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lunes, abril 07, 2014

Connor Brooks, el astronauta licuado

La angustia ante la página en blanco, mal que parece no afectarme. Cuando me llega el momento de escribir cierro los ojos o me inclino en la mesa y luego de unos segundos decido el tema, que generalmente tiene que ver con lo que pasa en mi alma, con lo que he visto en la calle, con algo que me ha sucedido últimamente, con la lectura de un libro que despertó mis propias musas o con el simple ejercicio literario, el desafío de partir de la nada. En el camino se va armando el argumento y ya sé que nada saco con huir hacia territorios inexplorados, pues todo vuelve al redil. A eso le llamaría estilo, pero también limitación, miseria literaria. Miseria de la que en todo caso no reniego, pues soy de los que se abanderizan con la idea de que lo moral está en la honestidad y no en el experimento por el experimento.
Es muy raro que si he optado por escribir un relato corto me salga uno largo, es decir, un cuento. Pero me pasó hace poco, con "El palacio azul". Originalmente pensaba en 12 líneas y terminó en 120. Y perfectamente podría llegar a las 1.200. Tal vez lo someta a revisión.
Retomo la escritura de este ensayo tras haberla suspendido durante media hora para hacer mis tareas del turno de noche en el diario. Releo ahora el primer párrafo y pienso que más de un lector, alterado por la presunta soberbia y el narcisismo que se desprenden de sus conceptos, lo repudiaría y abandonaría sin más la lectura. ¿A qué hablar tanto de sus cosas? ¿Qué me interesa de dónde procede su inspiración, si lo que yo quiero leer son historias o fantasías que me distraigan, me den placer, me hagan pensar o me interpreten? Allá el lector con sus fundadas críticas, yo debo continuar, pero le anticipo, por si aún me está leyendo, que este ensayo desembocará efectivamente en una fantasía, en un rapto de locura.
He tardado diez o quince años en descubrir que mis palabras le deben más a la poesía que a la crónica, la prosa o el drama. Alguien me lo tuvo que decir. De allí que no me cueste enfrentar la pantalla en blanco: yo escribo acerca de mi vida, y mi vida es como todas las vidas, novedosa. Todo cambia para que todo siga igual. Si cada uno escribiera sobre su vida las estanterías del mundo no darían abasto, pero todos nos conoceríamos mejor. El de allá tiene la cabeza hueca, la de acá pretende ser más de lo que es, a esa otra la timidez se la come, el de la esquina esconde pensamientos retorcidos, a ese de ahí le preocupa más la sociedad que el individuo. Luego estaría el problema de determinar qué es arte, suponiendo que esa fuese la meta de todos los habitantes del mundo, crear arte, lo que no es así, porque a la gran mayoría le importa un rábano hacer arte, porque del arte no se vive y porque hacer arte es vivir insatisfecho. Y aunque me pese luego esta osadía, debo apostar a que la inmensa mayoría de los habitantes del mundo se sienten satisfechos, descontando un par de problemas que si se ajustaran los dejarían conformes.
Anoche, ante la página en blanco, escribí:
"-Estás cansada.
-¿Por qué lo dices?
-Se te nota en los ojos" -y paré, borré lo escrito: no iba hacia ninguna parte. Mis compañeros del turno, Marco Valeria, Fredes, Enrique Ábrigo, Willy Gómez, el Pastorcito, Luis Eduardo Cisternas, se paseaban silenciosos por el piso de la crónica, examinaban las páginas, las sometían al escrutinio del corrector de pruebas, nadie sabía en qué pensaban, pero el resultado visible era una atmósfera tranquila de sábado por la noche. El bullicio del barrio Bellavista no entraba a la sala periodística. Pero tampoco ese era un tema para abordar, el de una noche de turno, de modo que tiré la toalla y dejé la página en blanco para otra ocasión.
Esta mañana, en el baño, sentí un largo pelo suelto sobre el brazo izquierdo. Al rascarme las tetillas volvía la sensación del pelo en el brazo. Sin lentes no podía cerciorarme de qué se trataba, pero me dio la impresión de que no había ningún pelo suelto en mi brazo y de que estaba experimentando un extraño efecto, el de que algo dentro de mi cuerpo hacía que tuviera la percepción de que un largo pelo se me había depositado sobre el brazo. Imaginé entonces un breve relato de locura y apenas salí de la ducha abrí el computador e imprimí la idea, para que no se me olvidara. Dejé escrito "rapto de locura. el astronauta en marte. filamentos, va siendo rodeado. noche de turno, ideando una historia para seguir vivo, los demás compañeros se mueven viendo sus páginas..." y apagué el computador, acicateado por mi mujer, que me aguardaba en el patio para iniciar el paseo en bicicleta, el paseo dominical que durante toda la semana está ansiando la Cleo, nuestra falsa perrita labradora. En Providencia, a pocas cuadras de la Plaza Italia, mi mujer se entretenía viendo la Gran Maratón de Santiago, pero yo solo quería volver a terminar el cuento; sentía que de nuevo había un motivo para estar vivo. Hubieron de pasar varias horas para retomar el ensayo -o para comenzar el cuento- y recién lo puedo hacer a esta hora, las dos de la mañana.
El astronauta Connor Brooks, aislado en Marte por problemas circunstanciales, no considera que la angustia sea una fuerza que lo supere, y eso mismo tuvo en cuenta la comisión que lo eligió para cumplir esta tediosa misión. No es eso entonces lo que lo preocupa, sino la razón de que su traje se esté poblando de filamentos que a primera vista no resisten explicación alguna. Connor Brooks lleva en Marte varios años y le han prometido un relevo "dentro de pronto", pero ya comienza a hacerse a la idea de que lo han engañado. Antes de viajar sus amigos le advirtieron que detrás de la oferta había gato encerrado, pero Connor Brooks no les creyó y atribuyó dichas aprensiones a la eterna envidia humana, aplicada en su caso al hecho de recibir un regio departamento amoblado en el piso 344 con vista a las llanuras y a los bosques -aislado de toda contaminación, de esos que ni siquiera obligan a sus ocupantes a bajar a la urbe, pues allí el complejo cuenta con todo- a cambio de un viaje de tres años a Marte. Sus amigos se quedaban en los suburbios, él subía a lo más alto del centro. Pero los tres años ya se han convertido en ocho, con la esperanza cada vez más lejana de un relevo.
