Visitas de la última semana a la página

martes, septiembre 24, 2013

El viejo y su hijo

Dos hombres con los ojos cerrados, uno joven el otro entrando a la vejez, dos estatuas ligeras que usan sus cabezas como antenas en el claro de un bosque rebosante de animales alados.

Ve tú adelante. Quiero caminar por mí mismo, sin tu ayuda.
Hay una subida.
Mejor. Quiero sentirla.
¿Qué siente?
La hierba fresca bajo mis pies. La noto por la suavidad con que se deja aplastar. También siento la fragancia que despiden las plantas y los árboles. Hay un árbol que dio flores. Está cerca.
Es un magnolio.
¿Un magnolio? ¿Aquí?
Lo plantamos.
Paremos un momento. ¿No ves sangre a mis espaldas?
No, papá. ¿Por qué lo dices?
Anoche me sangraron los testículos. Tu madre se asustó.
¿Se siente enfermo?
No más que cualquier día.
No veo sangre.
Entonces sigamos.
¿Lo ayudo?
Sí, dame tu brazo para apoyarme en él.
Aquí hay que agacharse para pasar bajo una planta espinosa. Yo le haré un arco.
Bien.
Ahora estamos entrando a un claro del bosque.
Lo sé. ¿Tú crees que estoy completamente ciego? Distingo perfectamente las sutilezas de la luz.
¿Ve la luz del sol en los picos de los montes?
No la veo, pero la siento. Me recuerda una foto de Ansel Adams. Era un atardecer muy bello, o el comienzo del anochecer, el minuto exacto entre ambas partes del día. No había diferencia de tonos entre los cerros y el cielo, el gris era el mismo arriba y abajo y la luna se recortaba suavemente sobre el pasto que sobresalía en la colina, era casi poco más que la luna que se ve de día, su brillo no desequilibraba ninguno de los dos planos del paisaje en su favor.
Me parece haber visto esa foto.
Yo la vi con mis propios ojos en el Museo de Bellas Artes, a comienzos de los años setenta. Era una foto en blanco y negro.
¿Quiere café? Traje un termo.
No, hijo. Pero si me quisieras ayudar...
¿Se le ofrece algo?
Me gustaría permanecer de pie aquí en silencio para oír el canto de los pájaros.
¿Lo puedo acompañar?
Encantado. No cuesta nada.
A partir de ahora no hablaré hasta que usted me lo ordene.
Está refrescando, solo pasaremos algo de frío. Seremos dos troncos, dos piedras, hasta el momento en que las aves se retiren a sus nidos y la noche nos cubra a todos con su manto...


sábado, septiembre 14, 2013

El jugador

Era la misma canción, en la misma sala; la diferencia la hacían la hora y el estado del tiempo. Ahora el reloj de pared marcaba las tres y cuarto de la tarde, la semana pasada eran las nueve y media de la noche. Ahora la calefacción encendida avisaba que afuera hacía frío; la semana pasada, aunque ya se había hecho de noche, flotaban en el ambiente las notas agradables de un día caluroso.
La "víctima", si pudiera designársele bajo ese nombre, no se daba cuenta de las diferencias, pero yo sí, y por eso las hago ver, aunque ¿gano algo si nada puedo remendar desde mi humilde posición?
A la víctima la canción de ahora le sonaba, más que aburrida, cargante por sus acordes predecibles y el acompañamiento pasado de moda. El redoble de la batería se le hacía insoportable a sus oídos y qué decir del órgano de fondo y la guitarra eléctrica y los coros. La semana pasada, cuando el juego recién empezaba, le pareció bastante divertida. Y era la misma, cantada por el mismo grupo.
A su espalda, la mesa lucía cubierta de carne fría, frutos secos, quesos, rodajas de naranja, bebidas, cervezas, licores, galletas, té y café, pero nadie se molestaba en acercarse a ella, salvo cuando el juego se suspendía. Entonces lo hacían casi por obligación. Era más que nada una forma de estirar las piernas; lo único que esperaban era el paso del tiempo alrededor de la mesa para volver a sentarse.
A veces le iba mal, otras bien. La víctima ganaba y perdía mientras la luna cambiaba de fases y era como si su dinero fuese un globo que se infla y desinfla en los labios de un niño, pero ya empezaba a cansarse. Llevaba demasiado tiempo concentrado en el vicio. Hasta el vicio se hace tedioso y deprime.
Dios está presente en todas partes, pero es invisible a los ojos del cínico. Si la víctima quisiera verlo debería desprenderse de todo su ropaje, quedándose con la pura manta del vicio. Solo el vicio es capaz de recordarle, por contraposición, su presencia; si no lo hace es porque dirige la mente y los sentidos hacia los fines que lo alimentan. No se lo diré ahora, se lo recordaré a la salida, cuando sus oídos me escuchen aunque su alma se haya ido.

