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jueves, octubre 28, 2010

El hombre que crecía y decrecía

Entre tantos ejemplares deformes y diría extraordinarios, hasta bellos en su deformidad, el caso del hombre que crecía y decrecía ha sido relegado a espacios secundarios en la historia de los records Guinness, a pesar de sus enormes alcances, sospecho que desde que alguien de la compañía alertó acerca de la naturaleza de su descubridor, el irlandés Jack Jameson. El libro de 1962 describe al hombre que crecía y decrecía en su página 112 mediante este somero texto: "Existe un ser humano que crece y decrece en el transcurso de un día. Es el único caso registrado de este tipo. Vive en...". El artículo continúa con los detalles de su nombre, la ciudad y país de residencia y otros. En total, dos párrafos y su fotografía, que para efectos visuales es la de un hombre común y corriente. La edición de 1963 y siguientes ya no lo contemplan, no porque su récord lo batiera otra persona sino simplemente porque lo que yo me imagino como una suerte de capricho editorial lo hizo desaparecer de las páginas. Digo capricho, ya que hace unos meses me tomé la molestia de enviar un mail a la compañía Guinness World Records, consultando el motivo de esta ausencia, y la respuesta dejó mucho que desear. Traducida al español decía algo así como "lamentamos no poder servirlo, distinguido lector, pues las políticas de la compañía nos impiden proporcionar ese tipo de información".
Jamás una mujer medianamente seria podría ser llevada a un haloupen. Ella tuvo la suerte de librarse del acento y así fue como nos embarcamos a la tierra del hombre que crecía y decrecía, apenas con un par de datos básicos que logré reunir. Llegamos un viernes por la noche, mala señal y sin embargo matemáticamente estudiada: ella le pudo dedicar todo el fin de semana al placer de los casinos flotantes y yo debí esperar hasta las nueve de la mañana del lunes para volcarme a las oficinas públicas. Me costó dar con su paradero, pero terminé el día con una cerveza en la mano, asumiendo mi gran triunfo. El hombre que crecía y decrecía estaba vivo y aunque residía a unos 400 kilómetros de donde nos hallábamos, me aseguraron que era perfectamente abordable, lo que quiere decir que el personaje no disponía de mucho dinero.
Se nos planteó entonces una singular disyuntiva: o ella me acompañaba o se quedaba a esperarme, corriendo el riesgo de copar las tarjetas de crédito en sus visitas a los casinos, algo que no pocas veces en nuestra vida ha sucedido, y ha sido bien desagradable. Me prometió que jugaría "hasta más acá de lo razonable" y yo subí al bus muy satisfecho, pero por el camino pensé que me debió decir "más allá" y no "más acá" de lo razonable, ya que más acá implica un menor esfuerzo de acercarse a la razón y más allá, el agotador tormento de no dejarse llevar por el vicio. Entre tanto la ventanilla del bus me ofrecía cuerpos extraños a la salida de los bares, pueblos que se encendían y se apagaban, polvaredas monstruosas que entraban por hendiduras en el piso de la máquina. Hacía un calor insoportable cuando los tres últimos pasajeros llegamos al terminal, cerca de las cuatro de la mañana. Calculé que el hombre que crecía y decrecía debía de andar por los 72 años, pero lo primero que hice fue no averiguar su paradero sino buscar un hotel. Me atendió un indígena, a juzgar por sus rasgos. No había forma de hacerle entender que necesitaba una habitación al momento; se negaba a dármela. Hablábamos el mismo idioma, con las variantes que se dan entre uno y otro país, de tal forma que parecían lenguas diferentes, pero no era eso lo que nos separaba sino su testarudez. Se me pasaban por la mente tantas cosas desagradables, tantos asuntos inconclusos, tantas batallas absurdas, inútiles, esos mismos pueblos recién divisados por primera y última vez, pero estaba en un país que no era el mío, de modo que actué con prudencia. Le rogué una vez más al indígena que me condujera a la pieza y no lo hizo. Su argumento era idiota, me decía que si me alquilaba la habitación me tendría que cobrar el día anterior, pues el ingreso corría a partir de las 8 de la mañana y recién eran las cuatro veinte. No importa, le imploraba, pagaré. No señor, el dueño del hotel me ha ordenado proteger los intereses de sus clientes, espere y tome asiento hasta que den las ocho de la mañana y en ese momento lo llevaré a su habitación.
Uno frente al otro, hasta las ocho de la mañana. Se notaba que había tenido una jornada agotadora, a pesar de que en el casillero colgaban todas las llaves menos dos. El cuello de su camisa blanca, cerrada hasta el último botón, estaba completamente sudado y negruzco, con ambas puntas dobladas hacia arriba. Conservaba la vista fija y no se movía ni para adelante ni para atrás, de tal forma que al despuntar el alba se me figuró un tótem fantástico de malos augurios. Cinco para las ocho se levantó y me pidió que lo acompañara. Salimos a un patio perfumado de frutas raras y doblamos por un sendero de ladrillo al aire libre hasta que llegamos a una especie de galpón abandonado, más parecido a un gimnasio que a un hotel. Las puertas se sucedían a ambos costados del pasillo de piedra y ningún material aislante separaba el techo de zinc de las habitaciones. A esa hora los buitres o zopilotes aún permanecían en las vigas y yo los divisaba perfectamente desde mi cama, pero no bien el sol bañó el pueblo se vieron obligados a levantar vuelo hacia los árboles o a las montañas, me imagino que siguiendo el ritual de cada jornada. Me resultó tremendamente fácil inferir dicho razonamiento: yo mismo tuve que huir de allí apenas sentí en mi cuerpo la radiación infernal que desprendía el zinc. Ella no había tenido una noche de película, me confesó cerca de las nueve y media, cuando la llamé, pero todavía le quedaba cupo en dos tarjetas y esperaba dar el gran golpe en cualquier momento.
Nunca me ha quedado claro si el hombre que crecía y decrecía fue un invento del irlandés ampliado por la publicidad, un fenómeno real o la demostración de que los detalles ligeramente inexactos del diario acontecer concluyen con una suma gigantesca de equivocaciones, que a la postre provocan que el mundo marche no tan bien como debiera. Repaso la historia y advierto desde luego que el primer error consistió en una suerte de omisión perversa, la de borrar de sus páginas al hombre que crecía y decrecía por parte de los editores del Guinness World Records, sin mediar explicación alguna. De no haber sido así yo no estaría en este pueblo infernal, haciendo averiguaciones. Mas espero hallarlo pronto; me han dicho que a no más de dos kilómetros, saliendo hacia la zona selvática, hay un hombre que concordaría con sus rasgos, de modo que antes de partir a pie debo acudir al bar situado al costado del hotel, donde hay un teléfono público. Si la señal de mi celular fuese lo potente que me habían prometido no tendría necesidad de cumplir con esta angustiante misión, pero no es así y me veo obligado a echar moneda tras moneda en el aparato, que se las va tragando todas sin dar la menor señal de vida. Sólo cuando el encargado me advierte que el proceso es diferente logro salvar las que me quedan y comunicarme con ella por segunda vez. Me cuenta que en este rato ha vuelto a perder, noto que se encuentra ligeramente ebria, chispeante; esto es, alegre.
-Es demasiado temprano, amor. Más tarde te va a doler la cabeza.
-No te lo tomes tan a pecho y vuelve pronto, que ya me está pesando la soledad.
-Aquí hay demasiada luz.
-Acá en el casino está fresquito. ¿No tienes aire acondicionado?
-No, y más encima me voy a la selva.
-¡A la selva! ¡Pero qué vas a hacer a la selva!
-Son sólo dos kilómetros, amor, no te preocupes. Es que me dijeron que lo puedo ubicar en un caserío.
-¿En cuál?
-Olvídalo.
-Cuídate, ¡y te doy dos días de plazo para volver conmigo!
-¿Cómo lo estás pasando?
-¡Mal!
-¿Me echas de menos?
-¡No!
-Pero qué...
La señal se había cortado. ¿Valía la pena gastar más monedas?
Salí del bar, pensando únicamente en una farmacia. En este lugar no se puede caminar sin bloqueador. Ahora entendía por qué los rostros de la gente brillaban como la cera de las velas. Me costaba dar un paso bajo el sol y no todas las casas disponían de alerones, apenas pude llegar a la farmacia, no exagero si digo que entre las 8 y las 11 de la mañana había bajado unos cuatro kilos debido al sudor. Andar por allí era como andar dentro de un túnel de fuego. La extrema luminosidad impide ver la salida, tal es la luz que el final del túnel parece un círculo negro.
Cuando llegué al caserío la lluvia se había desatado como nunca había visto en mi vida. Las palmeras volaban por el cielo, arrastradas por el viento. Algo les había oído comentar durante el viaje nocturno a unos pasajeros del bus sobre una tormenta, pero no les di importancia, craso error, de aquellos a los que ya me referí. En el pueblo no se veía un alma, la gente se había resignado a perder sus viviendas, cuyos techos chocaban entre ellos en las alturas, provocando chispas que daban miedo. Vi una o dos vacas mugiendo entre las nubes repletas de agua, como si fuesen veloces aeroplanos, y allí tomé conciencia de la existencia de Dios o de los milagros, que vendría a ser lo mismo. Me pregunté qué hacía en ese lugar, pero sobre todo cómo era posible que continuara con vida, y aun algo más improbable que eso, cómo era posible que el ciclón aún no me hubiese llevado consigo. La Divina Providencia me condujo a una boca de metal cerrada sobre el césped. Me agaché y agucé el oído: se oían murmullos y rezos. Entonces me abrieron la puerta y me tiraron de los brazos hacia adentro, ya estaba a salvo.
La gente que pude ver transitaba de un lugar a otro, la mayoría con las palmas unidas en actitud de oración. Era un espacio inmensamente amplio e irregular, del tamaño aproximado de una cancha de fútbol, colegí luego de recorrer el muro contando los pasos hasta volver al punto de partida, que había dejado marcado con una rayita cuya forma solo yo podía dibujar. Lamentablemente el refugio, porque se trataba de un refugio contra huracanes, había sido construido sin tomar providencias. Digo lo anterior porque en algún momento de mi estadía, tal vez fue en la farmacia, mientras compraba el bloqueador, alguien me comentó que la estatura promedio de los hombres en este país se había elevado 10 centímetros en los últimos 20 años, de lo que se desprende que antes fue de un metro 58 centímetros, ya que a simple vista detecté que actualmente la mayoría de los indígenas bordeaba el metro 68. Dicho factor no fue tomado en cuenta al decidir la altura de la bóveda, que no sobrepasaba el metro 65, por lo que tanto los demás como yo debíamos esperar el paso del huracán caminando no solo agachados sino soportando sobre nuestras cabezas el molesto roce de las raíces profundas de los árboles que resistían la furia del viento. Todas esas molestias eran evitables mediante el simple expediente de cavar hasta aumentar la profundidad del refugio en un metro, por ejemplo. Mas por alguna razón que ignoro, el trabajo no se había hecho. Se me ocurrió pensar que la cueva artificial difícilmente tendría menos de 20 años, lo que quiere decir que en las anteriores tormentas, al menos en las ocurridas 20 o más años atrás, los indígenas caminaban por dentro cómodamente, sin agacharse. Yo calculé que tenía más de 50 años, pero no dispongo de datos objetivos para confirmarlo.
Si he sido algo majadero en la descripción del lugar, se debe al propósito de ilustrar mejor la entrevista que tuve con los familiares y conocidos del hombre que crecía y decrecía. Me llevaron a un rincón apartado de la masa y me ofrecieron una taza de algo caliente y amargo, que bebí más por cortesía que por placer, con algo de esa afectación que denota superioridad de raza. Me preguntaron si yo era algo del gringo, pariente, amigo, cualquier cosa, por último si lo conocía o había oído hablar de él. Sobre nosotros las raíces vibraban, como si tuviesen miedo de que el viento quisiera llevárselas. El murmullo grave que llegaba desde la superficie intranquilizaba hasta a la conciencia más intachable, que desde luego no era la mía, de modo que no es necesario describir mi estado en ese momento. Me hicieron más preguntas y cuando llegamos a la raíz del asunto, cuando comprobaron sus aprensiones, se miraron un momento y luego habló el de menos edad. Enseguida lo hizo una mujer, después se cruzaron varias opiniones, fueron dejándose llevar por la pasión, hubo alegatos y casi se llega a la violencia, de no mediar la aparición de unos 30 indígenas, atraídos por la discusión. Los ánimos se aplacaron, no hubo explicaciones en ninguno de los dos bandos y el grupo original que conformábamos volvió a apartarse de la masa, pero noté que la irascibilidad nos había desplazado varios metros. Contra toda lógica sonó mi celular. Era ella. Aproveché de preguntarle la hora, porque había perdido conciencia del tiempo. Me dijo que eran cerca de las cuatro de la tarde.
-Imposible -me ofusqué-, estás borracha. ¿Has recuperado algo?
-Lo perdí todo. Perdóname.
-No pueden ser las cuatro -le dije-. Llegué a este pueblo antes del mediodía y entré al refugio no más allá de las 12 y cuarto.
-¿Qué refugio?
-Estoy en un refugio -le respondí, desconsolado, anticipándome a su reacción.
