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jueves, diciembre 16, 2010

La abueli Amanda y la abuela Ángela

La abuela Ángela era portadora de algo invisible, sombrío y profético que nos impedía acercarnos mucho a ella. Su figura representaba el temor de Dios; de lejos parecía como si un vestido largo y ancho se nos viniera encima, una mole compacta de la cual no se podía huir, porque nos había cazado con la mirada. De cerca uno le sentía los pelos de la pera al besarla en la mejilla. Ella no era de muchas palabras y su intención final era conducirnos a Dios a través de la religión evangélica. Era la suegra de mi mamá y mi mamá, que era católica, accedía a enviarnos a la escuela dominical que se impartía en el culto que quedaba a los pies de la casa, a sabiendas de que al Vitorio y a mí no nos convencerían, porque en el fondo la religión era un asunto social. Y como los evangélicos eran los de la población Sewell y los católicos eran los de la población Rubio, no había dónde perderse.
La abueli Amanda, en cambio, era adorable, siendo tan viejita como ella, pero más chica. Un día me llevó a la matiné del cine Rex, a una función que habían organizado los bomberos. Me compró pastillas de anís y vimos el Zorro. A la hora de once me servía pan con dulce de membrillo y café con leche en una taza verde. Yo varias veces le llevé a un compañero de curso que vivía en la población Sewell y le pedí que lo alimentara bien porque era pobre. Mi amigo no se ofendía; era de naturaleza dócil. La abueli vivía en Ibieta, de su jubilación de maestra, con la Mirita y mis tres primos. El tata Lucho y el tío Octavio ya se habían muerto y el día del pago la abueli llegaba con pasteles de la Reina Victoria. Como el patio era tan grande servía de cancha de fútbol. Un día tiré un pelotazo y ella iba pasando y le llegó en la cara. Meses después le dio una trombosis y se murió.
En el culto los evangélicos se reunían una vez al mes a pasar la noche rezando y llorando. Confesaban sus pecados a grito pelado y a nosotros nos daba terror. Una noche me levanté a cerrar la ventana y saltó un gato que se había metido a la casa y me pasó rozando. Detrás de aquellas imágenes fantasmagóricas estaba la abuela Ángela, donante del terreno en que se levantó el templo, de modo que se podría decir que esa era la razón por la que desprendía un aura como de los Diez Mandamientos. Vivía al lado de nosotros y cuando mi papá se tomaba unos tragos ella se daba cuenta y lo pasaba a ver. Lo metía a la pieza y de afuera sentíamos los correazos y las cachetadas. La resistencia de mi papá era decir no madre, no madre, no madre; después la abuela Ángela salía bien tranquila y él se quedaba dentro de la pieza. A veces, si estábamos solos y nos oía pelear, llegaba y nos leía la Biblia. Entonces con el Vitorio nos dábamos un abrazo y prometíamos ser mejores hermanos y ella volvía a su casa.
La abueli dormía largas siestas, dentro de la cama y con camisa de dormir. Le gustaba sobre todo descansar, porque era madrugadora y pasaba el día entero en la cocina. La abuela Ángela se enfermó de cáncer y le dio una hemorragia que la hizo vomitar sangre, y después se murió. A su casa no entraba la luz y nunca hubo allí una fiesta. Los funerales de mis dos abuelas fueron con carrozas con caballos con crespones negros.
Con el tiempo descubrimos que el tata Lucho era como diez años menor que la abueli, pero esa diferencia nunca fue tema de conversación porque no tenía importancia y el tata Lucho a esas alturas ya era un recuerdo.
Al abuelo Isidoro no lo conocimos nunca porque se fue temprano de la casa y dejó sola a la abuela Ángela y a sus cuatro hijos, vaya uno a saber por qué. Era contador y escribía poemas, aunque la abuela Ángela no le iba a la zaga. Para mi cumpleaños me regaló esta poseía, que conservo en mi memoria:

En Bueras con Palominos
A Huguito Mardones vi
Jugando con la pelota
Y me dije para sí
Este es el niño que busco
Para hacerlo feliz

miércoles, diciembre 15, 2010

El hombre tirado en la línea del tren

A una cuadra de mi casa pasaba el tren a Sewell. Generalmente iba semivacío, pero los domingos los mineros se asomaban por las ventanas apretujados como racimos de uva. Daba la sensación de que los llevaban al matadero, por las caras con que miraban a las personas que se iban haciendo chicas en la acera al despedirlos. Solía ver todo eso desde el quiosco de mi tío Pablo, que quedaba justo al lado de la línea, separado por una malla de alambre. Detrás del quiosco había un largo terreno eriazo que limitaba en un flanco con una calle de escaso y nulo tránsito y en el otro con la malla de alambre, de tal forma que resultaba perfecto para nuestras pichanguitas. Al fondo se levantaba una vivienda de dos pisos que siempre se me antojó una casa fantasma. Nunca vimos salir a nadie de allí, aunque eso no quiere decir nada. La verdad es que jamás le dimos la menor importancia.
La Toya vivía en la población Sewell. Usaba un moño, era morena, bajita y curvilínea. Por las noches yo apagaba la luz del comedor y la veía besarse con un hombre desde mi ventana. Buscaban el sector de la calle Palominos más alejado del poste. Me llamaba la atención cómo se arqueaban al unir sus cuerpos con el beso. La Toya era una de las mujeres que acudía a despedir a los mineros, con un pañuelo blanco y alguna lágrima que demoraba poco en secarse. En el quiosco se podía ver frecuentemente a un muchacho vestido con el uniforme del servicio militar. Fumaba cigarrillos Cabañas, uno tras otro, como si estuviera nervioso; los dedos se le habían puesto amarillos. Iba al quiosco a lucir su uniforme, pero al mismo tiempo sabía que tarde o temprano debía volver al regimiento. Mas, disponía de una cuota extra de tiempo antes de acudir voluntariamente a su cárcel, y ese dato resultaba clave para una ciudad que se despoblaba de hombres los domingos, después de las cuatro de la tarde. Solo le ganaba un lector infatigable que se sentaba todo el día en un piso a los pies de su puesto de verduras. Era un viejo de pelo oscuro que se peinaba para atrás: él sí que tenía los dedos amarillos, porque se fumaba hasta la colilla.
Cuando estábamos aburridos poníamos monedas sobre la línea y esperábamos que pasara el tren. Salían convertidas en un disco que no servía para nada. Si en vez del tren pasaba el autocarril se achataban menos, porque el peso era inferior, pero tampoco tenían utilidad alguna.
Una tarde de invierno se comenzó a hablar de un borracho tirado en la línea, en la cuadra siguiente. Llegué a la escuela con escalofríos y no pude asimilar las materias; estaba demasiado preocupado por la suerte del hombre. ¿Alcanzaría a salir arrancando al despertar con la vibración de la máquina en sus barbas? Al volver a casa con un compañero miramos hacia la lejana esquina fatídica: el hombre aún parecía estar allí. Era un día de sol.
Al día siguiente le pregunté a mi compañero si sabía algo. Me dijo que el tren le había pasado por encima y le había reventado los sesos. Lo dijo con una frialdad que me hizo dudar, de modo que si bien lamenté su suerte, en el fondo sobrellevé la noticia con dignidad.
Sin embargo al despedirnos se me abalanzó por sorpresa y me llenó la espalda a puñetazos. Dio todos los golpes que pudo dar, como si se estuviera desahogando. Yo permanecía sin habla, estupefacto, ni siquiera fui capaz de llorar. Al alejarse me dijo:
-Te pegué porque no le puedo pegar a tu primo.

martes, diciembre 14, 2010

Acto en la Escuela 1

"Ya no es tarde ni noche, ya no es noche ni tarde...".
Hay un galpón antiguo que hace de gimnasio, un galpón colmado de gente, de profesores y niños con sus padres, es un acto de fin de año. Yo, una de las pocas cosas que conozco, recito una poesía, pero como los micrófonos no pueden llegar tan abajo, me he subido a un piso, me han subido a un piso, lo que le da más ternura al número. Es extraño que me vea a mí mismo y que no recuerde el más mínimo detalle de la masa que tenía frente a mí, de esos ojos luminosos que titilan en la oscuridad y a los que se dirigen los artistas cuando actúan.
"Ya no es tarde ni noche, ya no es noche ni tarde...".
Cerrada ovación y de premio, un barquillo en el Lucerna. Me gustaban los de chocolate. Los barquillos tenían que ser de chocolate. Cualquier otro sabor era de consuelo. Vestía un terno gris con pantalones cortos, soquetes blancos, zapatos brillantes de suela gruesa, una corbata de diseño escocés.
No era tan difícil aprender poesías y menos aún, declamarlas. Había que mover el brazo derecho hacia arriba y bajarlo en arco hacia afuera, hasta que quedara pegado al cuerpo. Enseguida había que hacer lo mismo con el brazo izquierdo. La voz se subía y después se arrastraba hasta el murmullo y entonces se subía de nuevo en la última palabra de la estrofa. Al final había que terminar con la mano en el corazón y la cabeza gacha. Me lo tuvo que haber enseñado mi mamá, que era una artista insigne.
"Ya no es tarde ni noche, ya no es noche ni tarde".
Un verso, lo que quedó de esa escuela viejísima, ubicada en Independencia con Bueras, la Escuela Superior de Hombres número 1. Allí cursé la primera preparatoria, a los cinco años. En los recreos corríamos donde un cocinero que repartía leche hirviendo de una olla gigante. Apegado a la pared había un cilindro de metal, desecho de una máquina aplanadora, que usábamos para jugar. Costaba moverlo por la tierra del patio, porque era más alto que nosotros. Varios lo empujaban mientras los demás se subían a la superficie e iban cayendo. Una mañana puse deliberadamente el pie para sentir cuando el juguete me pasara por encima y perdí una uña.
Al año siguiente se inauguró la nueva escuela y todos nos fuimos con ella. La otra se hizo polvo. Frente a nosotros ahora estaba la cárcel. Retengo un momento en que nos encerraron a todos porque se había fugado un preso. Después supimos que lo habían pillado y lo mataron. El preso era joven y su delito fue quemar el diario local con el dueño adentro. La gente decía que entre él y el dueño había algo y que el preso había actuado por venganza.
Un día dormía algo incómodo por los síntomas de un resfrío cuando llegaron a buscarme de urgencia. La señorita María Eugenia requería de mis servicios porque faltaba el recitador para una ceremonia que se estaba desarrollando en la escuela. Me vestí sin lavarme y partí corriendo. Ya no se trataba de un gimnasio, ahora las grandes jornadas se vivían en una sala de actos amplia, luminosa. Me ubiqué en las últimas filas, de pie. Desde ese sitio el escenario adquiría aún más importancia; había que ponerse de puntillas para ver el acto. Me dieron ganas de estornudar y por no hacer ruido lo hice con la boca cerrada y me cayó como medio kilo de moco sobre la camisa blanca. Me desesperé, porque después venía yo. Corrí al baño y me eché agua hasta que salió todo, pero no estaba seguro. Cuando me anunciaron subí a recitar y mientras recitaba sospechaba que la limpieza no había sido total, presentía que la sala se largaría a reír apenas el primer acusete descubriera la catástrofe.

lunes, diciembre 13, 2010

"Soy macho"

