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jueves, octubre 28, 2010

El hombre que crecía y decrecía

Entre tantos ejemplares deformes y diría extraordinarios, hasta bellos en su deformidad, el caso del hombre que crecía y decrecía ha sido relegado a espacios secundarios en la historia de los records Guinness, a pesar de sus enormes alcances, sospecho que desde que alguien de la compañía alertó acerca de la naturaleza de su descubridor, el irlandés Jack Jameson. El libro de 1962 describe al hombre que crecía y decrecía en su página 112 mediante este somero texto: "Existe un ser humano que crece y decrece en el transcurso de un día. Es el único caso registrado de este tipo. Vive en...". El artículo continúa con los detalles de su nombre, la ciudad y país de residencia y otros. En total, dos párrafos y su fotografía, que para efectos visuales es la de un hombre común y corriente. La edición de 1963 y siguientes ya no lo contemplan, no porque su récord lo batiera otra persona sino simplemente porque lo que yo me imagino como una suerte de capricho editorial lo hizo desaparecer de las páginas. Digo capricho, ya que hace unos meses me tomé la molestia de enviar un mail a la compañía Guinness World Records, consultando el motivo de esta ausencia, y la respuesta dejó mucho que desear. Traducida al español decía algo así como "lamentamos no poder servirlo, distinguido lector, pues las políticas de la compañía nos impiden proporcionar ese tipo de información".
Jamás una mujer medianamente seria podría ser llevada a un haloupen. Ella tuvo la suerte de librarse del acento y así fue como nos embarcamos a la tierra del hombre que crecía y decrecía, apenas con un par de datos básicos que logré reunir. Llegamos un viernes por la noche, mala señal y sin embargo matemáticamente estudiada: ella le pudo dedicar todo el fin de semana al placer de los casinos flotantes y yo debí esperar hasta las nueve de la mañana del lunes para volcarme a las oficinas públicas. Me costó dar con su paradero, pero terminé el día con una cerveza en la mano, asumiendo mi gran triunfo. El hombre que crecía y decrecía estaba vivo y aunque residía a unos 400 kilómetros de donde nos hallábamos, me aseguraron que era perfectamente abordable, lo que quiere decir que el personaje no disponía de mucho dinero.
Se nos planteó entonces una singular disyuntiva: o ella me acompañaba o se quedaba a esperarme, corriendo el riesgo de copar las tarjetas de crédito en sus visitas a los casinos, algo que no pocas veces en nuestra vida ha sucedido, y ha sido bien desagradable. Me prometió que jugaría "hasta más acá de lo razonable" y yo subí al bus muy satisfecho, pero por el camino pensé que me debió decir "más allá" y no "más acá" de lo razonable, ya que más acá implica un menor esfuerzo de acercarse a la razón y más allá, el agotador tormento de no dejarse llevar por el vicio. Entre tanto la ventanilla del bus me ofrecía cuerpos extraños a la salida de los bares, pueblos que se encendían y se apagaban, polvaredas monstruosas que entraban por hendiduras en el piso de la máquina. Hacía un calor insoportable cuando los tres últimos pasajeros llegamos al terminal, cerca de las cuatro de la mañana. Calculé que el hombre que crecía y decrecía debía de andar por los 72 años, pero lo primero que hice fue no averiguar su paradero sino buscar un hotel. Me atendió un indígena, a juzgar por sus rasgos. No había forma de hacerle entender que necesitaba una habitación al momento; se negaba a dármela. Hablábamos el mismo idioma, con las variantes que se dan entre uno y otro país, de tal forma que parecían lenguas diferentes, pero no era eso lo que nos separaba sino su testarudez. Se me pasaban por la mente tantas cosas desagradables, tantos asuntos inconclusos, tantas batallas absurdas, inútiles, esos mismos pueblos recién divisados por primera y última vez, pero estaba en un país que no era el mío, de modo que actué con prudencia. Le rogué una vez más al indígena que me condujera a la pieza y no lo hizo. Su argumento era idiota, me decía que si me alquilaba la habitación me tendría que cobrar el día anterior, pues el ingreso corría a partir de las 8 de la mañana y recién eran las cuatro veinte. No importa, le imploraba, pagaré. No señor, el dueño del hotel me ha ordenado proteger los intereses de sus clientes, espere y tome asiento hasta que den las ocho de la mañana y en ese momento lo llevaré a su habitación.
Uno frente al otro, hasta las ocho de la mañana. Se notaba que había tenido una jornada agotadora, a pesar de que en el casillero colgaban todas las llaves menos dos. El cuello de su camisa blanca, cerrada hasta el último botón, estaba completamente sudado y negruzco, con ambas puntas dobladas hacia arriba. Conservaba la vista fija y no se movía ni para adelante ni para atrás, de tal forma que al despuntar el alba se me figuró un tótem fantástico de malos augurios. Cinco para las ocho se levantó y me pidió que lo acompañara. Salimos a un patio perfumado de frutas raras y doblamos por un sendero de ladrillo al aire libre hasta que llegamos a una especie de galpón abandonado, más parecido a un gimnasio que a un hotel. Las puertas se sucedían a ambos costados del pasillo de piedra y ningún material aislante separaba el techo de zinc de las habitaciones. A esa hora los buitres o zopilotes aún permanecían en las vigas y yo los divisaba perfectamente desde mi cama, pero no bien el sol bañó el pueblo se vieron obligados a levantar vuelo hacia los árboles o a las montañas, me imagino que siguiendo el ritual de cada jornada. Me resultó tremendamente fácil inferir dicho razonamiento: yo mismo tuve que huir de allí apenas sentí en mi cuerpo la radiación infernal que desprendía el zinc. Ella no había tenido una noche de película, me confesó cerca de las nueve y media, cuando la llamé, pero todavía le quedaba cupo en dos tarjetas y esperaba dar el gran golpe en cualquier momento.
Nunca me ha quedado claro si el hombre que crecía y decrecía fue un invento del irlandés ampliado por la publicidad, un fenómeno real o la demostración de que los detalles ligeramente inexactos del diario acontecer concluyen con una suma gigantesca de equivocaciones, que a la postre provocan que el mundo marche no tan bien como debiera. Repaso la historia y advierto desde luego que el primer error consistió en una suerte de omisión perversa, la de borrar de sus páginas al hombre que crecía y decrecía por parte de los editores del Guinness World Records, sin mediar explicación alguna. De no haber sido así yo no estaría en este pueblo infernal, haciendo averiguaciones. Mas espero hallarlo pronto; me han dicho que a no más de dos kilómetros, saliendo hacia la zona selvática, hay un hombre que concordaría con sus rasgos, de modo que antes de partir a pie debo acudir al bar situado al costado del hotel, donde hay un teléfono público. Si la señal de mi celular fuese lo potente que me habían prometido no tendría necesidad de cumplir con esta angustiante misión, pero no es así y me veo obligado a echar moneda tras moneda en el aparato, que se las va tragando todas sin dar la menor señal de vida. Sólo cuando el encargado me advierte que el proceso es diferente logro salvar las que me quedan y comunicarme con ella por segunda vez. Me cuenta que en este rato ha vuelto a perder, noto que se encuentra ligeramente ebria, chispeante; esto es, alegre.
