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lunes, febrero 28, 2011

La vida interior

Si los demás juzgaran mi vida por lo que me conocen, el comentario sería tan breve como breves en número serían los demás. "Los demás", objetivamente, son muy pocas personas, de lo que se desprende que mi figuración ha sido mínima. Lo que he aportado ha dejado una huella que se expande en un radio social reducido, confinado al entorno familiar, al de las amistades y a la esfera laboral. Cuando muera alguién dirá "¿supiste que murió Sergio?" y otro contestará "no puede ser, si lo vi la semana pasada" y ahí quedará todo.
Me sorprendo al constatar con qué indiferencia o con qué extraño tipo de curiosidad observo a las personas que pasan por mi lado. ¿Qué podría decir de cada una de esas vidas? Apenas un par de palabras sobre su edad, sus vestimentas, la expresión de sus rostros. Incluso la posición que ocupan en la sociedad me indicaría poco y nada de ellas. De alguna tal vez podría aventurar que se conformó con poco, de otra que ha reinado en ella la ambición, de otra, que no se quiere demasiado a sí misma, de otra, que padece alguna patología mental. "Los demás" podrían aventurar cosas parecidas acerca de mí; de seguro se equivocarán. La paradoja es que al final de cuentas los demás vienen siendo yo mismo, mas no estoy en condiciones de entrar a un terreno filosófico como ese.
Rendidos tanto los demás como yo ante la mala evidencia, sospecho que sólo nos queda refugiarnos en nuestra vida interior. Pero, ¿qué viene a ser realmente la vida interior, pequeño tesoro guardado con tanta avaricia que hasta lo llevamos con nosotros a la tumba? Como desconozco casi absolutamente las vidas interiores de los demás, sólo me queda hablar de la mía. ¿Qué hay en mi vida interior, tan preciada para mí?
Hay recuerdos, miles y miles de recuerdos. Todo lo que veo me recuerda a algo, aun lo que veo por primera vez. No puedo asegurar si algún día vi algo que nunca hubiese visto. Mis recuerdos son voluntarios, pero la inmensa mayoría son involuntarios y operan como una cadena. Si yo fuese un observador podría acercarme a la vida interior de las personas escuchando lo que dicen, pues aquello que dicen probablemente ha sido gatillado por un recuerdo, voluntario o involuntario. Sabría entonces que han estado pensando en algo o en alguien y de allí podría desprender ciertas conductas o ciertos pensamientos de dichas personas, aún los más reservados.
Unidas a los recuerdos están las obsesiones, los miedos, las angustias, los terrores, los deseos y los vicios, todos ellos habitantes del gran pantano de la mente. Imaginemos un bote, surcando ese pantano. Es tan extenso que la orilla se vislumbra en un leve resplandor que recuerda al amanecer. Mientras remo, noto que unas algas se le adhieren a la quilla y no lo dejan avanzar. Me desprendo de unas y aparecen otras, y así en todo el trayecto. Son mis obsesiones. Como si con las algas no tuviese suficiente, cada cierto trecho diviso bajo las aguas extrañas serpientes eléctricas que amenazan con incendiar la nave. Son mis miedos, que de tanto aparecer y desaparecer se convierten en tranquilos enemigos. Mas a veces me topo con las angustias, arbustos retorcidos, enraizados en el légamo, que ensombrecen todo aquello que surca bajo sus ramas. Navego entonces en estado de máxima alerta, porque ya he aprendido que muy cerca de esas sombras habita el terror, un monstruo marino que salta, engulle a la mente, se la lleva a las profundidades del pantano y casi de inmediato la devuelve, porque la mente es una sustancia repulsiva para la bestia. Con el alivio de la salvación temporal a cuestas guío la pequeña nave hacia la zona de los deseos y sus hermanos menores, los vicios. Allí suspendo el viaje, me baño en las aguas pegajosas y sin darme cuenta he llegado hasta la orilla, ya estoy fuera del pantano. Antes de continuar el viaje miro hacia atrás: el pantano es un lago de aguas cristalinas, un espejo en una tarde de verano, pero a poco andar caigo en otro pantano, tan inmenso como el anterior. Es asombrosa la cantidad de tiempo que ocupa mi mente cada día en salir de allí. Yo no sé si "los demás" son así. Luego de leer algo sobre el tema pienso que no.
Nunca dejo de maravillarme cuando constato la existencia de personas de mentes blancas. Ya sea que simplemente no piensan, ya sea que relegan los baches de la mente a los basurales del cerebro, terminando por expulsarlos de su alma, lo que veo en ellas es una completa transparencia, casi ausente de cartografía. Su vida interior es su lenguaje. A veces también veo mentes negras, por lo general peligrosas, pues utilizan su vida interior para sacar provecho personal, cumpliendo, me imagino, el mandato sagrado que las arrojó al mundo. Ante ellas necesariamente hay que tomar providencias y la mayor de todas, lo he comprobado, es abrir la propia mente, dando la sensación de que es una mente infantil o ingenua. Se mimetiza la mente ante el mundo cruel hasta adquirir la apariencia de un animal inofensivo frente al cual la mente peligrosa pasa de largo, pues si decide matarla, lo que podría decidir y hacer, asumiría para sí una carga gratuita de crueldad, que implicaría probablemente un castigo social. Así pasa el peligro.
