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viernes, julio 31, 2009

Pequeña nave anclada de noche en un desierto

Se podía decir que en Rancagua el cine Rex era el "cine de primera", aquél destinado a la matiné del domingo o al rotativo del sábado. Al cine Rex había que ir presentado, idealmente con gomina, corbata y zapatos brillantes. El cine San Martín daba películas raras, unas películas francesas o italianas que además de ser en blanco y negro, lo que no constituía novedad, ya que casi todo era en blanco y negro en esa época, parecían como filmadas de noche, aunque la acción transcurriera en el día. La mayor virtud de ese teatro residía en la señora Olga, la boletera, una mujer flaca de pelo corto y tieso que inspiraba temor por su voz de fumadora empedernida, temor que acentuaban sus lentes ópticos ahumados. Nos miraba de arriba abajo desde la caja y nos pasaba los boletos con sus manos huesudas. Pero era la mamá del Tatán, mi compañero de curso, así que a menudo entrábamos gratis. Curiosamente, en un baño de ese cine aprendí a aspirar el cigarrillo, durante un intermedio que me devolvió mareado al asiento, en estado de extraña euforia.
Al final de este ranking estaba el cine Apolo, especializado en películas mexicanas y en sus noches de picaresque con compañías traídas de la capital, pero ese es otro cuento.
A mí las que más me gustaban eran las películas de dibujos animados, empezando por las de Walt Disney y siguiendo con las de Tom y Jerry. Después venían las de jovencitos, como les llamábamos a los westerns, y las que protagonizaban Los tres chiflados. Las de amor había que tragarlas por obligación porque las metían al medio del paquete del rotativo, que se programaba para atraer a niños y niñas.
Cuando cumplí once o doce años me volví fanático de la mitología y de las batallas de griegos y romanos. Creía saberlo todo, pero muchos años después una amiga me bajó a tierra con un solo mito que recitó de memoria e interpretó certeramente mientras caminábamos por alguna calle de Santiago. Ella sí que sabía y el adulto que ya era yo continuaba siendo el perfecto imbécil venido de provincia. Sólo entonces reparé en que mi conocimiento de ese mundo de dioses, bestias bicéfalas y leyendas no pasaba de ser el que irradiaban Hollywood, los estudios Cinecittà y la revista de la editorial Novaro "Joyas de la mitología", que para más remate leía "Joyas de la mitogolia".
Fue una de esas tardes de cine cuando viví uno de los momentos más intensamente extraños que he sentido alguna vez. Los tres chiflados descendían en un planeta habitado por horrendos marcianos, aunque no necesariamente el planeta tenía que ser Marte. Era de noche y la pequeña nave que guiaban ancló en un paisaje desértico y se averió. Dentro de la máquina, parecida a la antigua imagen de un platillo volador, tres hombres chiflados protegidos por una cápsula se retaban unos a otros, de tal forma que sus voces sobrepasaban el vidrio y llegaban pálidamente hasta nuestras butacas desde la inmensidad de ese planeta desconocido.
La escena habrá durado un minuto, no más que eso, pero desde mi propia oscuridad de la platea alta no quería que terminara nunca. Me costó darme cuenta dónde residía la razón de mi placer y cuando me cayó la teja advertí que el viejo mito de la regresión al útero de la madre tenía cierta base, aunque en este caso no se trataba de un útero, porque el útero materno es protección contra todo peligro y por ende ausencia de miedo, mientras que ese útero otorgaba una inigualable seguridad en medio de un visible ambiente adverso.
Esa era la gracia, lo que siempre había anhelado y lo que Los tres chiflados me regalaron durante un minuto en un rotativo de sábado del cine Rex: vivir protegido en medio del peligro que está al alcance de la mano.

3 comentarios:

Sandra (Aprendiz de Cassandra) dijo...

Espero la continuación... pero no el final.

Besos mitológicos

mentecato dijo...

Le narraba a Lila M. que en el biógrafo o teatro municipal de mi pueblo en los veranos los demás muchachos preferían corretear pálidas o morochas veraneantes mientras yo me iba al teatro. En muchas presentaciones de películas yo era el único espectador ("Arroz amargo", "Al este del paraíso", "Ladrón de bicicletas", "Alta sociedad", etc.). Pensaba que los estudios cinematográficos habían filmado películas sólo para mí. En una de ellas me enamoré de la actriz alemana María Schell. Eran veranos maravillosos. Por cierto que por una disposición municipal debían pasar películas aunque hubiera un solo espectador...

Buena mano la suya y gracias por provocar bellísimos recuerdos.

Un abrazo.

Anónimo dijo...

"Vivir protegido en medio del peligro que está al alcance de la mano."

Creo que no eres el único que aspira a eso.
Parece que los cines Rex se extendían por todo el mundo.... así se llamaba el cine de verano al aire libre al que yo solía ir en el pueblo donde veraneábamos.
Allí,la película que me impactó profundamente fue "Los Olvidados" de Buñuel.
Me sigue impactando que el mundo siga lleno de niños olvidados.

No pude resistir volver al mar

Besos desde Cádiz