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martes, julio 07, 2009

Visiones

Me condujo por un terreno escarpado; se hacía difícil mantenerse en pie. Mas valió la pena: de la gruta emanaban resplandores y vibraciones similares a las que produce el toque del gong. Eran vapores celestes, llamados de amor que duraban sólo hasta la entrada: al enfrentarse a la luz desaparecían, se mezclaban con el aire y perdían su magia.
La semidiosa había estado presa durante milenios, castigada por la soberbia de su desplante. Se decía de ella que en tiempos remotos había desairado al titán Cronos y que éste la condenó a quedar pegada a la pared. Desde aquella vez no le quedó otra posibilidad que ofrecerse, sólo a quienes pudieran acceder a su morada, a través de emanaciones celestes, que revelaban por instantes su fisonomía en las paredes mohosas e irregulares de la cueva.
¡Era demasiado grande, inhumana, abarcaba el costado izquierdo casi entero de ese lugar que profanaban mis sandalias!
Aun así, entré a la caverna y besé el moho hasta que éste se pegó en mis labios, dejando una mancha barrosa en la pared. La acaricié con las palmas de mis manos y las yemas de mis dedos y jamás, ni por un segundo, dejé de sentir su tibia respuesta, plena de sentido, que ella me entregaba con sus vibraciones celestes.
Le placía saber que era amada, que no la habían olvidado. Sin embargo no se rebelaba, conociendo tan bien las consecuencias del castigo. Cualquiera otra hubiese rogado que la desprendieran y se la llevaran de allí para ver con sus propios ojos el sueño del que la había privado el titán. Ella, la semidiosa inhumana, prefería seguir el devenir de las cosas desde la pared de la caverna.
Los momentos eternos duran segundos; nuestro diálogo de amor consistía en su presencia ambigua y mi sensación ante la fuerza de la emoción que desprendían las paredes. A cada beso mío la semidiosa hacía salir vibraciones gaseosas desde las grietas de su cuerpo, que inevitablemente asocié con lascivia y vulgaridad. La situación se tornaba insostenible.
Al despedirnos lloramos ambos. Por mi lado, creo que no pude soportar la ruptura de la eternidad; el de la semidiosa se notaba que era un llanto contaminado por la dulzura y la piedad y eso me rebajó ante su porte. Al abandonar la oscuridad no pude dejar de sentirme ligeramente traicionado.
Mi compañera me estaba esperando y juntos nos devolvimos al valle bajo un cielo amenazante que al poco rato descargó tormenta. No me preguntó nada; me tomaba la mano y no decía nada; era un prodigio de mujer, me recordó al Siglo Dieciocho, al apogeo de Mozart. Tuvimos que ensayar cada paso, el temporal convertía los desfiladeros en hilos de piedras resbaladizas.

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