A los ocho años fui a dar al siquiatra porque movía los hombros.
-Qué le pasa al niño -le preguntó la doctora a mi mamá.
-Mueve los hombros, doctora.
-Qué más.
-Suspira.
-Bien, déjemelo.
Comenzó así una serie de sesiones en el hospital de Rancagua. La doctora había llegado hacía poco y mi mamá, utilizando sus influencias, logró conseguirme una hora por la cual, desde luego, en esos tiempos no se pagaba nada. Era la primera especialista en su género en la ciudad y había que sacarle partido. Por fin se sabría el origen del movimiento de mis hombros.
A poco andar comencé a revelarle otras rarezas, como hacer muecas con la cara, deslizar los dedos entre los pliegues de las cortinas para sentir el placer de la seda en mis manos, ordenarme a cada rato la camisa, en fin.
-Su hijo está lleno de tics -le dijo la doctora a mi mamá, cuando me fue a buscar.
A la tercera sesión le llevé mis cuadernos de historietas. Páginas enteras llenas de aventuras de jovencitos, partidos de fútbol, animales que hablaban. Las leyó atentamente, creo que hasta se divirtió leyendo. Mientras, yo esperaba en la silla. Después me devolvió los cuadernos y los guardé en el bolsón. Hoy no me queda uno solo; todos se los llevó el camión de la basura.
A la cuarta sesión me pidió que me autodefiniera.
-Soy macho -le dije de sopetón.
Como las sesiones eran por la mañana, el almuerzo de ese día fue calamitoso. Mi mamá contó en la mesa mi ocurrencia y todos se largaron a reír. Al principio no entendí cuál era el chiste; luego odié a la doctora, por andar contando cosas privadas.
El veredicto de la especialista fue el siguiente: mi madre era la culpable de todo, porque me exigía demasiado. Mi padre era inocente, aunque se tomara sus copas. Mis historietas eran la forma de evadir las limitaciones físicas por mi enfermedad al corazón. Pero ¿qué era eso de ser macho? ¿Un simple dicho infantil?
Pienso que la doctora no ahondó demasiado en ese asunto. Me hubiese preguntado más le habría contado que desde niño buscaba a un padre entre mis amigos mayores o mis maestros. Alguien sabio y bueno, inteligente, dinámico y forzudo. Yo mismo me sentía interiormente ese macho, más bien aspiraba a serlo, pero alguien de fuste debía reforzar la convicción. En mi adolescencia hallé un líder espiritual, en mi vida adulta di con el siquiatra-padre y más de uno de mis amigos se corresponde con esa imagen de padre-sabio o de padre que castiga aplicando el correctivo, de padre que me rebaja a mi ridícula verdad de niño.
La sexualidad no es solamente ir tras una mujer e intentar seducirla para prolongar la especie. Es una cosa más endiablada que eso y con el tiempo he llegado a convencerme de que nadie que se haga la pregunta de verdad está seguro de quién es realmente, en cuanto a su género. Conjeturo que lo más que obtiene, que no es poco, es concluir que es hombre porque le gustan las mujeres o que es mujer porque le gustan los hombres. En cuanto a mí, confieso que he pasado gran parte de mi vida tratando de desenredar ese nudo gordiano. Y estoy casi seguro de que cuando muera seguirá atado, como haciéndome burla.

martes, diciembre 07, 2010

Interpretación de un cuadro de Torterolo

En Rancagua las hojas del abanico que marcaban las diferencias de clase eran limitadas. Casi todos íbamos a la misma escuela, comíamos y bebíamos más o menos lo mismo, las mujeres ricas y las pobres se encontraban en la carnicería, en la misa del domingo y en la Plaza de los Héroes, donde les compraban algodones, turrones y pelotitas de esponja a sus niños. Los hombres iban al estadio a ver al O'Higgins; unos a tribuna, otros a galería, pero todos experimentaban una decepción similar después del partido. La diferencia la hacían la casa, el automóvil y sobre todo, el televisor. Tener una casa grande de dos pisos con chimenea era prueba irrefutable de riqueza. Tener un automóvil era signo de poder. Tener un televisor, de poder secreto. Una noche volvíamos a casa por la calle Bueras y mi mamá me dijo, con una voz baja y cortante que destilaba no muy sana envidia: "Aquí tienen televisión". Miré y no vi nada. ¿Dónde está?, le pregunté. "Allí, detrás de la ventana". Agucé la vista, tratando de olvidar el antejardín, y solo conseguí vislumbrar una especie de mancha luminosa que cambiaba constantemente de brillo. Meses más tarde caminábamos por el centro y me mostró un televisor. Una tienda comercial lo exhibía funcionando detrás de la vitrina. La tienda estaba cerrada y el frío de la noche se cortaba con cuchillo; en la calle Independencia penaban las ánimas. Nos detuvimos a ver el programa. Sentí una enigmática sensación de desaliento, de sueño cumplido al que le faltó algo. La nieve se apoderaba de la pantalla y lo que se podía adivinar era la figura de un señor de terno y corbata sentado en un sofá, hablando. De modo que así son los televisores, pensé, sin moverme, como un cine chiquitito, pero por qué no hay más gente aquí, por qué no se agolpan frente a la vitrina, hasta que la situación se tornó insoportable y nos fuimos.
Planteado entonces el problema de la identidad, la gente debía buscar la solución. Y como para nosotros el auto y el televisor eran a lo sumo esperanzas de un mundo mejor, lindas fantasías de tardes de invierno, mi madre ideó una triquiñuela y consiguió su objetivo de ubicarse donde le correspondía, de darse y darnos el estatus que merecíamos. Si no se podía llegar a lo más alto del podio había que subir a otro podio, que no nos rebajara tanto, que nos diferenciara, y ese era el podio de la cultura, donde quedaríamos bien ante la ciudad, seríamos la envidia de muchos y nos sentiríamos cómodos, a nuestras anchas, felices de ocupar el casillero asignado naturalmente para nosotros; qué curioso, pienso esto como si fuese mi madre y es que así lo sentía entonces: sus ideas, sus gustos, sus sueños y su interpretación de la realidad eran mi Faro de Occidente, algo se ha escrito alguna vez sobre eso.
En el mundo del magisterio se comenzaba a hablar del pintor Torterolo, del que revolucionaba la ciudad con sus cuadros abstractos. Paradójicamente el sujeto era Fernando, no su hermano mayor Luis, quien había obtenido innumerables premios por sus obras. Es que Luis era figurativo; o sea, pasado de moda, mientras que lo de Fernando era otra cosa, algo así como el anuncio de los tiempos que nos esperaban, que nadie sabía bien cuáles eran y que al final nos llevaron a todos al despeñadero en el nombre de la igualdad social. Fernando era un poco la locura, la transgresión, cuando dicho concepto llegaba a adquirir ribetes mágicos.
Una tarde mi mamá me vistió de domingo y fuimos a la casa del pintor. Recuerdo una pieza alta y oscura, una lámpara como de relojero apuntando a un costado, un anciano sentado en un mueble tapado de chales, un mesón salpicado de óleo seco de los más diversos colores. El viejo me puso "El Mercurio" sobre la cubierta y yo me arrastré por una noticia hasta que pude completar la primera línea. El esfuerzo me llevó a la línea de abajo y a la de más abajo, pero eso fue todo. Le había demostrado que ya sabía leer y él dijo algo cariñoso, no sé si a mí o a mi madre. De esta simple observación desprendo que el episodio tuvo lugar alrededor de octubre o noviembre de 1958.
Cuando salíamos le pregunté si ese era el pintor. Mi mamá me dijo que no. Le pregunté quién era. Me dijo que era el papá del pintor. Le pregunté dónde estaba el pintor. Me dijo que los pintores trabajaban de noche y dormían de día, porque eran bohemios. No consigo rememorar otra voz ni otra imagen; en la habitación creo haber levantado la vista y observado decenas de cuadros esbozando luchas entre santos y demonios, jugosas cataratas fascinantes, esplendorosos infiernos de la mano de flores marchitas, patos muertos con las patas colgando. O quizás no vi nada porque las pinturas estaban arrimadas al muro, ya no hay cómo saberlo. El hecho cierto es que días después, dos de esas obras se lucían en las paredes de nuestra casa. Mi mamá había ido a la segura y optó por trabajos diametralmente opuestos, correspondientes a dos periodos del artista. Un cuadro representaba un florero con rosas sobre una mesa y sobre él no podía existir debate alguno: era un florero con rosas. Se conservaba así la tradición clásica. El otro fue el que generó los comentarios, abrió encendidas discusiones y nos regaló grandes satisfacciones durante años. Se trataba de una majamama de colores brillantes sobre un fondo negro; cuántas veces cayó desde la altura como tabla de salvación para los intermedios de las canastas vespertinas.
Durante esas largas horas de soledad de la niñez, aquellas que pasaba esperando la llegada de mis padres, me detenía minutos enteros a descubrir qué diablos podían significar esos trazos. Así fui llegando a la siguiente interpretación, que quedó inscrita en mi mente hasta el día de hoy: al centro del cuadro, la figura de un monstruo o dragón sobre el cual estaba montado un payaso con sombrero de cucurucho y con una espada al aire. Al costado superior izquierdo, un árbol con una casita en las ramas y un nido con pajaritos. Al costado superior derecho, la figura de la Virgen escondida en una cueva, más bien raptada, pues se adivinaba un grito agónico tras ese resplandor. Abajo, rayas sin importancia. Dicha interpretación debí manifestarla en voz alta ese mismo año o el siguiente, pero solo fue cinco o seis años más tarde cuando cobró su verdadero sentido.
Un verano de esos que no terminan nunca, agotada nuestra imaginación para idear juegos, tal vez cansados del esfuerzo de correr tras la pelota, uno de mis primos, el Julio o el Lucho, propuso interpretar el cuadro de Torterolo. Éramos tres o cuatro sentados en el sofá, con la pintura al frente y el sudor seco en el cuello. Apliqué mi falsa modestia y guardé mi brillante teoría para el final. Cuando le llegó el turno al Vitorio, dijo: "Al medio hay un monstruo con un payaso con sombrero de cucurucho y con una espada al aire. Arriba hay un árbol con una casita en las ramas y un nido con pajaritos. Al otro lado está la Virgen en una cueva". Choqueado por el asombro hice ver que esa interpretación era mía, que mi hermano me la estaba copiando; pero él, aún más asombrado que yo, refutó mi crítica con el argumento irrebatible de que siempre vio tales imágenes en el cuadro.
¿A quién le pertenecía esa forma de ver la obra? A mí, estaba seguro. Y demostraba de paso que la ascendencia que yo tenía sobre mi hermano era mayor de la que me había imaginado hasta entonces. Por eso al cabo de un rato decidí regalarle la presa y dejar de discutir. Mas con los años he ido madurando una idea inquietante: quizás la traducción sí fue suya, pues, ¿qué garantías poseo de que realmente nació de mi mente? ¿Solo aquella de que pienso luego existo? ¿No será este un argumento demasiado débil? Peor aún, quizás la interpretación primitiva haya sido de mi mamá, de alguno de mis tíos o de una voz anónima que pesqué al vuelo. Una cosa sí es segura: de mi papá no fue, porque a él jamás intenté copiarle nada. Aunque ayer mismo, sentado con las piernas cruzadas frente al televisor, en actitud grave y ausente, mi mujer no pudo dejar de comentarme: ¡Por Dios que te estás pareciendo a tu padre!

