Visitas de la última semana a la página

jueves, febrero 27, 2014

Tres actores

Esa tarde de sábado la forma de caminar del conocido actor cómico de la televisión era patética. Lo hacía apoyándose en los muros; no habían dado las tres de la tarde y regresaba a su departamento a duras penas, completamente borracho. Vivía en un barrio acomodado, lo que redoblaba el dramatismo de la escena. No daban ganas de reír al verlo. Inspiraba lástima. ¿Qué más se podría haber dicho de él en ese momento? A juzgar por lo que transmitía su humanidad, se notaba que quería disimular su estado de intemperancia, a toda costa buscaba evitar el escándalo, mantener la dignidad. Más que eso, nada que agregar; era imposible que las razones de su ebriedad disfrazaran la trampa que escondía una mera especulación. Solamente a través de averiguaciones ulteriores con fuentes medianamente informadas o tomando la temeraria decisión de acudir a la fuente misma podría llegarse, tal vez, al origen de esas manos que tanteaban los muros casi a ciegas.
La famosa pareja de actores de teatro irrumpió en su esquina de siempre, en pleno centro de Santiago. La diferencia de edad entre ella y él influenciaba a los transeúntes, quienes los imaginaban rodeados de un halo de ternura. Ella era mayor, unos veinte años; frisaba los noventa. Él, a sus setenta, lucía juvenil. Y sin embargo era evidente, aunque invisible, que no era ella quien desempeñaba el papel paciente y secundario en la relación. Ambos atravesaron la calle del brazo y se acomodaron en una de las mesas del café instaladas en la acera. ¿Qué más se podía decir de los dos? ¿Que ella poseía un imán imposible de resistir para el metal que él pudiera llevar en la sangre? ¿Que ella se aferraba a él como Norma Desmond al cínico encanto de Joe Gillis? No, nadie podría atreverse a afirmar nada parecido. Solo un curioso que desde la mesa de al lado siguiera discretamente el diálogo que comenzaban a sostener podría aventurarse a desprender suposiciones como esas.
Hay momentos en que la comedia humana toma su propio camino. Pensaba titular estas líneas "collage", agregando más historias; la de una mujer que muere de placer al leer las imágenes eróticas que le escribe su hombre; la del complicado razonamiento interno, al modo de Henry James, de dos personas que no se deciden a contarse la verdad; la de la pesadumbre de un amante cuando al escuchar la canción Morgen recuerda que no todo está perdido, porque mientras pueda sentir tristeza seguirá amando a su amada; la del ejercicio de idear un estilo aún no inventado. De todo aquello pensaba escribir inicialmente, pero la literatura me ha terminado haciendo hablar solo de tres grandes actores a los que vi durante un instante con mis propios ojos.

miércoles, febrero 26, 2014

La noticia

-Saliste en el diario.
El hombre abrió los ojos: los tenía inyectados de sangre; ojos de sueño y de borrachera. Volvió a dormirse.
-Oye, saliste en el diario.
-Qué pasa...
-"El gordito que aplastó a la bailarina". Eres tú.
El hombre volvió a abrir los ojos. Le costó entender que estaba en su departamento; vio la hora en el despertador: las dos de la tarde. Otro día más sin trabajar.
-¿Qué dices?
-Saliste en el diario. "El gordito que aplastó a la bailarina". Eres tú.
Trató de asimilar la frase. De la noche anterior no recordaba nada después de que entró al local.
-Qué pasa.
-Saliste en el diario. Mira la foto. Eres tú. ¿No te da vergüenza?
El hombre se incorporó, su chica le acomodó un almohadón en el respaldo de la cama y le puso el diario ante los ojos. La cabeza se le hinchó como globo: miles de agujas hacían presión para que estallara, y no estallaba. Se sentía como en otra dimensión, la cabeza le hervía mientras se enteraba de un capítulo desconocido de su vida. Se trataba de la historia de un gordito pasado de copas que se entusiasmó viendo una pelea en leche entre dos bailarinas de topless, que se subió al escenario sin que los guardias lo pudieran contener y que se abalanzó sobre una de ellas, con los ojos vidriosos, aplastándola bajo la leche que llenaba la piscina de plástico.
Su chica leía junto a él. Desde la cama se veía el lavaplatos, repleto de ollas sucias.
-¿Cómo son las peleas en leche?
-No sé...
-Malo. No me quisiste llevar.
-No friegues.
-¿Me llevas esta noche? Me gustaría ver una.
-Déjate de fregar. Dame un anacín.