-¡Ja ja ja!... ¡Y qué estás haciendo en un refugio, hombre por Dios! -reaccionó, tal como pensaba.
-Al regreso te contaré.
-Vente ya. No tengo crédito.
-¿Cómo va el huracán allá arriba?
-¿Qué...?
La señal se fue. Me quedé pensando en lo que me había dicho. Si el recorrido por el contorno del refugio me había tomado tal vez una hora y media y la conversación con los familiares y conocidos del hombre que crecía y decrecía a lo sumo tres cuartos de hora, entonces quedaban unas dos horas ciegas dando vueltas. Recordé que en este país el reloj marcaba dos horas más. Allí podía estar la causa, pero solo en el caso de que ella hubiese levantado la vista hacia algún reloj ubicado en alguno de los casinos flotantes y no la hubiese bajado hacia su Cartier. Esta posibilidad hablaba a las claras de que había empeñado su valiosa prenda en la caja de un casino, lo que no tenía por qué llamarme la atención. Pero si no era así, ¿dónde diablos se habían ido esas dos horas ciegas? La duda era espantosa, porque me distraía de la misión que me había llevado a este sitio. Los indígenas, en efecto, se acercaban e iban sumando testimonios sobre el hombre que crecía y decrecía. Incluso un hombre de mediana edad aventuró la hipótesis de que su pariente "había caído en el juego del hombre blanco" y vendido su récord Guinness a un precio irrisorio. Eso no tenía sentido, pero sirvió para que volviera a concentrarme en la historia. A pasos de mi propia raya se encontraba la del irlandés. Cuando recordaron la medición hecha por él sentí lo mismo que si hubiese descubierto ElDorado. Me informaron que el hombre que crecía y decrecía había sido medido allí y lo comprobaron mostrándome las marcas en una roca vertical que sobresalía de la pared de tierra húmeda. Eran tres rayas, separadas cada una por menos de un centímetro y bajo ellas las iniciales J. J., que correspondían a las de Jack Jameson. El más viejo tomó entonces la palabra y me relató la historia. Dijo que él tendría unos 24 años ese día que entró al refugio y que vio cuando el gringo midió a su tío tres veces en el mismo día. En la mañana, en la tarde y en la noche. Le pregunté cómo sabía que era la mañana, la tarde y la noche y me contestó que eso era un decir, que lo que quería contarme era que lo había medido tres veces, pero no al mismo tiempo, sino que en un lapso que podía corresponder a casi un día entero. Le creí y aproveché de preguntarle por qué lo había hecho. El anciano me dijo que su tío siempre comentaba en el pueblo que por lo general en las mañanas amanecía muy alto, durante la tarde se achicaba y al llegar la noche crecía de nuevo. A veces los ciclos cambiaban, a veces se alteraban y crecía o se achicaba dos veces seguidas; el hecho, decía él, era que nunca tenía el mismo tamaño. Le pregunté dónde estaba su tío y me dijo que ayer mismo lo había visto, pero que ahora era imposible buscarlo entre la masa que deambulaba por el refugio; temía que se hubiese apartado voluntariamente del grupo familiar, debido a una disputa con uno de los suyos, cuya razón no logré entender. Le pregunté por qué había sido medido durante un huracán y me dijo que el gringo estaba ese día en el refugio, tal como yo estaba ahora, y que al escuchar la historia se entusiasmó y lo midió tres veces. Me agregó que el gringo había quedado convencido del fenómeno y que "lo puso en una revista". Le pregunté por qué, siendo sobrino y tío, el sobrino parecía tener más edad que el tío. Me contó que el hombre que crecía y decrecía era el penúltimo de 11 hermanos y que como él era hijo del segundo hermano, más bien de una hermana, contando del más viejo al más joven, nació primero él y después el tío, y me recordó además que por ser hijo de una hermana no llevaban el mismo apellido. Me fijé que la piedra desaparecía en el piso mediante un declive irregular, sobre el cual debió de poner los pies el hombre que crecía y decrecía. Le pregunté entonces qué instrumento había utilizado el irlandés para medir a su tío y me dijo que la cuarta; qué es eso, le pregunté y como respuesta abrió lo más que pudo los dedos de su mano derecha. Le pregunté dónde estaba el gringo y me dijo que estaba en el cementerio. De modo que en eso descansa todo este asunto, pensé, abrumado, descansa en una operación al voleo dentro de un refugio en medio de un huracán, salvo que los indígenas no estén siendo precisos en sus recuerdos. Porque no podía ser que una medición tan superficial constituyera la base de un record recogido como cierto por un libro que, aunque de divulgación popular, basa su prestigio en la confirmación de los datos que publica. Los irlandeses tienen fama de obstinados, incluso de cargantes, de modo que por fuerza J. J. debió recopilar más información antes de ofrecerle la historia a la compañía, así debían de ser las cosas, concluí, convencido. En ese momento volvió a sonar el celular.
-¿Sí?
-...
-Ah, eres tú.
-...
-¿Para qué me llamas de nuevo? Estoy muy ocupado, mi amor.
-...
-Todavía no, me falta un poco.
-...
-¿Recuperaste el dinero?
-...
-Estás en bancarrota. Y borracha.
-... ... ...
-¿Qué?
-... ... ...
-No sé qué decirte.
-... ...
-No lo hagas, por favor.
-... ... ... ...
-¿Puedes esperar al menos un día?
-...
Colgué. La conversación me había derrumbado emocionalmente, el anciano lo advirtió de inmediato y me preguntó qué estaba pasando allá arriba. Lo tranquilice, le dije que se trataba de un problema personal. Me tomó las manos y me instó a confesarle mi pesar. Le dije que ella estaba en problemas, me preguntó qué tipo de problemas, lo perdió todo en el casino, se le acabó el dinero le dije, me preguntó para qué podía querer dinero ella, para vivir, para mantenerse le dije, me dijo que en su aldea todos vivían sin dinero, pero ella no puede, usted no la conoce le dije, me preguntó qué haría entonces, un hombre le está proponiendo hacerse cargo de la deuda le dije con mucha vergüenza, me preguntó en qué consistía eso de pagar una deuda, en quedar limpia, en empezar de cero le dije, se alegró y me apretó fuertemente las manos, no se alegre porque eso no es tan bueno le dije, me preguntó por qué no era tan bueno empezar de nuevo y dijo que él lo encontraba muy bueno, no se lo puedo decir le dije, me rogó que le explicara, es que ella tiene dudas porque usted debe imaginarse el costo de aceptar esa oferta le dije, me dijo que no se lo podía imaginar y me ofreció la ayuda que quisiera de su pueblo, dígame cuánto falta para que pase el huracán le dije, me dijo que ya estaba terminando. Un grito surgido del otro extremo del refugio, semejante a la celebración de un gol de la selección, fue efectivamente el aviso de que todo había pasado y de que la gente podía emerger, lo que fue ocurriendo con el orden más matemático que jamás haya visto. Los indígenas formaron una fila en forma de serpiente, similar a las que se disponen frente a las cajas de los bancos o los centros de pago, pero multiplicada por cien, pues aquí estábamos hablando tal vez de 2 mil a 3 mil personas. Cada uno era llamado por su nombre y cuando a lo lejos se escuchó el del hombre que crecía y decrecía, el indígena que iba delante mío me comentó: "Ese es mi tío". No salí de la fila para ir tras él; de tal modo estaban dispuestas las cosas que resultaba ilusorio siquiera levantar la cabeza por encima del hombro. Creo que ese fue el momento en que lo perdí para siempre.
Me quedaban dos pasos a seguir, pero antes debía esperar mi turno para subir a la superficie. Éste se concretó un par de horas después.
Al salir, lo que vi me maravilló. Una vaca mugía en la copa de un árbol y los indígenas cortaban el tronco a hachazos, hasta que el árbol se inclinó y la vaca fue a dar al barro. Cayó sobre una pila de ramas y piedras y quiso huir, pero una de las ramas se le había incrustado en la panza y de la herida manaba abundante sangre. Los indígenas trataban de curarla. Mientras, yo caminaba a toda prisa al pueblo en medio de un festival de colores brillantes, parecidos a los de las películas de Tim Burton, perdóneseme esta comparación tan fuera de lugar, pero es que no hallo la forma de describir mis emociones ante un paisaje que a mis ojos parecía antinatural. Los animales continuaban horrorizados ante el fenómeno atmosférico; fuera de esa vaca no se oía siquiera el canto de un grillo, el trino de ave alguna. El ciclón, por lo demás, había dejado en la tierra una calma fúnebre, una paleta de colores mezclados e impasibles y por ende, perturbadores, de modo que el viaje de ida estaba resultando extremadamente diferente al viaje de vuelta, vaya sí me daba cuenta, único humano entre el villorrio indígena y el pueblo, a saltos entre desperdicios más que andando rápido, acechado desde todas partes por esa especie de camposanto salvaje y desde arriba por los rayos del sol.
Entré al cementerio y comprobé que las lápidas estaban en sus puestos, bien plantadas en la tierra. Sobre la del irlandés se paseaban enormes babosas que acababan de salir y chupaban lo que podían antes de regresar a sus escondites, ya que el calor volvía a tornarse insoportable. Su epitafio decía en inglés: "Después de todo, vine a dar aquí" y no supe si reír ante su sentido del humor, si tratar de interpretar el doble o triple significado de su mensaje o si echarme a llorar frente a su tumba. Un hombre como ese me había hecho viajar tanto, había arriesgado tanto por su culpa y ahora que casi ya era demasiado tarde... bueno, cada cual escoge lo que quiere poner en su epitafio, si lo pienso bien no era su culpa, era la mía, salvo que un bromista o un amigo suyo hubiese improvisado esas palabras al momento de encargar la obra al lapidario.
El único bus del día salía en dos horas. Antes pasé a la biblioteca, donde encontré un dato clave acerca del irlandés. El encargado no lo recordaba, pero un indígena que miraba una revista de aventuras me dijo que lo vio llegar al pueblo con una mujer y cinco chiquillos pecosos, de eso haría unos buenos años, él estaba muy joven cuando lo vio, y me contó que al poco tiempo la mujer había partido con los niños y "el gringo se puso a tomar hasta que se murió". Se levantó y fue a un estante, sacó un libro y me lo pasó. Era una novelita que llevaba la firma del irlandés, titulada "El hombre que crecía y decrecía". Le pedí al bibliotecario que me la prestara y me dijo que no podía, que debía leerla en el recinto. Ofrecí comprársela y se negó rotundamente. La obra tenía unas 120 páginas; calculé que bajo el estado de ansiedad en que me hallaba tardaría una hora y media en leerla.
Me senté a leer con desesperación y habría avanzado la mitad del libro cuando el encargado me ordenó que se lo devolviera porque la biblioteca tenía que cerrar. Me dijo que abriría de nuevo "si pasaba la calor", respuesta ambigua que me dejó pensativo. Volví al hotel y ordené que me prepararan la cuenta. Un recepcionista -no el indígena del cuello doblado de la camisa- comenzó a estudiar el registro con una insoportable calma e indiferencia. Desde el mesón vi pasar el bus lanzando barro hacia las veredas. Iba prácticamente vacío, pero entre los pasajeros me pareció ver una cara conocida.
Ahora se ha vuelto a nublar y estoy de nuevo en la cama. Tuve que volver a registrarme, pues no hubo caso de que el hombre entendiera que, siendo yo la misma persona que había alquilado la habitación la noche anterior, resultaba innecesario chequearme dos veces. Él argumentó que, úsese o no se use la habitación, pasados siete días era norma de la empresa rechequear a todo pasajero que permaneciera en el hotel, frase que me dejó sumamente pensativo, porque denotaba algo que yo debía saber y no sabía. Los buitres han regresado a las vigas, pero me han dicho que la biblioteca no tiene para cuándo abrir, porque el encargado viajó en el bus a la capital a hacerse un arreglo a los dientes. En otras circunstancias, este sería un buen momento para reflexionar sobre mi vida, la del irlandés, la de ella y la del hombre que crecía y decrecía, pero ahora lo veo difícil. Creo que la clave de todo está en la novela del irlandés, pero me faltaron muchas páginas, quizás lo que promete no sea cierto. No puede ser que un hombre pueda crecer y decrecer a su voluntad; más bien son sensaciones, aspectos ininteligibles de ciertas tramas que se van armando solas. Hay veces en que una sola voz, un solo signo, pueden variar una realidad firme como roble, por ejemplo un amor de toda la vida. Esa coma en la lápida, otro ejemplo, esa coma dice tanto porque no procede, me angustia pensarlo, el epitafio debiera leerse de corrido, la coma fue un artificio, una pedantería impropia del lugar, no había para qué ponerla, en ese mensaje no era útil el descanso, al contrario, resulta sumamente irónico. Y ese "después de todo", otro ejemplo, y sin ir más lejos la redacción en primera persona, como si los muertos hablaran o nos recordaran ciertos elementos que parecen venir desde el más allá. Entonces es tremendamente injusto que así sea, creo, porque no se trata de eso, se trata de que las cosas sean como realmente son, pues de otra manera todo se presta para interpretaciones y allí está el error que alimenta la vida de los hombres, allí la tragedia que los desemboca en una perdida lápida de pueblo dado a los huracanes, a los calores infernales y al desasosiego permanente.