-Es demasiado temprano, amor. Más tarde te va a doler la cabeza.
-No te lo tomes tan a pecho y vuelve pronto, que ya me está pesando la soledad.
-Aquí hay demasiada luz.
-Acá en el casino está fresquito. ¿No tienes aire acondicionado?
-No, y más encima me voy a la selva.
-¡A la selva! ¡Pero qué vas a hacer a la selva!
-Son sólo dos kilómetros, amor, no te preocupes. Es que me dijeron que lo puedo ubicar en un caserío.
-¿En cuál?
-Olvídalo.
-Cuídate, ¡y te doy dos días de plazo para volver conmigo!
-¿Cómo lo estás pasando?
-¡Mal!
-¿Me echas de menos?
-¡No!
-Pero qué...
La señal se había cortado. ¿Valía la pena gastar más monedas?
Salí del bar, pensando únicamente en una farmacia. En este lugar no se puede caminar sin bloqueador. Ahora entendía por qué los rostros de la gente brillaban como la cera de las velas. Me costaba dar un paso bajo el sol y no todas las casas disponían de alerones, apenas pude llegar a la farmacia, no exagero si digo que entre las 8 y las 11 de la mañana había bajado unos cuatro kilos debido al sudor. Andar por allí era como andar dentro de un túnel de fuego. La extrema luminosidad impide ver la salida, tal es la luz que el final del túnel parece un círculo negro.
Cuando llegué al caserío la lluvia se había desatado como nunca había visto en mi vida. Las palmeras volaban por el cielo, arrastradas por el viento. Algo les había oído comentar durante el viaje nocturno a unos pasajeros del bus sobre una tormenta, pero no les di importancia, craso error, de aquellos a los que ya me referí. En el pueblo no se veía un alma, la gente se había resignado a perder sus viviendas, cuyos techos chocaban entre ellos en las alturas, provocando chispas que daban miedo. Vi una o dos vacas mugiendo entre las nubes repletas de agua, como si fuesen veloces aeroplanos, y allí tomé conciencia de la existencia de Dios o de los milagros, que vendría a ser lo mismo. Me pregunté qué hacía en ese lugar, pero sobre todo cómo era posible que continuara con vida, y aun algo más improbable que eso, cómo era posible que el ciclón aún no me hubiese llevado consigo. La Divina Providencia me condujo a una boca de metal cerrada sobre el césped. Me agaché y agucé el oído: se oían murmullos y rezos. Entonces me abrieron la puerta y me tiraron de los brazos hacia adentro, ya estaba a salvo.
La gente que pude ver transitaba de un lugar a otro, la mayoría con las palmas unidas en actitud de oración. Era un espacio inmensamente amplio e irregular, del tamaño aproximado de una cancha de fútbol, colegí luego de recorrer el muro contando los pasos hasta volver al punto de partida, que había dejado marcado con una rayita cuya forma solo yo podía dibujar. Lamentablemente el refugio, porque se trataba de un refugio contra huracanes, había sido construido sin tomar providencias. Digo lo anterior porque en algún momento de mi estadía, tal vez fue en la farmacia, mientras compraba el bloqueador, alguien me comentó que la estatura promedio de los hombres en este país se había elevado 10 centímetros en los últimos 20 años, de lo que se desprende que antes fue de un metro 58 centímetros, ya que a simple vista detecté que actualmente la mayoría de los indígenas bordeaba el metro 68. Dicho factor no fue tomado en cuenta al decidir la altura de la bóveda, que no sobrepasaba el metro 65, por lo que tanto los demás como yo debíamos esperar el paso del huracán caminando no solo agachados sino soportando sobre nuestras cabezas el molesto roce de las raíces profundas de los árboles que resistían la furia del viento. Todas esas molestias eran evitables mediante el simple expediente de cavar hasta aumentar la profundidad del refugio en un metro, por ejemplo. Mas por alguna razón que ignoro, el trabajo no se había hecho. Se me ocurrió pensar que la cueva artificial difícilmente tendría menos de 20 años, lo que quiere decir que en las anteriores tormentas, al menos en las ocurridas 20 o más años atrás, los indígenas caminaban por dentro cómodamente, sin agacharse. Yo calculé que tenía más de 50 años, pero no dispongo de datos objetivos para confirmarlo.
Si he sido algo majadero en la descripción del lugar, se debe al propósito de ilustrar mejor la entrevista que tuve con los familiares y conocidos del hombre que crecía y decrecía. Me llevaron a un rincón apartado de la masa y me ofrecieron una taza de algo caliente y amargo, que bebí más por cortesía que por placer, con algo de esa afectación que denota superioridad de raza. Me preguntaron si yo era algo del gringo, pariente, amigo, cualquier cosa, por último si lo conocía o había oído hablar de él. Sobre nosotros las raíces vibraban, como si tuviesen miedo de que el viento quisiera llevárselas. El murmullo grave que llegaba desde la superficie intranquilizaba hasta a la conciencia más intachable, que desde luego no era la mía, de modo que no es necesario describir mi estado en ese momento. Me hicieron más preguntas y cuando llegamos a la raíz del asunto, cuando comprobaron sus aprensiones, se miraron un momento y luego habló el de menos edad. Enseguida lo hizo una mujer, después se cruzaron varias opiniones, fueron dejándose llevar por la pasión, hubo alegatos y casi se llega a la violencia, de no mediar la aparición de unos 30 indígenas, atraídos por la discusión. Los ánimos se aplacaron, no hubo explicaciones en ninguno de los dos bandos y el grupo original que conformábamos volvió a apartarse de la masa, pero noté que la irascibilidad nos había desplazado varios metros. Contra toda lógica sonó mi celular. Era ella. Aproveché de preguntarle la hora, porque había perdido conciencia del tiempo. Me dijo que eran cerca de las cuatro de la tarde.
-Imposible -me ofusqué-, estás borracha. ¿Has recuperado algo?
-Lo perdí todo. Perdóname.
-No pueden ser las cuatro -le dije-. Llegué a este pueblo antes del mediodía y entré al refugio no más allá de las 12 y cuarto.
-¿Qué refugio?
-Estoy en un refugio -le respondí, desconsolado, anticipándome a su reacción.
