y yo, que ese día estaba tocado por una varita mágica, empecé a adelantar posiciones hasta que tomé la punta antes de la mitad de la carrera, cuyo trazado comprendía unas diez a doce cuadras. Gané muy fácilmente y de premio me regalaron un lápiz pasta rojo ABC, que estaba por detrás del BIC y qué decir del Parker. Quedé feliz, más feliz cuando la señorita Fresia pasó por la plazuela donde se ubicaba la meta y la Lilian le gritó: "¡Tía, el Hugo ganó la maratón!".
Pero he sido muy desordenado para hilvanar este relato. La memoria es así: arroja recuerdos según la importancia que nuestra cabeza les asigna, sin respetar la línea del tiempo. Cuando esta mañana comencé a escribir, lo que quería revelar era la forma en que planificaba mis jugadas maestras. Y de hecho es importante que insista en el proyecto original, ya que de él se pueden extraer interesantes conclusiones.
Una vez que la vi por cuarta vez y decidí que me había enamorado de ella comencé a vivir un calvario terrible. No se me pasó por la cabeza la idea de hablarle, eso habría sido demasiado, pero necesitaba verla. El destino me dio una mano cuando descubrí la coincidencia entre mi hora de salida de clases y la hora de su entrada. A menudo la veía dirigirse al liceo con su falda azul, su camisa blanca y su cola de caballo justo cuando yo venía de vuelta, hambriento y desganado. La divisaba a dos cuadras de distancia y se me aceleraba el corazón. Pasábamos uno frente al otro sin decirnos nada, rodeados de ese silencio estremecedor de las dos de la tarde en la provincia. Llegaba a mi casa con un regusto dulce y amargo que me quitaba el hambre. Faltaban aún cinco horas para verla por detrás de las cortinas, si es que la veía.
Decidí entonces que un asunto tan importante no podía ser dejado al azar, y así planifiqué cuidadosamente mi trayecto diario de regreso, momento que se consagró como la instancia más segura para verla. Debía salir del liceo y caminar por Germán Riesco hasta llegar al liceo de niñas, en la Plaza de los Héroes. Allí, enfilar por Estado, doblar en O'Carrol, cruzar la calle Campos -poniendo máxima atención en su horizonte- y bajar por Astorga, que era la vía regularmente elegida por ella para encaminarse al liceo. Digo regularmente porque no pocas veces, para mi desgracia, elegía Campos, lo notaba porque al atravesar una esquina y mirar a lo lejos la veía atravesando su esquina una calle más allá, señal de que la había perdido, de que el día era vacío.
Generalmente nos cruzábamos alrededor de la una y cuarto de la tarde en Astorga, entre Gamero e Ibieta y como ya lo escribí, se trataba de un encuentro silencioso que no dejaba más huella que los latidos de mi corazón.
Pero un día, con el corazón al máximo, me jugué la vida y le dije hola, prácticamente a sangre de pato. Ella me miró con sus ojos verdes, sorprendida, y me respondió el saludo.
¿Cuánto duró ese instante? ¿Tres segundos? Dos niños que se cruzan, se saludan y se alejan. Tres segundos desde que tomé la decisión de saludarla, a lo más cuatro, lo que va del límite de una casa de adobe a la siguiente. Como habría dicho Neil Armstrong, tres segundos para la calle Astorga, una vida entera para mí. Había hallado la felicidad y ahora sólo me restaba repetir los encuentros hasta el cansancio, con la certeza de que además de verla escucharía su voz dirigida a mí. Hola-hola. Eso sería todo, no ansiaba nada más.
Y de hecho fue así.
Vino entonces la parte oscura de mi personalidad. En vez de disfrutar la vida me dispuse a lanzar anzuelos y redes para atraparla a la distancia, en el convencimiento de que solamente el conocimiento y la captura anticipada del futuro pueden llevar a la felicidad.
Averigüé si ella era efectivamente un año menor que yo, como se decía, porque una ley no escrita pero sabida por todos dictaba que el hombre debía ser mayor que la mujer un año. Tras comprobarlo sentí un enorme alivio. Supe que tenía un hermano y me hice amigo del hermano, por interés. Indagué si tenía buenas notas, porque era impropio que a uno le gustara una niña que tuviera malas notas. Con indecible pavor reuní datos sobre sus sentimientos, en especial si estaban dirigidos a otro. No llegué a nada. Averigüé que todos los fines de semana se iba a Caletones, donde vivían sus papás. Y finalmente supe que al año siguiente se iría a estudiar al internado femenino de Santiago.
No recuerdo qué sentí cuando realmente se alejó de mí, mas no creo pecar de mentiroso si dijera que lo más parecido fue una leve esperanza de que al cabo de cinco años volvería a verla y todo sería igual que antes.
Estaba lejos de sospechar entonces que ella cerraba la primera etapa de mi vida y abría la segunda, la menos sincera de las tres, la edad del trabajo productivo, del acomodo, del deseo sexual y de las ambiciones solapadas, que duró hartos años más y daría para un libro.

1 comentario:

La Lechucita dijo...

Me hizo recordar un jovencito del liceo francés que hacia la misma linea de metro que yo para ir a mi colegio de las ursulinas. Cuando yo subía él siempre estaba en la segunda puerta del segundo vagón, nunca nos hablábamos pero siempre nos quedábamos mirando a los ojos durante dos paradas, luego él se bajaba y yo continuaba otro par de paradas....