martes, octubre 26, 2010

El poema perfecto

El mundo sería de otra forma si una pluma pudiese plasmar el poema perfecto en el alma del hombre, porque el poema perfecto no tiene palabras, y el mundo desde luego necesita palabras. Usé desde luego para darle fineza al texto, algo que les he leído a ciertos escritores ingleses o a doctos italianos. Pude haber dicho solamente el mundo necesita palabras, mas no habría sido lo mismo, precisamente porque el mundo necesita palabras y el poema perfecto no las requiere, de modo que empezamos mal.
Segunda estrofa
Sería como una transfusión de sensibilidad, el paso de una vida a otra, no seamos aparatosos; el paso de un instante de una vida a otro instante de otra vida, tan breve es el deslumbramiento y tan largo el efecto mental, no emotivo. La emoción es rayo, el recuerdo del poema perfecto puede durar hasta el fin de una vida. El recuerdo es más largo que el olvido. Una transfusión de horrores e intenciones, un proceso casi químico, acaso telepático.
Tercera estrofa
La pluma no transferiría la vida que vemos pasar delante de nosotros, sino la que no vemos, viéndola perfectamente con los ojos. Provocaría el efecto de una droga, yo en ti, tú en mí, nuevas sensaciones, no era el único, éramos tantos despreciando, pecando, Señor, perdóname, he sido inoculado con el néctar que lleva a la locura, no estoy preparado, por Dios, desearía al menos divisar las sombras.
Cuarta estrofa
Se apropiaron de la pluma para verter su vacuidad y privilegiar la forma, el enigma, el propio sentimiento. Hicieron poemas del poema y qué consiguieron: apenas el Premio Nobel, entrar a la Academia. Egos inflamados, el pueblo se quedó sin voz y qué le dejaron: pasiones infantiles, remedos de pasión, una mezcla de espectáculo, tragedias, comedias, competencias.
Quinta estrofa
Así sintieron Shelley, Verlaine y tantos otros, Cernuda y Neruda, Lord Byron, De Rokha, Parra, Hahn y Harris, Calderón. La miseria de sus versos empolvados, palabras en la estantería. Por las noches aullaban de pena como lobos en la nieve, y el poema no salía, apenas un manto de terciopelo orlado de rubíes; los lectores se abrigaban con el manto y trataban de llorar, porque el poema perfecto es llanto, y algunos lo conseguían apelando a la desesperación y al sacrificio. No sacaban mucho, ni poetas ni lectores. Hubiese bastado que el poema perfecto penetrara en el alma como Isolda, mi heroína.