martes, febrero 25, 2014

La escritura

Ante sí se hallaba el vasto mundo que el destino le había regalado. En su interior, un pequeño cúmulo de conocimientos que alimentaban su vanidad de niña precoz. Los sentimientos, muy bien guardados, contenidos como tentáculos de pulpo que jamás se asoman a la superficie.
Dijo alguien sobre el pulpo, el octópodo brillante: "Su timidez es una reacción racional basada sobre todo en la prudencia. Si el buceador es capaz de demostrarle que es inofensivo, perderá la timidez enseguida, más rápido que cualquier otra especie salvaje".
Temprano y ayudada por los libros, descubrió sin embargo que en la tierra no existía nadie realmente inofensivo, de modo que optó por hacer de su tímida prudencia el emblema, el escudo que adorna la puerta de su casa.
Mantuvo una relación de cordón umbilical con su madre, pero al morir ésta se guardó las lágrimas.
A los 31 años escribió su primer libro. Allí resumió el pequeño cúmulo de conocimientos adquiridos a través de la lectura y de paso abrió para el mundo una celdilla de tormento.
El rictus de sus labios revela represión, orgullo y amargura; lo contrario que los ojos de Tolstoi, que siendo fieros son profundamente humanos.

lunes, febrero 24, 2014

Suspense

A la orden del Orejón, el grupo ingresó al ducto del alcantarillado y avanzó a través del túnel; la oscuridad era casi absoluta, pero el Orejón ya les había advertido a sus hombres que no encendieran las linternas, él tampoco hizo amago de prender la suya. Adentro se oía solamente el chapoteo de las botas sobre la inmundicia, la fuga de las ratas y alguna maldición pronunciada en voz muy baja, debido al pacto de silencio hecho previamente por el grupo. Nadie podía ver esos cuerpos encorvados, ni siquiera ellos mismos, salvo cuando desde la lejanía se dejaba ver la presencia de una rejilla en la superficie. Cada vez que aquello sucedía, cada 125 metros, se iban dibujando las siluetas al contraluz, dos de ellas cargando un bulto enorme, y ese solo hecho bastaba para que los hombres sintieran un brusco asomo de alegría, ya que ese ambiente no era capaz de generar en ellos lo que podría llamarse una alegría propiamente tal.
En el café, el vocero presidencial, el alcalde, el jefe de la policía y el director del periódico hacían uso de su pausa habitual del mediodía para repasar la jornada diaria. No lo confesaban abiertamente, pero adoraban ser reconocidos desde las mesas aledañas. El local entero se dejaba impregnar por el aroma seductor del grano molido y la fragancia de las tortas y pasteles que pasaban directamente del horno a la vitrina. Un trío de cuerdas interpretaba en un rincón una pieza de Schubert; las notas iban muriendo aplastadas por las conversaciones y carcajadas que brotaban de las mesas. Los mozos, con sus blancos delantales, parecían volar como plumas y sus bandejas surcaban el aire cual aviones, sin jamás chocar. Solamente uno de ellos, siempre hay alguien así, entorpecía la plácida armonía del café con movimientos confusos. No obstante, se trataba de un lunar invisible entre la satisfacción que generaba el ambiente y que experimentaban hasta aquellos rostros de la mesa 21 que debatían el espinoso tema de las últimas semanas, la fuga del Orejón, que le había costado la salida al ministro del interior.
Cuando la vibración electrónica emitida desde arriba le indicó que ya estaban bajo el punto exacto, el Orejón ordenó detenerse. Los hombres que cargaban el bulto se quedaron en su sitio y los demás acometieron la tarea de amarrarlo a las grapas ubicadas en el techo del túnel. La maniobra no resultó fácil. Hubo que darle varias vueltas con alambres hasta que el peso logró resistir, sin peligro para el grupo. Luego el Orejón encendió el mecanismo de relojería y batió las palmas tres veces, señal de retirada.

