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miércoles, octubre 23, 2019

Murmullos en el café

El Presidente había pedido perdón, con la mano sobre el pecho. Se le veía atribulado, compungido, no derrotado, sí descorazonado. Aquello que había intentado construir durante años, sus grandes sueños de trascendencia, se le desplomaba en una sola noche. Su cabeza estaba en juego, pero él no parecía darse cuenta de ese pequeño detalle. El día antes le había declarado la guerra a un enemigo invisible, a unas hordas sin rostro que se adueñaban de la ciudad. La masa silenciosa, en tanto, se hacía preguntas, se cuestionaba sus certezas, se tentaba: eran demasiados los incendios, los saqueos y los gritos de jóvenes encapuchados que se comunicaban a la distancia a través de sus celulares, cantando enceguecidos al grito de "Chile despertó". Tal vez no estuvieran tan equivocados, tal vez era el momento de seguirlos en su locura, quizás un provecho personal podría sacarse ante el nuevo escenario, diríase que podrían estar pensando miles, millones de chilenos.
Eliodoro huyó caminando hacia su hogar, invadido por un miedo... por un miedo... diferente, una sensación que le comenzaba en la médula, le atravesaba el corazón, se le alojaba en la mente y se le expandía desde la conciencia más profunda en mil direcciones, presentes y futuras. Hacía años que no se sentía así, quizás nunca antes había experimentado dicha sensación, algo similar al vacío y también a lo que existe en demasía, a lo que puebla un continente, lo repleta y se aloja en él como el aire en el globo, como una sustancia que de buena deviene en tóxica. Por la tarde un grupo de vándalos había entrado a su oficina, provocando destrozos menores, de esos que no salen en los diarios, pero destrozos al fin y al cabo, daños al sistema nervioso de su empresa. Le aguardaban unos cuatro a cinco kilómetros de caminata, una hora o poco menos. En otras circunstancias habría sido un trayecto saludable; pero esa noche parecía más una película de terror, "La guerra de los mundos", "Los muertos no mueren" o alguna de ese calibre, con estaciones del metro convertidas en escombros tras los incendios, sus carros pulverizados, buses dejando ver sus humeantes esqueletos deshechos, edificios públicos e iglesias en ruinas. Empezaban los saqueos y la TV exhibía a sus anchas, envalentonada por sus quince minutos de fama, cómo incontables dueños de automóviles recién salidos de fábrica abrían las fauces de sus vehículos para apropiarse con toda tranquilidad de la mercadería de los supermercados en llamas. Los manifestantes utilizaban la técnica de las hienas: rodeaban a sus víctimas más frágiles, aquellos locales comerciales de grandes ventanales indefensos, libres de enrejados o diseñados con protecciones débiles, les prendían fuego y los saqueaban. Sin ser católico de misa, en medio de la multitud a Eliodoro se le vinieron a la mente las palabras de Jesucristo clavado en la cruz: perdónalos, Señor, que no saben lo que hacen.
Recorría las mismas calles de siempre, pero con una nueva forma de ver las cosas, como hacen los niños o los turistas que abren los ojos ante lo nuevo que se les manifiesta. Veía los rostros de la gente mezclados de ansiedad y alegría, la falsa alegría que sintieron quienes abrieron la caja de Pandora. En uno de los pocos pubs que se mantenían abiertos, clientes treintañeros fumaban y bebían cerveza en las mesas que daban a la calle; parecían indiferentes ante el gas de las bombas lacrimógenas que impedía respirar con normalidad. O tal vez presentían que se les había aguado el panorama del viernes por la noche; y sin embargo insistían en proseguir como zombis con su rutina, como almas en pena.