jueves, noviembre 11, 2010

Graves problemas

Dos hombres jóvenes conversan en el café. Un latino y un norteamericano. El latino es de buen hablar, en el significado doble que se le puede dar a la acepción: habla demasiado y pronuncia como si estuviese leyendo. Otra cosa: varias veces ha dicho "te voy a dar un ejemplo tonto, un ejemplo tonto", pero cuando vamos a escucharlo resulta que aún no se le ha ocurrido. "Un ejemplo estúpido", reitera, y dice algo sobre el dinero y el afecto. Insta repetidamente a su interlocutor a que crea en algo, a que tenga algo en qué creer. De paso le pregunta si es calvinista o luterano. El norteamericano es pausado y solo usa la palabra para hacer comentarios sobre lo que va escuchando. Sus intervenciones son bastante simples y por lo mismo certeras, efectivas, acordes con la idiosincrasia de su estirpe. Yo, que estoy en la mesa de al lado en calidad de invitado de piedra, he abandonado hace rato la lectura del momento: la vida ofrece mejores cuentos que los libros. Más obvio aun, los libros son los cuentos de la vida. Si Borges estuviera con nosotros me destrozaría por lo que acabo de enunciar, con esa sutileza pacífica que caracterizaba a su genio, al tiempo que daría vuelta la frase, haciéndola paradoja: la vida es un libro de cuentos.
En pocos minutos me doy cuenta de algo indesmentible: el latino va hacia el despeñadero y el norteamericano intenta impedir la tragedia, sin involucrarse demasiado. Pienso qué me ha hecho sacar esa conclusión y si detrás de ella no habrá una trampa de mi mente destinada a reforzar mis actos. El latino ha dicho, por ejemplo, que ya lo tuvo todo, que sus padres todo se lo dieron y que ahora no precisa nada más que de su taller y una pieza para vivir, que evita y evitará todo compromiso sentimental, que se conformaría con comer pan y beber agua y que firmaría hoy mismo un poder en favor de su hermano, porque nota que éste quiere quedarse con los bienes que logró hacer suyos con tanto esfuerzo su padre. Trata a su padre casi como a un hermano menor, y a su hermano real como a una sanguijuela. Va al despeñadero, pero ¿por qué no habría de ser correcto y bueno lo que desea para sí? ¿Acaso no era esto mismo lo que predicaba el hermano Francisco? No, me repito, va directo al despeñadero del fracaso. Las tres estrellas que se vislumbran en su futuro son la soledad, la miseria y el sarro del resentimiento que conduce al odio y la desprotección. Creo que el norteamericano también piensa como yo. Se lo hace ver, por ejemplo, diciéndole que no habría para qué liquidar la fortuna de sus padres en vida, pues cuando mueran eso ocurrirá automáticamente. Agrega que si él donara su parte a una institución de caridad, como lo ha sugerido durante la conversación, nunca sabría si esa fortuna iría a dar donde él desea que vaya o a otras manos. Tras un silencio el latino le agradece. "Venía desorientado y ahora lo veo todo más claro". El norteamericano paga la cuenta y el latino insiste en dar la propina, que su interlocutor considera demasiado generosa. Se paran y se van. Los veo en la calle desde mi mesa: el latino es bajo y cabezón y le sigue hablando; el norteamericano es alto y fornido. Me recuerda a esa pareja de "Perdidos en la noche".
Quiero volver a mi libro, esa obra tan rara de Marguerite Duras sobre una mujer francesa de nombre alemán, una obra femenina escrita como escriben las mujeres, con ese misterio que tienen para decir las cosas, esa ambigüedad e imprecisión que de tanto envolver el relato pasa a ser profundidad, verdad. Pero lo cierto es que no puedo apartar de mi mente la escena de la que acabo de ser testigo.
Recuerdo que cuando era joven despertaba con la sensación de estar agobiado, sensación que se iba acrecentando con el correr del día y que se transformaba en una angustia sin nombre cuando llegaba el momento de partir a la cama. Ansiaba quedarme dormido para entrar en el mundo de los sueños, el único escape posible, mas lo primero que veía al romper el alba, cuando abría los ojos, era mi malestar. Estaba atrapado entre grandes problemas, que eran grandes porque eran indefinibles, incluso invisibles. Tenía la impresión de que nada de lo que hiciera los resolvería y en efecto, nada de lo que hacía los resolvía. Sentía que iba directo hacia el despeñadero, pero una fuerza interna, masoquista, me hacía soportarlo todo y seguir viviendo, sin caer en la tentación del abandono.
Ahora que ya no soy joven, no siendo completamente viejo aun, podría decir que mis problemas son mucho más graves y les voy a dar un ejemplo tonto, un ejemplo tonto. Estoy más cerca de la muerte, que es el problema más grande de todos. Por ende estoy más cerca del dolor, el segundo problema más grande de la vida. Mi literatura no ha sido reconocida por los críticos, quienes ni siquiera sospecharon que existía, de modo que podría afirmar que mi vida no valió de nada. En mi trabajo llegué hasta donde quería: la cobarde mediocridad. Tengo menos energía y mis obsesiones se han concentrado en dos o tres, que actúan como máquinas descompresoras.
¡Y sin embargo creo ser tan feliz en mi rutina! En momentos como este compadezco al latino y a mí mismo cuando joven, amo el café del mediodía, amo ese gran misterio que es mi esposa, la frescura que dan los árboles en primavera, amo a mis hijos y a mi nieta entrando a casa los domingos, amo el sueño de una pasión que se dispara más allá de las fronteras, y amo las historias que a cada instante reciben mis ojos de regalo.
Ese es mi perímetro, el corral de la felicidad que me aparta del despeñadero.