-¡Ja ja ja!... ¡Y qué estás haciendo en un refugio, hombre por Dios! -reaccionó, tal como pensaba.
-Al regreso te contaré.
-Vente ya. No tengo crédito.
-¿Cómo va el huracán allá arriba?
-¿Qué...?
La señal se fue. Me quedé pensando en lo que me había dicho. Si el recorrido por el contorno del refugio me había tomado tal vez una hora y media y la conversación con los familiares y conocidos del hombre que crecía y decrecía a lo sumo tres cuartos de hora, entonces quedaban unas dos horas ciegas dando vueltas. Recordé que en este país el reloj marcaba dos horas más. Allí podía estar la causa, pero solo en el caso de que ella hubiese levantado la vista hacia algún reloj ubicado en alguno de los casinos flotantes y no la hubiese bajado hacia su Cartier. Esta posibilidad hablaba a las claras de que había empeñado su valiosa prenda en la caja de un casino, lo que no tenía por qué llamarme la atención. Pero si no era así, ¿dónde diablos se habían ido esas dos horas ciegas? La duda era espantosa, porque me distraía de la misión que me había llevado a este sitio. Los indígenas, en efecto, se acercaban e iban sumando testimonios sobre el hombre que crecía y decrecía. Incluso un hombre de mediana edad aventuró la hipótesis de que su pariente "había caído en el juego del hombre blanco" y vendido su récord Guinness a un precio irrisorio. Eso no tenía sentido, pero sirvió para que volviera a concentrarme en la historia. A pasos de mi propia raya se encontraba la del irlandés. Cuando recordaron la medición hecha por él sentí lo mismo que si hubiese descubierto ElDorado. Me informaron que el hombre que crecía y decrecía había sido medido allí y lo comprobaron mostrándome las marcas en una roca vertical que sobresalía de la pared de tierra húmeda. Eran tres rayas, separadas cada una por menos de un centímetro y bajo ellas las iniciales J. J., que correspondían a las de Jack Jameson. El más viejo tomó entonces la palabra y me relató la historia. Dijo que él tendría unos 24 años ese día que entró al refugio y que vio cuando el gringo midió a su tío tres veces en el mismo día. En la mañana, en la tarde y en la noche. Le pregunté cómo sabía que era la mañana, la tarde y la noche y me contestó que eso era un decir, que lo que quería contarme era que lo había medido tres veces, pero no al mismo tiempo, sino que en un lapso que podía corresponder a casi un día entero. Le creí y aproveché de preguntarle por qué lo había hecho. El anciano me dijo que su tío siempre comentaba en el pueblo que por lo general en las mañanas amanecía muy alto, durante la tarde se achicaba y al llegar la noche crecía de nuevo. A veces los ciclos cambiaban, a veces se alteraban y crecía o se achicaba dos veces seguidas; el hecho, decía él, era que nunca tenía el mismo tamaño. Le pregunté dónde estaba su tío y me dijo que ayer mismo lo había visto, pero que ahora era imposible buscarlo entre la masa que deambulaba por el refugio; temía que se hubiese apartado voluntariamente del grupo familiar, debido a una disputa con uno de los suyos, cuya razón no logré entender. Le pregunté por qué había sido medido durante un huracán y me dijo que el gringo estaba ese día en el refugio, tal como yo estaba ahora, y que al escuchar la historia se entusiasmó y lo midió tres veces. Me agregó que el gringo había quedado convencido del fenómeno y que "lo puso en una revista". Le pregunté por qué, siendo sobrino y tío, el sobrino parecía tener más edad que el tío. Me contó que el hombre que crecía y decrecía era el penúltimo de 11 hermanos y que como él era hijo del segundo hermano, más bien de una hermana, contando del más viejo al más joven, nació primero él y después el tío, y me recordó además que por ser hijo de una hermana no llevaban el mismo apellido. Me fijé que la piedra desaparecía en el piso mediante un declive irregular, sobre el cual debió de poner los pies el hombre que crecía y decrecía. Le pregunté entonces qué instrumento había utilizado el irlandés para medir a su tío y me dijo que la cuarta; qué es eso, le pregunté y como respuesta abrió lo más que pudo los dedos de su mano derecha. Le pregunté dónde estaba el gringo y me dijo que estaba en el cementerio. De modo que en eso descansa todo este asunto, pensé, abrumado, descansa en una operación al voleo dentro de un refugio en medio de un huracán, salvo que los indígenas no estén siendo precisos en sus recuerdos. Porque no podía ser que una medición tan superficial constituyera la base de un record recogido como cierto por un libro que, aunque de divulgación popular, basa su prestigio en la confirmación de los datos que publica. Los irlandeses tienen fama de obstinados, incluso de cargantes, de modo que por fuerza J. J. debió recopilar más información antes de ofrecerle la historia a la compañía, así debían de ser las cosas, concluí, convencido. En ese momento volvió a sonar el celular.
-¿Sí?
-...
-Ah, eres tú.
-...
-¿Para qué me llamas de nuevo? Estoy muy ocupado, mi amor.
-...
-Todavía no, me falta un poco.
-...
-¿Recuperaste el dinero?
-...
-Estás en bancarrota. Y borracha.
-... ... ...
-¿Qué?
-... ... ...
-No sé qué decirte.
-... ...
-No lo hagas, por favor.
-... ... ... ...
-¿Puedes esperar al menos un día?
-...
Colgué. La conversación me había derrumbado emocionalmente, el anciano lo advirtió de inmediato y me preguntó qué estaba pasando allá arriba. Lo tranquilice, le dije que se trataba de un problema personal. Me tomó las manos y me instó a confesarle mi pesar. Le dije que ella estaba en problemas, me preguntó qué tipo de problemas, lo perdió todo en el casino, se le acabó el dinero le dije, me preguntó para qué podía querer dinero ella, para vivir, para mantenerse le dije, me dijo que en su aldea todos vivían sin dinero, pero ella no puede, usted no la conoce le dije, me preguntó qué haría entonces, un hombre le está proponiendo hacerse cargo de la deuda le dije con mucha vergüenza, me preguntó en qué consistía eso de pagar una deuda, en quedar limpia, en empezar de cero le dije, se alegró y me apretó fuertemente las manos, no se alegre porque eso no es tan bueno le dije, me preguntó por qué no era tan bueno empezar de nuevo y dijo que él lo encontraba muy bueno, no se lo puedo decir le dije, me rogó que le explicara, es que ella tiene dudas porque usted debe imaginarse el costo de aceptar esa oferta le dije, me dijo que no se lo podía imaginar y me ofreció la ayuda que quisiera de su pueblo, dígame cuánto falta para que pase el huracán le dije, me dijo que ya estaba terminando. Un grito surgido del otro extremo del refugio, semejante a la celebración de un gol de la selección, fue efectivamente el aviso de que todo había pasado y de que la gente podía emerger, lo que fue ocurriendo con el orden más matemático que jamás haya visto. Los indígenas formaron una fila en forma de serpiente, similar a las que se disponen frente a las cajas de los bancos o los centros de pago, pero multiplicada por cien, pues aquí estábamos hablando tal vez de 2 mil a 3 mil personas. Cada uno era llamado por su nombre y cuando a lo lejos se escuchó el del hombre que crecía y decrecía, el indígena que iba delante mío me comentó: "Ese es mi tío". No salí de la fila para ir tras él; de tal modo estaban dispuestas las cosas que resultaba ilusorio siquiera levantar la cabeza por encima del hombro. Creo que ese fue el momento en que lo perdí para siempre.