¡Cuánto tiempo hacía que no anhelaba un buen café como esa noche! Pronto llegaría a su hogar; entonces se sentaría en el sofá, escucharía su programa favorito de jazz, leería la poesía negra de George Trakl y escribiría sus diarios apuntes sobre la suerte de los suyos y la suerte del mundo. La taza de café humearía en la mesita de arrimo y aquel sería todo su mundo, el único posible en el que el alma se vacía, se derrama y el cuerpo busca en paz su guarida temporal. Había trabajado el día entero, había cumplido como buen empleado con su compañía, le había sido leal años de años. Y ahora le restaban solo veinte, cuando mucho treinta minutos para suspender la pesadilla al menos unas horas, las que irían de las diez de la noche a las ocho de la mañana.
Una turba de sujetos vestidos de negro y muchachas con pañuelos verdes se le cruzó en el camino. Invadido por un odio desconocido, nacido del fondo de su alma, Eliodoro no se hizo a un lado y con el hombro pasó a llevar a una de las mujeres, que protestó al instante. La turba lo cubrió de improperios y se le fue encima; un fogonazo surgido de la oscuridad lo desplomó sobre la acera. Se hallaba en una de las calles laterales que había escogido para evitar los disturbios, pero el destino se ensañaba con él; al verse en el suelo presintió que no había sido una buena elección. Desde su nueva postura en la acera divisó una luz roja de neón que lo invitaba con su mensaje. "Café Hades", decía. Era un negocio pequeño, tres a cuatro mesas apegadas a una pared alumbrada por lamparillas dispuestas en alejados rincones para crear ambiente; parecía camuflado en la discreta calle, como si toda su existencia hubiese consistido en esconderse en el corazón de la jungla, esperando su momento para dar la señal.
Entra, yo te acojo.
El mensaje poderoso crecía en su mente; tal vez debería adelantar sus deseos. El púrpura brillante del neón se asemejaba a esos cuentos infantiles de desobediencia que terminan mal, con los pequeñajos en el despeñadero. Ah, la malévola e inocente desobediencia infantil.
Un joven de acento extranjero le ofreció la carta, una página plastificada algo grasosa por tanto uso.
-Un café y un vaso de agua -pidió Eliodoro-. Sin azúcar -añadió-. El vaso de agua grande, por favor -complementó.
Cuando el café estuviera en su mesa le daría el primer sorbo y resucitaría; ese sorbo, menor que el paso de un segundero entre un número y otro de la esfera, le daría sentido a su existencia. En ese instante su vida se hallaba reducida a saborear una taza de café, el primer sorbo de una pequeña taza de café. Entretanto lo iba inundando un sopor que atribuyó a la rara sensación de tranquilidad surgida de la cálida y débil luminosidad del local, la ausencia de ruido exterior, el relajamiento de su tripa, la respiración rítmica y pausada. Afuera, el caos, el fuego, el vandalismo, los cacerolazos y el griterío de la multitud superaban a sus peores pesadillas, pero desde el pequeño café no se oía nada, salvo un leve murmullo, que recién ahora se incorporaba a su conciencia. En el recinto eran dos: el desolado Eliodoro que desde niño odió las multitudes y practicó la obediencia y el orden -el abrumado Eliodoro que se daba una pausa antes de proseguir el incierto camino a casa- y el muchacho concentrado en la preparación del café detrás de la barra.
Eliodoro llevaba siempre consigo una libreta de apuntes. La ocupaba en sus noches, pero también en alguno de sus momentos de ocio. Más que un hábito, era uno de sus escasos vicios, que los tenía, como todo el mundo. Mientras aguardaba su café de grano escribió lo que se le vino a la cabeza.
Sentía que esos pequeños apuntes le habían devuelto a su psiquis la dosis de pesimismo para aliviar su mal. Las hordas de jóvenes marchaban ante la ventana, pero no las oía. Tendrán lo que pedían, pero querrán más, y así se desemboca en la penuria, protestaba no su intelecto sino su sensibilidad, dejando traslucir un profundo desprecio hacia la juventud inconsciente, que no le hacía bien a su semblante. Razonaba con odiosidad, como si una semilla de violencia se expandiera hasta nublar los dos hemisferios de su cerebro para negarse los placeres, impedirse otra manera de mirar la vida. Y sin embargo, haciendo un esfuerzo, intentaba ponerse en el lugar de ellos, arrimarse al nuevo tiempo, salvar su identidad. Al contemplar sus perfiles enérgicos, definitivos, dejó escrito en su libreta:

