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miércoles, marzo 23, 2016

Discurso

¿Qué es la crónica? A mi modesto entender, un poema noticioso. O un cuento noticioso. En todo caso, la literatura guiando al periodismo, la belleza guiando a la verdad. Por más disfraces que se le traten de poner, algo me dice que la crónica es antes que nada literatura. Pero sabiamente y al igual que la sociedad hace con el hombre, el periodismo le ha instalado un corsé, de modo que una buena cantidad de metáforas y qué decir de ocurrencias de la mollera deben resignarse a morir entre la grasa que le sobra del cuerpo, echando sus últimos suspiros a través de las amarras. A la orden de su amo, en la crónica los caballos desbocados han vuelto de mal humor a las caballerizas. De tal cárcel asoman sus narices, que exhalan vapores de libertad y tormento, pero es mejor que sea así. El lector termina agradecido.
Llevo más de 30 años escribiendo crónicas, casi podría asegurar que me jubilaré en el oficio. El género me hizo viajar a apartados rincones de mi patria, incorporar a la mente las ventajas de la observación aterrizada y resumida, descubrir a la ciudad gente que salió por un minuto de su anonimato gracias a mi pluma. Me bastarían esas tres razones para abrazarme a sus rodillas, tributario de sus virtudes; pero este minuto inadecuado de traiciones, minuto en el que decido abrir voluntariamente mi corazón ante ustedes, me incita a confesar algo de lo que tal vez me arrepienta apenas doble esta hoja de papel. Y es que el centro de mi vida productiva no ha sido ser cronista. La ambición de mi vida ha sido ser poeta, empresa vasta, inaccesible como castillo de Kafka y a la vez humilde, mínima como ruiseñor de Keats.
Esa aspiración se me pegó en el alma desde que tuve uso de razón. Venía conmigo y lo ignoraba. Y de ignorante, la ignoré. Dejé pasar preciosas ocasiones de ser pobre, de echarme al borde del arroyo y compartir con Endimión sus aguas cristalinas; escapé con dientes y uñas del abismo que lleva a la gloria, me agarré del precipicio y cuando logré caminar, cuando al fin avancé entre el matorral de problemas de la vida diaria, cuando aprendí a reconocer las amenazas ya era otro, un hombre cubierto de armaduras, el hombre cactáceo que decidió proteger a su hijo.
El precio fue ser feliz, y lo pagué junto con las cuentas del agua y de la luz.
Recuerdo que de joven entraba a la iglesia los domingos. ¿Cuántos poetas como yo, fatalmente arrepentidos, sepultados por toneladas de culpa, se ocultaban bajo las sombras del incienso? Rezando arrodillado adivinaba sus miradas oblicuas. Entre las naves nos estudiábamos, nos reconocíamos y nos dábamos ánimo para enfrentar la luz del sol a la salida, separados como lo ordenan las leyes, devueltos a la dichosa orgía.
Todos quisimos ser poetas, bien pocos se atrevieron.
Pero he aquí otra prueba más de las ironías del destino. Ahora que los años se me han venido encima, ahora que los sufrimientos dieron paso a la esperanza, el niño que me habita se las da de vivo y reclama su oportunidad. Clama por gritar su nombre al viento, decir me llamo Huguito y exijo volver a la población Rubio de Rancagua para abrir mis ojos soñolientos y pisotear la realidad. Ansía el pequeñajo darse el gusto de decir las cosas como son y en eso, en lo caprichoso de sus sueños, se parece a Odradek, aquel carrete de hilo que le quita el sueño a un padre de familia al rodar día tras día por la baranda de la escalera.
Por mí le diera el pase, pero se me antoja que el geniecillo manipulador dejó pasar su momento. A saber, los poetas no saludan al mundo pasados los sesenta, a menos que estén fraguando un plan perverso. Por eso yo, que lo conozco, lo mantengo a raya: su risa infantil que cruje como las hojas secas lo delata.

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