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lunes, febrero 24, 2014

Suspense

A la orden del Orejón, el grupo ingresó al ducto del alcantarillado y avanzó a través del túnel; la oscuridad era casi absoluta, pero el Orejón ya les había advertido a sus hombres que no encendieran las linternas, él tampoco hizo amago de prender la suya. Adentro se oía solamente el chapoteo de las botas sobre la inmundicia, la fuga de las ratas y alguna maldición pronunciada en voz muy baja, debido al pacto de silencio hecho previamente por el grupo. Nadie podía ver esos cuerpos encorvados, ni siquiera ellos mismos, salvo cuando desde la lejanía se dejaba ver la presencia de una rejilla en la superficie. Cada vez que aquello sucedía, cada 125 metros, se iban dibujando las siluetas al contraluz, dos de ellas cargando un bulto enorme, y ese solo hecho bastaba para que los hombres sintieran un brusco asomo de alegría, ya que ese ambiente no era capaz de generar en ellos lo que podría llamarse una alegría propiamente tal.
En el café, el vocero presidencial, el alcalde, el jefe de la policía y el director del periódico hacían uso de su pausa habitual del mediodía para repasar la jornada diaria. No lo confesaban abiertamente, pero adoraban ser reconocidos desde las mesas aledañas. El local entero se dejaba impregnar por el aroma seductor del grano molido y la fragancia de las tortas y pasteles que pasaban directamente del horno a la vitrina. Un trío de cuerdas interpretaba en un rincón una pieza de Schubert; las notas iban muriendo aplastadas por las conversaciones y carcajadas que brotaban de las mesas. Los mozos, con sus blancos delantales, parecían volar como plumas y sus bandejas surcaban el aire cual aviones, sin jamás chocar. Solamente uno de ellos, siempre hay alguien así, entorpecía la plácida armonía del café con movimientos confusos. No obstante, se trataba de un lunar invisible entre la satisfacción que generaba el ambiente y que experimentaban hasta aquellos rostros de la mesa 21 que debatían el espinoso tema de las últimas semanas, la fuga del Orejón, que le había costado la salida al ministro del interior.
Cuando la vibración electrónica emitida desde arriba le indicó que ya estaban bajo el punto exacto, el Orejón ordenó detenerse. Los hombres que cargaban el bulto se quedaron en su sitio y los demás acometieron la tarea de amarrarlo a las grapas ubicadas en el techo del túnel. La maniobra no resultó fácil. Hubo que darle varias vueltas con alambres hasta que el peso logró resistir, sin peligro para el grupo. Luego el Orejón encendió el mecanismo de relojería y batió las palmas tres veces, señal de retirada.

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