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miércoles, abril 25, 2018

Pato Zapato

Mi zapato nuevo es negro y tiene filigranas en el empeine. Es un zapato clásico, de cuero-cuero, punta redonda, marca Guante, "imitado, jamás igualado", como reza su publicidad. Hace como veinte años o como veintidós años que quería tener unos zapatos Guante. Ahora que lo pienso mejor, exactamente hace veintitrés años. Recuerdo cuando me echaba la plata al bolsillo y partía al centro. Me acercaba a la vitrina, los miraba, veía el precio y me iba a la zapatería de al lado. Ayer finalmente saqué la tarjeta, me los compré y ahora uno cuelga y se columpia junto con mi pierna derecha mientras lo miro, sentado en el sofá.
Antes vivía al tres y al cuatro. Ahora la plata me alcanza para hacer desarreglos como este. Antes el sueldo me lo daban al contado dentro de un sobre; ahora me lo depositan en la cuenta corriente. Antes era irascible e intolerante, impetuoso, besador. Ahora me he puesto más tranquilo y tengo dos nietos que me llaman Tatines.
Me gustan las formas clásicas, conservadoras, aunque me empeñe en demostrar lo contrario. Quería un zapato de marca y ahora lo tengo. Las marcas se le meten a uno en la cabeza cuando ve que alguien cercano, levemente superior, las usa. Había un colega en la oficina que decía que el mejor ahorro se hacía comprando cosas de calidad y que por eso calzaba Guante. ¿Qué será de él?
Es bonito mi zapato, da la sensación de solidez financiera, pero noto que ya no está entre los top ten, noto que hace mucho desempeña un papel secundario en el exclusivo mundo de la horma fina y que los verdaderos ejecutivos compran zapatos ingleses o italianos. He esperado veintitrés años para llegar justo tarde.
Zapato zapato zapato, la palabra se me antoja divertida, seca. Me acuerdo del cuento que me leía mi madre, cuando Gallo Caballo, Oca Bicoca, Pato Zapato y Gallina Fina huyeron al bosque creyendo que el cielo anunciaba ruina. Y los muy tontos, animales al fin, anda que andarás cayeron como chorlitos en la cueva de Vulpeja Vieja.
En mis tiempos, los zapatos tenían que ver con la pubertad; antes de esa edad eran simples objetos que servían para caminar. Hoy el elástico de la sociedad se estiró. La moda y el cine ya no se dictan apuntando a los mayores, ni siquiera a los jóvenes: son los niños y aun los viejos el epicentro del consumismo; a su vez el ingreso al mundo laboral pasó a relacionarse estrechamente con la madurez y llegará el día en que el trabajo humano será recordado con nostalgia. Los niños exigen zapatillas de marca, los ancianos salen a bailar y los grandulones no se marchan de la casa de sus padres ni siquiera ganando buenos sueldos.
A los 11, 12 años, al regresar de clases en el liceo, me detenía religiosamente ante las vitrinas de la zapatería Imperial, ubicada en Bueras con Independencia, esquina sur poniente. Allí se exhibían los zapatos de moda, los que todo adolescente soñaba calzar. Para mí, eran aquellos de color negro o café con un fino borde extra de cuero que corría por los costados y se perdía antes del taco en una diagonal que terminaba en la suela. Es complicado de explicar, pero fácil de entender si se los ve. Ese modelo debía poseer además la cualidad de sonar. “Mamá, quiero unos zapatos que suenen”, solía pedirle, influenciado por las películas de detectives o de espadachines, donde los héroes o villanos hacían retumbar su calzado en estrechos pasillos nocturnos, simple acción que provocaba un raro placer en el espectador. En estricto rigor, lo que yo deseaba eran unos zapatos con taco de suela, aunque mi mamá, siempre cuidadosa con la plata, terminaba comprándomelos con taco de goma, porque duraban más.
El Séper, mi primo, que era más grande, convirtió su sueño, que también era el mío, en realidad. Al tiempo que estudiaba, hacía trabajos menores y más de una vez señaló, ambos frente a la vitrina, que esos son, ahí están los zapatos que me voy a comprar, mientras el vidrio devolvía las imágenes de un adolescente de ojos picarones y de un imberbe de cejas juntas al que sus compañeros apodaban Pelado.
Una de esas frías mañanas, camino al liceo, me los mostró: eran flamantes y sonaban como ninguno. El secreto estribaba en que apenas los compró se los llevó al zapatero para que les instalara un refuerzo metálico en el borde trasero de los tacos. Así evitaba que se gastaran, al tiempo que el golpeteo se redoblaba.
Más tarde llegó la moda de las botas beatle. Había que tener botas beatle y las mías se mandaron a hacer a un zapatero de Santiago que nos recomendó la tía Luchita. Viajamos con el Vitorio, nos tomaron las medidas y 20 días después llegaron los dos pares de botas a la casa. Se veían preciosas, con el elástico negro por los costados, pero presionaban el empeine hasta la desesperación, de tal modo que el placer era ambiguo, mezcla de dicha y tortura.
Andando el tiempo surgió la moda de los pañuelos de seda sintética, bastante al alcance de la mano. Se lucían bajo la camisa, en vez de la corbata, y la combinación ideal los exigía con zapatos de gamuza o mocasines. Un verano viajamos con el Lucho a Santiago, con la expresa misión de hacernos de un par cada uno. Yo estaba obsesionado con  que fueran sin suela y así me los compré en una zapatería de la calle Bandera: blancos y sin suela. Me quedaron flor flai. Antes de volver a Rancagua pasamos al cine Metro y vimos “Los doce del patíbulo”. Me quedó marcada una escena en que Telly Savalas, que representaba a un loco mesiánico, se prenda de una rubia nazi y la acuchilla: estaba siendo testigo del primer asomo de depravación en mi existencia. Días después me puse los mocasines para festejar el año nuevo en la fiesta popular de la Medialuna. Estuve toda la noche junto a la orquesta, mirando deprimido cómo los demás bailaban, y regresé a casa al amanecer, con los pies para la miseria.
Cómo echo de menos esos días, sentado ahora en el sofá, solo en la noche, el plato vacío, la copa vacía, descansando luego de la ardua jornada, mi mujer durmiendo, aburrido de no hacer nada, mirando mi zapato nuevo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Ese cuento era uno de los que leía a mi hijo, tenía lindas ilustraciones y era uno de nuestros favoritos.
Para cuánto dan unos zapatos en su pluma.
Un beso salinero.
La Lechucita