De la Tierra no llegan buenas noticias. La guerra ha cortado de raíz ciertos presupuestos, pero siempre le aseguran a Connor Brooks que el de la compañía espacial permanece inalterado, que ese no es el problema, que el problema es otro, un problema puntual, pedestre, de fácil solución. Connor Brooks los ha escuchado a la distancia, sin decir nada. No es de aquellos coléricos que reclaman ante el menor inconveniente, por algo lo seleccionaron para un viaje como ese. Por las noches, luego del habitual paseo a pie por las arenosas anfractuosidades de Marte, Connor Brooks ingresa a su medianamente estrecho cubículo y abre la botella de whisky, saca dos cubos de hielo del refrigerador portátil y se regala una altura de dos dedos para el vaso. El líquido le recuerda sus mejores tiempos en la Tierra, las mujeres que dejó, el sacrificio hecho por ellas, y se lo bebe de un trago. Entonces, con la mente caliente, pone música, Bach de preferencia, y lee un buen libro. El aparato digital contiene una biblioteca entera, que a pesar de todos los avances en materia de lectura veloz ni siquiera en cuarenta años podría ser absorbida por mortal alguno. De modo que en el peor de los casos, la vida de Connor Brooks, lo que le resta de vida, se adivina de lo más placentera.
Aquella noche de la que estamos hablando, Connor Brooks seleccionó la obra de 350 páginas "Informe fallido sobre el paso de una sombra y otros relatos descabellados", del escritor chileno Sergio Mardones, quien viviera entre los siglos 20 y 21. Cuando llegó al relato titulado "Connor Brooks, el astronauta licuado" el corazón se le fue a la boca, asombrado de que un autor visualizara con tantos siglos de anticipación y tan matemática exactitud el asunto de los filamentos que comenzaban a cubrir su traje de astronauta, así como los motivos que lo habían llevado a viajar a Marte, las advertencias de sus amigos, incluso el sacrificio que llevó a cabo por las mujeres de su vida. Connor Brooks, quien como ya hemos dicho es capaz de leer un libro como aquel en cinco minutos, al igual que cualquier humano de su tiempo, ralentizó la lectura, consciente de que la página siguiente sería la definitiva. "... El astronauta licuado..." se repetía una y otra vez, sin acertar a dar con el significado del título. Por la ventana divisó la presencia de su vecina de todas las noches, la araña marciana, animal insignificante que bajaba del monte rojizo para sentir un poco de ese calor que desprendía la sangre humana. Con el pulso acelerado esperó unos segundos y luego se atrevió a avanzar la página: el cuento había terminado. Para él, el cuento había terminado. Le siguió otro relato acerca de un café, intrascendente, sin interés alguno para su vida, su presente y su futuro. Por más que volteara su aparato digital para todos lados la trama seguía siendo la misma. Inmerso en un mar de dudas que nublaban su destino, Connor Brooks se entregó a un afiebrado ejercicio de interpretación, última posibilidad de entender lo que la última página le había negado. ¿Por qué se había mencionado al pasar a su compañera de cada noche, ese "animal insignificante" que bajaba del monte rojizo? Aquel detalle que había pasado por alto durante ocho años lo había descolocado. ¿Qué deseaba insinuar el autor con su presencia, acaso un velado peligro? ¿Y a qué obedecía ese atisbo de frialdad dado a su carácter, cuando al escritor le constaba que Connor Brooks no era así? ¿Por qué el cuento de su permanencia en Marte, narrado con trazos tan ambiguos, generales, ocupaba el mismo o acaso menos espacio que el relato en su conjunto? ¿No se quiso profundizar en su historia a propósito o esa laguna se debía a un caso más de negligencia literaria? Preguntas como esas, que se hacía no por vanidad, sino por una necesidad urgente nacida de la insólita oportunidad que le había brindado ese libro, la de conocer su verdad, de una vez por todas. Sin dominar las respuestas, imposibilitado de descifrar la paradoja de un código ajeno a su persona, pero que le pertenecía únicamente a él, maldijo entonces al escritor, que en vez de golpear con un final brillante prefirió volcarse en digresiones y recuerdos personales, dejando su cuento en suspenso y a él, abandonado a su suerte.
Acostado, con los ojos abiertos, la vida de Connor Brooks se mezcló con mis propias sensaciones: eché de menos el calor humano, el contacto de una piel con otra en medio de la oscuridad y me sentí vivo solo a medias. A esa misma hora cuántos matrimonios dormirían abrazados, cuántas guaguas soñarían dulces sueños en el pecho de su madre, pero también cuántos seres habrían comenzado ya a dormir el sueño de la muerte, cual si fueran una gata, nuestra Diana, coagulada su sangre hace dos días, rígido su cuerpo a medio metro bajo tierra. Antes de cerrar los ojos se me vino a la memoria el verdadero Connor Brooks, desconocido titular de la tarjeta de crédito que hallé olvidada, palpitando, dentro del cajero automático del barrio Lastarria. Mi pobre dominio del idioma inglés me impidió llamar a la sede de su banco en Canadá; cuando una colega dio el aviso por mí le contestaron que ya había sido bloqueada.

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