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lunes, octubre 05, 2009

La primera fiesta de verdad

Mi primera fiesta "de grande" fue a los 13 años. Mis papás nos dejaron todo preparado y se fueron como a las tres de la tarde, según se había convenido. Se les olvidó algo y volvieron a los dos minutos. El Tonyi corrió a esconderse al patio, porque ya estaba fumando. Cuando se fueron de nuevo mandamos un loro para asegurarse de que estaban lejos. Cuando el loro dio el visto bueno y comunicó que ya habían pasado la línea del tren encendimos nuestros cigarrillos, que escondíamos en un bolsón de cuero ubicado sobre el pedal de la máquina de coser.
Fumar a esa edad era uno de los grandes placeres, sólo superado por el placer de correrse la paja, pero éste último era un placer privado y prohibido que provocaba depresión nacida del sentimiento de culpa, culpa que a su vez generaba conflictos existenciales y confesiones vergonzosas al sacerdote. Fumar también era un placer prohibido y a escondidas, pero no tan privado. Siempre se nos reprochaba que fumábamos para sentirnos grandes, pero nunca me pareció que yo lo hiciera por eso; más bien el placer radicaba para mí en el acto mismo de fumar, y su centro se ubicaba en el momento justo en que el humo se aspiraba y entraba por la garganta, más que en su expulsión o en la fabricación de argollas que entraban dentro de otras argollas, acción de fantasista que no otorgaba mayor prestigio.
Yo solía confesarme los sábados para poder comulgar los domingos. Jamás se me pasó por la cabeza comulgar sin haberme antes confesado, pues tal conducta importaba un pecado grave hacia Dios. El problema era que entre las tres o cuatro de la tarde del sábado y el mediodía del domingo no podía cometer pecados, de modo que con el tiempo cambié la confesión al mismo domingo, en plena misa. Así tenía plazo hasta el sábado en la noche para correrme la paja. Desde luego, esa mañana debía portarme como un angelito y además no podía comer nada después de las diez, o sea, dos horas antes de la misa.
Un día le confesé mi pecado habitual al cura, el que inteligentemente deslizaba en el cuarto o quinto lugar de la lista, para que no se notara tanto. La lista comprendía mentir, desobedecer a los padres, pelear con el hermano, estudiar poco y otros que no recuerdo. Tras la rejilla noté que el cura se extrañó y me pidió que detallara el pecado, pero yo no disponía de palabras académicas para hacerlo y me daba vergüenza describir mi acto usando términos vulgares.
-¿Pero qué es para ti fornicar? -insistía.
-Es... moverlo con la mano... para atrás y para adelante, Padre...
El cura se sintió aliviado de mi malentendido, se le notó en la voz, y me otorgó el perdón, no sin antes darme a rezar en penitencia dos padrenuestros y dos avemarías.
Tiempo después salí del error con la palabra, pero entonces me pregunté por qué ningún sacerdote se había preocupado antes de la seriedad y consecuencias que le acarrearía a un niño un pecado como ese.
Pero estaba en la fiesta. La lista de invitados fue reducida: el Lucho, el Julio, el Miguel, el Rigo, el Séper, la Eli, Jorge Maravilla Gamboa, la Ángela y la Tati, que eran mis primos. La Lauri, vecina, la Lilian Inostroza, que era la que me gustaba, y su hermano el Jorge. El Tonyi, el Tatán, el Honeyman y el Ogaz asistieron en calidad de compañeros de curso. Y el Vitorio, por ser también dueño de casa.
Recuerdo que todos esperaron el abrazo que me daría la Lilian, porque sabían que me gustaba. Ese era el término que se usaba entonces y se expresaba "mandando saludos" a través de un tercero. Si eran correspondidos se podía afirmar sin ánimo de exageración que el mundo dejaba de girar. La había conocido un día que nos cruzamos en la calle. Yo venía de vuelta del liceo y ella asistía a clases por la tarde. Nos volvimos a ver un par de veces. A la tercera experimenté la sensación rara y nueva de descubrir que me gustaba. A la cuarta calculé matemáticamente la hora y el trayecto que usaba para dirigirse a su colegio, de modo de asegurar que me la toparía diariamente, por casualidad. A la sexta o a la séptima me atreví a decirle hola y ella me respondió. Esa vez el mundo se detuvo, me enamoré perdidamente y pasamos a ser oficialmente amigos, según mi modo de ver las cosas. Cada tarde, alrededor de las seis y media, me asomaba a la ventana para verla regresar con el bolsón.
Cuando me entregó el regalo y me dio el abrazo nadie dijo nada, por pudor y porque no se bromeaba con esas cosas. Nos abrazamos, ella era totalmente plana, blanca y delgada. Usaba zapatos negros de charol con una correíta que le atravesaba el empeine y le cubría las calcetas blancas. Recogía su pelo en un moño que le estiraba los ojos verdes. Era la niña más hermosa de la tierra, sin duda alguna, pero yo era demasiado tímido como para hablarle, así que la abracé, le recibí el regalo, me sonrojé y, no hallando qué más hacer, dejé que se sentara en un sillón y tomara una revista. Luego me esmeré en ofrecerle regularmente, pero sin que se notara mucho mi interés, canapés de paté y huevo duro con vasos de Fanta o Coca Cola. Por primera vez no había chocolate caliente ni torta: era verdaderamente un cumpleaños de grande, encima acompañado de música de Bert Kaempfert y de una botella de Cinzano, que se reservó para servir en vasitos minúsculos alrededor de las siete de la tarde. A esa hora los invitados se empezaron a retirar, la Lilian entre ellos, pero la música del tocadiscos despertó a los truhanes del barrio, los coléricos de 17 y hasta 19 años que se peinaban con jopo y vestían pecos bill y chaqueta de cuero. El Roberto Urbina, que era el más caballero porque usaba corbata y tenía un pelo ondulado aplastado y brillante por la gomina, solicitó permiso para ingresar con su polola. Una vez concedido los demás fueron entrando uno a uno, como un huracán, con sus propias cajetillas y discos de Bill Halley bajo el brazo.
Cuando mis papás llegaron, a eso de las diez de la noche, me vieron ofreciéndoles Cinzano en una bandeja, portándome bien con ellos.
En un dos por tres la casa quedó vacía.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Y qué pasó con la Lilian? ¿Allí se acabó la historia de amor?

