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martes, junio 30, 2009

Esperando el resultado del examen

La preparación del examen de Historia era infernal. Para mí consistía en abrir el libro de Francisco Frías Valenzuela y leer unas 70 páginas, que empezaban con Egipto, seguían con las guerras médicas, Aníbal y los elefantes y terminaban en Roma con sus tres grandes periodos. Me tendía en la cama o en el sofá. Afuera hacía calor mientras en la pieza seguían pasando uno tras otro los elefantes de Aníbal y los 300 héroes caían por la culpa de un traidor, poco antes de que los romanos viejitos pasearan en túnica frente al Coliseo en pleno siglo de Augusto. Los pelotazos de mis amigos rebotaban en la pandereta y rompían el silencio provinciano estival. La población Rubio y Rancagua nunca fueron lugar de autos ni bocinazos, ahora lo son y hasta de tacos formados por taxis colectivos en sus estrechas calles; pero eso es harina de otro costal, podredumbre de la vida moderna y augurio de lo que les espera a las nuevas generaciones.
La primera lectura me tomaba unas dos horas y la hacía por necesidad; leía en voz alta. Las páginas iban pasando una tras otra hasta llegar a la última, que no me provocaba gran placer, ya que entonces comenzaba de inmediato la segunda lectura, que ejecutaba en voz baja. Dos horas después empezaba la tercera lectura. A veces, para otras pruebas, leía cuatro y cinco veces la materia, pero eso era una desproporción generada en mi inseguridad: por lo general la materia "me entraba" a la tercera lectura.
Siempre pensé que así había que estudiar, que era el único método válido. Y los hechos me daban la razón. Cuando lo hacía de esa manera obtenía la nota máxima. En ocasiones el señor Zelada en mitad de una clase se refería a mí como "memorión" o "mateo", lo que yo después negaba rotundamente ante mis amigos, que me sacaban pica con ese sobrenombre, mil veces peor que "Dumbo el elefante volador", "paila mocha", "mono", "pelao" o "guatón relleno con sapos".
A los exámenes debíamos acudir provistos de lapiceras cargadas de tinta, pues los lápices a pasta estaban terminantemente prohibidos. Se trataba de controles de extrema formalidad. A nadie se le habría ocurrido burlar las reglas. Mi mente traducía ese momento como una especie de cápsula que contenía la esencia de la vida; lo demás, todo lo que había pasado durante el año, no tenía la menor importancia.
El señor Zelada entraba a la sala junto con una comisión compuesta por otros dos maestros. Eran los mismos que con mis papás veíamos comprando fiado en la tienda de Pepe Martínez cuando mis viejos iban por lo suyo; o los mismos que bailaban con frenesí en las fiestas del gimnasio, pero en ese instante ingresaban investidos del poder que les confería el nombre de La Comisión. El señor Zelada dictaba las preguntas y yo, al copiarlas con la lapicera me decía ésta me la sé, ésta me la sé, ésta también me la sé, ésta me la sé más o menos. Entregaba el examen con una ligera satisfacción y una tonelada de alivio: me había sacado otro peso de encima y ya se divisaban las vacaciones, que consistían sobre todo en no estudiar.
Esperando el examen corríamos por el patio, jugábamos a la pelota con una tapita de Coca-Cola, nos sentábamos a descansar, hablábamos de nuestras vidas, de lo que nos aguardaba ese verano. Alguien se encaramaba a mirar por la ventana el trabajo de la comisión y decía desde lejos: "Falta". Diez minutos después otra voz informaba: "Siguen corrigiendo". Esperábamos frente al patio desierto. El tiempo se hacía interminable, era como estar presos dentro de un reducto de tedio silencioso. No había vida, para nosotros a esa hora Rancagua se parecía a una ciudad fantasma, a un montón de arquitectura abandonada; no llegaba sonido alguno del otro lado de las paredes que nos encerraban en el templo del estudio y el saber. El sentimiento que experimentaba era no de angustia por una espera que se hacía eterna, sino de... vacío sereno ante lo irremediable, que es como definir a la muerte.
Aunque de todas maneras le agradezco a ese ramo el haberme salvado de la debacle intelectual, pues al menos la vida y aventuras que corrían por sus páginas captaron mi interés por algo "importante", con el tiempo descubrí que mis conocimientos de historia no sólo eran harto malitos sino que no me habían servido prácticamente para nada. Y sin embargo, ¡cuán fundamental y poderoso es el pasado!
Toda mi vida odié estudiar, no hubo cosa más funesta para mí que estudiar. Durante el periodo más largo de mi existencia, aquel comprendido entre los 11 y los 16 años, me encerré por propia voluntad en un corral de chanchos sólo por el gusto de ser destacado cada cierto tiempo como el chanchito obediente por el dueño del corral. Pagué con esa fría responsabilidad, con esa humildad mentirosa, esas ansias de ser reconocido que me caracterizan y recién, a estas alturas, podría decir que comienzo a despertar...

4 comentarios:

Sandra (Aprendiz de Cassandra) dijo...

Que tengas buen despertar...
A veces ese abrir los ojos se lo debemos, precisamente, a todo el tiempo en que nos mantuvimos deletreando. Quizás la vigilia también es un aprendizaje más.

Abrazos

Anónimo dijo...

Hay muchas maneras de ver las cosas...pero creo que lo importante no es el qué se hace, sino el como se hace...
Hasta pronto.
Un abrazo
La Lechucita

Marina Lassen dijo...

q bueno conocerlo dr vicius! aprecie lo q dijo de mentecato. y por cierto este escrito me gusta. "Mi mente traducía ese momento como una especie de cápsula que contenía la esencia de la vida; lo demás, todo lo que había pasado durante el año, no tenía la menor importancia." este fragmento por ejemplo!! muy bueno.
saludos
marina

mentecato dijo...

Tienen sus escritos lo atractivo y la "caladura" (lo digo en el sentido de escrito "sandía calada") que se desprendían de los relatos de José Santos González Vera, un finísimo escritor en que sus palabras fluían tan naturales como agua de manantial.

Un abrazo.