Las cargas, los fardos sobre la espalda, en este caso sobre la mente, poseen el defecto de desequilibrar mi rutina. Puedo estar gozando de un momento agradable, puedo estar rodeado de elementos que conducen a la felicidad, y de pronto la bruja traidora saca un fardo y éste se deja sentir. Imperceptiblemente para mí (si soy capaz de darme cuenta ahora es porque pienso en el fenómeno) mis facciones experimentan un leve cambio, se contraen y asoma un semblante malhumorado. Sé positivamente que hay personas que viven como Sísifo, cargando eternos rollos de fardos que jamás las dejan en paz. En mi vida interior, la que estoy viviendo actualmente, las cargas son sorpresivas y momentáneas. Se limitan a problemas económicos, aunque si me pongo exquisito y combino los fantasmas y ángeles que pueblan mi vida interior, podría llegar a una conclusión diferente. Las cargas serían entonces las obsesiones y los miedos, el miedo al futuro y el miedo a mí mismo, a los fantasmas que viajan colados arriba de los fardos. Desde esa perspectiva no serían ni sorpresivas ni momentáneas, más bien habituales, pero sobrellevables.
He experimentado el miedo a la muerte un par de veces. Debe de ser la carga más penosa de todas, porque cuando sucedió me sentí angustiado, rendido y falto de deseo por todas las cosas y emociones que brinda el mundo. Comprendo perfectamente la mirada de los enfermos. Son de las pocas personas capaces de ver más allá, pero me temo que lo que ven no es nada bueno.
La esperanza alimenta mi día, sin ella prácticamente no podría vivir, o viviría como los presos condenados a cadena perpetua, y aun así pienso que éstos me llevarían una leve ventaja, la del proyecto cotidiano. En mi vida interior actúa como contrapeso de los fardos; a menudo la balanza se inclina en favor de la primera. En sí misma es el rey de los fantasmas, el fenómeno más inmaterial y absurdo de los que habitan en mi mente. A diferencia del futuro, la esperanza se deja ver una que otra vez, pero cuando lo hace viene moribunda. Al descubrirse finalmente en todo su esplendor, despidiendo rayos fulgurantes, ya es un cadáver luminoso.
Los mundos imposibles son una forma de fuga hacia mí mismo, una forma de protesta invisible y solitaria contra el mundo real que me tocó vivir. Creo que en el fondo es mi forma de dibujar mi vida interior, de informarles a todos que He Venido, He Visto, He Vivido. Para los estudiosos de la mente eso pasaría a ser una suerte de neurosis del artista, satisfacción de la vanidad y el ego o aun más: el mensaje del ser humano que vive inserto en una sociedad sin Dios. Sin embargo para mí los mundos imposibles son bastante más que eso. Representan lo más cercano a la esencia de mi vida interior, que es a su vez lo más cercano a la esencia de mi vida entera.
Las sensaciones me acompañan segundo a segundo. Me conectan con el mundo exterior y con el interior; es decir, con los mensajes que me va entregando mi cuerpo. Son filamentos que alimentan los recuerdos, las obsesiones, las cargas y las esperanzas.
En lo más profundo de mi vida interior habita la tristeza, bajo dos formas: la tristeza que gatillan el amor y la belleza y la tristeza donde anida el desamparo. Cuando alguna vez estas formas se fundieron mi vida interior se vio revolucionada y creo que por un tiempo perdí la razón. La euforia se transformaba en dolor en cosa de segundos y no podía pensar ni hablar de otro asunto que no fuese el de mi ardiente locura. No deseaba nada más que vivir dentro de esa vida interior, pero la sensación resultaba insostenible. Es muy curioso que este fenómeno, visto así, parezca falso; no obstante juro que cuando lo viví estuve convencido de que era lo único realmente verdadero, el único motivo por el cual valía la pena vivir.
Los pensamientos, que también habitan en mi vida interior, me resultan inexplicables, salvo que se trate de aquellos que surgen como meros disfraces de los otros componentes de mi interioridad, ya enunciados. En ese caso estoy ante falsos pensamientos, espejismos de razón. Creo que los pocos verdaderos surgen de una zona de mi vida interior que es insondable y desconocida, y que está aún más abajo o más adentro de lo más profundo. Y si existiere una pequeñísima contribución que condicionalmente pudiera haber hecho a la humanidad, buena o mala, ésta ha salido de allí, a mi pesar, de modo que realmente no sé si dicha zona me pertenece o es literalmente patrimonio de la humanidad. Como se trata de un espacio inefable, solo puedo definirlo con una sola palabra: el vacío.

2 comentarios:

La Lechucita dijo...

Por fin pude ponerme al día.

vuelo, vuelo, vuelo

Un beso enorme

mentecato dijo...

Un texto excelente, reflexivo, iluminado, de pronto patético, triste...