jueves, octubre 28, 2010

El hombre que crecía y decrecía

Entre tantos ejemplares deformes y diría extraordinarios, hasta bellos en su deformidad, el caso del hombre que crecía y decrecía ha sido relegado a espacios secundarios en la historia de los records Guinness, a pesar de sus enormes alcances, sospecho que desde que alguien de la compañía alertó acerca de la naturaleza de su descubridor, el irlandés Jack Jameson. El libro de 1962 describe al hombre que crecía y decrecía en su página 112 mediante este somero texto: "Existe un ser humano que crece y decrece en el transcurso de un día. Es el único caso registrado de este tipo. Vive en...". El artículo continúa con los detalles de su nombre, la ciudad y país de residencia y otros. En total, dos párrafos y su fotografía, que para efectos visuales es la de un hombre común y corriente. La edición de 1963 y siguientes ya no lo contemplan, no porque su récord lo batiera otra persona sino simplemente porque lo que yo me imagino como una suerte de capricho editorial lo hizo desaparecer de las páginas. Digo capricho, ya que hace unos meses me tomé la molestia de enviar un mail a la compañía Guinness World Records, consultando el motivo de esta ausencia, y la respuesta dejó mucho que desear. Traducida al español decía algo así como "lamentamos no poder servirlo, distinguido lector, pues las políticas de la compañía nos impiden proporcionar ese tipo de información".
Jamás una mujer medianamente seria podría ser llevada a un haloupen. Ella tuvo la suerte de librarse del acento y así fue como nos embarcamos a la tierra del hombre que crecía y decrecía, apenas con un par de datos básicos que logré reunir. Llegamos un viernes por la noche, mala señal y sin embargo matemáticamente estudiada: ella le pudo dedicar todo el fin de semana al placer de los casinos flotantes y yo debí esperar hasta las nueve de la mañana del lunes para volcarme a las oficinas públicas. Me costó dar con su paradero, pero terminé el día con una cerveza en la mano, asumiendo mi gran triunfo. El hombre que crecía y decrecía estaba vivo y aunque residía a unos 400 kilómetros de donde nos hallábamos, me aseguraron que era perfectamente abordable, lo que quiere decir que el personaje no disponía de mucho dinero.
Se nos planteó entonces una singular disyuntiva: o ella me acompañaba o se quedaba a esperarme, corriendo el riesgo de copar las tarjetas de crédito en sus visitas a los casinos, algo que no pocas veces en nuestra vida ha sucedido, y ha sido bien desagradable. Me prometió que jugaría "hasta más acá de lo razonable" y yo subí al bus muy satisfecho, pero por el camino pensé que me debió decir "más allá" y no "más acá" de lo razonable, ya que más acá implica un menor esfuerzo de acercarse a la razón y más allá, el agotador tormento de no dejarse llevar por el vicio. Entre tanto la ventanilla del bus me ofrecía cuerpos extraños a la salida de los bares, pueblos que se encendían y se apagaban, polvaredas monstruosas que entraban por hendiduras en el piso de la máquina. Hacía un calor insoportable cuando los tres últimos pasajeros llegamos al terminal, cerca de las cuatro de la mañana. Calculé que el hombre que crecía y decrecía debía de andar por los 72 años, pero lo primero que hice fue no averiguar su paradero sino buscar un hotel. Me atendió un indígena, a juzgar por sus rasgos. No había forma de hacerle entender que necesitaba una habitación al momento; se negaba a dármela. Hablábamos el mismo idioma, con las variantes que se dan entre uno y otro país, de tal forma que parecían lenguas diferentes, pero no era eso lo que nos separaba sino su testarudez. Se me pasaban por la mente tantas cosas desagradables, tantos asuntos inconclusos, tantas batallas absurdas, inútiles, esos mismos pueblos recién divisados por primera y última vez, pero estaba en un país que no era el mío, de modo que actué con prudencia. Le rogué una vez más al indígena que me condujera a la pieza y no lo hizo. Su argumento era idiota, me decía que si me alquilaba la habitación me tendría que cobrar el día anterior, pues el ingreso corría a partir de las 8 de la mañana y recién eran las cuatro veinte. No importa, le imploraba, pagaré. No señor, el dueño del hotel me ha ordenado proteger los intereses de sus clientes, espere y tome asiento hasta que den las ocho de la mañana y en ese momento lo llevaré a su habitación.
Uno frente al otro, hasta las ocho de la mañana. Se notaba que había tenido una jornada agotadora, a pesar de que en el casillero colgaban todas las llaves menos dos. El cuello de su camisa blanca, cerrada hasta el último botón, estaba completamente sudado y negruzco, con ambas puntas dobladas hacia arriba. Conservaba la vista fija y no se movía ni para adelante ni para atrás, de tal forma que al despuntar el alba se me figuró un tótem fantástico de malos augurios. Cinco para las ocho se levantó y me pidió que lo acompañara. Salimos a un patio perfumado de frutas raras y doblamos por un sendero de ladrillo al aire libre hasta que llegamos a una especie de galpón abandonado, más parecido a un gimnasio que a un hotel. Las puertas se sucedían a ambos costados del pasillo de piedra y ningún material aislante separaba el techo de zinc de las habitaciones. A esa hora los buitres o zopilotes aún permanecían en las vigas y yo los divisaba perfectamente desde mi cama, pero no bien el sol bañó el pueblo se vieron obligados a levantar vuelo hacia los árboles o a las montañas, me imagino que siguiendo el ritual de cada jornada. Me resultó tremendamente fácil inferir dicho razonamiento: yo mismo tuve que huir de allí apenas sentí en mi cuerpo la radiación infernal que desprendía el zinc. Ella no había tenido una noche de película, me confesó cerca de las nueve y media, cuando la llamé, pero todavía le quedaba cupo en dos tarjetas y esperaba dar el gran golpe en cualquier momento.
Nunca me ha quedado claro si el hombre que crecía y decrecía fue un invento del irlandés ampliado por la publicidad, un fenómeno real o la demostración de que los detalles ligeramente inexactos del diario acontecer concluyen con una suma gigantesca de equivocaciones, que a la postre provocan que el mundo marche no tan bien como debiera. Repaso la historia y advierto desde luego que el primer error consistió en una suerte de omisión perversa, la de borrar de sus páginas al hombre que crecía y decrecía por parte de los editores del Guinness World Records, sin mediar explicación alguna. De no haber sido así yo no estaría en este pueblo infernal, haciendo averiguaciones. Mas espero hallarlo pronto; me han dicho que a no más de dos kilómetros, saliendo hacia la zona selvática, hay un hombre que concordaría con sus rasgos, de modo que antes de partir a pie debo acudir al bar situado al costado del hotel, donde hay un teléfono público. Si la señal de mi celular fuese lo potente que me habían prometido no tendría necesidad de cumplir con esta angustiante misión, pero no es así y me veo obligado a echar moneda tras moneda en el aparato, que se las va tragando todas sin dar la menor señal de vida. Sólo cuando el encargado me advierte que el proceso es diferente logro salvar las que me quedan y comunicarme con ella por segunda vez. Me cuenta que en este rato ha vuelto a perder, noto que se encuentra ligeramente ebria, chispeante; esto es, alegre.
-Es demasiado temprano, amor. Más tarde te va a doler la cabeza.
-No te lo tomes tan a pecho y vuelve pronto, que ya me está pesando la soledad.
-Aquí hay demasiada luz.
-Acá en el casino está fresquito. ¿No tienes aire acondicionado?
-No, y más encima me voy a la selva.
-¡A la selva! ¡Pero qué vas a hacer a la selva!
-Son sólo dos kilómetros, amor, no te preocupes. Es que me dijeron que lo puedo ubicar en un caserío.
-¿En cuál?
-Olvídalo.
-Cuídate, ¡y te doy dos días de plazo para volver conmigo!
-¿Cómo lo estás pasando?
-¡Mal!
-¿Me echas de menos?
-¡No!
-Pero qué...
La señal se había cortado. ¿Valía la pena gastar más monedas?
Salí del bar, pensando únicamente en una farmacia. En este lugar no se puede caminar sin bloqueador. Ahora entendía por qué los rostros de la gente brillaban como la cera de las velas. Me costaba dar un paso bajo el sol y no todas las casas disponían de alerones, apenas pude llegar a la farmacia, no exagero si digo que entre las 8 y las 11 de la mañana había bajado unos cuatro kilos debido al sudor. Andar por allí era como andar dentro de un túnel de fuego. La extrema luminosidad impide ver la salida, tal es la luz que el final del túnel parece un círculo negro.
Cuando llegué al caserío la lluvia se había desatado como nunca había visto en mi vida. Las palmeras volaban por el cielo, arrastradas por el viento. Algo les había oído comentar durante el viaje nocturno a unos pasajeros del bus sobre una tormenta, pero no les di importancia, craso error, de aquellos a los que ya me referí. En el pueblo no se veía un alma, la gente se había resignado a perder sus viviendas, cuyos techos chocaban entre ellos en las alturas, provocando chispas que daban miedo. Vi una o dos vacas mugiendo entre las nubes repletas de agua, como si fuesen veloces aeroplanos, y allí tomé conciencia de la existencia de Dios o de los milagros, que vendría a ser lo mismo. Me pregunté qué hacía en ese lugar, pero sobre todo cómo era posible que continuara con vida, y aun algo más improbable que eso, cómo era posible que el ciclón aún no me hubiese llevado consigo. La Divina Providencia me condujo a una boca de metal cerrada sobre el césped. Me agaché y agucé el oído: se oían murmullos y rezos. Entonces me abrieron la puerta y me tiraron de los brazos hacia adentro, ya estaba a salvo.
La gente que pude ver transitaba de un lugar a otro, la mayoría con las palmas unidas en actitud de oración. Era un espacio inmensamente amplio e irregular, del tamaño aproximado de una cancha de fútbol, colegí luego de recorrer el muro contando los pasos hasta volver al punto de partida, que había dejado marcado con una rayita cuya forma solo yo podía dibujar. Lamentablemente el refugio, porque se trataba de un refugio contra huracanes, había sido construido sin tomar providencias. Digo lo anterior porque en algún momento de mi estadía, tal vez fue en la farmacia, mientras compraba el bloqueador, alguien me comentó que la estatura promedio de los hombres en este país se había elevado 10 centímetros en los últimos 20 años, de lo que se desprende que antes fue de un metro 58 centímetros, ya que a simple vista detecté que actualmente la mayoría de los indígenas bordeaba el metro 68. Dicho factor no fue tomado en cuenta al decidir la altura de la bóveda, que no sobrepasaba el metro 65, por lo que tanto los demás como yo debíamos esperar el paso del huracán caminando no solo agachados sino soportando sobre nuestras cabezas el molesto roce de las raíces profundas de los árboles que resistían la furia del viento. Todas esas molestias eran evitables mediante el simple expediente de cavar hasta aumentar la profundidad del refugio en un metro, por ejemplo. Mas por alguna razón que ignoro, el trabajo no se había hecho. Se me ocurrió pensar que la cueva artificial difícilmente tendría menos de 20 años, lo que quiere decir que en las anteriores tormentas, al menos en las ocurridas 20 o más años atrás, los indígenas caminaban por dentro cómodamente, sin agacharse. Yo calculé que tenía más de 50 años, pero no dispongo de datos objetivos para confirmarlo.
Si he sido algo majadero en la descripción del lugar, se debe al propósito de ilustrar mejor la entrevista que tuve con los familiares y conocidos del hombre que crecía y decrecía. Me llevaron a un rincón apartado de la masa y me ofrecieron una taza de algo caliente y amargo, que bebí más por cortesía que por placer, con algo de esa afectación que denota superioridad de raza. Me preguntaron si yo era algo del gringo, pariente, amigo, cualquier cosa, por último si lo conocía o había oído hablar de él. Sobre nosotros las raíces vibraban, como si tuviesen miedo de que el viento quisiera llevárselas. El murmullo grave que llegaba desde la superficie intranquilizaba hasta a la conciencia más intachable, que desde luego no era la mía, de modo que no es necesario describir mi estado en ese momento. Me hicieron más preguntas y cuando llegamos a la raíz del asunto, cuando comprobaron sus aprensiones, se miraron un momento y luego habló el de menos edad. Enseguida lo hizo una mujer, después se cruzaron varias opiniones, fueron dejándose llevar por la pasión, hubo alegatos y casi se llega a la violencia, de no mediar la aparición de unos 30 indígenas, atraídos por la discusión. Los ánimos se aplacaron, no hubo explicaciones en ninguno de los dos bandos y el grupo original que conformábamos volvió a apartarse de la masa, pero noté que la irascibilidad nos había desplazado varios metros. Contra toda lógica sonó mi celular. Era ella. Aproveché de preguntarle la hora, porque había perdido conciencia del tiempo. Me dijo que eran cerca de las cuatro de la tarde.
-Imposible -me ofusqué-, estás borracha. ¿Has recuperado algo?
-Lo perdí todo. Perdóname.
-No pueden ser las cuatro -le dije-. Llegué a este pueblo antes del mediodía y entré al refugio no más allá de las 12 y cuarto.
-¿Qué refugio?
-Estoy en un refugio -le respondí, desconsolado, anticipándome a su reacción.
-¡Ja ja ja!... ¡Y qué estás haciendo en un refugio, hombre por Dios! -reaccionó, tal como pensaba.
-Al regreso te contaré.
-Vente ya. No tengo crédito.
-¿Cómo va el huracán allá arriba?
-¿Qué...?
La señal se fue. Me quedé pensando en lo que me había dicho. Si el recorrido por el contorno del refugio me había tomado tal vez una hora y media y la conversación con los familiares y conocidos del hombre que crecía y decrecía a lo sumo tres cuartos de hora, entonces quedaban unas dos horas ciegas dando vueltas. Recordé que en este país el reloj marcaba dos horas más. Allí podía estar la causa, pero solo en el caso de que ella hubiese levantado la vista hacia algún reloj ubicado en alguno de los casinos flotantes y no la hubiese bajado hacia su Cartier. Esta posibilidad hablaba a las claras de que había empeñado su valiosa prenda en la caja de un casino, lo que no tenía por qué llamarme la atención. Pero si no era así, ¿dónde diablos se habían ido esas dos horas ciegas? La duda era espantosa, porque me distraía de la misión que me había llevado a este sitio. Los indígenas, en efecto, se acercaban e iban sumando testimonios sobre el hombre que crecía y decrecía. Incluso un hombre de mediana edad aventuró la hipótesis de que su pariente "había caído en el juego del hombre blanco" y vendido su récord Guinness a un precio irrisorio. Eso no tenía sentido, pero sirvió para que volviera a concentrarme en la historia. A pasos de mi propia raya se encontraba la del irlandés. Cuando recordaron la medición hecha por él sentí lo mismo que si hubiese descubierto ElDorado. Me informaron que el hombre que crecía y decrecía había sido medido allí y lo comprobaron mostrándome las marcas en una roca vertical que sobresalía de la pared de tierra húmeda. Eran tres rayas, separadas cada una por menos de un centímetro y bajo ellas las iniciales J. J., que correspondían a las de Jack Jameson. El más viejo tomó entonces la palabra y me relató la historia. Dijo que él tendría unos 24 años ese día que entró al refugio y que vio cuando el gringo midió a su tío tres veces en el mismo día. En la mañana, en la tarde y en la noche. Le pregunté cómo sabía que era la mañana, la tarde y la noche y me contestó que eso era un decir, que lo que quería contarme era que lo había medido tres veces, pero no al mismo tiempo, sino que en un lapso que podía corresponder a casi un día entero. Le creí y aproveché de preguntarle por qué lo había hecho. El anciano me dijo que su tío siempre comentaba en el pueblo que por lo general en las mañanas amanecía muy alto, durante la tarde se achicaba y al llegar la noche crecía de nuevo. A veces los ciclos cambiaban, a veces se alteraban y crecía o se achicaba dos veces seguidas; el hecho, decía él, era que nunca tenía el mismo tamaño. Le pregunté dónde estaba su tío y me dijo que ayer mismo lo había visto, pero que ahora era imposible buscarlo entre la masa que deambulaba por el refugio; temía que se hubiese apartado voluntariamente del grupo familiar, debido a una disputa con uno de los suyos, cuya razón no logré entender. Le pregunté por qué había sido medido durante un huracán y me dijo que el gringo estaba ese día en el refugio, tal como yo estaba ahora, y que al escuchar la historia se entusiasmó y lo midió tres veces. Me agregó que el gringo había quedado convencido del fenómeno y que "lo puso en una revista". Le pregunté por qué, siendo sobrino y tío, el sobrino parecía tener más edad que el tío. Me contó que el hombre que crecía y decrecía era el penúltimo de 11 hermanos y que como él era hijo del segundo hermano, más bien de una hermana, contando del más viejo al más joven, nació primero él y después el tío, y me recordó además que por ser hijo de una hermana no llevaban el mismo apellido. Me fijé que la piedra desaparecía en el piso mediante un declive irregular, sobre el cual debió de poner los pies el hombre que crecía y decrecía. Le pregunté entonces qué instrumento había utilizado el irlandés para medir a su tío y me dijo que la cuarta; qué es eso, le pregunté y como respuesta abrió lo más que pudo los dedos de su mano derecha. Le pregunté dónde estaba el gringo y me dijo que estaba en el cementerio. De modo que en eso descansa todo este asunto, pensé, abrumado, descansa en una operación al voleo dentro de un refugio en medio de un huracán, salvo que los indígenas no estén siendo precisos en sus recuerdos. Porque no podía ser que una medición tan superficial constituyera la base de un record recogido como cierto por un libro que, aunque de divulgación popular, basa su prestigio en la confirmación de los datos que publica. Los irlandeses tienen fama de obstinados, incluso de cargantes, de modo que por fuerza J. J. debió recopilar más información antes de ofrecerle la historia a la compañía, así debían de ser las cosas, concluí, convencido. En ese momento volvió a sonar el celular.
-¿Sí?
-...
-Ah, eres tú.
-...
-¿Para qué me llamas de nuevo? Estoy muy ocupado, mi amor.
-...
-Todavía no, me falta un poco.
-...
-¿Recuperaste el dinero?
-...
-Estás en bancarrota. Y borracha.
-... ... ...
-¿Qué?
-... ... ...
-No sé qué decirte.
-... ...
-No lo hagas, por favor.
-... ... ... ...
-¿Puedes esperar al menos un día?
-...
Colgué. La conversación me había derrumbado emocionalmente, el anciano lo advirtió de inmediato y me preguntó qué estaba pasando allá arriba. Lo tranquilice, le dije que se trataba de un problema personal. Me tomó las manos y me instó a confesarle mi pesar. Le dije que ella estaba en problemas, me preguntó qué tipo de problemas, lo perdió todo en el casino, se le acabó el dinero le dije, me preguntó para qué podía querer dinero ella, para vivir, para mantenerse le dije, me dijo que en su aldea todos vivían sin dinero, pero ella no puede, usted no la conoce le dije, me preguntó qué haría entonces, un hombre le está proponiendo hacerse cargo de la deuda le dije con mucha vergüenza, me preguntó en qué consistía eso de pagar una deuda, en quedar limpia, en empezar de cero le dije, se alegró y me apretó fuertemente las manos, no se alegre porque eso no es tan bueno le dije, me preguntó por qué no era tan bueno empezar de nuevo y dijo que él lo encontraba muy bueno, no se lo puedo decir le dije, me rogó que le explicara, es que ella tiene dudas porque usted debe imaginarse el costo de aceptar esa oferta le dije, me dijo que no se lo podía imaginar y me ofreció la ayuda que quisiera de su pueblo, dígame cuánto falta para que pase el huracán le dije, me dijo que ya estaba terminando. Un grito surgido del otro extremo del refugio, semejante a la celebración de un gol de la selección, fue efectivamente el aviso de que todo había pasado y de que la gente podía emerger, lo que fue ocurriendo con el orden más matemático que jamás haya visto. Los indígenas formaron una fila en forma de serpiente, similar a las que se disponen frente a las cajas de los bancos o los centros de pago, pero multiplicada por cien, pues aquí estábamos hablando tal vez de 2 mil a 3 mil personas. Cada uno era llamado por su nombre y cuando a lo lejos se escuchó el del hombre que crecía y decrecía, el indígena que iba delante mío me comentó: "Ese es mi tío". No salí de la fila para ir tras él; de tal modo estaban dispuestas las cosas que resultaba ilusorio siquiera levantar la cabeza por encima del hombro. Creo que ese fue el momento en que lo perdí para siempre.
Me quedaban dos pasos a seguir, pero antes debía esperar mi turno para subir a la superficie. Éste se concretó un par de horas después.
Al salir, lo que vi me maravilló. Una vaca mugía en la copa de un árbol y los indígenas cortaban el tronco a hachazos, hasta que el árbol se inclinó y la vaca fue a dar al barro. Cayó sobre una pila de ramas y piedras y quiso huir, pero una de las ramas se le había incrustado en la panza y de la herida manaba abundante sangre. Los indígenas trataban de curarla. Mientras, yo caminaba a toda prisa al pueblo en medio de un festival de colores brillantes, parecidos a los de las películas de Tim Burton, perdóneseme esta comparación tan fuera de lugar, pero es que no hallo la forma de describir mis emociones ante un paisaje que a mis ojos parecía antinatural. Los animales continuaban horrorizados ante el fenómeno atmosférico; fuera de esa vaca no se oía siquiera el canto de un grillo, el trino de ave alguna. El ciclón, por lo demás, había dejado en la tierra una calma fúnebre, una paleta de colores mezclados e impasibles y por ende, perturbadores, de modo que el viaje de ida estaba resultando extremadamente diferente al viaje de vuelta, vaya sí me daba cuenta, único humano entre el villorrio indígena y el pueblo, a saltos entre desperdicios más que andando rápido, acechado desde todas partes por esa especie de camposanto salvaje y desde arriba por los rayos del sol.
Entré al cementerio y comprobé que las lápidas estaban en sus puestos, bien plantadas en la tierra. Sobre la del irlandés se paseaban enormes babosas que acababan de salir y chupaban lo que podían antes de regresar a sus escondites, ya que el calor volvía a tornarse insoportable. Su epitafio decía en inglés: "Después de todo, vine a dar aquí" y no supe si reír ante su sentido del humor, si tratar de interpretar el doble o triple significado de su mensaje o si echarme a llorar frente a su tumba. Un hombre como ese me había hecho viajar tanto, había arriesgado tanto por su culpa y ahora que casi ya era demasiado tarde... bueno, cada cual escoge lo que quiere poner en su epitafio, si lo pienso bien no era su culpa, era la mía, salvo que un bromista o un amigo suyo hubiese improvisado esas palabras al momento de encargar la obra al lapidario.
El único bus del día salía en dos horas. Antes pasé a la biblioteca, donde encontré un dato clave acerca del irlandés. El encargado no lo recordaba, pero un indígena que miraba una revista de aventuras me dijo que lo vio llegar al pueblo con una mujer y cinco chiquillos pecosos, de eso haría unos buenos años, él estaba muy joven cuando lo vio, y me contó que al poco tiempo la mujer había partido con los niños y "el gringo se puso a tomar hasta que se murió". Se levantó y fue a un estante, sacó un libro y me lo pasó. Era una novelita que llevaba la firma del irlandés, titulada "El hombre que crecía y decrecía". Le pedí al bibliotecario que me la prestara y me dijo que no podía, que debía leerla en el recinto. Ofrecí comprársela y se negó rotundamente. La obra tenía unas 120 páginas; calculé que bajo el estado de ansiedad en que me hallaba tardaría una hora y media en leerla.
Me senté a leer con desesperación y habría avanzado la mitad del libro cuando el encargado me ordenó que se lo devolviera porque la biblioteca tenía que cerrar. Me dijo que abriría de nuevo "si pasaba la calor", respuesta ambigua que me dejó pensativo. Volví al hotel y ordené que me prepararan la cuenta. Un recepcionista -no el indígena del cuello doblado de la camisa- comenzó a estudiar el registro con una insoportable calma e indiferencia. Desde el mesón vi pasar el bus lanzando barro hacia las veredas. Iba prácticamente vacío, pero entre los pasajeros me pareció ver una cara conocida.
Ahora se ha vuelto a nublar y estoy de nuevo en la cama. Tuve que volver a registrarme, pues no hubo caso de que el hombre entendiera que, siendo yo la misma persona que había alquilado la habitación la noche anterior, resultaba innecesario chequearme dos veces. Él argumentó que, úsese o no se use la habitación, pasados siete días era norma de la empresa rechequear a todo pasajero que permaneciera en el hotel, frase que me dejó sumamente pensativo, porque denotaba algo que yo debía saber y no sabía. Los buitres han regresado a las vigas, pero me han dicho que la biblioteca no tiene para cuándo abrir, porque el encargado viajó en el bus a la capital a hacerse un arreglo a los dientes. En otras circunstancias, este sería un buen momento para reflexionar sobre mi vida, la del irlandés, la de ella y la del hombre que crecía y decrecía, pero ahora lo veo difícil. Creo que la clave de todo está en la novela del irlandés, pero me faltaron muchas páginas, quizás lo que promete no sea cierto. No puede ser que un hombre pueda crecer y decrecer a su voluntad; más bien son sensaciones, aspectos ininteligibles de ciertas tramas que se van armando solas. Hay veces en que una sola voz, un solo signo, pueden variar una realidad firme como roble, por ejemplo un amor de toda la vida. Esa coma en la lápida, otro ejemplo, esa coma dice tanto porque no procede, me angustia pensarlo, el epitafio debiera leerse de corrido, la coma fue un artificio, una pedantería impropia del lugar, no había para qué ponerla, en ese mensaje no era útil el descanso, al contrario, resulta sumamente irónico. Y ese "después de todo", otro ejemplo, y sin ir más lejos la redacción en primera persona, como si los muertos hablaran o nos recordaran ciertos elementos que parecen venir desde el más allá. Entonces es tremendamente injusto que así sea, creo, porque no se trata de eso, se trata de que las cosas sean como realmente son, pues de otra manera todo se presta para interpretaciones y allí está el error que alimenta la vida de los hombres, allí la tragedia que los desemboca en una perdida lápida de pueblo dado a los huracanes, a los calores infernales y al desasosiego permanente.