Me quedaban dos pasos a seguir, pero antes debía esperar mi turno para subir a la superficie. Éste se concretó un par de horas después.
Al salir, lo que vi me maravilló. Una vaca mugía en la copa de un árbol y los indígenas cortaban el tronco a hachazos, hasta que el árbol se inclinó y la vaca fue a dar al barro. Cayó sobre una pila de ramas y piedras y quiso huir, pero una de las ramas se le había incrustado en la panza y de la herida manaba abundante sangre. Los indígenas trataban de curarla. Mientras, yo caminaba a toda prisa al pueblo en medio de un festival de colores brillantes, parecidos a los de las películas de Tim Burton, perdóneseme esta comparación tan fuera de lugar, pero es que no hallo la forma de describir mis emociones ante un paisaje que a mis ojos parecía antinatural. Los animales continuaban horrorizados ante el fenómeno atmosférico; fuera de esa vaca no se oía siquiera el canto de un grillo, el trino de ave alguna. El ciclón, por lo demás, había dejado en la tierra una calma fúnebre, una paleta de colores mezclados e impasibles y por ende, perturbadores, de modo que el viaje de ida estaba resultando extremadamente diferente al viaje de vuelta, vaya sí me daba cuenta, único humano entre el villorrio indígena y el pueblo, a saltos entre desperdicios más que andando rápido, acechado desde todas partes por esa especie de camposanto salvaje y desde arriba por los rayos del sol.
Entré al cementerio y comprobé que las lápidas estaban en sus puestos, bien plantadas en la tierra. Sobre la del irlandés se paseaban enormes babosas que acababan de salir y chupaban lo que podían antes de regresar a sus escondites, ya que el calor volvía a tornarse insoportable. Su epitafio decía en inglés: "Después de todo, vine a dar aquí" y no supe si reír ante su sentido del humor, si tratar de interpretar el doble o triple significado de su mensaje o si echarme a llorar frente a su tumba. Un hombre como ese me había hecho viajar tanto, había arriesgado tanto por su culpa y ahora que casi ya era demasiado tarde... bueno, cada cual escoge lo que quiere poner en su epitafio, si lo pienso bien no era su culpa, era la mía, salvo que un bromista o un amigo suyo hubiese improvisado esas palabras al momento de encargar la obra al lapidario.
El único bus del día salía en dos horas. Antes pasé a la biblioteca, donde encontré un dato clave acerca del irlandés. El encargado no lo recordaba, pero un indígena que miraba una revista de aventuras me dijo que lo vio llegar al pueblo con una mujer y cinco chiquillos pecosos, de eso haría unos buenos años, él estaba muy joven cuando lo vio, y me contó que al poco tiempo la mujer había partido con los niños y "el gringo se puso a tomar hasta que se murió". Se levantó y fue a un estante, sacó un libro y me lo pasó. Era una novelita que llevaba la firma del irlandés, titulada "El hombre que crecía y decrecía". Le pedí al bibliotecario que me la prestara y me dijo que no podía, que debía leerla en el recinto. Ofrecí comprársela y se negó rotundamente. La obra tenía unas 120 páginas; calculé que bajo el estado de ansiedad en que me hallaba tardaría una hora y media en leerla.
Me senté a leer con desesperación y habría avanzado la mitad del libro cuando el encargado me ordenó que se lo devolviera porque la biblioteca tenía que cerrar. Me dijo que abriría de nuevo "si pasaba la calor", respuesta ambigua que me dejó pensativo. Volví al hotel y ordené que me prepararan la cuenta. Un recepcionista -no el indígena del cuello doblado de la camisa- comenzó a estudiar el registro con una insoportable calma e indiferencia. Desde el mesón vi pasar el bus lanzando barro hacia las veredas. Iba prácticamente vacío, pero entre los pasajeros me pareció ver una cara conocida.
Ahora se ha vuelto a nublar y estoy de nuevo en la cama. Tuve que volver a registrarme, pues no hubo caso de que el hombre entendiera que, siendo yo la misma persona que había alquilado la habitación la noche anterior, resultaba innecesario chequearme dos veces. Él argumentó que, úsese o no se use la habitación, pasados siete días era norma de la empresa rechequear a todo pasajero que permaneciera en el hotel, frase que me dejó sumamente pensativo, porque denotaba algo que yo debía saber y no sabía. Los buitres han regresado a las vigas, pero me han dicho que la biblioteca no tiene para cuándo abrir, porque el encargado viajó en el bus a la capital a hacerse un arreglo a los dientes. En otras circunstancias, este sería un buen momento para reflexionar sobre mi vida, la del irlandés, la de ella y la del hombre que crecía y decrecía, pero ahora lo veo difícil. Creo que la clave de todo está en la novela del irlandés, pero me faltaron muchas páginas, quizás lo que promete no sea cierto. No puede ser que un hombre pueda crecer y decrecer a su voluntad; más bien son sensaciones, aspectos ininteligibles de ciertas tramas que se van armando solas. Hay veces en que una sola voz, un solo signo, pueden variar una realidad firme como roble, por ejemplo un amor de toda la vida. Esa coma en la lápida, otro ejemplo, esa coma dice tanto porque no procede, me angustia pensarlo, el epitafio debiera leerse de corrido, la coma fue un artificio, una pedantería impropia del lugar, no había para qué ponerla, en ese mensaje no era útil el descanso, al contrario, resulta sumamente irónico. Y ese "después de todo", otro ejemplo, y sin ir más lejos la redacción en primera persona, como si los muertos hablaran o nos recordaran ciertos elementos que parecen venir desde el más allá. Entonces es tremendamente injusto que así sea, creo, porque no se trata de eso, se trata de que las cosas sean como realmente son, pues de otra manera todo se presta para interpretaciones y allí está el error que alimenta la vida de los hombres, allí la tragedia que los desemboca en una perdida lápida de pueblo dado a los huracanes, a los calores infernales y al desasosiego permanente.