miércoles, febrero 19, 2014

Signos

De pronto Vargas advirtió, como si recibiera un fogonazo, que todas las señales que llegaban a su mente estaban erradas. No querían decir lo que decían, o tal vez usando mejores palabras, expresaban sus mensajes correctamente, pero eran mensajes vacíos, sin otra misión que hacer rodar al mundo.
La comprensión exacta de una realidad cualquiera se da así, a través de un fogonazo. El receptor es golpeado por un brillo que le descubre el contorno de oscuridad y tinieblas que ha cubierto esa imagen, esa realidad, que siempre estuvo a la vista de los demás.
Vio el aviso luminoso gigante de una disco; reparó en que a todos quienes intervinieron en su diseño, confección e instalación les interesaban realmente otros asuntos, sus propios asuntos, estuvo a punto de añadirse a sí mismo la palabra "secretos". Para ellos el aviso era solo un medio para cumplir sus objetivos. No era el aviso lo importante. Lo importante era otra cosa, la prueba estaba en que ninguno de sus autores se hallaba a los pies del aviso. Y sin embargo el destino de aquella gigantografía era atraer. Tentar al receptor para visitar ese lugar, gastar parte de su dinero en la sala de baile, pasar la noche entera allí.
Hasta los nombres de las calles le decían lo mismo: que todo lo que rodeaba su materialización -hasta el decreto municipal que les había dado su origen- era hueco, falso. Sus cuentas del banco, ¿a quién le importaba que estuvieran al día? La máquina simplemente le diría: debe 124. Y si por burlarse del banco pagara los 124 de una sola vez, evitándose así el cargo de intereses, la máquina diría simplemente: debe cero. El receptor se reiría del banco a mandíbula batiente, pero el banco no acusaría el golpe; permanecería impertérrito ante la cifra pagada. ¿Y cómo reaccionarían entonces sus dueños ante el golpe artero, los dueños del banco? ¿Qué venganza estarían tramando sus mentes? ¿Y qué pensarían, con qué soñarían los cajeros que recibían y daban? ¿Y los estafetas que hacen de sus vidas una eterna fila ante las cajas?
De sus amigos, del barrio, de la ciudad y del mundo se desprendía una suma infinita de señales externas. Al entrecruzarse provocaban chispazos que reorientaban a Vargas hacia el camino que los demás le iban informando que era el correcto, tal como sucede cuando las hormigas se rozan con las antenas.
El fogonazo le había alumbrado durante un segundo de lucidez los túneles laberínticos por donde realmente se mueven los hombres, pero el brillo enceguecedor  le impidió ver lo esencial, la sustancia informe que se halla en ellos.
Vargas recordó que iba atrasado a su trabajo y apuró el paso.

