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martes, diciembre 14, 2010

Acto en la Escuela 1

"Ya no es tarde ni noche, ya no es noche ni tarde...".
Hay un galpón antiguo que hace de gimnasio, un galpón colmado de gente, de profesores y niños con sus padres, es un acto de fin de año. Yo, una de las pocas cosas que conozco, recito una poesía, pero como los micrófonos no pueden llegar tan abajo, me he subido a un piso, me han subido a un piso, lo que le da más ternura al número. Es extraño que me vea a mí mismo y que no recuerde el más mínimo detalle de la masa que tenía frente a mí, de esos ojos luminosos que titilan en la oscuridad y a los que se dirigen los artistas cuando actúan.
"Ya no es tarde ni noche, ya no es noche ni tarde...".
Cerrada ovación y de premio, un barquillo en el Lucerna. Me gustaban los de chocolate. Los barquillos tenían que ser de chocolate. Cualquier otro sabor era de consuelo. Vestía un terno gris con pantalones cortos, soquetes blancos, zapatos brillantes de suela gruesa, una corbata de diseño escocés.
No era tan difícil aprender poesías y menos aún, declamarlas. Había que mover el brazo derecho hacia arriba y bajarlo en arco hacia afuera, hasta que quedara pegado al cuerpo. Enseguida había que hacer lo mismo con el brazo izquierdo. La voz se subía y después se arrastraba hasta el murmullo y entonces se subía de nuevo en la última palabra de la estrofa. Al final había que terminar con la mano en el corazón y la cabeza gacha. Me lo tuvo que haber enseñado mi mamá, que era una artista insigne.
"Ya no es tarde ni noche, ya no es noche ni tarde".
Un verso, lo que quedó de esa escuela viejísima, ubicada en Independencia con Bueras, la Escuela Superior de Hombres número 1. Allí cursé la primera preparatoria, a los cinco años. En los recreos corríamos donde un cocinero que repartía leche hirviendo de una olla gigante. Apegado a la pared había un cilindro de metal, desecho de una máquina aplanadora, que usábamos para jugar. Costaba moverlo por la tierra del patio, porque era más alto que nosotros. Varios lo empujaban mientras los demás se subían a la superficie e iban cayendo. Una mañana puse deliberadamente el pie para sentir cuando el juguete me pasara por encima y perdí una uña.
Al año siguiente se inauguró la nueva escuela y todos nos fuimos con ella. La otra se hizo polvo. Frente a nosotros ahora estaba la cárcel. Retengo un momento en que nos encerraron a todos porque se había fugado un preso. Después supimos que lo habían pillado y lo mataron. El preso era joven y su delito fue quemar el diario local con el dueño adentro. La gente decía que entre él y el dueño había algo y que el preso había actuado por venganza.
Un día dormía algo incómodo por los síntomas de un resfrío cuando llegaron a buscarme de urgencia. La señorita María Eugenia requería de mis servicios porque faltaba el recitador para una ceremonia que se estaba desarrollando en la escuela. Me vestí sin lavarme y partí corriendo. Ya no se trataba de un gimnasio, ahora las grandes jornadas se vivían en una sala de actos amplia, luminosa. Me ubiqué en las últimas filas, de pie. Desde ese sitio el escenario adquiría aún más importancia; había que ponerse de puntillas para ver el acto. Me dieron ganas de estornudar y por no hacer ruido lo hice con la boca cerrada y me cayó como medio kilo de moco sobre la camisa blanca. Me desesperé, porque después venía yo. Corrí al baño y me eché agua hasta que salió todo, pero no estaba seguro. Cuando me anunciaron subí a recitar y mientras recitaba sospechaba que la limpieza no había sido total, presentía que la sala se largaría a reír apenas el primer acusete descubriera la catástrofe.

1 comentario:

mentecato dijo...

Excelenteeeeee