martes, octubre 26, 2010

El poema perfecto

El mundo sería de otra forma si una pluma pudiese plasmar el poema perfecto en el alma del hombre, porque el poema perfecto no tiene palabras, y el mundo desde luego necesita palabras. Usé desde luego para darle fineza al texto, algo que les he leído a ciertos escritores ingleses o a doctos italianos. Pude haber dicho solamente el mundo necesita palabras, mas no habría sido lo mismo, precisamente porque el mundo necesita palabras y el poema perfecto no las requiere, de modo que empezamos mal.
Segunda estrofa
Sería como una transfusión de sensibilidad, el paso de una vida a otra, no seamos aparatosos; el paso de un instante de una vida a otro instante de otra vida, tan breve es el deslumbramiento y tan largo el efecto mental, no emotivo. La emoción es rayo, el recuerdo del poema perfecto puede durar hasta el fin de una vida. El recuerdo es más largo que el olvido. Una transfusión de horrores e intenciones, un proceso casi químico, acaso telepático.
Tercera estrofa
La pluma no transferiría la vida que vemos pasar delante de nosotros, sino la que no vemos, viéndola perfectamente con los ojos. Provocaría el efecto de una droga, yo en ti, tú en mí, nuevas sensaciones, no era el único, éramos tantos despreciando, pecando, Señor, perdóname, he sido inoculado con el néctar que lleva a la locura, no estoy preparado, por Dios, desearía al menos divisar las sombras.
Cuarta estrofa
Se apropiaron de la pluma para verter su vacuidad y privilegiar la forma, el enigma, el propio sentimiento. Hicieron poemas del poema y qué consiguieron: apenas el Premio Nobel, entrar a la Academia. Egos inflamados, el pueblo se quedó sin voz y qué le dejaron: pasiones infantiles, remedos de pasión, una mezcla de espectáculo, tragedias, comedias, competencias.
Quinta estrofa
Así sintieron Shelley, Verlaine y tantos otros, Cernuda y Neruda, Lord Byron, De Rokha, Parra, Hahn y Harris, Calderón. La miseria de sus versos empolvados, palabras en la estantería. Por las noches aullaban de pena como lobos en la nieve, y el poema no salía, apenas un manto de terciopelo orlado de rubíes; los lectores se abrigaban con el manto y trataban de llorar, porque el poema perfecto es llanto, y algunos lo conseguían apelando a la desesperación y al sacrificio. No sacaban mucho, ni poetas ni lectores. Hubiese bastado que el poema perfecto penetrara en el alma como Isolda, mi heroína.