viernes, febrero 14, 2014

Jesucristo, los soldados, el transatlántico y yo

Por las noches se desataban mis fantasías. A los cuatro años ya avizoraba uno de los motivos centrales de mi vida. Necesitaba destacarme a como diera lugar, ser el mejor, el más brillante, el más famoso. La cama, la mente inquieta y la oscuridad eran el mejor caldo de cultivo para desarrollar ese proyecto a través de mi imaginación, ya que esta culminaba por la noche con su envase a medio llenar. Durante el día yo era lo que se podría llamar "un niño tranquilo", del cual nada haría pensar en arranques de ese tipo. La transformación ocurría a la hora de acostarse.
Cualquier sicóloga diagnosticaría de inmediato esa fantasía, que por amor propio no me animo a llamarla patología. La profesional (por alguna misteriosa razón los sicólogos infantiles son casi siempre mujeres) habría dicho simplemente en tres palabras: delirio de grandeza. Yo mismo relacionaba dicha fantasía años atrás, al analizarla, con la circunstancia de haber vivido bajo el paraguas protector de una madre perfeccionista y algo ausente. Hoy no veo así las cosas. Más bien me inclino a pensar que la necesidad humana de destacarse es propia de la especie, de lo que el hombre ha sido y será: un animal incompleto.
Barajaba mis cartas y me decía: pues a quién debes superar, cuál es tu misión de aquí en adelante. Y me respondía, anticipándome varios años a John Lennon: debo ser al menos tan conocido como Jesucristo. La cultura de un niño de cuatro años no es de las mejores, y por eso mismo es capaz como ninguno de visualizar la fama. Los famosos, los personajes realmente famosos, se cuentan con los dedos de las manos y entre ellos estaba y estará, mal que les pese a los no creyentes, Jesucristo.
Me avergüenza declarar algo tan infantil, tan cándido. Todo quedaba en mis fantasías. Jamás atisbé en la práctica la menor posibilidad de acercarme siquiera a algún obispo que representara a Jesucristo en mi diócesis, hablo de la fama del obispo. Años después, trasladadas mis fantasías al plano literario y sin haber escrito aún un sólo párrafo, el premio nacional de literatura me parecía poca cosa, no así el Nobel, que ya miraba con cierto respeto, a pesar de sus grandes desaciertos y omisiones.
Compartía mis fantasías megalómanas con las sexuales. Mi primera experiencia sexual la tuve entre los dos y tres años y mis primeras fantasías sexuales aparecieron a los cinco años. Ambas -fantasías y experiencias- hicieron un largo rodeo, que sorteó las preparatorias y buena parte de la secundaria, para retornar a la hora natural con furia, a veces impuras, pecadoras, llenas de malicia.
Algún día, cuando mi energía siga la corriente de un arroyuelo desconocido y retorne, vaporosa, ingrávida, al universo, la acción se acabará y ese día seré un agradecido de Dios: por fin me permitirá ver y gozar la vida de otro modo. En cuanto a las fantasías, no creo que acaben nunca; me acompañarán a la tumba y quizás se metan, pícaras, hasta dentro del cajón.
Entraba a los tres años cuando la vecinita del frente me invitó a jugar a su casa. Nuestro mundo era aún el del piso, pues las ventanas, muy altas, no nos dejaban mirar hacia fuera y los sofás parecían gatos enormes echados: no gratificaba almacenar el cuerpo en sus cojines.
Movíamos palitroques, carritos de madera, soldaditos, cuando desde la cocina apareció la mamá y se acuclillo frente a mí, sin ningún recato, por cierto, dejándome ver completos sus calzones blancos, que atravesaban su entrepierna de arriba abajo para perderse entre los glúteos. El brillo de la tela en esa penumbra prohibida escondía algo secreto, atemorizante, inimaginable, pero que ya era capaz de intuir. Abandoné mis soldaditos y clavé mi vista en ellos. En ese momento, y en lo que va de uno a dos, una corriente me recorrió el espinazo. Cuando me di cuenta de la sensación, ya no existía. La mujer se había puesto de pie y vuelto a la cocina.
A los cinco años solía dormirme por las noches con una imagen fija: la señorita Esperanza, mi maestra, caía al mar desde un transatlántico y yo la salvaba. Todo era gris: el océano ondulante, las nubes nocturnas, el metal del barco, el bote de madera al cual la subía, su traje dos piezas, el mismo que usaba cuando me enseñaba a leer en la clase. Después ambos nos acostábamos en una cama grande con sábanas blancas y nos abrazábamos y yo la besaba en la cara. A continuación volvía a caer al mar y de nuevo estábamos en la cama y entonces aparecía en el bote y luego caía y la besaba, hasta que me quedaba dormido.




