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martes, enero 22, 2008

El caminante

Me acerqué con temor y lo abracé antes de que dijera nada. Mi primera impresión fue la de estar abrazando a una estatua de mármol. Estaba frío, pero además no reaccionaba de ninguna forma a mi abrazo. Ni me rechazaba ni me aceptaba; no había emoción en su mirar, aunque sus ojos se dirigían al centro de mi alma, si es que una mirada profunda a las pupilas pudiera significar eso. Comprendí entonces que había un abismo de diferencia entre nuestros mundos; mientras yo permanecía en la orilla, él me observaba desde la profundidad.
Siempre he pensado -la mayoría de las veces con pruebas a la vista- que mi forma de ver las cosas y las personas es de una superficialidad que excede el candor y cae francamente en la ramplonería. En ese abrazo esta sospecha se convirtió en certeza. No deseo dar más explicaciones, pues cada palabra que escribo me mete más hacia el centro del pantano. Sólo quería testimoniar la sensación de inferioridad que se experimenta al estar, de pie y desnudo, frente a un hombre superior.
¿Era realmente superior a mí?
No hay modo científico de verificarlo. No dio pruebas de ello; guardó su talento, lo acumuló durante años y no alcanzó a brotar; se diría que quedó dentro de sus ojos. Pero sus breves frases -chispazos, correazos eléctricos- bastaron para marcar la diferencia. El simple ejercicio de analizar una película entre ambos me ubicaba naturalmente a mí en la orilla y a él en la profundidad.
Como suele suceder, se termina odiando secretamente a las personas de esa laya. Se busca inconscientemente perjudicarlas, hacerles zancadillas. Hay algo sexual, incluso, que hace nacer ganas de matar.
¿Por qué entonces acercarse, abrazarlo, rendirle tributo silencioso?
Porque se está protegido. Porque el anuncio de su próxima muerte lo coloca inesperadamente a uno por primera vez en la posición de privilegio.
Se va a morir, es verdad. Yo estoy sano. Abrazarlo es, al tiempo que un homenaje, una burla melancólica.
Me recuerda la parábola del filósofo peripatético que despertó un buen día y tras recorrer parte del sendero que lo llevaba de un pueblo a otro, descubrió que no se había topado con ningún insecto. Decir ninguno es pecar de avaricia de lenguaje. La realidad es que a su alrededor no había absolutamente ningún bicho. Nada de nada.
El pobre estúpido se obsesionó a tal grado con su descubrimiento que iba levantando cada una de las piedras del camino, mirando el revés y el derecho de cada hoja de cada arbusto, observando cada centímetro de hierba a ras de piso, sólo para acentuar su desesperación, que ya se hacía metafísica.
Al oscurecer se dio cuenta de que desde el momento de su descubrimiento y la puesta del sol no había avanzado más de diez a doce pasos. Loco de terror, buscó una caverna cercana en el cerro donde pasar la noche o quitarse la vida, le daba lo mismo.
Pero no fue capaz de entrar: desde lo más profundo de la cueva, miles de millones de ojillos luminosos, todos los insectos del mundo concentrados en un metro cúbico, lo observaban con frialdad hermética. Ni un solo gesto desde el fondo, ningún movimiento, ninguna emoción.
Al día siguiente, repuesto de su ataque de nervios, llegó al villorrio más cercano y ofreció sobre los sucesos de las últimas horas la siguiente versión:
-Ocurrió un día -dijo- que todos los insectos que habitaban la tierra se replegaron para protegerse de la mano del hombre y buscaron una caverna donde sobrevivir. Allí se fueron reproduciendo sin medida, hasta que la situación se volvió insostenible. Cuando el espacio se les hizo exiguo se vieron obligados a salir de nuevo al mundo a procurarse el alimento.
Mientras hablaba, una nube de langostas oscurecía el cielo.

3 comentarios:

mentecato dijo...

Un instante, un resplandor del mundo, la moneda de vil valor...

Esperaremos lo que sigue.

Un abrazo.

La peor de todas dijo...

Con el alma pendiendo de un hilito.....

Roccocuchi dijo...

Pues creía que lo tenía en el blog... y resultó que no, jeje, pero lo publiqué hoy... tambien es un homenaje a Kafka y a Borges... saludos