martes, octubre 19, 2010

Loor al nuevo amanecer

He visto en sus ojos una gran tristeza; le han comunicado que su vida se va a acabar. Ya no es inmortal, como nosotros.
¿Por qué brinda, entonces? Ahí lo tienen, con su copa en alto, su cara colorada y una sonrisa que sus ojos desmienten.
Brinda por un nuevo amanecer, y nosotros brindamos por él.
El león se ha suavizado, pero no ha caído. Aún domina la sabana desde su inalcanzable promontorio. Todavía podría matar; el tema es que ahora le falta convicción y le sobra humanidad. Las fieras lo ven alicaído e intentan acercarse, cuidado, no es momento aún de cantar victoria, deben retirarse al herbazal, el tiempo de las bestias no ha llegado. La vida, incluso si se acaba, puede ser eterna.
¡Mil años más de vida al viejo león atribulado! ¡Loor a su nuevo amanecer!

lunes, octubre 18, 2010

El mensaje

Le imprimieron un sello al sobre, lo echaron al buzón; comenzó a esperar. Para él, la felicidad consistía en soñar, mientras llegaba la respuesta a ese mensaje. Ahora bien, la respuesta podía no llegar nunca; en esa alta probabilidad estaba basado el sueño. Vivía de ese sueño, su vida real se asemejaba relativamente a la de los osos que se duermen esperando la primavera, aunque los osos vivían la mitad de sus vidas para dormir y él vivía casi enteramente para soñar.
Es más, si algún día le hubiese llegado la respuesta, eso le habría ocasionado enormes problemas.
La verdad, concluía, era que no estaba suficientemente preparado para afrontar la respuesta. Requería años de ejercicio para eso, y ya no disponía de esa cantidad en sus reservas.
Mas si no esperaba, su vida no tenía valor ante su propia estimación.
Le habían hablado de los amaneceres, de los atardeceres sosegados, de la azulina luna, del sabor del queso de cabra. Él mismo había experimentado todo eso, incluso más: había sentido en la sangre que corría por sus venas la tibia generosidad de obsequiar y la satisfacción de acudir a los velorios. Y había rozado la felicidad sintiendo esos momentos, cumpliendo esos actos.
Entonces por qué le dedicaba su vida a una probabilidad tan remota como no deseada.
Quizás lo hacía porque gracias a la espera se evitaba el fatigoso compromiso de vivir. O quizás porque solo así podía sortear los fantasmas que lo impulsaban a acometer misiones vulgares y desenfrenadas.
Para los demás, él podía resultar un personaje un tanto extraño. Para él, todo cuadraba como la suma diaria en un banco, todo tenía la debida justificación. Y así debía ser y así debía seguir, mientras le quedaran fuerzas.

viernes, octubre 15, 2010

Divagaciones "poéticas" sobre gente que pasa por la calle

En qué piensa la gente que camina por la calle. Si pudiera saberse a ciencia cierta, la humanidad eliminaría acaso su problema principal, dado que el hombre es pensamiento. Está por verse, además, si el pensamiento está realmente relacionado con el dominio de la lengua; o si por el contrario, el conocimiento es sólo otro disfraz de nuestra ignorancia. Los animales no piensan y son completamente ignorantes, a nuestro modo de ver las cosas. Dios no ejercita el pensamiento, porque no sabría cómo construir un puente, no dispone de talento para eso, y sin embargo es completamente sabio y poderoso. Cómo se explica esta paradoja. Dicen que el lenguaje es esencial para que se desarrolle el proceso del conocimiento, pues sin lenguaje no hay aprendizaje y sin aprendizaje no hay mucho más en la cabeza que una suma de emociones y recuerdos, de allí que se hable de personas, pueblos y civilizaciones más o menos desarrollados. Pero Dios, o al menos aquel que Dante pudo contemplar en su último canto, no tiene la menor idea de gramática, porque Dios no es para resolver problemas, sino más bien para dejarlos planteados, y aun así, con su falta de talento para el estudio, es el colmo de lo máximo. En cualquier caso, si llegara a tener problemas, pienso yo, estos serían de naturaleza física y metafísica. Por ejemplo, ¿son todos los universos que existen o podría haber más? ¿Podrían los universos devorarse a sí mismos hasta desaparecer? ¿Es objetivamente el universo más grande que un átomo de hidrógeno o la sustancia no conoce medidas? ¿Qué nos hace pensar que Dios es la esencia del bien por ser el amor el único efecto creador? Y la pregunta más quemante de todas: ¿Se le escapan de sus manos los grandes problemas a Dios? Algunos piensan que esos conjuntos de galaxias, unidas si se las pudiera unir, incluso unidas en el momento previo a un estallido, eso sería Dios. Otros dicen que como Dios no existe, esas masas espaciales se reducen a materia. Otros ven a Dios como ser supremo inteligente y muy cuidadoso de nuestro destino.
Hay momentos en que a quien camina por la calle le resulta fácil pensar. Un retortijón estomacal, un mandato urgente de los intestinos llevan al ser a un estado de concentración y de pensamiento que se parecen mucho a la obsesión, que es su estado hermano, pero surgido de causas diametralmente opuestas. Pues mientras el primero tiene su origen en un acontecimiento del presente más inmediato, la segunda sólo se puede explicar en el pasado más remoto de quien la sufre.
Parecido es el caso de quienes padecen graves enfermedades. El pensamiento dominante suele ser catastrófico, suele llevar a la muerte. Se puede adivinar en las facciones de los enfermos que vemos transitar, y que nos inspiran lástima. No es el sufrimiento físico lo que altera sus rostros: es la idea de la muerte, de la pérdida de la esperanza.
Descorridos estos velos se mantiene la duda, íntegra en su esplendor: en qué piensa la gente que camina por la calle.
El proceso del pensamiento es endiablado. Influyen en él la capacidad de concentración, el ambiente, las ideas fijas que andan circulando por la mente, sobre todo los sentidos. Yo puedo ir por la calle y sentirme bien hasta que surge un pequeño tirón en la rodilla; de inmediato el pensamiento se va a la zona del tirón, entonces recuerdo que mi hermano tuvo que ser operado de la rodilla porque tenía los meniscos hechos polvo y qué curioso, me veo esa tarde en la clínica, mirando el atardecer por la ventana, mientras él me mira desde la cama, tranquilo, con una bota de yeso, tal vez contento de que su único hermano haya ido a verlo. Un brusco golpe de alegría me acomete, rumbo al café del mediodía, porque fuera el tirón, que ya pasó, me siento bastante bien y la mañana está fresca, como a mí me gusta. Entonces de la nada saco el teléfono y llamo a mi mujer, pero no me contesta. La vuelvo a llamar y su número me remite al buzón de voz. Se me despiertan esos antiguos celos, que me empiezan a ocupar el pensamiento. No consigo dar con las imágenes precisas, porque no las conozco, de modo que debo imaginarlas, y no hay peor misión para el pensamiento que tratar de enhebrar una historia imaginada de principio a fin. Me surge entonces la pregunta nada de insignificante, que es si quiero realmente que se concreten esas imágenes, de tanto que recurro a ellas, o si lo que quiero es exorcizar mis temores más profundos recurriendo a una invención que despejará mi alma una vez que estos hayan desaparecido.
Si tuviese que hacer una comparación con fines pedagógicos, diría que mi estructura mental guarda mayor relación con la de Woody Allen que con la del Dalai Lama. El primero se me imagina un remolino eterno a la hora del taco y el segundo, una luz matinal e impasible.
Llamo a estas divagaciones "poéticas" porque a la poesía se le permite todo. Y doy gracias a quien descubrió la tamaña irresponsabilidad de proclamar asuntos sobre los cuales no se sabe absolutamente nada y a quienes me subieron a este carro. El viejo ardid de la poesía evitó que se dispersaran por las calles del mundo legiones de locos; y sin querer mi pensamiento ha vuelto a la calle, a la gente que camina por la calle.
En definitiva, las personas que pasan por la calle apenas me ofrecen leves pistas de lo que podrían estar pensando. Sospecho que ni ellos mismos lo saben, como yo mismo no sé exactamente lo que pienso al momento de presionar estas teclas. Es probable que tal como yo ahora, muchos de ellos por la mañana estuviesen sumergidos en esa blancura informe y ciega detrás de la cual no hay nada. He allí la sustancia de lo que tomamos por pensamiento: la nada. El cerebro consciente vive la mayoría de las veces "en blanco", pero no en el blanco del Dalai Lama sino en un blanco confuso y holgazán. Nos movemos guiados por un mandato anterior, sentimos según las agujas del reloj avanzan, recordamos y, muy de vez en cuando, por ráfagas, accionamos el cambio del pensamiento que dirige nuestra voluntad hacia un nuevo destino. De lo anterior, una cosa sí se puede decir: la mayoría de los seres que pueblan el mundo han caído bajo el influjo de un torbellino. Sus erráticos pensamientos desembocaron en pésimas decisiones. Es fácil detectarlo: transitan mal vestidos, graves, recelosos, apurados, obesos, apiñados en los paraderos, mientras la minoría circula en autos elegantes, felices de la vida.
Y una última divagación, un último verso de esta delirante poesía: cuando realmente pienso es como si jugara al ajedrez. Al anticipar el cuarto movimiento mi mente se nubla, el nudo queda ciego, y dejo de pensar.