martes, octubre 26, 2010

El poema perfecto

El mundo sería de otra forma si una pluma pudiese plasmar el poema perfecto en el alma del hombre, porque el poema perfecto no tiene palabras, y el mundo desde luego necesita palabras. Usé desde luego para darle fineza al texto, algo que les he leído a ciertos escritores ingleses o a doctos italianos. Pude haber dicho solamente el mundo necesita palabras, mas no habría sido lo mismo, precisamente porque el mundo necesita palabras y el poema perfecto no las requiere, de modo que empezamos mal.
Segunda estrofa
Sería como una transfusión de sensibilidad, el paso de una vida a otra, no seamos aparatosos; el paso de un instante de una vida a otro instante de otra vida, tan breve es el deslumbramiento y tan largo el efecto mental, no emotivo. La emoción es rayo, el recuerdo del poema perfecto puede durar hasta el fin de una vida. El recuerdo es más largo que el olvido. Una transfusión de horrores e intenciones, un proceso casi químico, acaso telepático.
Tercera estrofa
La pluma no transferiría la vida que vemos pasar delante de nosotros, sino la que no vemos, viéndola perfectamente con los ojos. Provocaría el efecto de una droga, yo en ti, tú en mí, nuevas sensaciones, no era el único, éramos tantos despreciando, pecando, Señor, perdóname, he sido inoculado con el néctar que lleva a la locura, no estoy preparado, por Dios, desearía al menos divisar las sombras.
Cuarta estrofa
Se apropiaron de la pluma para verter su vacuidad y privilegiar la forma, el enigma, el propio sentimiento. Hicieron poemas del poema y qué consiguieron: apenas el Premio Nobel, entrar a la Academia. Egos inflamados, el pueblo se quedó sin voz y qué le dejaron: pasiones infantiles, remedos de pasión, una mezcla de espectáculo, tragedias, comedias, competencias.
Quinta estrofa
Así sintieron Shelley, Verlaine y tantos otros, Cernuda y Neruda, Lord Byron, De Rokha, Parra, Hahn y Harris, Calderón. La miseria de sus versos empolvados, palabras en la estantería. Por las noches aullaban de pena como lobos en la nieve, y el poema no salía, apenas un manto de terciopelo orlado de rubíes; los lectores se abrigaban con el manto y trataban de llorar, porque el poema perfecto es llanto, y algunos lo conseguían apelando a la desesperación y al sacrificio. No sacaban mucho, ni poetas ni lectores. Hubiese bastado que el poema perfecto penetrara en el alma como Isolda, mi heroína.

martes, octubre 19, 2010

Loor al nuevo amanecer

He visto en sus ojos una gran tristeza; le han comunicado que su vida se va a acabar. Ya no es inmortal, como nosotros.
¿Por qué brinda, entonces? Ahí lo tienen, con su copa en alto, su cara colorada y una sonrisa que sus ojos desmienten.
Brinda por un nuevo amanecer, y nosotros brindamos por él.
El león se ha suavizado, pero no ha caído. Aún domina la sabana desde su inalcanzable promontorio. Todavía podría matar; el tema es que ahora le falta convicción y le sobra humanidad. Las fieras lo ven alicaído e intentan acercarse, cuidado, no es momento aún de cantar victoria, deben retirarse al herbazal, el tiempo de las bestias no ha llegado. La vida, incluso si se acaba, puede ser eterna.
¡Mil años más de vida al viejo león atribulado! ¡Loor a su nuevo amanecer!