martes, octubre 19, 2010

Loor al nuevo amanecer

He visto en sus ojos una gran tristeza; le han comunicado que su vida se va a acabar. Ya no es inmortal, como nosotros.
¿Por qué brinda, entonces? Ahí lo tienen, con su copa en alto, su cara colorada y una sonrisa que sus ojos desmienten.
Brinda por un nuevo amanecer, y nosotros brindamos por él.
El león se ha suavizado, pero no ha caído. Aún domina la sabana desde su inalcanzable promontorio. Todavía podría matar; el tema es que ahora le falta convicción y le sobra humanidad. Las fieras lo ven alicaído e intentan acercarse, cuidado, no es momento aún de cantar victoria, deben retirarse al herbazal, el tiempo de las bestias no ha llegado. La vida, incluso si se acaba, puede ser eterna.
¡Mil años más de vida al viejo león atribulado! ¡Loor a su nuevo amanecer!

lunes, octubre 18, 2010

El mensaje

Le imprimieron un sello al sobre, lo echaron al buzón; comenzó a esperar. Para él, la felicidad consistía en soñar, mientras llegaba la respuesta a ese mensaje. Ahora bien, la respuesta podía no llegar nunca; en esa alta probabilidad estaba basado el sueño. Vivía de ese sueño, su vida real se asemejaba relativamente a la de los osos que se duermen esperando la primavera, aunque los osos vivían la mitad de sus vidas para dormir y él vivía casi enteramente para soñar.
Es más, si algún día le hubiese llegado la respuesta, eso le habría ocasionado enormes problemas.
La verdad, concluía, era que no estaba suficientemente preparado para afrontar la respuesta. Requería años de ejercicio para eso, y ya no disponía de esa cantidad en sus reservas.
Mas si no esperaba, su vida no tenía valor ante su propia estimación.
Le habían hablado de los amaneceres, de los atardeceres sosegados, de la azulina luna, del sabor del queso de cabra. Él mismo había experimentado todo eso, incluso más: había sentido en la sangre que corría por sus venas la tibia generosidad de obsequiar y la satisfacción de acudir a los velorios. Y había rozado la felicidad sintiendo esos momentos, cumpliendo esos actos.
Entonces por qué le dedicaba su vida a una probabilidad tan remota como no deseada.
Quizás lo hacía porque gracias a la espera se evitaba el fatigoso compromiso de vivir. O quizás porque solo así podía sortear los fantasmas que lo impulsaban a acometer misiones vulgares y desenfrenadas.
Para los demás, él podía resultar un personaje un tanto extraño. Para él, todo cuadraba como la suma diaria en un banco, todo tenía la debida justificación. Y así debía ser y así debía seguir, mientras le quedaran fuerzas.