jueves, octubre 14, 2010

El gorrioncillo

Recogió de la calle un gorrioncillo que saltaba en la vereda, abandonado a su suerte. El ave no le opuso resistencia a su mano y Vargas sintió la tibieza de sus plumitas. Lo llevó a su casa y lo instaló, a falta de jaula, en una canastilla que había comprado para la bicicleta de su mujer el día antes. Tapó la canastilla con una bolsa de plástico, que fijó con dos elásticos. Le puso un platito de agua y otro con migas de pan. La canastilla blanca quedó ubicada sobre un parlante en desuso, en el patio de servicio. Sobre el segundo parlante se instaló de inmediato la gata menor, y de ahí no se movió. Cada cierto tiempo Vargas sacaba la cabeza: la gata seguía allí y el gorrioncillo también, dentro de la canastilla.
Almorzó, leyó un ensayo de Umberto Eco sobre la influencia de Borges en su obra, hasta que le dio sueño y dormitó con música de fondo, las piezas tardías para piano de Brahms. Antes de irse a trabajar le echó un último vistazo a la escena del drama: la gata continuaba hipnotizada y en un rincón de la canastilla se adivinaba el ovillo de plumas. Trasladó la canastilla a otro sector donde estuviera realmente protegida, y ese fue la cubierta del asador, que en su hogar se sitúa en los dominios de la perra, que por muy mansa que sea sigue siendo una canina.
Pasó después muchas horas en el diario, durante las cuales fue consumido por el rescate de los mineros, episodio que por vivir de esa manera tan cercana no había valorado en su real dimensión. Todo había resultado tan bien, tan perfecto, nada había quedado al azar, jamás se habían perdido las esperanzas y más que los 33 hombres, el país entero le había dado un inyección de optimismo al mundo. Finalizada la epopeya, mientras comía pizzas con sus colegas, recordó que el mejor lugar de la casa para el gorrioncillo era la pieza de ensayo, que sus hijos músicos no estaban utilizando. Allí incluso se lo podía dejar en completa libertad y hasta le serviría de campo de experimento para sus clases de vuelo. Pero ya era muy tarde para llamar a la casa y sugerir la idea. Vargas no era bueno para recibir maldiciones a través del teléfono.
Volvió cerca de las tres de la mañana, como todos los días. La canastilla estaba abierta sobre la mesa de la cocina. Adentro, los dos platillos. A ras de suelo, las gatas, paseándose hambrientas. Buscó rastros del gorrioncillo, plumas sueltas, pero no halló nada.
Se acostó, todos dormían.
Al día siguiente, en ese estado de duermevela que le viene a las siete de la mañana, le preguntó a su mujer por el pajarillo.
-Se murió -le respondió apurada desde la escala, rumbo a su trabajo.

miércoles, octubre 13, 2010

Retorné a mi vieja casa

Retorné a mi vieja casa. Estaba impecable, mas al explorar los rincones se advertían difusas sombras blancas que mi imaginación identificó con telarañas. El silencio redoblaba el sonido de mis pasos, y eso que calzaba zapatos con planta de goma. Era un ruido insoportable, que me arañaba la ingle y me obligó a orinar. Fue toda una aventura: para ir al baño había que subir esos escalones de mármol que mi memoria evadía, hasta que no aguanté más y remonté. A cada escalón, un año más viejo, y subí alrededor de 24, de modo que cuando estuve frente a la taza y arrojé la orina era 24 años más viejo, con razón el líquido salió gastado, seco y ojeroso.
Quedaban dos posibilidades. O me mantenía en el piso superior, inspeccionando las habitaciones, o volvía a bajar, con la esperanza de recuperar la juventud perdida. La foto del velador me retuvo más de lo aconsejable en el dormitorio y sin darme cuenta estaba sentado en la cama, llorando ante el retrato. La habitación se llenó de niños; al mayor le calculé unos cuatro años de edad, el menor tendría dos, tres meses, pues ni siquiera podía gatear y había que afirmarlo entre almohadones. Fue cortés; no gimoteó en ningún momento, me dedicó lindas sonrisas que me hicieron suspirar. Ay, no basta la sonrisa de un bebé cuando la vida se acaba. Provoca una alegría que desemboca en lágrimas. No sería justo robarse ese soplo de vida, pero si el niño no hubiese sido familiar, gustoso habría desembolsado mis ahorros para inyectarme esa energía.
Traté de caminar en bata hasta el baño y de soslayo miré los escalones. Estaban tan cerca, pero el esfuerzo de llegar a ellos resultó ser demasiado para mí. Caí al suelo y me tuvieron que levantar, qué vergüenza más grande. Me retaron por tratar de hacer maldades y yo intenté dar explicaciones, pero me salió una voz de niño que resultó irreconocible para mí, aun más para mi nana. El berrinche la hizo mirar a todos lados antes de darme unas palmadas, que no lograron otra cosa que redoblar mi llanto. Acostado en la cuna el llanto se transformó en chillidos, pero por fortuna al chupar instintivamente el pezón instalado en la mamadera me fui durmiendo de placer. Soñaba jugando con telarañas y escalones gigantes que vencía con mis brazos y mis piernas. Nada me podía vencer, el mundo era mi esclavo y yo, su dueño.

martes, octubre 12, 2010

Plegaria por los 33 mineros de la mina San José

Yo veía las ambulancias, pero no me detenía a pensar en sus sirenas. Los autos que las precedían se hacían a un lado en los semáforos; yo lo tomaba como una especie de gentileza de sus conductores, un deseo de salir pronto del lío y del bullicio, como el aprovechamiento de algunos frescos que se largaban a correr detrás de ellas, sacándoles partido propio a las licencias que la sociedad le otorga al vehículo que vela por la salud del hombre.
Ahora comprendo que todo se hace, todo se echa a andar por el enfermo, el paciente que va adentro. Por qué yo, por qué a mí se me abrieron de verdad las grandes alamedas, a un pobre ser sin nombre ni apellido, a un hombre que sufre, que está en peligro de muerte. ¿Valgo tanto la pena como para que se eche a andar toda esta maquinaria de sirenas, hospitales, camilleros, oxígeno, salas de operación, bisturíes desinfectados, enfermeras, apósitos? ¿No era yo acaso, hasta antes del accidente, un pobre fracasado que no llegaba con su sueldo a fin de mes? ¿No era un minúsculo ser más en el desesperante enredo de paseantes?
Hay algo del cisne en el canto de mis quejas, las heridas son mortales, voy llegando al hospital. Cuán a tiempo entiendo que tras todo su egoísmo y vanidad, tras el odio que se engendra en el fondo de su alma y tras toda la barbarie de que ha dado ilustres pruebas, el hombre es una buena especie, la única capaz de invertir sus recursos en un miserable distraído como yo, atropellado por su propia culpa en una esquina de una calle cualquiera.
Sólo en las grandes ocasiones se eleva el alma a Dios, sólo en las grandes ocasiones el hombre vuelve a ser ese hombre del principio de los tiempos, cuando un puro hombre valía por todos, porque uno era demasiado.
Después de la explosión, siempre abrigamos esperanzas y si de algo pudimos vivir en esas dos semanas en tinieblas, cuando arriba solamente sospechaban de nosotros, fue de la esperanza de sabernos hombres, de intuirnos hijos del hombre. Y así nos organizamos, así tomamos valor.
Hombre, vela por nosotros y perdónanos como a él lo perdonaste en la camilla, entrando al hospital. Nuestra odisea es la odisea humana, la historia de 33 seres pequeños sobrepasados por sus circunstancias, a quienes les pusieron carteles de héroes para rellenar de héroes este mundo sin héroes.
Los mineros hemos recreado la unidad, una sociedad anónima cerrada. Nada saldrá de esta mina que no querramos que salga. Y aunque la ciencia haga resplandecer la verdad el pueblo nos elevará a un altar imaginario. Pues ya somos parte del mito de la historia.

