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jueves, octubre 03, 2019

La rutina del tiempo

Un eterno éxtasis, el retumbo de todos los instrumentos de la orquesta siguiendo un mismo ritmo ausente casi de silencios, la acción incesante que va dando paso a hechos nuevos sin pausa alguna, sin descanso, sin respiro. Un cúmulo de situaciones montadas unas sobre otras, de novedades que tejen una pirámide frenética.
Es el tiempo y su rutina, que corren incluso en el manso atardecer de un desierto engañosamente moribundo.
Sobre la tierra reseca y bajo la tierra reseca, insectos y alimañas se enfrascan en la competencia del instinto que da origen a batallas sangrientas, inclementes. Palpita el ser en todos ellos, indiferente ante el horrendo espectáculo de la vida.

Llevo varios días imaginando que comienzo a escribir un cuento basado en esos parámetros; un cuento de acción eterna, en el que cada situación eclipsa a la anterior y obliga al lector a sumirse en un estado de concentración absoluta, atrapado por los hechos que se van desencadenando uno detrás del otro. Mientras el relato asciende, apasionado y violento, porque la verdadera acción implica violencia desmedida, yo describo mi estado físico y mental, mi pálida rutina, el ambiente en el que escribo, la música que escucho, el licor que bebo, lo que ocurre en mi casa, en mi entorno. Es el viejo truco del cuento dentro del cuento, el viejo truco del escritor en su propio cuento.
No sería tan difícil imaginar el cuento; en el fondo se trata de simples fórmulas que muy pronto podrán serles encargadas a un robot, si esto ya no se ha hecho. Menos complicado aún es describir mi estado, bastaría hablar del dolor que desde hace unas semanas empecé a sentir en los brazos al teclear, al cargar bolsas del supermercado, al hacer cualquier fuerza; del ingenuo bienestar que me embarga al beber una copa, de la tácita compañía de mi mujer, enfrascada en sus propias tareas ante su computador, del problema de las palabras que significan otra cosa, el eterno problema de las dudas, las inconsistencias y las correcciones, del destino de la trama, del valor, del sentido de los quince minutos que se le robarán al lector, minutos que le dejarían un sabor provechoso en el espíritu si el tema del tonel que le cae en el pie al cuidador de la bodega le pareciera interesante, o curioso, o dramático, teniendo en cuenta que anochece y los demás empleados de la viña se han ido, que es viernes y no regresarán sino hasta el lunes. El tonel contiene 10 mil litros de vino de guarda y en un descuido insólito rodó y las diez toneladas quedaron fijas sobre su pierna izquierda. Grita el hombre de dolor y de terror, pero su voz desde el fondo de la bodega cerrada rebota en las paredes y se devuelve a sus oídos en un eco insoportable.
Miro a todos lados y apenas ya distingo la fila de barriles ordenados, anclados en sus bases; no puedo aún creer que uno de ellos haya burlado toda regla de lógica y rodara en silencio hasta atraparme, descuidado como estaba, dándole la espalda. ¿O es que alguien tramó esta historia de terror? La oscuridad se va apoderando del recinto; de las angostas ventanas situadas a lo alto de los muros no entran ya las ondas luminosas que regalaba el día; habré de esperar hasta la madrugada del sábado para volver a ver. Mientras, deberé enfrentar el miedo de la pierna aplastada, el dolor de la fractura, las gotas de sangre que emanan de la pierna y que atraen a las ratas, siento sus colas en el hombro, sobre un brazo, en la oreja, en la camisa, son demasiadas, y han olido mi sangre...
El horror súbito y ascendente de la pierna aplastada, la ausencia de algún instrumento que la cercene para liberarse, el dolor extremo, la sangre que brota, las ratas que se acercan a lamer y a escarbar, a hundir sus hocicos y sus dientes en la herida abierta conforman una suma de láminas truculentas que más valdría la pena eliminar de raíz, pues no logran enganchar con la psiquis del lector desprevenido; para que se produzca la empatía se necesitarían más que unas pocas líneas, y una historia in crescendo, no la suma de situaciones de clímax que no pueden conducir sino a la muerte. Eso, y la natural decepción del trabajo mal hecho hacen que el autor se levante de la silla y salga a caminar; a veces las caminatas refrescan la mente y dan buenas ideas.
El viejo Hipólito se detuvo a pensar. Revisó las llaves y al salir miró hacia atrás. El polen inundaba el ambiente y lo hizo estornudar. Un tren se acercaba a la estación, las ruedas iban disminuyendo su marcha y al detenerse, la locomotora soltó un chorro de humo negro y echó dos pitidos cortos y uno largo. Desde el patio trasero el viejo lo oyó partir al cabo de un rato. Pelaba una manzana verde, ácida, y se la echaba a la boca en trozos. Al masticar se le hacían agua los carrillos y cerraba involuntariamente los ojos. Había un libro sobre la cubierta de vidrio de la mesa, pero no sentía ganas de reiniciar su lectura. Era un libro de Hölderlin. El separador resaltaba alrededor del primer tercio del ejemplar; los moscardones entraban y salían de los cilindros huecos que él había colgado de una rama y que los insectos habían elegido como nidos. Últimamente el viejo y los bichos se habían transformado en compañeros de viaje, aunque el diálogo entre ellos no pasaba de un par de gestos lindantes en el ridículo.
Sintió un leve sonido a su espalda, pero no le dio importancia sino hasta que una mano se posó en su hombro. Una mano suave, una mano desconocida de mujer.
La mujer se inclinó y lo besó en la mejilla; atardecía y las nubes oscurecieron el cielo. Pronto empezó a caer la lluvia; sin embargo no se movían ni se hablaban, ella siempre de pie detrás de él, sentado. Las lágrimas de ambos se confundían con las gotas de lluvia.
Su nombre era Diotima, y llegaba a su vida veinte años después de lo que el viejo Hipólito hubiese deseado.
Se abrió entonces el cuento en un abanico infinito, como las jugadas del ajedrez a medida que avanza el juego. No era eso lo que pretendía, una historia simbólica que se adivinaba ficticia; él quería una como las que había leído la noche anterior en una selección de cuentos canadienses. Historias que les sucedían a personajes de carne y hueso y que reflejaban momentos importantes de sus vidas; historias que casi se podían oler, saborear, historias inteligentes sobre gentes sencillas. Molesto, argumentó para sí mismo que sus crónicas estaban plagadas de historias bien contadas de personas reales, de lo que desprendió que el camino no era aquel, por mucha admiración que sintiera hacia esos autores de excelencia. El cuento, su forma de narrar los cuentos, no apuntaba en esa dirección. Ese pensamiento lo incomodaba, no lo dejaba tranquilo; se le aparecía en la duermevela y le quitaba amaneceres, mediodías.
Los nuevos cuentos son como las nuevas sinfonías: irritan. Mientras, los materiales más diversos se van mezclando en el gigantesco remolino que al final los transforma en el inevitable y único gran tema. Así eran sus cuentos. Comenzaban de las formas más extrañas; terminaban uniéndose hasta dar con la sensación de abandono que se alojaba en lo más profundo de su alma. No había nada que hacer. Estaba predestinado a hablar de sí mismo, a sucumbir a la tentación del autoanálisis.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Yo en estos casos de frustración entre clímax y anticlimax, demasiado frecuentes,me voy a con mi perrita al paseo marítimo, me siento en una terraza a tomar una cerveza y contempló la puesta de sol como si estuviera resolviendo el desenlace.
Un beso de narradora en primera persona.

La Lechucita