Linda tu primera fiesta de grande.

Un abrazo

mentecato dijo...

Dr. Vicious:

Usted tiene un magín torrencial. Escribe supersónicamente. Siempre corro, atrasado y jadeante, a leer sus escritos...

Volveré a hacer un comentario.

Un abrazo.

mentecato dijo...

He aquí mi comentario, Dr. Vicious. O narración más bien de un aspecto de su historia:

En mi niñez postrera, a pesar de haber sido un combativo jugador de pinchanga en la cuadra, un simio trepador en los árboles frutales para llenar mi cesta de peras, manzanas, ciruelas, níperos, etc. y un frenético bogador en las carreras de bote en el río, era alguien triste y casi angelical. También nosotros teníamos confesión semanal con el cura confesor del colegio. Un año que no recuerdo llegó un nuevo cura confesor peninsular: era de baja estatura, piernas de arco, rostro siniestro y detrás de unos lentes gruesos brillaban unos inmensos ojos de sapo. Mi primera confesión con él fue de muy leve soplo sobre las aguas. En la segunda, al ver quizá que yo casi era tranparente como un arroyuelo, empezó a decirme un tanto airado "¡Qué más! ¡Qué más!"

Me sentí obligado a inventar mentirillas que lo dejaban agobiado. No concebía un señor peticito tan poco dado al pecado.

Al año siguiente, ya más entrado en un período de rebeldía, comencé a ser la cola de un primo mayor. Este se reunía en el río con otros rufiancillos de la cuadra a fumar y contar historias de sexo con sirvientas de casa y muchachas promiscuas de los caseríos (ahora sé que eran más delirios que verdad). Sin embargo, yo aguzaba el oído para memorizar historias.

Un fin de semana, pasé al confesionario. Ese día el cura confesor estaba en ascuas. Me repitió como cinco veces "¡Qué más!" Y yo balbuceé, aterrorizado, que una prima mayor (imaginaria, por cierto) me había besado y acariciado entre las piernas...

Mi oído atrapaba las historias de mi primo mayor y los rufiancillos y en el confesionario le narraba al cura confesor lo que mi prima mayor imaginaria hacía conmigo (me mostraba los pechos y yo los besaba y chupaba. En otra ocasión, se metía de noche en mi cama desnuda y metía su mano en mi pijama. O me tomaba la mano y la restregaba en sus genitales. Yo recuperaba mi mano mojada y maloliente...

Otro fin de semana, quizá mi narración fue de un mayor ardor, porque súbitamente, a través de la rejilla del confesionario, sentí un olor extraño, casi ácido (después supe que ese olor era del fluido seminal)...

Una mañana de clases, el colegio fue de pasos sigilosos y de voces casi apagadas. Un compañero me la lanzó: el cura confesor había abrazado y besado un muchacho de otra clase. Cuando días después me señalaron a la víctima, me impresioné: era un rubito muy hermoso que parecía un querubín.

La dirección del colegio, tras un breve conciliábulo, determinó regresar al cura confesor a España. Quizá lo hayan recluido en un nosocomio delirante de sexo (más bien por un muchacho que por una mujer).

Y yo nunca más me confesé ni comulgué: influido por mi primo mayor y los rufiancillos ya cuestionaba los asuntos del cielo y me había convertido en un precoz agnóstico...

mentecato dijo...

Por ahí se me pasó un 'tranparente' por 'transparente'. Y no cerré un paréntesis al final de un párrafo...

Un abrazo.

mentecato dijo...

Otro error: 'nípero' por 'níspero'. Como estoy solo no tengo la tranquilidad y el tiempo para revisar con minuciosidad...

Anónimo dijo...

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