Si una ideología apela al instinto, a la riqueza y al individuo mientras otra lo hace al corazón, a los pobres y al reparto de los bienes, la primera tiene la batalla perdida en el campo de las masas, porque la gente posee una idea irreal de sí misma. ¿Quién se negaría a adherir a la compasión? ¿Quién abrazaría la causa de la crueldad?
Todo ha sido edificado sobre la base de la injusticia. El resentimiento se extiende como un manto de polvo de huesos sobre la faz de la tierra. Las masas exigieron y hubo que darles. El mundo entró en conflagración y de la sombra emergió el próximo gigante. Cuando las cosas hayan ocurrido y surja el nuevo orden no habrá oportunidad para lamentaciones. Todo habrá sido pisoteado por el tiempo, los culpables se esconderán bajo sus nuevas máscaras, pedirán castigos y de aquellas viejas ideas incendiarias no habrá quedado nada.

Como una bruma que avanza sobre el lago, se divisa de lejos y de pronto envuelve el entorno, así Eliodoro se fue haciendo parte de ese ambiente elegíaco al que hacía tanto tiempo, y sin admitirlo, ya pertenecía. Se hallaba solo en el café; afuera relumbraban las calles y por la vereda veía pasar carros de supermercados repletos de mercaderías saqueadas.
El mozo se dirigió al fondo de la sala llevando la bandeja; con un guiño le pidió que lo siguiera hasta una puerta cubierta con una cortina de género. Sobre el dintel, una placa luminosa advertía: Exit. A los pies, echado en una alfombra roñosa, dormitaba un perro. Apenas meneó la cola cuando ambos traspasaron la cortina.
Los recibió un montacargas abierto, sin barandas. Al tiempo que los murmullos iban creciendo el aparato bajaba automáticamente, tres, cinco, diez, veinte, treinta metros, como si se dirigiese al inframundo; de pronto el mozo saltó a un piso que ofrecía el trayecto, sin aviso y sin derramar una sola gota de café. Eliodoro también brincó y fue a dar al suelo, mientras el montacargas continuaba descendiendo hasta más allá de lo que sus oídos eran capaces de captar como señal de detención. Los rodeó un enjambre de voces y figuras imprecisas que iban y venían sin destino fijo por el sorprendente espacio; reparó en que sus siluetas alteraban todo aquello que abarcaban sus ojos, al tiempo que no cambiaban las cosas en nada. Las ráfagas de seres intercomunicados lo traspasaban, ya no necesitaba tomar apuntes, bastaba sentir la sensación en plenitud para que las cosas fueran por fin como debían ser. El destello ensordecedor guiaba sus pasos; eran sus viejos amigos pero sobre todo el enemigo, eran miles de cerebros, miles de manos, miles de pies unidos en pos de un objetivo cambiante, impreciso, modificable. Se trataba de una experiencia insólita; aun así le recordaba algo ya visto, tal vez un sueño lejano. En el rincón menos iluminado de la sala, cuyo piso de tierra era un mero detalle, acaso olvidado a propósito por el creador, un cuarteto de cuerdas interpretaba a Borodin; en todo lo demás el recinto lucía un esplendor no visto por Eliodoro nunca antes en lugar alguno de la esfera. De la música almibarada le era dable oír solamente un acorde, que no por el hecho de que jamás se desplazara al siguiente significaba que molestara al oído; a la inversa, provocaba la mayor sensación de placidez que en su vida hubiese sentido.
Miraba fijamente a través de las imágenes que fluían como la brisa de atardecer, el muchacho le servía el expreso humeante con guantes blancos, Eliodoro bebía una y otra vez el primer sorbo y su cuerpo entero se estremecía de placer. El café dentro de la boca era un riachuelo caliente que sorteaba la valla de la lengua, inundándola de sabores, copando la cavidad con su esencia misteriosa, hasta desembocar bajo el extremo del paladar y caer hacia el abismo de la faringe y el esófago al mismo tiempo que le dejaba el recuerdo de esa sensación en la memoria, en la boca y en el alma. Era un momento infinito, inefable y eterno. Había traspasado la meta, se hallaba en el origen y no sabía cómo transmitir la buena nueva. Pero ¡qué importancia podía tener aquella banalidad! El creador volvía a escribir en renglones torcidos, y llegaba la hora de que Eliodoro conociera a sus perseguidores, la hora de las presentaciones.
Se prendó de ellos apenas los reconoció como se reconoce uno en un estanque, cuando se tiende y mira el agua desde arriba; y ellos le declararon su amor definitivo. Habían hecho las paces.
¡Qué felicidad ardiente y suprema, imposible de contener, siempre presente!
Se leían la mente, el pensamiento fluía entre la revoltura de polvo que se dispersaba alrededor del epitafio grabado en la losa:
Tenía tanto que entregar
y me lo traje a la tumba


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