En el día el calor del desierto era insoportable; me deshidrataba en minutos y sufría un estado de fatiga permanente, próximo a la debacle. Debía buscar raíces para sacarles algunas gotas de agua y cubrirme del sol con dos hojas amarradas al cuello y la cintura, y así sobreviví, pero sabía que eso no podía durar mucho.
Apenas oí el cascabel y divisé a la mole multicolor que se arrastraba con malicia por la tierra ardiente me saqué las hojas y salté para que me viera. Vino hacia mí como un relámpago y me tragó de un bocado: era lo que yo buscaba. Ya adentro habría tiempo para pensar, sin la amenaza del calor ni del frío. Tomé el hule que me quedaba en el bolsillo y me recubrí con él, dejando solo un par de orificios para la respiración. En pocos segundos me había convertido en un huevo indigerible.
Al deslizarme por el cuerpo de la víbora escuché a otros como yo, que no habían tenido la misma suerte. Sus lamentos resultaban desgarradores, especialmente los de las jovencitas. Creí reconocer el de mi primera novia, la inflexión de la voz era la misma, pero luego recordé que ella había muerto hace años. Los cuerpos se iban deshaciendo en el ácido, los quejidos eran la última manifestación de vida; habría jurado que la serpiente les conservaba la boca y la garganta para que pudieran gritar a su antojo. Sin embargo el animal estaba intranquilo, no insatisfecho. Mi estado le producía dolores y si bien por fuera era una serpiente más recostada en la arena bajo el sol, por dentro el torrente huracanado resultaba catastrófico. Los ácidos no lograban hacer su trabajo y redoblaban la tarea, la serpiente entraba en la desesperación y por momentos enroscaba y desenroscaba la cola, dando latigazos a las ramas.
Así habrán pasado una tarde, dos, tres tardes, iba perdiendo la cuenta. Sentí un ruido de motor y las típicas pisadas humanas, esas que calzan bototos de explorador con planta de goma y que con tanta ridiculez intentan pasar inadvertidas para los animales, sus presas. La víbora había entrado en un estado de estrés indefinible: a su sensación interna se le sumaba un peligro mayúsculo: los gigantes venían por ella, la querían cazar. Siguió una leve sacudida, un ligero terremoto y luego el animal se calmó y la producción de ácidos disminuyó. Por fin pude dormir unas horas en mi viaje hacia la libertad.
La sensación de estar atrapado en una cárcel me hizo despertar bruscamente. El hechizo había llegado a su fin y mi cuerpo, al recobrar su tamaño, iba desgarrando las paredes internas de la víbora, que luchaban vanamente por contenerme. Al salir a la superficie me hallé dentro de una caja de vidrio cuya tapa había ido a dar al suelo, haciéndose añicos. La víbora estaba muerta, parecía un neumático viejo, pero alrededor de ella había dos más, que practicaban elásticamente el juego de la muerte. El laboratorio a oscuras me dio la señal de que la gente descansaba. Ambas me mordieron los pies y sus colmillos atravesaron el cuero de mis zapatos, pero con el tiempo averigüé que esa misma tarde los agentes les habían extraído el veneno para producir anticuerpos.
Huí por una ventana; antes dejé tapada la caja con una tabla. Volví donde el mago y cuando comprobé su exacto paradero, para lo cual le pagué a un soplón, atravesé la isla en un barco y me instalé lo más lejos posible, fuera de su radio de alcance. Así he logrado mantenerme con vida hasta hoy.
Apenas oí el cascabel y divisé a la mole multicolor que se arrastraba con malicia por la tierra ardiente me saqué las hojas y salté para que me viera. Vino hacia mí como un relámpago y me tragó de un bocado: era lo que yo buscaba. Ya adentro habría tiempo para pensar, sin la amenaza del calor ni del frío. Tomé el hule que me quedaba en el bolsillo y me recubrí con él, dejando solo un par de orificios para la respiración. En pocos segundos me había convertido en un huevo indigerible.
Al deslizarme por el cuerpo de la víbora escuché a otros como yo, que no habían tenido la misma suerte. Sus lamentos resultaban desgarradores, especialmente los de las jovencitas. Creí reconocer el de mi primera novia, la inflexión de la voz era la misma, pero luego recordé que ella había muerto hace años. Los cuerpos se iban deshaciendo en el ácido, los quejidos eran la última manifestación de vida; habría jurado que la serpiente les conservaba la boca y la garganta para que pudieran gritar a su antojo. Sin embargo el animal estaba intranquilo, no insatisfecho. Mi estado le producía dolores y si bien por fuera era una serpiente más recostada en la arena bajo el sol, por dentro el torrente huracanado resultaba catastrófico. Los ácidos no lograban hacer su trabajo y redoblaban la tarea, la serpiente entraba en la desesperación y por momentos enroscaba y desenroscaba la cola, dando latigazos a las ramas.
Así habrán pasado una tarde, dos, tres tardes, iba perdiendo la cuenta. Sentí un ruido de motor y las típicas pisadas humanas, esas que calzan bototos de explorador con planta de goma y que con tanta ridiculez intentan pasar inadvertidas para los animales, sus presas. La víbora había entrado en un estado de estrés indefinible: a su sensación interna se le sumaba un peligro mayúsculo: los gigantes venían por ella, la querían cazar. Siguió una leve sacudida, un ligero terremoto y luego el animal se calmó y la producción de ácidos disminuyó. Por fin pude dormir unas horas en mi viaje hacia la libertad.
La sensación de estar atrapado en una cárcel me hizo despertar bruscamente. El hechizo había llegado a su fin y mi cuerpo, al recobrar su tamaño, iba desgarrando las paredes internas de la víbora, que luchaban vanamente por contenerme. Al salir a la superficie me hallé dentro de una caja de vidrio cuya tapa había ido a dar al suelo, haciéndose añicos. La víbora estaba muerta, parecía un neumático viejo, pero alrededor de ella había dos más, que practicaban elásticamente el juego de la muerte. El laboratorio a oscuras me dio la señal de que la gente descansaba. Ambas me mordieron los pies y sus colmillos atravesaron el cuero de mis zapatos, pero con el tiempo averigüé que esa misma tarde los agentes les habían extraído el veneno para producir anticuerpos.
Huí por una ventana; antes dejé tapada la caja con una tabla. Volví donde el mago y cuando comprobé su exacto paradero, para lo cual le pagué a un soplón, atravesé la isla en un barco y me instalé lo más lejos posible, fuera de su radio de alcance. Así he logrado mantenerme con vida hasta hoy.
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