miércoles, septiembre 11, 2013

Recuerdos del 11

Recuerdo que jugaba en unas tragamonedas de internet. En la sala habría una media docena de personas; cada cinco minutos una desconocida ansiosa le cambiaba sus billetes por tiempo de juego a la cajera. Yo disponía de poco dinero y quería más, y mientras más jugaba, menos dinero tenía. Recuerdo que esa mañana era 11 de septiembre, que caía una ligera llovizna y que los liceanos y liceanas corrían por el patio bajo la supervigilancia de sus maestros, que a esa hora lo ignoraban todo. Por la noche, en el internado, escuchando la radio, aguardamos con terror el ingreso de la patrulla que inspeccionaría el edificio entero, rincón por rincón. Recuerdo que en la sala de estar de la casa de mi tía colgaba una gran telaraña con restos de insectos acumulados durante semanas. Colgaba de arriba abajo del marco que separaba el living del comedor. En la casa había muchos descuidos como ese. Había que limpiar. Pedí permiso y tomé la aspiradora. En pocos segundos barrí con el polvo y los insectos muertos; la telaraña tomó un color rojizo y una textura de plástico y asomó limpia y brillante, podía servir como adorno para echarse sobre los hombros y así lo entendió un compañero de trabajo, que se la llevó puesta. Recuerdo que entonces el deseo obsesivo de limpiar me llevó ante una máquina que funcionaba a todo motor. Acerqué la aspiradora y apliqué el aire sobre los engranajes, evitando la zona donde brotaba el fuego. Al cabo de un momento la negrura de la máquina había dado paso a una suerte de rompecabezas gigante de metal.

miércoles, septiembre 04, 2013

Una hilera de casas en la noche

Vio una hilera de casas rodeadas de negrura, con la cordillera al fondo y en primer plano esas manchas luminosas que salpicaban la ventanilla del bus que lo conducía a su ciudad natal. Las casas eran vagones de un tren nocturno que corría a ninguna parte, los árboles volaban, una bicicleta lo hacía en sentido contrario, dos ancianos ante una puerta se alejaban a pasos agigantados. Y pensaba por qué le había tocado eso, si tenía algún sentido, si quería decir algo, y si no sería mejor otro tipo de vida, una vida en otro tiempo o en otro planeta y no hallaba qué concluir, si lo que veía era bueno o era malo para él y para el mundo. No era momento de grandes reflexiones, sino de constatar lo que estaba viendo: una hilera de casas de población recortadas contra el perfil de una cordilllera nacida millones de años antes.

martes, septiembre 03, 2013

La historia la escriben los perdedores

Hubo un momento en que adoptó deliberadamente una conducta cortante con su compañero de mesa, pensando que no arrojaría más consecuencias que la de expresar un rechazo momentáneo a su pasividad.
Su compañero de mesa sufrió ese gesto áspero en silencio y se lo recordó, meses más tarde, sin reproches.
El hombre de la conducta cortante no se vio en la obligación de pedir perdón; no era necesario, pero en aquel momento reparó por primera vez en que la historia la escriben los perdedores.