miércoles, septiembre 08, 2010

Las tres fuentes

Abiertos mis ojos, me conducían por esa ruta tantas veces transitada por los hombres, la más concurrida de todas, especie de camino que lleva a Roma, repleta de peregrinos, algunos ansiosos por llegar a su ciudad santa, otros haraganeando, mujeres con niños de la mano bajo soles abrasadores que las hacían sudar, hombres estudiando planos, algún moribundo buscando su orilla, grupos de prostitutas invitando a pasar, pintores reflejándolo todo, como si no bastara lo que veíamos con nuestros propios ojos para que nos lo hicieran ver por segunda vez para así entender, así sentir; en fin, bastardos impartiendo órdenes desde sus torres, vacas pastando en las praderas, perros apegándose a los humanos, maltratados pero fieles, perros cobardes, decía que allí iba yo, confundido entre la masa, uno más entre todos, como debe ser y como siempre ha sido, cuando se me ofrecieron tres fuentes, mi sed era implacable.
La primera era la más llamativa y el agua brotaba a chorros de su garganta, me dejé bañar en su taza curva y bebí hasta saciarme, pero contenía el líquido tales propiedades que pasado poco tiempo cundía la insatisfacción y aumentaba la sed, de modo tal que si por mí hubiese sido me lo habría pasado el resto de la vida sumergido en sus aguas.
Había que tomar una decisión. Me decidí apenas hube bebido una cantidad desmesurada, peligrosa para la salud, tan hinchada me había quedado la panza. Salí de la fuente y bebí de la segunda, de líneas severas y aun diría incómodas a los sentidos, mas noté al poco rato que la sed disminuía, se hacía llevadera, podía salir de la fuente y emprender desafíos, hacer planes, teniéndola siempre a la vista, ya que si salía de cierto radio la fuente desaparecía y la senda se volvía tortuosa, desabrida, angustiante, como descubrí que sentían montones, tanto así que en esas circunstancias se preguntaban a viva voz por sus propios manantiales, como hormigas ciegas que cruzan sus antenas durante su andar bajo el sol.
En eso estaba cuando la tercera fuente desprendió una luz que me bañó por entero y escondió todo lo que me rodeaba dentro de un manto de calor insoportable. Era imposible no prestarle atención ni beber de sus aguas; más bien sentía que era la fuente la que se alimentaba de mi escasa energía para poder emitir su luz, tan maltrecho, feliz y extasiado me dejaba. Atrapado en su halo alcancé a agradecerle que me hubiese atrapado y le rogué que jamás me abandonara, pero entonces los cielos oscurecieron y un trueno le devolvió su color habitual. Volví la vista a la segunda fuente, que se me hacía visible una vez más. No quería volver, necesitaba esas aguas ardientes, pero ya no tenían luz para mí, la fuente se había secado y mi sed iba en aumento, de modo que procedí razonablemente.

miércoles, agosto 25, 2010

Monólogo del ángel guardián del Purgatorio

El espacio suelta voces confusas; a medida que se acercan las voy reconociendo, llevo miles de miles de años en esto, después de todo es mi oficio. Son lamentos de quienes se han marchado y que por las noches se tornan plañideros.
Me hablan al oído y me cuentan sus historias, como si creyeran que yo tuviera las llaves de algo o influencias en el Cielo; vuelan otra vez y se revuelven, se agitan, retornan sin bajar a tierra, la causa lejana de su presente indefinido; y sin lograr fundirse en las estrellas, anhelan las estrellas.
Su pasar está en el éter.
A todos los escucho, yo no juzgo, aquí donde se me ordenó residir no existe la moral y los pecados no se pagan. En este lugar de paso las voces van de un lugar a otro en completa libertad y nunca cruzan la frontera, qué ironía. El completo juego de intercambios no sirve para nada; cada voz lleva un mensaje, cada mensaje un destino y cada destino es el vacío. Y sin embargo no veo desesperación por ninguna parte, eso es de otro círculo, mas no del círculo del poeta que le cantó al infierno, ese se halla más arriba, qué sé yo, no he tenido acceso a ese lugar, ya he dicho que a mí se me ordenó estar aquí.
Donde habito es casi siempre de noche, pero de pronto y sin aviso tres golpes de luz lo valen todo para ellos. Cuando se abre el cielo se forma un revoltijo, nacen rayos de la nada y estallan truenos que me obligan a taparme los oídos. Las voces que se abalanzan al misterio de esa luz caen al instante derretidas. Al tocar la escarcha que emana a ras de suelo reviven su serena agonía y ya las siento de nuevo haciendo su negocio. Otras permanecen en los bordes, paralizadas ante la esperanza de la fuga, y cómo saber si una o dos nos abandonan, no dispongo de instrumentos para captar ese trance. Es la fiesta de la luz, no la mía; yo prefiero la noche, cuando todo es más tranquilo y los vuelos son murmullos agitados levemente, pequeños roces de unos con otros, intercambios imposibles, ya lo dije.
¿Merece una historia salir de su escondite? ¿No valdría más que entrara? Aquí tampoco las almas se hacen todas una. No hay razón para que yo siquiera intente intercambiar esa envoltura algodonosa que las cubre, sus recuerdos. Yo sólo escucho y si alguien quiere hablar, matar el tedio, contar una vez más la misma historia cien mil veces ocurrida, acojo, qué otra cosa puedo hacer.

lunes, agosto 23, 2010

Canto a los mineros de la mina San José

Ellos no sabían si eran tardes las que llenaba el silencio con su melancólico pesar. Recordaban los días de sol, vagos, se frotaban las manos, se oía un hilo de agua, un suspiro contenido, lo demás era silencio de tarde silenciosa o de noche o de día, no se sabe, todo era igual allá abajo; aun así eran capaces de mantener la calma y esperar el nuevo día.
Alguien los alienta, los insta a recordar, les impulsa en sus almas el recuerdo de la vida plena.
El paraíso, entonces, es una guagua que llora, el hijo que se le parece y también el viaje a la ciudad a comprar vino, a comprar carne, el paraíso es la voz de la mujer y por qué no las tetas de una amante. El alma es invisible a otros ojos, se puede alimentar perfectamente de recuerdos prohibidos.
El paraíso, qué es el paraíso. Por qué vivir, a qué tanto, por qué se ansía la luz y por qué cuando pensamos en el cielo pensamos en la luz y cuando vislumbramos el infierno se nos abren profundas cavidades. Ya se vio que vivir no es un acto de heroísmo, las miradas y las cartas lo demuestran. Es harto más sencillo que eso. Volver a sentir el sol bajo la espalda, ver de nuevo al ser amado y encomendarse a Dios, a esa fuerza que la gran ciudad contempla, achatada, desde el microscopio de sus rascacielos.
Hemos sido todos, en el fondo, mineros, como ellos volverán a ser arriba pobres seres pobres de sueldo miserable, frío en las manos, manos gastadas y con suerte, insultos a los futbolistas del equipo perdedor la tarde del domingo, antes de pensar que todo empezará otra vez el día lunes.
Divagaban, maldijeron el día, la hora, el minuto de la mala suerte; tenían tanto tiempo para pensar como los presos de la cárcel, ya se lo quisiera uno en estos días, tiempo para pensar sin correr ni dar explicaciones, sin tratar de convencer a nadie. Tiempo era todo lo que tenían y de sobra, y sin embargo preferían otra cosa, como nosotros quisiéramos descansar sin prisa, ellos preferían otra cosa.
Incluso cuando emergió la sonda desde un punto ciego de la tierra preferían otra cosa, querían sin decirlo que todo empezara de nuevo y que la esperanza fuese un signo perenne, incumplido, intraducible, más allá de lo real, de lo que viene. Porque puede haber tanta tristeza en el futuro del tiempo que viene.
Honores, aplausos, el himno nacional, el llanto compartido en los honores, las cámaras de la televisión, la plata en el bolsillo, todo es tan vano, impotente, mero espectador del abismo ante los pies, la profundidad de los que esperan el paso de las horas.
El hombre les canta a los héroes y se olvida del enfermo, del anónimo farero, del minero de la mina de al lado, de la mujer que los espera en el burdel, de tantos héroes que nunca lo serán y morirán sin ser reconocidos. El amor no alcanza para todos.

domingo, agosto 08, 2010

Una perra enana me mordió en el parque

Cae la tarde
Con Dvorak y Chopin
Sus nocturnos para piano
El Romance de violín
Por la mañana fui feliz
Ambos ya estiraron la pata
Una perra enana me mordió en el parque
No me hizo ni cosquillas
Ahora mismo lo soy
En el frío de la sala
Mientras la tarde cae
Y yo escribo que la tarde cae
En el frío de la sala
Con Dvorak y Chopin
Le eché una carrera a la Lunita
Y perdí
Paseamos gratis por el parque
Almorzamos en un hotel
Echamos bromas provincianas
Apliqué el descuento del
Club de Lectores
Hice planes de ahorro
No me he salido del límite
Pero hago esfuerzos por no estar
Dentro del redil
De los afortunados
Esa finura de los mozos
He llegado a pensar que corre incluso
Para servir a los malandrines y a los estafadores
De qué valen mis Memorias
Si a la hora de la pregunta final
El corazón se detiene y calla
La voz
Esa felicidad del parque
La risa de mi nieta palillo
Cuando la perra enana me mordió
Qué desea el joven
Mi hijo mal vestido
Mi mujer "todo caro"
Mi hija artista mayor
La ausencia de mi pequeña Valentina
¿Es el camino?
Jamás me publicarán
Se agota la esperanza vana literaria
El asiento del poeta
Todo ese tiempo invertido
En ser feliz
Si la felicidad está en el parque
En mi otro Yo
No en el escondido
La tarde cae para todos
Cientos de poetas sentados
Miles de poetas
Examinan la tarde que cae
Bajo el peso de la Ley
Dicen sus versos cantan
Estilos diferentes
Cuántos ebrios, cuántos mendigos
Y qué decir de los 33 mineros
Que conocieron la antesala del Infierno
Vivieron la angustia, la desorientación
Están vivos, están muertos
Si viven cuesta imaginar cuesta entrar a esa mina
Sentir el encierro, la tapia
Si han muerto... pero cuál es la forma de morir
Cómo va a decidir uno por los demás con qué ropa
Habló S.E. el Presidente de la República
Dio órdenes, dijo algunas palabras
Y luego partió a visitar a unos niños en el Día del Niño
¿Y qué querían? ¿Que fuera de nuevo a la mina?
¿Que bajara a la mina, que llorara con ellos?
¿Que se quebrara? ¿Que fuera ellos en su llanto?
Se quebró, dirían, vivió la emoción más intensa delante de todos
O falseó ante medio Chile
Da lo mismo no hay manera de llegar
A esa mina
Niños no fueron celebrados
Niños fueron celebrados
Cae para ellos la tarde
Los viejos del futuro
En cien años
Toda esta carne visible habrá muerto
Si dos por dos fuera dos
Si el tiempo se detuviera
No corriera ni para atrás ni para adelante
Y quedara justo ahora
No mejor en la mañana
Cuando anduve por el parque
Y la perra enana me mordió el tobillo
Ahí justo el grito ¡corten! Se detiene la acción
La Lunita ríe a carcajadas
Dios creó el Universo
Para que el tiempo se detuviera este domingo en la mañana
Debo admitir que cumplió si soy justo con Él
A medias pero cumplió