lunes, octubre 18, 2010

El mensaje

Le imprimieron un sello al sobre, lo echaron al buzón; comenzó a esperar. Para él, la felicidad consistía en soñar, mientras llegaba la respuesta a ese mensaje. Ahora bien, la respuesta podía no llegar nunca; en esa alta probabilidad estaba basado el sueño. Vivía de ese sueño, su vida real se asemejaba relativamente a la de los osos que se duermen esperando la primavera, aunque los osos vivían la mitad de sus vidas para dormir y él vivía casi enteramente para soñar.
Es más, si algún día le hubiese llegado la respuesta, eso le habría ocasionado enormes problemas.
La verdad, concluía, era que no estaba suficientemente preparado para afrontar la respuesta. Requería años de ejercicio para eso, y ya no disponía de esa cantidad en sus reservas.
Mas si no esperaba, su vida no tenía valor ante su propia estimación.
Le habían hablado de los amaneceres, de los atardeceres sosegados, de la azulina luna, del sabor del queso de cabra. Él mismo había experimentado todo eso, incluso más: había sentido en la sangre que corría por sus venas la tibia generosidad de obsequiar y la satisfacción de acudir a los velorios. Y había rozado la felicidad sintiendo esos momentos, cumpliendo esos actos.
Entonces por qué le dedicaba su vida a una probabilidad tan remota como no deseada.
Quizás lo hacía porque gracias a la espera se evitaba el fatigoso compromiso de vivir. O quizás porque solo así podía sortear los fantasmas que lo impulsaban a acometer misiones vulgares y desenfrenadas.
Para los demás, él podía resultar un personaje un tanto extraño. Para él, todo cuadraba como la suma diaria en un banco, todo tenía la debida justificación. Y así debía ser y así debía seguir, mientras le quedaran fuerzas.

viernes, octubre 15, 2010

Divagaciones "poéticas" sobre gente que pasa por la calle

En qué piensa la gente que camina por la calle. Si pudiera saberse a ciencia cierta, la humanidad eliminaría acaso su problema principal, dado que el hombre es pensamiento. Está por verse, además, si el pensamiento está realmente relacionado con el dominio de la lengua; o si por el contrario, el conocimiento es sólo otro disfraz de nuestra ignorancia. Los animales no piensan y son completamente ignorantes, a nuestro modo de ver las cosas. Dios no ejercita el pensamiento, porque no sabría cómo construir un puente, no dispone de talento para eso, y sin embargo es completamente sabio y poderoso. Cómo se explica esta paradoja. Dicen que el lenguaje es esencial para que se desarrolle el proceso del conocimiento, pues sin lenguaje no hay aprendizaje y sin aprendizaje no hay mucho más en la cabeza que una suma de emociones y recuerdos, de allí que se hable de personas, pueblos y civilizaciones más o menos desarrollados. Pero Dios, o al menos aquel que Dante pudo contemplar en su último canto, no tiene la menor idea de gramática, porque Dios no es para resolver problemas, sino más bien para dejarlos planteados, y aun así, con su falta de talento para el estudio, es el colmo de lo máximo. En cualquier caso, si llegara a tener problemas, pienso yo, estos serían de naturaleza física y metafísica. Por ejemplo, ¿son todos los universos que existen o podría haber más? ¿Podrían los universos devorarse a sí mismos hasta desaparecer? ¿Es objetivamente el universo más grande que un átomo de hidrógeno o la sustancia no conoce medidas? ¿Qué nos hace pensar que Dios es la esencia del bien por ser el amor el único efecto creador? Y la pregunta más quemante de todas: ¿Se le escapan de sus manos los grandes problemas a Dios? Algunos piensan que esos conjuntos de galaxias, unidas si se las pudiera unir, incluso unidas en el momento previo a un estallido, eso sería Dios. Otros dicen que como Dios no existe, esas masas espaciales se reducen a materia. Otros ven a Dios como ser supremo inteligente y muy cuidadoso de nuestro destino.
Hay momentos en que a quien camina por la calle le resulta fácil pensar. Un retortijón estomacal, un mandato urgente de los intestinos llevan al ser a un estado de concentración y de pensamiento que se parecen mucho a la obsesión, que es su estado hermano, pero surgido de causas diametralmente opuestas. Pues mientras el primero tiene su origen en un acontecimiento del presente más inmediato, la segunda sólo se puede explicar en el pasado más remoto de quien la sufre.
Parecido es el caso de quienes padecen graves enfermedades. El pensamiento dominante suele ser catastrófico, suele llevar a la muerte. Se puede adivinar en las facciones de los enfermos que vemos transitar, y que nos inspiran lástima. No es el sufrimiento físico lo que altera sus rostros: es la idea de la muerte, de la pérdida de la esperanza.
Descorridos estos velos se mantiene la duda, íntegra en su esplendor: en qué piensa la gente que camina por la calle.
El proceso del pensamiento es endiablado. Influyen en él la capacidad de concentración, el ambiente, las ideas fijas que andan circulando por la mente, sobre todo los sentidos. Yo puedo ir por la calle y sentirme bien hasta que surge un pequeño tirón en la rodilla; de inmediato el pensamiento se va a la zona del tirón, entonces recuerdo que mi hermano tuvo que ser operado de la rodilla porque tenía los meniscos hechos polvo y qué curioso, me veo esa tarde en la clínica, mirando el atardecer por la ventana, mientras él me mira desde la cama, tranquilo, con una bota de yeso, tal vez contento de que su único hermano haya ido a verlo. Un brusco golpe de alegría me acomete, rumbo al café del mediodía, porque fuera el tirón, que ya pasó, me siento bastante bien y la mañana está fresca, como a mí me gusta. Entonces de la nada saco el teléfono y llamo a mi mujer, pero no me contesta. La vuelvo a llamar y su número me remite al buzón de voz. Se me despiertan esos antiguos celos, que me empiezan a ocupar el pensamiento. No consigo dar con las imágenes precisas, porque no las conozco, de modo que debo imaginarlas, y no hay peor misión para el pensamiento que tratar de enhebrar una historia imaginada de principio a fin. Me surge entonces la pregunta nada de insignificante, que es si quiero realmente que se concreten esas imágenes, de tanto que recurro a ellas, o si lo que quiero es exorcizar mis temores más profundos recurriendo a una invención que despejará mi alma una vez que estos hayan desaparecido.
Si tuviese que hacer una comparación con fines pedagógicos, diría que mi estructura mental guarda mayor relación con la de Woody Allen que con la del Dalai Lama. El primero se me imagina un remolino eterno a la hora del taco y el segundo, una luz matinal e impasible.
Llamo a estas divagaciones "poéticas" porque a la poesía se le permite todo. Y doy gracias a quien descubrió la tamaña irresponsabilidad de proclamar asuntos sobre los cuales no se sabe absolutamente nada y a quienes me subieron a este carro. El viejo ardid de la poesía evitó que se dispersaran por las calles del mundo legiones de locos; y sin querer mi pensamiento ha vuelto a la calle, a la gente que camina por la calle.
En definitiva, las personas que pasan por la calle apenas me ofrecen leves pistas de lo que podrían estar pensando. Sospecho que ni ellos mismos lo saben, como yo mismo no sé exactamente lo que pienso al momento de presionar estas teclas. Es probable que tal como yo ahora, muchos de ellos por la mañana estuviesen sumergidos en esa blancura informe y ciega detrás de la cual no hay nada. He allí la sustancia de lo que tomamos por pensamiento: la nada. El cerebro consciente vive la mayoría de las veces "en blanco", pero no en el blanco del Dalai Lama sino en un blanco confuso y holgazán. Nos movemos guiados por un mandato anterior, sentimos según las agujas del reloj avanzan, recordamos y, muy de vez en cuando, por ráfagas, accionamos el cambio del pensamiento que dirige nuestra voluntad hacia un nuevo destino. De lo anterior, una cosa sí se puede decir: la mayoría de los seres que pueblan el mundo han caído bajo el influjo de un torbellino. Sus erráticos pensamientos desembocaron en pésimas decisiones. Es fácil detectarlo: transitan mal vestidos, graves, recelosos, apurados, obesos, apiñados en los paraderos, mientras la minoría circula en autos elegantes, felices de la vida.
Y una última divagación, un último verso de esta delirante poesía: cuando realmente pienso es como si jugara al ajedrez. Al anticipar el cuarto movimiento mi mente se nubla, el nudo queda ciego, y dejo de pensar.

jueves, octubre 14, 2010

El gorrioncillo

Recogió de la calle un gorrioncillo que saltaba en la vereda, abandonado a su suerte. El ave no le opuso resistencia a su mano y Vargas sintió la tibieza de sus plumitas. Lo llevó a su casa y lo instaló, a falta de jaula, en una canastilla que había comprado para la bicicleta de su mujer el día antes. Tapó la canastilla con una bolsa de plástico, que fijó con dos elásticos. Le puso un platito de agua y otro con migas de pan. La canastilla blanca quedó ubicada sobre un parlante en desuso, en el patio de servicio. Sobre el segundo parlante se instaló de inmediato la gata menor, y de ahí no se movió. Cada cierto tiempo Vargas sacaba la cabeza: la gata seguía allí y el gorrioncillo también, dentro de la canastilla.
Almorzó, leyó un ensayo de Umberto Eco sobre la influencia de Borges en su obra, hasta que le dio sueño y dormitó con música de fondo, las piezas tardías para piano de Brahms. Antes de irse a trabajar le echó un último vistazo a la escena del drama: la gata continuaba hipnotizada y en un rincón de la canastilla se adivinaba el ovillo de plumas. Trasladó la canastilla a otro sector donde estuviera realmente protegida, y ese fue la cubierta del asador, que en su hogar se sitúa en los dominios de la perra, que por muy mansa que sea sigue siendo una canina.
Pasó después muchas horas en el diario, durante las cuales fue consumido por el rescate de los mineros, episodio que por vivir de esa manera tan cercana no había valorado en su real dimensión. Todo había resultado tan bien, tan perfecto, nada había quedado al azar, jamás se habían perdido las esperanzas y más que los 33 hombres, el país entero le había dado un inyección de optimismo al mundo. Finalizada la epopeya, mientras comía pizzas con sus colegas, recordó que el mejor lugar de la casa para el gorrioncillo era la pieza de ensayo, que sus hijos músicos no estaban utilizando. Allí incluso se lo podía dejar en completa libertad y hasta le serviría de campo de experimento para sus clases de vuelo. Pero ya era muy tarde para llamar a la casa y sugerir la idea. Vargas no era bueno para recibir maldiciones a través del teléfono.
Volvió cerca de las tres de la mañana, como todos los días. La canastilla estaba abierta sobre la mesa de la cocina. Adentro, los dos platillos. A ras de suelo, las gatas, paseándose hambrientas. Buscó rastros del gorrioncillo, plumas sueltas, pero no halló nada.
Se acostó, todos dormían.
Al día siguiente, en ese estado de duermevela que le viene a las siete de la mañana, le preguntó a su mujer por el pajarillo.
-Se murió -le respondió apurada desde la escala, rumbo a su trabajo.

