Visitas de la última semana a la página

domingo, septiembre 30, 2012

La puerta

Cuántas noche me dormí esperando el ruido de las llaves, no recuerdo cuántas por lo innúmeras, lo lejanas, esperando el inconfundible sonido de los zapatos de mi padre, los enérgicos pasitos de mi madre, a veces los dos juntos regresando del cine, el llavero saliendo del bolsillo, la llave girando en la cerradura. Cualquiera de esos anticipos valía más que la caricia de un ángel y si los alcanzaba a oír me dormía al instante de alegría, de un suspiro, de lo contrario entraba al sueño inquieto, con el pecho apretado, el Vitorio abandonado a su suerte en la otra cama y todo el peso de la noche sobre nuestra pieza modesta.
Cuántas noches alguien imitó sus pasos y el suspiro se esfumó cuando pasaron de largo.
Esos zapatos de taco de suela de mi padre, que resonaban al chocar contra los muros de las casas de la cuadra, esas tapillas de fierro de mi madre que se clavaban en los ladrillos a la vista no tenían la menor conciencia de su valor, como locos inocentes que transitan por la vida. Y los pies que los calzaban, y las piernas que se alejaban remontándose hacia el resto del cuerpo, a la cabeza, qué podían saber de las ansiedades de un niño sino apenas presentirlas, como yo mismo presentía las acciones de mis padres con un dejo de rencor que se deshacía en amor apenas la llave se incrustaba medio a medio dentro de la cerradura mágica.
Cosa parecida y diferente era la partida a deshora, anunciada con gestos intraducibles pero certeros, de una sola lectura. Ni siquiera se necesitaban las palabras, las decisiones confesadas; bastaba un paseo irracional por los límites internos de la casa, incluso una triquiñuela de buena voluntad para darse cuenta del acto seguido. La puerta se abriría irremediablemente y luego se cerraría por fuera con la máxima suavidad posible para no desatar el odio de los que se quedaban adentro. Pero ya en ese trance odiar era lo de menos; lo que importaba era aprender a  morir, enfrentar dignamente la angustia y olvidar el paso del tiempo, dejar de mirar a cada rato los punteros del reloj.
Dicen que los sonidos no desaparecen, he oído decir que su frecuencia viaja por el infinito como nave a la deriva, siempre disminuyendo, haciendo creer que el mensaje que contiene se ha desvanecido. He escuchado hablar también de una variante que dice relación con ciertos ruidos que se infiltran en la batidora del cerebro y rebotan y rebotan atrapados para siempre, como ratones desesperados, sin lograr huir. Me atrevería a dar fe de esto.

lunes, septiembre 24, 2012

Pedro Soto

El convoy se detuvo en el túnel. Por la ventana vio a los pasajeros del otro tren. Inmóviles, silenciosos y arrogantes, parecían fantasmas atrapados en el momento en que fueron sorprendidos por la eternidad. Desde su asiento se veían más largos que de costumbre, pálidas columnas amarillentas que iban a dar todas juntas al mismo cielo.
Nadie se hablaba, a nadie le importaba su vecino, tal como sucede entre los verdaderos habitantes del cementerio.
Fugaz visión la del testigo, fugaz entendimiento, la suerte del espejo.
El trabajo anónimo ha de ser recompensado con el tiempo, aunque éste sobrepase a la esperanza.
El observador reinició su marcha hacia el destino; los fantasmas no hicieron un solo gesto con el cuerpo, ni para bien ni para mal. Solos en su soledad permanecieron clavados dentro del carro, carro que se redujo a mancha difusa en la negrura del túnel.
A esa misma hora moría Pedro Soto.

domingo, septiembre 23, 2012

La naturalidad


¿Hay algo más difícil que la naturalidad, en el entendido de que se habla de dos personas que se conocen  hace mucho tiempo y que en un arranque del corazón desean entregarse el uno al otro?
Pues de todo acto se sospecha y cada avance lleva de antemano a un destino.
He allí el drama del matrimonio mal avenido.