lunes, agosto 02, 2010

La tía Inés

El Julio hacía rebotar la pelotita de esponja en el patio de la Escuela 2 y yo corría a tomarla. Enseguida yo lo imitaba y corría él. Disponíamos de todo el espacio para nosotros dos. La pelotita podía saltar cuanto quisiera y nunca se nos perdía. Los botes prodigiosos contra las baldosas la desplazaban hasta las paredes del patio o las ventanas de las salas de clases. Jugábamos en un perímetro cerrado y la pelotita era la presa que nos servía para desahogar nuestra felicidad. La felicidad de esa mañana de invierno consistía en correr y perseguir una enloquecida y blanda esfera mágica.
El Julio era mi primo. Tenía cinco años y yo, cuatro. Hacía frío. Sobre nosotros, a baja altura, la niebla amenazaba dejarse caer para envolvernos.
¿Por qué estábamos allí? La memoria no registra detalles como aquellos. La memoria se deja impresionar demasiado fácilmente por voladores de luces y borra lo importante. La vida, que más bien es el recuerdo de la vida, se engaña a sí misma y nos hace creer que fuimos lo que no fuimos; o, si miramos el asunto con mayor indulgencia, perdona nuestras faltas y las deja pasar, las sepulta en el olvido o las traspasa a los demás. De los pecados, sólo quedan flotando los que generaron mucha culpa en su momento.
La Escuela 2 era la escuela de niñas donde trabajaba la tía Fani, que era mi mamá. Mi mamá era parvularia y como tal, la única que atendía niños y niñas. Si jugábamos los dos con el Julio debió de ser porque ese día no hubo clases y ella nos llevó a la escuela a pasar el rato. O tal vez nos mandó "castigados" al patio mientras todo el mundo estaba en clases. Yo asistía al kinder con el Julio porque mi mamá me matriculó un año antes, sospecho que para colgarme el letrero de superdotado aunque no lo era; el verdadero superdotado de la familia fue el Julio, muerto a los 19 años cuando se quedó dormido mientras conducía un camión en la patagonia argentina. El Julio, quien antes de morir me escribió una carta contándome sus duros días de emigrante. Tanta explicación para qué, tantos recuerdos de abrigo y de bufanda; en tardes como éstas me avergüenzo de mí mismo, de mi cobardía artística, de mi profesionalismo de academia gastada.
"Anoche llegó la tía Inés. Me trajo esta pelotita. Al Lucho le trajo unos dados y al Miguel le trajo un trompito", gritó el Julio mientras la sacaba del buzo y me la mostraba de lejos. Le dio un bote gigantesco y yo me alegré y empecé a correr. La tomé y la apreté. Sentí una sensación rica cuando se hundió en mis dedos; era verdosa, con vetas rojizas y moradas. Le di otro bote. Al elevarse hacia el cielo miré hacia arriba y vi la niebla. La pelotita era un punto negro que desaparecía en la blanca oscuridad y caía sobre el patio, sin hacer un ruido. Tenía la virtud de aparecer y desaparecer, aunque siempre terminaba quedando en nuestras manos. Digo siempre por decir durante esos quince minutos, ya que me consta que se perdió. Yo no la tengo; nadie la tiene, nadie la heredó. Hoy descansará en un escondrijo prohibido a las visitas, como descansan los muertos.
Mi mamá contaba que la tía Inés tenía una librería en Santiago. Se llamaba "La duquesa" y quedaba en la calle Independencia. Al oír la palabra librería los sentidos se me hacían agua porque me imaginaba la librería "Cervantes" con sus juguetes en la vitrina. La librería "Cervantes" se ubicaba en el centro de Rancagua, en nuestra propia calle Independencia. En la vereda del frente y a pocos metros había otra librería, cuyo nombre no recuerdo. A esa dejé de ir cuando a don Aurelio, que era el papá de la Ita Matilde, se le empezaron a olvidar las cosas. Un día se volvió loco y le dio por regalar billetes y se lo llevaron a la casa para siempre, digo para siempre queriendo decir dos o tres meses, hasta que una carroza de caballos con crespones negros lo fue a buscar para trasladarlo al cementerio.
Don Aurelio tenía una cara redonda de español, porque era español. La coronaba una boina y lucía un gran lunar en el pómulo derecho, gruesas cejas y lentes con montura de metal. La Ita Matilde era flaca, alta, rubia y también usaba anteojos. Su mamá ostentaba una eterna sonrisa compasiva. Hablaba como si estuviera pidiendo perdón. A la tía Inés, que era la hermana mayor de la abueli, la hermana buena, porque la abueli tenía una hermana rica no tan buena y otra que sin ser rica era creída, digo de la tía Inés, retomando el hilo, que se le salía la hernia dos veces al año y tenían que operarla. "A la tía Inés se le salió la hernia otra vez", llegaba contando cada cierto tiempo el Julio, pero cambiábamos luego de tema hacia otro menos rutinario.
La tía Inés permanecía dos o tres semanas en la casa de Ibieta 732, donde vivía la abueli con la tía Mirita y el Lucho, el Julio y el Miguel. Se marchaba cuando la venía a buscar su hija, la tía María, una mujer audaz que usaba uñas largas y pestañas postizas, fumaba y jugaba a las cartas.
Algún día de algún año perdido en el tiempo la tía Inés tuvo que haberse muerto, no recuerdo el día, pero me consta que murió, porque si estuviera viva tendría cerca de 140 años y su nombre estaría inscrito en el libro Guinness. Me parece que la tía María también murió, pero me han contado que la librería "La duquesa" todavía existe.

miércoles, julio 28, 2010

Vieron mis ojos dos iglesias

Vieron mis ojos dos iglesias enfrentadas y entre ambas, un sombrío patio embaldosado, de acacias viejas y robustas.
La gente se movía por allí como extras de película, los turistas entraban y salían; alguien vendía golosinas sobre una mesita de madera de roble. Eran cerca de las cuatro de la tarde.
Allí nos vimos, allí estuvimos juntos diez minutos. Mientras me elevaba para quedar al nivel de las copas de los árboles sentí que habían sido los diez minutos más felices de mi vida, porque habíamos caminado tú y yo sobre las baldosas de ese viejo patio, había estado contigo. Luego me envolvió la angustia de no recordar si me habías abrazado, la angustia de no saber cómo me habías saludado al verme por primera y última vez, la angustia de reducir nuestro anhelado encuentro a un mero paseo de diez minutos.
La ansiedad del vacío me hizo despertar. La ciudad estaba helada, pero mis orejas ardían. Qué te sucede, dónde estás ahora mismo, también me has recordado, imaginé. Y ese lugar en que estuvimos... lo he visto antes. Se parece a los patios de la muerta escuela normal José Abelardo Núñez; se parece a Toledo.
Toledo. De modo que allí habrá de ser el encuentro...
No restaba otra cosa que dejar que el tiempo siguiera transcurriendo para que las emociones se debilitaran naturalmente. Volví a dormir y ahora, alrededor de las cuatro de la tarde, reconstituyo pobremente el sueño, dejando escapar la esencia propia de los sueños, que es intraducible.

