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sábado, junio 29, 2013

La estufa a gas

La estufa a gas era un artículo de segunda necesidad; no nos quitaba el sueño, pero cuando entró a la casa se abrió paso y se transformó en el centro del hogar. Era una estufa preciosa, dorada, con cuatro rueditas y dos quemadores. El balón se instalaba dentro y su conexión resultaba relativamente sencilla; sólo había que bajar el regulador y soltar una argolla hasta sentir que quedaba sellado. Bien poco nos costó entender que los balones duraban poco, comparados con lo que costaba comprarlos. Cuando el gas empezaba como a reclamar quería decir que los minutos de ese balón estaban contados. Entonces lo sacábamos y lo agitábamos unas diez veces y para nuestra satisfacción el quemador volvía a brillar, pero a los cinco minutos se repetían los estertores, más dramáticos que el inicial. Lo agitábamos otras diez veces y de nuevo brillaba, como canto de cisne. El tercer presagio redoblaba nuestros esfuerzos, sabiendo que aplazábamos una muerte y que hiciéramos lo que hiciéramos, sobrevendría. Rendidos ante la evidencia, la estufa dejaba de brillar. Si había dinero, mis papás llamaban por teléfono a Agrogás o a Gaslisur y recibían un nuevo balón a domicilio. También pasaban vehículos ofreciéndolos. Los empleados  golpeaban los balones con un fierro, como si tocaran la campana, al igual que hoy. Si no había dinero se retornaba al combustible original. Hasta ese momento la clase media rancagüina usaba el brasero a carbón, que no era malo, pero había que encenderlo a la intemperie, alimentarlo continuamente y acercarse mucho a él para recibir su calor. Cada cierto tiempo leíamos en los diarios que los habitantes de una casa cualquiera habían amanecido muertos, dos ancianos, una madre con sus hijos, una familia entera, intoxicados por un brasero que no retiraron del dormitorio. Antes de la llegada del gas, la opción al brasero era la estufa a parafina, que despedía una humareda de padre y señor mío, de modo que entonces su popularidad no era de las mejores. En cuanto a las estufas eléctricas, tener una era como tener un certificado de quiebra a corto plazo. La cuenta de la luz debía de ser tan alta que nadie se imaginaba ni por un momento llevar una a su casa. Cuando nos cambiamos a la casa nueva de Eduardo de Geyter 566 descubrimos los deleites de la chimenea. La chimenea reinaba al costado del living comedor y se encendía sólo para ciertas ocasiones, como eran por ejemplo las noches con Hugo Miranda y la señora Ana, o las tardes de canastas con café batido, o sagradamente el día del aniversario de matrimonio de mis papás, que era el 12 de julio, pleno invierno. Siempre que ardían las primeras llamas, la mitad del humo se iba por el tiro y la otra mitad afloraba hacia el living comedor, del mismo modo que esos fumadores que aspiran y enseguida hacen subir el humo hacia la nariz. De su boca de ladrillo parecía irrumpir una lenta catarata que caía invertida hacia el techo. Pero la fiesta seguía igual. Se veía un poco menos y dolían los ojos, aunque a nadie le importaba. Sencillamente la chimenea fue mal construida, eso era todo. Con los años mi papá descubrió un combustible antiestético, barato y excelente: el carbón de piedra. Dejando de lado el problema del tiro, para mí la fealdad del carbón pasaba a segundo plano al contemplar esas rocas negras que de pronto se abrían en finas grietas, de las cuales emergían vigorosas lenguas de fuego. Me quedaba tardes enteras mirando cautivado el fenómeno junto al Rucio Medina, mi amigo de entonces, tanto o más callado que yo, pero más inteligente. A veces mi papá partía a sus asuntos y dejaba al Rucio cuidando la chimenea. Yo entraba a la casa y lo veía junto al fuego, mirando o pensando o soñando, con esos ojos claros, tristes, de idealista, que lo caracterizaban. Un día yo empecé a bostezar y el Rucio me tiró de lejos una bolita de papel y me entró a la boca y me cortó el bostezo.
Esta historia podría irse abriendo hasta el infinito; mi imaginación y mi temor a la impaciencia del lector prefieren irla cerrando.
El día que llegó la estufa a gas hacía mucho frío. Yo leía una novela chilena de la colección Zig Zag, esas novelas infantiles de tapas de cartón amarillo con un dibujo en la tapa. El frío me acercó a la estufa, me eché a leer al piso de tabla para tenerla cerca. Sentí arder las mejillas; me retiré un poco, no tanto como para que volviera el frío. Mi mamá conversaba con otra profesora, a pasos míos, en la mesa del comedor. La profesora le contaba la vergüenza de una amiga suya y repetía la palabra amante con tanta insistencia que me desconcentré por completo. Hablaba a borbotones y no lograba contener la emoción de la noticia. La amiga había estado todo el día esperando la llegada de su amante y el amante había llegado por fin, hablaba de algo sucedido hacía no más de una semana. El amante había descendido a la estación en el último tren nocturno. Venía con su maleta, agazapado, poco menos que de incógnito, caminando entre las sombras que arrojan las sombras de las calles laterales, pero venía enfermo. Apenas se pudieron abrazar, no se alcanzaron ni a dar un beso, y le pidió permiso para entrar al baño. Allí permaneció, quejándose en silencio para no molestar al vecindario, hasta que no pudo más. "Murió esa misma noche en la casa de mi amiga, señora Fani, qué vergüenza por Dios", le decía a mi mamá una y otra vez, hallando siempre de ella la misma respuesta: "Qué terrible...". Yo miraba fijamente las páginas del libro, pero imaginaba a un hombre de pelo engominado, bigotillo negro y sombrero, vestido con un terno rayado, camisa blanca, corbata y zapatos relucientes; un hombre adolorido que al fin llegaba a una casa que latía enteramente para él. No me calzaba en ese cuadro su agonía; se me hacía difícil entender lo terrible de su muerte.

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