viernes, septiembre 14, 2012

Una casa en el campo

A los 15 años seguía siendo un niño cándido y culposo. Cuando practicaba el onanismo me dormía inquieto y amanecía con ansiedad, con miedos que duraban dos o tres días, hasta que volvía a caer en la perdición. Inútilmente buscaba el perdón en el seno de la Jec, la Juventud Estudiantil Católica, a la que pertenecía. El padre Caviedes nunca sentenció que esa costumbre fuese mala, tampoco buena. Yo, que ansiaba no ser sólo bueno sino realmente un santo, necesitaba la absolución rotunda, porque íntimamente me sentía culpable de un pecado mortal. Los consejos sacerdotales, en cambio, iban por el lado de que ese hábito se podía y hasta se debía evitar en casos especiales. Subrayaba entre los casos especiales el de un muchacho que se había vuelto loco a raíz de la incesante repetición del acto.
Cuando hablábamos de chicas con mis compañeros de curso no era raro que yo asumiera posiciones fundamentalistas. Encasillaba el más leve contacto, la más ingenua o instintiva relación en la antesala del matrimonio, lo que no me impedía juntarme con ellos para fumar a escondidas o ver revistas de mujeres piluchas. Era la mía una disputa entre la fuerza de la virtud y los albores del vicio, que comenzaba a avizorar.
En ese contexto fue que un sábado fui a parar con mis papás a una casa de campo en las afueras de San Vicente de Tagua. La dueña de casa había sido compañera de mi mamá en un curso de perfeccionamiento del magisterio, su esposo era un fanático radioaficionado y vivía con ellos una sobrina. Mi mamá y su amiga le dieron a la lengua y el radioaficionado invitó a mi papá a su estudio, para mostrarle su joya de equipo. Apenas estuvieron adentro inició una comunicación con un par invisible instalado en su propio taller, a miles de kilómetros de distancia, para que mi papá se maravillara; y de hecho mi papá se maravilló, lo justo hasta que llegó la hora de servirse algo. En cuanto a mí, escuché el primer intercambio de mensajes pero luego me aburrí, al constatar que se decían las mismas cosas o aun más banales las que uno podía escuchar en cualquier parte. Volví al living y entonces la sobrina me invitó al patio.
Ella no me había causado ninguna impresión. No era ni bonita ni fea. Era delgada, de pelo negro y largo y carecía de curvas. Tendría dos años más que yo. Su principal característica la descubrí horas después, cuando paseábamos, lejos de su casa, pero ya llegaré a esa parte.
Estando ambos en el patio me señaló una esquina. Instaló un piso, se subió a la pandereta y me instó a pasar a la otra casa.
-Ven -me dijo-, no hay nadie. Salieron.
Subí y salté al otro lado. Efectivamente, la casa vecina estaba vacía. Y ella me estaba esperando.
¿Qué pueden hacer dos adolescentes en una casa vacía? ¿Qué debe hacer un hombre al que una mujer conduce a una casa vacía? No tenía la menor idea. A diferencia de mis compañeros de curso, en ese tipo de ocasiones mi sentimiento era elevado y no ofrecía resquicio alguno por donde se pudiera colar el deseo de la carne. A los 15 años seguía siendo un niño.
Ella se metía a las piezas más oscuras, siempre ordenándome que la siguiera. Luego permanecimos sentados uno al lado del otro, conversando, hasta que nos llamaron a comer. En su honor debo admitir que si se me insinuó no lo hizo con vulgaridad; de otro modo me habría dado cuenta.
Después de almuerzo me invitó a caminar. Nos perdimos por los sembradíos primaverales y al atardecer enfilamos por el camino de ripio que llevaba de vuelta a su casa. En el intertanto mi corazón iba incubando la posibilidad de un pololeo; de pronto le tomé la mano y no dijo nada.
Entonces sucedió algo terrible. Una camioneta frenó bruscamente, haciendo volar piedras, y retrocedió hasta quedar junto a nosotros. El conductor, un hombre mayor, abrió la puerta del copiloto, agarró de la muñeca a mi compañera y la metió adentro, a la fuerza. Ingenuamente, me dispuse a subir; él apretó el acelerador y ambos se perdieron detrás de la polvareda.
Volví, agitado, y conté con horror la escena. Los tíos se miraron y sonrieron con malicia.
-Esta chiquilla tiene loco a ese hombre -se resignó a comentar la amiga a mi mamá, en voz baja. Enseguida cambiaron de tema.
¿Eran así las relaciones sentimentales? ¿Así debía tratar el hombre a la mujer?
Al regresar, desde mi ventanilla de la micro que nos llevaría a Rancagua y que recibía a sus pasajeros por goteo, miraba hacia afuera, desconcertado, pensando en las cosas de la vida. Abajo, a punto de abordar la máquina, una mujer de mediana edad discutía con un ciclista, un hombre de bigotes, camisa blanca y rasgos duros. Ella le elevaba la voz, furiosa, los insultos eran visibles pero no lograban traspasar el vidrio de la ventana. El hombre pasaba el trago amargo en silencio. Parecía una disputa sentimental de tantas, cuando de repente él la agarró del moño y la levantó casi en el aire hasta sentarla en el marco de la bicicleta, donde la apretó con un brazo, la echó hacia atrás y la besó con violencia, sin soltarle el moño. Ella abrió la boca y cerró los ojos, desfalleciente.
La micro partió y la bicicleta nos acompañó hasta la esquina, donde el raptor y su pareja doblaron en otra dirección.