viernes, octubre 15, 2010

Divagaciones "poéticas" sobre gente que pasa por la calle

En qué piensa la gente que camina por la calle. Si pudiera saberse a ciencia cierta, la humanidad eliminaría acaso su problema principal, dado que el hombre es pensamiento. Está por verse, además, si el pensamiento está realmente relacionado con el dominio de la lengua; o si por el contrario, el conocimiento es sólo otro disfraz de nuestra ignorancia. Los animales no piensan y son completamente ignorantes, a nuestro modo de ver las cosas. Dios no ejercita el pensamiento, porque no sabría cómo construir un puente, no dispone de talento para eso, y sin embargo es completamente sabio y poderoso. Cómo se explica esta paradoja. Dicen que el lenguaje es esencial para que se desarrolle el proceso del conocimiento, pues sin lenguaje no hay aprendizaje y sin aprendizaje no hay mucho más en la cabeza que una suma de emociones y recuerdos, de allí que se hable de personas, pueblos y civilizaciones más o menos desarrollados. Pero Dios, o al menos aquel que Dante pudo contemplar en su último canto, no tiene la menor idea de gramática, porque Dios no es para resolver problemas, sino más bien para dejarlos planteados, y aun así, con su falta de talento para el estudio, es el colmo de lo máximo. En cualquier caso, si llegara a tener problemas, pienso yo, estos serían de naturaleza física y metafísica. Por ejemplo, ¿son todos los universos que existen o podría haber más? ¿Podrían los universos devorarse a sí mismos hasta desaparecer? ¿Es objetivamente el universo más grande que un átomo de hidrógeno o la sustancia no conoce medidas? ¿Qué nos hace pensar que Dios es la esencia del bien por ser el amor el único efecto creador? Y la pregunta más quemante de todas: ¿Se le escapan de sus manos los grandes problemas a Dios? Algunos piensan que esos conjuntos de galaxias, unidas si se las pudiera unir, incluso unidas en el momento previo a un estallido, eso sería Dios. Otros dicen que como Dios no existe, esas masas espaciales se reducen a materia. Otros ven a Dios como ser supremo inteligente y muy cuidadoso de nuestro destino.
Hay momentos en que a quien camina por la calle le resulta fácil pensar. Un retortijón estomacal, un mandato urgente de los intestinos llevan al ser a un estado de concentración y de pensamiento que se parecen mucho a la obsesión, que es su estado hermano, pero surgido de causas diametralmente opuestas. Pues mientras el primero tiene su origen en un acontecimiento del presente más inmediato, la segunda sólo se puede explicar en el pasado más remoto de quien la sufre.
Parecido es el caso de quienes padecen graves enfermedades. El pensamiento dominante suele ser catastrófico, suele llevar a la muerte. Se puede adivinar en las facciones de los enfermos que vemos transitar, y que nos inspiran lástima. No es el sufrimiento físico lo que altera sus rostros: es la idea de la muerte, de la pérdida de la esperanza.
Descorridos estos velos se mantiene la duda, íntegra en su esplendor: en qué piensa la gente que camina por la calle.
El proceso del pensamiento es endiablado. Influyen en él la capacidad de concentración, el ambiente, las ideas fijas que andan circulando por la mente, sobre todo los sentidos. Yo puedo ir por la calle y sentirme bien hasta que surge un pequeño tirón en la rodilla; de inmediato el pensamiento se va a la zona del tirón, entonces recuerdo que mi hermano tuvo que ser operado de la rodilla porque tenía los meniscos hechos polvo y qué curioso, me veo esa tarde en la clínica, mirando el atardecer por la ventana, mientras él me mira desde la cama, tranquilo, con una bota de yeso, tal vez contento de que su único hermano haya ido a verlo. Un brusco golpe de alegría me acomete, rumbo al café del mediodía, porque fuera el tirón, que ya pasó, me siento bastante bien y la mañana está fresca, como a mí me gusta. Entonces de la nada saco el teléfono y llamo a mi mujer, pero no me contesta. La vuelvo a llamar y su número me remite al buzón de voz. Se me despiertan esos antiguos celos, que me empiezan a ocupar el pensamiento. No consigo dar con las imágenes precisas, porque no las conozco, de modo que debo imaginarlas, y no hay peor misión para el pensamiento que tratar de enhebrar una historia imaginada de principio a fin. Me surge entonces la pregunta nada de insignificante, que es si quiero realmente que se concreten esas imágenes, de tanto que recurro a ellas, o si lo que quiero es exorcizar mis temores más profundos recurriendo a una invención que despejará mi alma una vez que estos hayan desaparecido.
Si tuviese que hacer una comparación con fines pedagógicos, diría que mi estructura mental guarda mayor relación con la de Woody Allen que con la del Dalai Lama. El primero se me imagina un remolino eterno a la hora del taco y el segundo, una luz matinal e impasible.
Llamo a estas divagaciones "poéticas" porque a la poesía se le permite todo. Y doy gracias a quien descubrió la tamaña irresponsabilidad de proclamar asuntos sobre los cuales no se sabe absolutamente nada y a quienes me subieron a este carro. El viejo ardid de la poesía evitó que se dispersaran por las calles del mundo legiones de locos; y sin querer mi pensamiento ha vuelto a la calle, a la gente que camina por la calle.
En definitiva, las personas que pasan por la calle apenas me ofrecen leves pistas de lo que podrían estar pensando. Sospecho que ni ellos mismos lo saben, como yo mismo no sé exactamente lo que pienso al momento de presionar estas teclas. Es probable que tal como yo ahora, muchos de ellos por la mañana estuviesen sumergidos en esa blancura informe y ciega detrás de la cual no hay nada. He allí la sustancia de lo que tomamos por pensamiento: la nada. El cerebro consciente vive la mayoría de las veces "en blanco", pero no en el blanco del Dalai Lama sino en un blanco confuso y holgazán. Nos movemos guiados por un mandato anterior, sentimos según las agujas del reloj avanzan, recordamos y, muy de vez en cuando, por ráfagas, accionamos el cambio del pensamiento que dirige nuestra voluntad hacia un nuevo destino. De lo anterior, una cosa sí se puede decir: la mayoría de los seres que pueblan el mundo han caído bajo el influjo de un torbellino. Sus erráticos pensamientos desembocaron en pésimas decisiones. Es fácil detectarlo: transitan mal vestidos, graves, recelosos, apurados, obesos, apiñados en los paraderos, mientras la minoría circula en autos elegantes, felices de la vida.
Y una última divagación, un último verso de esta delirante poesía: cuando realmente pienso es como si jugara al ajedrez. Al anticipar el cuarto movimiento mi mente se nubla, el nudo queda ciego, y dejo de pensar.

jueves, octubre 14, 2010

El gorrioncillo

Recogió de la calle un gorrioncillo que saltaba en la vereda, abandonado a su suerte. El ave no le opuso resistencia a su mano y Vargas sintió la tibieza de sus plumitas. Lo llevó a su casa y lo instaló, a falta de jaula, en una canastilla que había comprado para la bicicleta de su mujer el día antes. Tapó la canastilla con una bolsa de plástico, que fijó con dos elásticos. Le puso un platito de agua y otro con migas de pan. La canastilla blanca quedó ubicada sobre un parlante en desuso, en el patio de servicio. Sobre el segundo parlante se instaló de inmediato la gata menor, y de ahí no se movió. Cada cierto tiempo Vargas sacaba la cabeza: la gata seguía allí y el gorrioncillo también, dentro de la canastilla.
Almorzó, leyó un ensayo de Umberto Eco sobre la influencia de Borges en su obra, hasta que le dio sueño y dormitó con música de fondo, las piezas tardías para piano de Brahms. Antes de irse a trabajar le echó un último vistazo a la escena del drama: la gata continuaba hipnotizada y en un rincón de la canastilla se adivinaba el ovillo de plumas. Trasladó la canastilla a otro sector donde estuviera realmente protegida, y ese fue la cubierta del asador, que en su hogar se sitúa en los dominios de la perra, que por muy mansa que sea sigue siendo una canina.
Pasó después muchas horas en el diario, durante las cuales fue consumido por el rescate de los mineros, episodio que por vivir de esa manera tan cercana no había valorado en su real dimensión. Todo había resultado tan bien, tan perfecto, nada había quedado al azar, jamás se habían perdido las esperanzas y más que los 33 hombres, el país entero le había dado un inyección de optimismo al mundo. Finalizada la epopeya, mientras comía pizzas con sus colegas, recordó que el mejor lugar de la casa para el gorrioncillo era la pieza de ensayo, que sus hijos músicos no estaban utilizando. Allí incluso se lo podía dejar en completa libertad y hasta le serviría de campo de experimento para sus clases de vuelo. Pero ya era muy tarde para llamar a la casa y sugerir la idea. Vargas no era bueno para recibir maldiciones a través del teléfono.
Volvió cerca de las tres de la mañana, como todos los días. La canastilla estaba abierta sobre la mesa de la cocina. Adentro, los dos platillos. A ras de suelo, las gatas, paseándose hambrientas. Buscó rastros del gorrioncillo, plumas sueltas, pero no halló nada.
Se acostó, todos dormían.
Al día siguiente, en ese estado de duermevela que le viene a las siete de la mañana, le preguntó a su mujer por el pajarillo.
-Se murió -le respondió apurada desde la escala, rumbo a su trabajo.