miércoles, octubre 13, 2010

Retorné a mi vieja casa

Retorné a mi vieja casa. Estaba impecable, mas al explorar los rincones se advertían difusas sombras blancas que mi imaginación identificó con telarañas. El silencio redoblaba el sonido de mis pasos, y eso que calzaba zapatos con planta de goma. Era un ruido insoportable, que me arañaba la ingle y me obligó a orinar. Fue toda una aventura: para ir al baño había que subir esos escalones de mármol que mi memoria evadía, hasta que no aguanté más y remonté. A cada escalón, un año más viejo, y subí alrededor de 24, de modo que cuando estuve frente a la taza y arrojé la orina era 24 años más viejo, con razón el líquido salió gastado, seco y ojeroso.
Quedaban dos posibilidades. O me mantenía en el piso superior, inspeccionando las habitaciones, o volvía a bajar, con la esperanza de recuperar la juventud perdida. La foto del velador me retuvo más de lo aconsejable en el dormitorio y sin darme cuenta estaba sentado en la cama, llorando ante el retrato. La habitación se llenó de niños; al mayor le calculé unos cuatro años de edad, el menor tendría dos, tres meses, pues ni siquiera podía gatear y había que afirmarlo entre almohadones. Fue cortés; no gimoteó en ningún momento, me dedicó lindas sonrisas que me hicieron suspirar. Ay, no basta la sonrisa de un bebé cuando la vida se acaba. Provoca una alegría que desemboca en lágrimas. No sería justo robarse ese soplo de vida, pero si el niño no hubiese sido familiar, gustoso habría desembolsado mis ahorros para inyectarme esa energía.
Traté de caminar en bata hasta el baño y de soslayo miré los escalones. Estaban tan cerca, pero el esfuerzo de llegar a ellos resultó ser demasiado para mí. Caí al suelo y me tuvieron que levantar, qué vergüenza más grande. Me retaron por tratar de hacer maldades y yo intenté dar explicaciones, pero me salió una voz de niño que resultó irreconocible para mí, aun más para mi nana. El berrinche la hizo mirar a todos lados antes de darme unas palmadas, que no lograron otra cosa que redoblar mi llanto. Acostado en la cuna el llanto se transformó en chillidos, pero por fortuna al chupar instintivamente el pezón instalado en la mamadera me fui durmiendo de placer. Soñaba jugando con telarañas y escalones gigantes que vencía con mis brazos y mis piernas. Nada me podía vencer, el mundo era mi esclavo y yo, su dueño.

martes, octubre 12, 2010

Plegaria por los 33 mineros de la mina San José

Yo veía las ambulancias, pero no me detenía a pensar en sus sirenas. Los autos que las precedían se hacían a un lado en los semáforos; yo lo tomaba como una especie de gentileza de sus conductores, un deseo de salir pronto del lío y del bullicio, como el aprovechamiento de algunos frescos que se largaban a correr detrás de ellas, sacándoles partido propio a las licencias que la sociedad le otorga al vehículo que vela por la salud del hombre.
Ahora comprendo que todo se hace, todo se echa a andar por el enfermo, el paciente que va adentro. Por qué yo, por qué a mí se me abrieron de verdad las grandes alamedas, a un pobre ser sin nombre ni apellido, a un hombre que sufre, que está en peligro de muerte. ¿Valgo tanto la pena como para que se eche a andar toda esta maquinaria de sirenas, hospitales, camilleros, oxígeno, salas de operación, bisturíes desinfectados, enfermeras, apósitos? ¿No era yo acaso, hasta antes del accidente, un pobre fracasado que no llegaba con su sueldo a fin de mes? ¿No era un minúsculo ser más en el desesperante enredo de paseantes?
Hay algo del cisne en el canto de mis quejas, las heridas son mortales, voy llegando al hospital. Cuán a tiempo entiendo que tras todo su egoísmo y vanidad, tras el odio que se engendra en el fondo de su alma y tras toda la barbarie de que ha dado ilustres pruebas, el hombre es una buena especie, la única capaz de invertir sus recursos en un miserable distraído como yo, atropellado por su propia culpa en una esquina de una calle cualquiera.
Sólo en las grandes ocasiones se eleva el alma a Dios, sólo en las grandes ocasiones el hombre vuelve a ser ese hombre del principio de los tiempos, cuando un puro hombre valía por todos, porque uno era demasiado.
Después de la explosión, siempre abrigamos esperanzas y si de algo pudimos vivir en esas dos semanas en tinieblas, cuando arriba solamente sospechaban de nosotros, fue de la esperanza de sabernos hombres, de intuirnos hijos del hombre. Y así nos organizamos, así tomamos valor.
Hombre, vela por nosotros y perdónanos como a él lo perdonaste en la camilla, entrando al hospital. Nuestra odisea es la odisea humana, la historia de 33 seres pequeños sobrepasados por sus circunstancias, a quienes les pusieron carteles de héroes para rellenar de héroes este mundo sin héroes.
Los mineros hemos recreado la unidad, una sociedad anónima cerrada. Nada saldrá de esta mina que no querramos que salga. Y aunque la ciencia haga resplandecer la verdad el pueblo nos elevará a un altar imaginario. Pues ya somos parte del mito de la historia.

miércoles, septiembre 08, 2010

Las tres fuentes

Abiertos mis ojos, me conducían por esa ruta tantas veces transitada por los hombres, la más concurrida de todas, especie de camino que lleva a Roma, repleta de peregrinos, algunos ansiosos por llegar a su ciudad santa, otros haraganeando, mujeres con niños de la mano bajo soles abrasadores que las hacían sudar, hombres estudiando planos, algún moribundo buscando su orilla, grupos de prostitutas invitando a pasar, pintores reflejándolo todo, como si no bastara lo que veíamos con nuestros propios ojos para que nos lo hicieran ver por segunda vez para así entender, así sentir; en fin, bastardos impartiendo órdenes desde sus torres, vacas pastando en las praderas, perros apegándose a los humanos, maltratados pero fieles, perros cobardes, decía que allí iba yo, confundido entre la masa, uno más entre todos, como debe ser y como siempre ha sido, cuando se me ofrecieron tres fuentes, mi sed era implacable.
La primera era la más llamativa y el agua brotaba a chorros de su garganta, me dejé bañar en su taza curva y bebí hasta saciarme, pero contenía el líquido tales propiedades que pasado poco tiempo cundía la insatisfacción y aumentaba la sed, de modo tal que si por mí hubiese sido me lo habría pasado el resto de la vida sumergido en sus aguas.
Había que tomar una decisión. Me decidí apenas hube bebido una cantidad desmesurada, peligrosa para la salud, tan hinchada me había quedado la panza. Salí de la fuente y bebí de la segunda, de líneas severas y aun diría incómodas a los sentidos, mas noté al poco rato que la sed disminuía, se hacía llevadera, podía salir de la fuente y emprender desafíos, hacer planes, teniéndola siempre a la vista, ya que si salía de cierto radio la fuente desaparecía y la senda se volvía tortuosa, desabrida, angustiante, como descubrí que sentían montones, tanto así que en esas circunstancias se preguntaban a viva voz por sus propios manantiales, como hormigas ciegas que cruzan sus antenas durante su andar bajo el sol.
En eso estaba cuando la tercera fuente desprendió una luz que me bañó por entero y escondió todo lo que me rodeaba dentro de un manto de calor insoportable. Era imposible no prestarle atención ni beber de sus aguas; más bien sentía que era la fuente la que se alimentaba de mi escasa energía para poder emitir su luz, tan maltrecho, feliz y extasiado me dejaba. Atrapado en su halo alcancé a agradecerle que me hubiese atrapado y le rogué que jamás me abandonara, pero entonces los cielos oscurecieron y un trueno le devolvió su color habitual. Volví la vista a la segunda fuente, que se me hacía visible una vez más. No quería volver, necesitaba esas aguas ardientes, pero ya no tenían luz para mí, la fuente se había secado y mi sed iba en aumento, de modo que procedí razonablemente.

miércoles, agosto 25, 2010

Monólogo del ángel guardián del Purgatorio

El espacio suelta voces confusas; a medida que se acercan las voy reconociendo, llevo miles de miles de años en esto, después de todo es mi oficio. Son lamentos de quienes se han marchado y que por las noches se tornan plañideros.
Me hablan al oído y me cuentan sus historias, como si creyeran que yo tuviera las llaves de algo o influencias en el Cielo; vuelan otra vez y se revuelven, se agitan, retornan sin bajar a tierra, la causa lejana de su presente indefinido; y sin lograr fundirse en las estrellas, anhelan las estrellas.
Su pasar está en el éter.
A todos los escucho, yo no juzgo, aquí donde se me ordenó residir no existe la moral y los pecados no se pagan. En este lugar de paso las voces van de un lugar a otro en completa libertad y nunca cruzan la frontera, qué ironía. El completo juego de intercambios no sirve para nada; cada voz lleva un mensaje, cada mensaje un destino y cada destino es el vacío. Y sin embargo no veo desesperación por ninguna parte, eso es de otro círculo, mas no del círculo del poeta que le cantó al infierno, ese se halla más arriba, qué sé yo, no he tenido acceso a ese lugar, ya he dicho que a mí se me ordenó estar aquí.
Donde habito es casi siempre de noche, pero de pronto y sin aviso tres golpes de luz lo valen todo para ellos. Cuando se abre el cielo se forma un revoltijo, nacen rayos de la nada y estallan truenos que me obligan a taparme los oídos. Las voces que se abalanzan al misterio de esa luz caen al instante derretidas. Al tocar la escarcha que emana a ras de suelo reviven su serena agonía y ya las siento de nuevo haciendo su negocio. Otras permanecen en los bordes, paralizadas ante la esperanza de la fuga, y cómo saber si una o dos nos abandonan, no dispongo de instrumentos para captar ese trance. Es la fiesta de la luz, no la mía; yo prefiero la noche, cuando todo es más tranquilo y los vuelos son murmullos agitados levemente, pequeños roces de unos con otros, intercambios imposibles, ya lo dije.
¿Merece una historia salir de su escondite? ¿No valdría más que entrara? Aquí tampoco las almas se hacen todas una. No hay razón para que yo siquiera intente intercambiar esa envoltura algodonosa que las cubre, sus recuerdos. Yo sólo escucho y si alguien quiere hablar, matar el tedio, contar una vez más la misma historia cien mil veces ocurrida, acojo, qué otra cosa puedo hacer.

lunes, agosto 23, 2010

Canto a los mineros de la mina San José

Ellos no sabían si eran tardes las que llenaba el silencio con su melancólico pesar. Recordaban los días de sol, vagos, se frotaban las manos, se oía un hilo de agua, un suspiro contenido, lo demás era silencio de tarde silenciosa o de noche o de día, no se sabe, todo era igual allá abajo; aun así eran capaces de mantener la calma y esperar el nuevo día.
Alguien los alienta, los insta a recordar, les impulsa en sus almas el recuerdo de la vida plena.
El paraíso, entonces, es una guagua que llora, el hijo que se le parece y también el viaje a la ciudad a comprar vino, a comprar carne, el paraíso es la voz de la mujer y por qué no las tetas de una amante. El alma es invisible a otros ojos, se puede alimentar perfectamente de recuerdos prohibidos.
El paraíso, qué es el paraíso. Por qué vivir, a qué tanto, por qué se ansía la luz y por qué cuando pensamos en el cielo pensamos en la luz y cuando vislumbramos el infierno se nos abren profundas cavidades. Ya se vio que vivir no es un acto de heroísmo, las miradas y las cartas lo demuestran. Es harto más sencillo que eso. Volver a sentir el sol bajo la espalda, ver de nuevo al ser amado y encomendarse a Dios, a esa fuerza que la gran ciudad contempla, achatada, desde el microscopio de sus rascacielos.
Hemos sido todos, en el fondo, mineros, como ellos volverán a ser arriba pobres seres pobres de sueldo miserable, frío en las manos, manos gastadas y con suerte, insultos a los futbolistas del equipo perdedor la tarde del domingo, antes de pensar que todo empezará otra vez el día lunes.
Divagaban, maldijeron el día, la hora, el minuto de la mala suerte; tenían tanto tiempo para pensar como los presos de la cárcel, ya se lo quisiera uno en estos días, tiempo para pensar sin correr ni dar explicaciones, sin tratar de convencer a nadie. Tiempo era todo lo que tenían y de sobra, y sin embargo preferían otra cosa, como nosotros quisiéramos descansar sin prisa, ellos preferían otra cosa.
Incluso cuando emergió la sonda desde un punto ciego de la tierra preferían otra cosa, querían sin decirlo que todo empezara de nuevo y que la esperanza fuese un signo perenne, incumplido, intraducible, más allá de lo real, de lo que viene. Porque puede haber tanta tristeza en el futuro del tiempo que viene.
Honores, aplausos, el himno nacional, el llanto compartido en los honores, las cámaras de la televisión, la plata en el bolsillo, todo es tan vano, impotente, mero espectador del abismo ante los pies, la profundidad de los que esperan el paso de las horas.
El hombre les canta a los héroes y se olvida del enfermo, del anónimo farero, del minero de la mina de al lado, de la mujer que los espera en el burdel, de tantos héroes que nunca lo serán y morirán sin ser reconocidos. El amor no alcanza para todos.