domingo, febrero 09, 2014

Alexander Nevsky

La orquesta había brindado una versión maravillosa de la cantata Alexander Nevsky. El público bajaba los escalones del Teatro del Lago, repleto esa noche de gala, y la dicha era visible en los rostros. Se trataba de gente más bien conservadora, de apellidos alemanes, gente de recursos, pero también había jóvenes y matrimonios de clase media venidos de todo el país a disfrutar del concierto. Decenas de lámparas verticales que semejaban cuchillos irradiaban una luz que hacía resplandecer la planta baja, donde la marea humana se confundía, comentaba la función y postergaba unos minutos la retirada, asumiendo el conjunto formado por esa arquitectura y los seres humanos que le daban vida una impresión de felicidad reverberante. Aunque doscientos, quinientos años más tarde el recinto sucumbiera ante el paso del tiempo y sus ruinas no fuesen sino un remedo de su edad de oro, esa imagen de una noche de gala permanecería grabada en la memoria universal, de la misma forma en que habían persistido las heroicas acciones del príncipe de Nóvgorod al derrotar a los teutones en la batalla sobre el hielo del lago Chudskóye.
En Frutillar era pleno verano y fuera del teatro llovía. Dos horas después volvería a ser el pueblito lacustre de casas idílicas y calles desiertas, silenciosas, mojadas. Pero en el intertanto, y siguiendo esa lógica que aspira a inmovilizar la felicidad (cuando en un descuido suyo se la ha logrado agarrar del moño) muchos de los asistentes habían entrado a las cafeterías y restaurantes con vista al lago a darle otra vuelta de tuerca a su dicha. En uno de estos locales, en una mesa del rincón, participaban de una amena tertulia un grupo de músicos de la orquesta. Decir amena tertulia es revelar la impresión que daban desde la puerta de entrada. Sin embargo, si el parroquiano se situaba en la mesa de al lado, la impresión se iba ajustando naturalmente hasta arribar al sentimiento verdadero que fluia de la charla. Comían los músicos los platos y sándwiches más baratos que ofrecía la carta del local, pero no era eso lo que los disminuía ante ellos mismos, era el visible encono que los dominaba por el trato que a su juicio les había dado el director. Durante la conversación no hacían más que lanzarle dardos venenosos, aunque discretos, no tan evidentes como para ser traicionados por algún Judas confundido en el grupo. Parecían molestos, sobre todo ante los inmerecidos laureles que se había llevado del público y de la organización. Toda la amena tertulia giraba en torno a él, a sus fallas de lectura, a sus problemas con las corcheas, al maltrato que les dio en los ensayos, a la pose seductora y vanidosa que utilizó ante la audiencia. Se les iba la cena en esas reflexiones en voz alta, que se iban sumando unas con otras hasta edificar una pequeña gran pirámide de resentimiento soterrado, pirámide que se disolvió al momento de pagar la cuenta. El local bajó la cortina y los clientes se fueron desgranando, los músicos caminaron hasta su hospedaje y Frutillar retornó a su apacible oscuridad nocturna. Desaparecieron como por encanto las hazañas de Alexander Nevsky, la algarabía en la sala de conciertos, los encendidos gritos del coro, las notas de la orquesta, las grandezas y miserias del café, el ronronear de los motores, hasta el ruido de los pasos se esfumó, dejando al pueblo a merced del rumor de las olas y de unas nubes que al abrirse dieron paso a las estrellas y a su eterno rodar, su eterno cambio.
Descontando la batalla sobre el hielo, de esto que relato fui testigo presencial.