Visitas de la última semana a la página

miércoles, enero 04, 2012

El refrigerador

Del primer refrigerador que tuvimos no habría mucho que decir. Llegó una tarde de verano, embalado sobre un triciclo y supimos que venía en camino porque escuchamos el griterío de los pelusitas a la cola del triciclo. Los pelusitas eran todos aquellos niños que no eran los Mardones. Los Mardones éramos ocho primos hombres y jugábamos pichangas contra los pelusitas. La cancha era un tierral a un costado de la línea del tren a Sewell que daba al quiosco de mi tío Pablo en una punta y en la otra, a un murallón del que nunca me preocupé de averiguar qué había detrás. Los pelusitas eran los niños de la población Sewell, entre los cuales destacaban el Chamelo, el Muchilo y el Cochefa, además del Lucho Tonto, que iba a la siga de todos, arrastrando su abrigo negro. Siempre me llamó la atención la presencia de la letra Che, de la que hoy abjura la RAE, en los sobrenombres de esos niños de población de mineros. Hoy especulo que esa influencia pudo venir de México, con sus chamacos, chapulines, chilindrinas, chavos, charros, chanfles, chapatines, chespiritos y una pila de nombres más.
El refrigerador, como dije, venía en una caja, de modo que los pelusitas, si corrían detrás de ella, era más que nada por saber qué habría dentro; en el fondo, por tener algo que hacer en la tórrida hora de la siesta.
Casi junto con el triciclo llegó don Bruno Estefani en persona. Era el dueño de la tienda de electrodomésticos, el responsable de hacer andar el refrigerador Trotter. No recuerdo otra gran cosa sobre el asunto. Ignoro incluso si los pelusitas lo vieron, pero sospecho que si fue así, sintieron lo mismo que yo; es decir, se encogieron de hombros y buscaron otra cosa en qué entretenerse. ¿Qué podía tener de maravilloso un aparato que enfriara o congelara las cosas? Hasta ese día la mantequilla se mantenía lo más bien dentro de un plato con agua y la carne, en una caja de madera con una rejilla en la ventana. Ante las fantasías desmesuradas que provocó en nuestros corazones la compra e instalación del televisor, años después, la novedad del refrigerador no pasó de ser algo macanudo, pero conceptual, semi abstracto; se parecía a un tótem del Siglo Veinte destinado a darse ínfulas ante los pelusitas y por extensión, ante los papás de los pelusitas, consagrando una vez más ese Muro de Berlín invisible que separaba la población Sewell de la población Rubio.
Es curioso lo que voy a decir, porque tiene menos que ver con la memoria que con la estructura, el esqueleto literario de un producto tan minúsculo como éste, aunque el problema de fondo sí es la memoria. Se trata de que a este relato no le habría puesto tantos adornos distractores si lo hubiese escrito hace unos cuatro, cinco años. Habría ido al grano, me habría concentrado en la anécdota y todo habría sido más ligero, divertido; en cambio ahora se me hace hasta imprescindible la siguiente reflexión, porque si no la hiciera no quedaría satisfecho. El tiempo dirá si fue una torpeza. El caso es que el asunto de Los Mardones y los pelusitas constituyó para los ocho primos una verdad y un código que compartimos durante años, cada vez que nos reuníamos en un matrimonio o un funeral. Los Mardones versus los pelusitas nos agrandaba a los Mardones como estirpe, nos convertía en una unidad perfectamente identificable en el pequeño mundo rancagüino. Esas pichangas eran como alguna de esas batallas que se aprenden en los libros de historia universal y por un momento a mí también me pareció vivir en ese mundo de gigantes, al escribir ahora sobre este recuerdo. Sé que estoy diciendo tonterías, nada original, que estoy hablando del peso de la pequeña historia en el corazón del pequeño hombre, un peso que se me antojaría fundamental si alguien ajeno a ese recuerdo no irrumpiera y declarase su indiferencia ante el asunto, lo tornara difuso con su sola presencia. El hecho es que al sentirlo debo desprenderme de él y esa sensación es la que me pacifica.
Final del cuento del refrigerador: cuando mi papá llegó del trabajo y vio el flamante aparato fue al quiosco del tío Pablo y volvió con una Coca Cola familiar. Nos enseñó en qué espacio se guardaba la botella y allí quedó durante un par de horas. Cada cierto tiempo abríamos el refrigerador y la tocábamos; cuando mi papá consideró que había llegado el momento la destapó, la repartió en cuatro vasos grandes, como aseguraba la propaganda, sacó hielo de la cubetera y celebramos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Curioso, me quedé con ganas de saber más sobre los pelusitas y los Mardones.
Un abrazo