domingo, agosto 08, 2010

Una perra enana me mordió en el parque

Cae la tarde
Con Dvorak y Chopin
Sus nocturnos para piano
El Romance de violín
Por la mañana fui feliz
Ambos ya estiraron la pata
Una perra enana me mordió en el parque
No me hizo ni cosquillas
Ahora mismo lo soy
En el frío de la sala
Mientras la tarde cae
Y yo escribo que la tarde cae
En el frío de la sala
Con Dvorak y Chopin
Le eché una carrera a la Lunita
Y perdí
Paseamos gratis por el parque
Almorzamos en un hotel
Echamos bromas provincianas
Apliqué el descuento del
Club de Lectores
Hice planes de ahorro
No me he salido del límite
Pero hago esfuerzos por no estar
Dentro del redil
De los afortunados
Esa finura de los mozos
He llegado a pensar que corre incluso
Para servir a los malandrines y a los estafadores
De qué valen mis Memorias
Si a la hora de la pregunta final
El corazón se detiene y calla
La voz
Esa felicidad del parque
La risa de mi nieta palillo
Cuando la perra enana me mordió
Qué desea el joven
Mi hijo mal vestido
Mi mujer "todo caro"
Mi hija artista mayor
La ausencia de mi pequeña Valentina
¿Es el camino?
Jamás me publicarán
Se agota la esperanza vana literaria
El asiento del poeta
Todo ese tiempo invertido
En ser feliz
Si la felicidad está en el parque
En mi otro Yo
No en el escondido
La tarde cae para todos
Cientos de poetas sentados
Miles de poetas
Examinan la tarde que cae
Bajo el peso de la Ley
Dicen sus versos cantan
Estilos diferentes
Cuántos ebrios, cuántos mendigos
Y qué decir de los 33 mineros
Que conocieron la antesala del Infierno
Vivieron la angustia, la desorientación
Están vivos, están muertos
Si viven cuesta imaginar cuesta entrar a esa mina
Sentir el encierro, la tapia
Si han muerto... pero cuál es la forma de morir
Cómo va a decidir uno por los demás con qué ropa
Habló S.E. el Presidente de la República
Dio órdenes, dijo algunas palabras
Y luego partió a visitar a unos niños en el Día del Niño
¿Y qué querían? ¿Que fuera de nuevo a la mina?
¿Que bajara a la mina, que llorara con ellos?
¿Que se quebrara? ¿Que fuera ellos en su llanto?
Se quebró, dirían, vivió la emoción más intensa delante de todos
O falseó ante medio Chile
Da lo mismo no hay manera de llegar
A esa mina
Niños no fueron celebrados
Niños fueron celebrados
Cae para ellos la tarde
Los viejos del futuro
En cien años
Toda esta carne visible habrá muerto
Si dos por dos fuera dos
Si el tiempo se detuviera
No corriera ni para atrás ni para adelante
Y quedara justo ahora
No mejor en la mañana
Cuando anduve por el parque
Y la perra enana me mordió el tobillo
Ahí justo el grito ¡corten! Se detiene la acción
La Lunita ríe a carcajadas
Dios creó el Universo
Para que el tiempo se detuviera este domingo en la mañana
Debo admitir que cumplió si soy justo con Él
A medias pero cumplió

lunes, agosto 02, 2010

La tía Inés

El Julio hacía rebotar la pelotita de esponja en el patio de la Escuela 2 y yo corría a tomarla. Enseguida yo lo imitaba y corría él. Disponíamos de todo el espacio para nosotros dos. La pelotita podía saltar cuanto quisiera y nunca se nos perdía. Los botes prodigiosos contra las baldosas la desplazaban hasta las paredes del patio o las ventanas de las salas de clases. Jugábamos en un perímetro cerrado y la pelotita era la presa que nos servía para desahogar nuestra felicidad. La felicidad de esa mañana de invierno consistía en correr y perseguir una enloquecida y blanda esfera mágica.
El Julio era mi primo. Tenía cinco años y yo, cuatro. Hacía frío. Sobre nosotros, a baja altura, la niebla amenazaba dejarse caer para envolvernos.
¿Por qué estábamos allí? La memoria no registra detalles como aquellos. La memoria se deja impresionar demasiado fácilmente por voladores de luces y borra lo importante. La vida, que más bien es el recuerdo de la vida, se engaña a sí misma y nos hace creer que fuimos lo que no fuimos; o, si miramos el asunto con mayor indulgencia, perdona nuestras faltas y las deja pasar, las sepulta en el olvido o las traspasa a los demás. De los pecados, sólo quedan flotando los que generaron mucha culpa en su momento.
La Escuela 2 era la escuela de niñas donde trabajaba la tía Fani, que era mi mamá. Mi mamá era parvularia y como tal, la única que atendía niños y niñas. Si jugábamos los dos con el Julio debió de ser porque ese día no hubo clases y ella nos llevó a la escuela a pasar el rato. O tal vez nos mandó "castigados" al patio mientras todo el mundo estaba en clases. Yo asistía al kinder con el Julio porque mi mamá me matriculó un año antes, sospecho que para colgarme el letrero de superdotado aunque no lo era; el verdadero superdotado de la familia fue el Julio, muerto a los 19 años cuando se quedó dormido mientras conducía un camión en la patagonia argentina. El Julio, quien antes de morir me escribió una carta contándome sus duros días de emigrante. Tanta explicación para qué, tantos recuerdos de abrigo y de bufanda; en tardes como éstas me avergüenzo de mí mismo, de mi cobardía artística, de mi profesionalismo de academia gastada.
"Anoche llegó la tía Inés. Me trajo esta pelotita. Al Lucho le trajo unos dados y al Miguel le trajo un trompito", gritó el Julio mientras la sacaba del buzo y me la mostraba de lejos. Le dio un bote gigantesco y yo me alegré y empecé a correr. La tomé y la apreté. Sentí una sensación rica cuando se hundió en mis dedos; era verdosa, con vetas rojizas y moradas. Le di otro bote. Al elevarse hacia el cielo miré hacia arriba y vi la niebla. La pelotita era un punto negro que desaparecía en la blanca oscuridad y caía sobre el patio, sin hacer un ruido. Tenía la virtud de aparecer y desaparecer, aunque siempre terminaba quedando en nuestras manos. Digo siempre por decir durante esos quince minutos, ya que me consta que se perdió. Yo no la tengo; nadie la tiene, nadie la heredó. Hoy descansará en un escondrijo prohibido a las visitas, como descansan los muertos.
Mi mamá contaba que la tía Inés tenía una librería en Santiago. Se llamaba "La duquesa" y quedaba en la calle Independencia. Al oír la palabra librería los sentidos se me hacían agua porque me imaginaba la librería "Cervantes" con sus juguetes en la vitrina. La librería "Cervantes" se ubicaba en el centro de Rancagua, en nuestra propia calle Independencia. En la vereda del frente y a pocos metros había otra librería, cuyo nombre no recuerdo. A esa dejé de ir cuando a don Aurelio, que era el papá de la Ita Matilde, se le empezaron a olvidar las cosas. Un día se volvió loco y le dio por regalar billetes y se lo llevaron a la casa para siempre, digo para siempre queriendo decir dos o tres meses, hasta que una carroza de caballos con crespones negros lo fue a buscar para trasladarlo al cementerio.
Don Aurelio tenía una cara redonda de español, porque era español. La coronaba una boina y lucía un gran lunar en el pómulo derecho, gruesas cejas y lentes con montura de metal. La Ita Matilde era flaca, alta, rubia y también usaba anteojos. Su mamá ostentaba una eterna sonrisa compasiva. Hablaba como si estuviera pidiendo perdón. A la tía Inés, que era la hermana mayor de la abueli, la hermana buena, porque la abueli tenía una hermana rica no tan buena y otra que sin ser rica era creída, digo de la tía Inés, retomando el hilo, que se le salía la hernia dos veces al año y tenían que operarla. "A la tía Inés se le salió la hernia otra vez", llegaba contando cada cierto tiempo el Julio, pero cambiábamos luego de tema hacia otro menos rutinario.
La tía Inés permanecía dos o tres semanas en la casa de Ibieta 732, donde vivía la abueli con la tía Mirita y el Lucho, el Julio y el Miguel. Se marchaba cuando la venía a buscar su hija, la tía María, una mujer audaz que usaba uñas largas y pestañas postizas, fumaba y jugaba a las cartas.
Algún día de algún año perdido en el tiempo la tía Inés tuvo que haberse muerto, no recuerdo el día, pero me consta que murió, porque si estuviera viva tendría cerca de 140 años y su nombre estaría inscrito en el libro Guinness. Me parece que la tía María también murió, pero me han contado que la librería "La duquesa" todavía existe.

miércoles, julio 28, 2010

Vieron mis ojos dos iglesias

Vieron mis ojos dos iglesias enfrentadas y entre ambas, un sombrío patio embaldosado, de acacias viejas y robustas.
La gente se movía por allí como extras de película, los turistas entraban y salían; alguien vendía golosinas sobre una mesita de madera de roble. Eran cerca de las cuatro de la tarde.
Allí nos vimos, allí estuvimos juntos diez minutos. Mientras me elevaba para quedar al nivel de las copas de los árboles sentí que habían sido los diez minutos más felices de mi vida, porque habíamos caminado tú y yo sobre las baldosas de ese viejo patio, había estado contigo. Luego me envolvió la angustia de no recordar si me habías abrazado, la angustia de no saber cómo me habías saludado al verme por primera y última vez, la angustia de reducir nuestro anhelado encuentro a un mero paseo de diez minutos.
La ansiedad del vacío me hizo despertar. La ciudad estaba helada, pero mis orejas ardían. Qué te sucede, dónde estás ahora mismo, también me has recordado, imaginé. Y ese lugar en que estuvimos... lo he visto antes. Se parece a los patios de la muerta escuela normal José Abelardo Núñez; se parece a Toledo.
Toledo. De modo que allí habrá de ser el encuentro...
No restaba otra cosa que dejar que el tiempo siguiera transcurriendo para que las emociones se debilitaran naturalmente. Volví a dormir y ahora, alrededor de las cuatro de la tarde, reconstituyo pobremente el sueño, dejando escapar la esencia propia de los sueños, que es intraducible.