miércoles, octubre 13, 2010

Retorné a mi vieja casa

Retorné a mi vieja casa. Estaba impecable, mas al explorar los rincones se advertían difusas sombras blancas que mi imaginación identificó con telarañas. El silencio redoblaba el sonido de mis pasos, y eso que calzaba zapatos con planta de goma. Era un ruido insoportable, que me arañaba la ingle y me obligó a orinar. Fue toda una aventura: para ir al baño había que subir esos escalones de mármol que mi memoria evadía, hasta que no aguanté más y remonté. A cada escalón, un año más viejo, y subí alrededor de 24, de modo que cuando estuve frente a la taza y arrojé la orina era 24 años más viejo, con razón el líquido salió gastado, seco y ojeroso.
Quedaban dos posibilidades. O me mantenía en el piso superior, inspeccionando las habitaciones, o volvía a bajar, con la esperanza de recuperar la juventud perdida. La foto del velador me retuvo más de lo aconsejable en el dormitorio y sin darme cuenta estaba sentado en la cama, llorando ante el retrato. La habitación se llenó de niños; al mayor le calculé unos cuatro años de edad, el menor tendría dos, tres meses, pues ni siquiera podía gatear y había que afirmarlo entre almohadones. Fue cortés; no gimoteó en ningún momento, me dedicó lindas sonrisas que me hicieron suspirar. Ay, no basta la sonrisa de un bebé cuando la vida se acaba. Provoca una alegría que desemboca en lágrimas. No sería justo robarse ese soplo de vida, pero si el niño no hubiese sido familiar, gustoso habría desembolsado mis ahorros para inyectarme esa energía.
Traté de caminar en bata hasta el baño y de soslayo miré los escalones. Estaban tan cerca, pero el esfuerzo de llegar a ellos resultó ser demasiado para mí. Caí al suelo y me tuvieron que levantar, qué vergüenza más grande. Me retaron por tratar de hacer maldades y yo intenté dar explicaciones, pero me salió una voz de niño que resultó irreconocible para mí, aun más para mi nana. El berrinche la hizo mirar a todos lados antes de darme unas palmadas, que no lograron otra cosa que redoblar mi llanto. Acostado en la cuna el llanto se transformó en chillidos, pero por fortuna al chupar instintivamente el pezón instalado en la mamadera me fui durmiendo de placer. Soñaba jugando con telarañas y escalones gigantes que vencía con mis brazos y mis piernas. Nada me podía vencer, el mundo era mi esclavo y yo, su dueño.

martes, octubre 12, 2010

Plegaria por los 33 mineros de la mina San José

Yo veía las ambulancias, pero no me detenía a pensar en sus sirenas. Los autos que las precedían se hacían a un lado en los semáforos; yo lo tomaba como una especie de gentileza de sus conductores, un deseo de salir pronto del lío y del bullicio, como el aprovechamiento de algunos frescos que se largaban a correr detrás de ellas, sacándoles partido propio a las licencias que la sociedad le otorga al vehículo que vela por la salud del hombre.
Ahora comprendo que todo se hace, todo se echa a andar por el enfermo, el paciente que va adentro. Por qué yo, por qué a mí se me abrieron de verdad las grandes alamedas, a un pobre ser sin nombre ni apellido, a un hombre que sufre, que está en peligro de muerte. ¿Valgo tanto la pena como para que se eche a andar toda esta maquinaria de sirenas, hospitales, camilleros, oxígeno, salas de operación, bisturíes desinfectados, enfermeras, apósitos? ¿No era yo acaso, hasta antes del accidente, un pobre fracasado que no llegaba con su sueldo a fin de mes? ¿No era un minúsculo ser más en el desesperante enredo de paseantes?
Hay algo del cisne en el canto de mis quejas, las heridas son mortales, voy llegando al hospital. Cuán a tiempo entiendo que tras todo su egoísmo y vanidad, tras el odio que se engendra en el fondo de su alma y tras toda la barbarie de que ha dado ilustres pruebas, el hombre es una buena especie, la única capaz de invertir sus recursos en un miserable distraído como yo, atropellado por su propia culpa en una esquina de una calle cualquiera.
Sólo en las grandes ocasiones se eleva el alma a Dios, sólo en las grandes ocasiones el hombre vuelve a ser ese hombre del principio de los tiempos, cuando un puro hombre valía por todos, porque uno era demasiado.
Después de la explosión, siempre abrigamos esperanzas y si de algo pudimos vivir en esas dos semanas en tinieblas, cuando arriba solamente sospechaban de nosotros, fue de la esperanza de sabernos hombres, de intuirnos hijos del hombre. Y así nos organizamos, así tomamos valor.
Hombre, vela por nosotros y perdónanos como a él lo perdonaste en la camilla, entrando al hospital. Nuestra odisea es la odisea humana, la historia de 33 seres pequeños sobrepasados por sus circunstancias, a quienes les pusieron carteles de héroes para rellenar de héroes este mundo sin héroes.
Los mineros hemos recreado la unidad, una sociedad anónima cerrada. Nada saldrá de esta mina que no querramos que salga. Y aunque la ciencia haga resplandecer la verdad el pueblo nos elevará a un altar imaginario. Pues ya somos parte del mito de la historia.