miércoles, junio 30, 2010

Nuestro Hermano

Eros y Tánatos, Leda y el Cisne, Eros y Psique, Dafnis y Cloe, Tristán e Isolda, Antígona, Empédocles, Schiller, Hiperión, Catulo, Dante, Voltaire, Rousseau, Danton, María Estuardo, Inocencio VIII, parejas y nombres sueltos que sentía que debía aprender de memoria, como si estuviera haciendo las tareas escolares, tareas que por lo mismo se olvidaban apenas rendía la prueba. Tareas que sin embargo se veía obligado a memorizar ante un nuevo examen.
Así era la vida de nuestro Hermano, un continuo aprendizaje de materias que venían desde el otro lado del mar y que habían sido siempre "las materias", incluso desde antes de la época de sus bisabuelos, antes de aquellos tiempos en que las familias ricas viajaban a Europa en barco y volvían repletas de novedades que los provincianos conocían asombrados y envidiosos.
¿Era ese su verdadero mundo?
Descubrió que ya era tarde para saberlo. Se había dejado invadir por una sustancia viscosa que se adhería y se confundía con su cuerpo. Estaba contaminado por una capa de cultura más espesa que el petróleo. Si había alguna esperanza, estaría en sus retoños, tal vez en sus nietos.
Lo único realmente suyo era su pueblo, sus calles, su ignorancia, sus deseos de construir, los besos que había dado y los sueños que tuvo, pero aun estos fueron sueños relacionados con otros mundos, otras maneras de ver las cosas, sueños de otros hombres, sueños que llegaron a su país como un viento huracanado y también como una niebla espesa y tranquila que se apoderó lentamente de las cosas.
Miraba a sus demás hermanos y los estudiaba, sin querer. En el Mercado gritaban de alegría ante un plato de pescado frito y un vaso de vino blanco y al abrir sus bocas descubrían divertidos huecos en sus dentaduras. Más tarde los veía comiendo carne con la mano, que sacaban de una parrilla; otros no se despegaban del computador, y había tantos que bailaban y bailaban hasta la madrugada, eufóricos de alcohol y sustancias energizantes. Los hombres volvían a amarse con los hombres y las mujeres se entregaban a otras mujeres, contagiadas con la nueva oleada.
Dicen que O'Higgins murió pronunciando el enigmático nombre de Magallanes.
Las últimas palabras de nuestro Hermano, casi ininteligibles, fueron "Violeta...Violeta"...

martes, junio 15, 2010

La sombra

Vi una sombra en el vidrio, se acercaba como si quisiera hacerme daño. Me asusté y en vez de huir, la examiné cuidadosamente, acercando una lupa al vidrio. Era una sombra desconocida.
Salí a la calle con el recuerdo de esa sombra, no pude vivir tranquilo ese día y el dinero se estaba haciendo escaso.
Por la noche caí enfermo.
Al día siguiente se me apareció de nuevo. Anduve intranquilo. Empeoraba dentro de una relativa estabilidad. Me tomé la temperatura y el termómetro había subido cuatro rayas. Las señales leves anunciaban el peligro.
Todo es tan vacío cuando se debe convivir con una sombra.
Había montes húmedos de verdor y pantanos infectos se arrimaban a sus faldas, queriendo subir. En las cimas de los montes brillaban torres de alta tensión sobre un cielo negro, como agujas histéricas. Se hacía difícil la caminata; el pasto la tornaba resbaladiza, era un constante subir y bajar hasta el límite de esas aguas nauseabundas. Pero esas razones me daban cierta fuerza: andar era un destino. La lluvia complicaba las cosas.
Cuando veo a dos señores de bufanda charlando alegremente en un café no dejo de preguntarme si no habrán visto alguna vez aquella sombra, si no estará encima de ellos, acechando.

viernes, junio 04, 2010

Ser lo que no se es

Ser lo que no soy
Y al serlo
Renegar de mí
Ay, si fuese simplemente
Si asumiera mi natural naturaleza
(Qué lindas tardes de invierno serían
Amaría lo que hay que amar
Comería cuando tuviera hambre
Leería cerca de la estufa
Caminaría arropado dentro del bosque
Vería una película del año 60 en la televisión
Haría una o dos cosas más
Qué lindo sería
Tal vez agregar a la lista un lomo vetado al horno
¿Se podrá?
Con amigos vaciando tres botellas de vino tinto
De entrada, arrollado con papas cocidas y mayonesa)
Pero el buey tira la carreta
Significa
Que allá en lo profundo, al final del camino
No soy entonces
Lo que creo ser
De modo que mi verdadera verdad
Estaría en aquello que no soy
La vida es una suma de privaciones
Pero a mi verdad última
No la controla el Comité de Censura
Que presido yo mismo los lunes a las 3 de la tarde
Como iba diciendo
A mi verdad íntima
No la controla el Comité de Censura
Que presido yo mismo los lunes a las 3 de la tarde
Salvo que me dañara la salud
O la de mis seres queridos
Si mi verdad última es la Tiranía
O el Fanatismo
Por dar dos ejemplos
O el Vicio
Por dar tres ejemplos
En ese caso no debo ser el que soy
Eso se llama Sacrificio
Algunos lo llaman Cobardía
Guardar las apariencias
Otros, Prudencia
Autocontrol
Penitencia
Sea lo que fuere
Observo una gran contradicción
En esta idea que se me vino a la cabeza
Como si lo que fuese
Al mismo tiempo no fuese
O fuese y no fuese
O por ser y no ser
Fuese a medias
Medias tintas, sopas tontas
O sea
Muy buenas tardes muy bien gracias señores radioescuchas
Eso sería todo mejor echarlo a la broma
Ya viene el Mundial
Lo malo es que siempre lo dan tan temprano

martes, mayo 25, 2010

Un mundo especial

Te dejas llevar
Cual flor de alhelí
Al mundo especial
Tú dices que sí

Un duende orejón
De labios dorados
Un buen barredor
Del mal desgraciado

Asoma la cabeza
Saliendo del sobre
Años que no entra
Un ánima pobre

Te hace pasar
Al mundo especial
Cual flor de alhelí
Tú dices que sí

A la puerta de oro
Y esmeraldas
Das la espalda
No hay dentro tesoro

El duende te deja
En la grande sala
Le ves las orejas
Ya no pasa nada

Has quedado sola
Cual flor de alhelí
Lanzada a las olas
Quisieras salir

El mundo especial
No tiene dolor
No tiene maldad
No tiene ambición

No ansías comer
No ansías vestir
No ansías vivir
No ansías poder

No ansías ganar
No ansías placer
No ansías luchar
No ansías perder

No hay caballito
Ni príncipe azul
Ni pescado frito
Ni besos sin luz

No duermes pensando
En la fiesta bailable
Carrusel girando
Sus piezas que arden

Gozabas un sueño
De felicidad
Princesa sin dueño
Ante la verdad

Un mundo especial
Sin religión ni biblia
Luzbel, Jesucristo, altar
Rosario de perillas

Se parece a la muerte
A una muerte especial
Especial no es la muerte
Es un mundo especial

Nunca tal riqueza
Tanta alhaja invisible
Nunca tal pobreza
En el mundo imposible

El día dura un siglo
El siglo, un segundo
El segundo y el siglo
Pasan juntos

No verás
No amaréis
No tocarás
Tablas de la ley

¿Vuelves linda princesita?
¿Te falta rubor?
Te espera afuerita
El duende orejón

Si tuerces tu sino
Con un solo salto
Te vestirás de lino
Debajo del palto

Partirás la leña
Barrerás la casa
Soñarás despierta
Batiendo la masa

martes, mayo 18, 2010

El niño que golpeó la puerta del bufete

Antes de alcanzar el nivel de fama que hoy ostenta, Boris Guevara fue un hombre no diría exactamente cándido, pero si hemos de creer en su testimonio, impresionable. Desde luego, su nombre no es Boris Guevara. Me he reservado el verdadero, no solo por no herir su susceptibilidad o la de su familia, sino principalmente porque jamás me autorizó a que la historia que voy a narrar se hiciera pública. Hecho el alcance, retomo este relato, que no tiene otro fin que contar la experiencia extraordinaria, paranormal, de la que dice haber sido testigo mi entrevistado. Decía que antes de alcanzar la fama, Boris Guevara fue un hombre receptivo. Hoy, los casos importantes que le llegan a su bufete, importantes en el sentido del rédito que le proporcionan a su cuenta corriente, lo han convertido en una persona encantadora, fría y traicionera. En los pasillos de la Corte se le observa con reverencia, admiración y temor; tanto así que a demasiados abogados de la plaza les irrumpen sudores fríos cuando lo enfrentan en un alegato, porque piensan, aunque nunca lo van a confesar, que ha hecho pacto con el diablo. No pocas veces, conspicuos hombres de bien le han ofrecido candidaturas a la Cámara de Diputados ganadas de antemano e incluso, se afirma, al Senado, y si las ha rechazado fue porque tras largas meditaciones en el seno de su hogar, con un vaso de whisky añejo en la mano y acompañado por las extrañas notas de alguna de las sonatas de Scriabin, su compositor preferido, consideró que lo poco que le quedaba de humano debía resguardarse; al menos así lo dedujo, aunque no tuviese la razón.
Tan singular personaje abrió un día el apetito profesional de mi editor, quien me ordenó contactarlo para llenar las páginas centrales del diario dominical; esto es, la sección "Personaje de la semana". Guevara acababa de ganar un juicio de connotación nacional, defendiendo a las inmobiliarias que perdieron edificios completos a raíz del terremoto del 27 de febrero, con graves pérdidas para sus accionistas y para los residentes de los mismos. Para éstos últimos no cabía reparación posible, ya que contra ellos se había ensañado la naturaleza; en cambio sí les correspondía a las compañías de seguros resarcir a las inmobiliarias por el capital perdido a raíz de la catástrofe, ya que así lo estipulaban claramente los puntos 230, 231, 232 y 232 bis de los diversos contratos protocolarizados ante notario. Guevara defendió esta hipótesis con tal elocuencia, lógica y poder de convencimiento que dejó con la boca abierta -de confusión y estupor- tanto a los profesionales de las partes contrarias como a los cerca de 500 inquilinos que se apostaron en las afueras de la Corte a esperar el fallo (preciso es consignar que el brillante abogado abandonó los tribunales por una puerta lateral).
De modo que frente a ese personaje me encontré un viernes a las siete de la tarde, un hombre encantador, frío y traicionero y agregaría fatigado, cansado de su triunfo.
Confieso que cuando su secretaria me hizo pasar me dieron ganas de quedarme con ella, tan pegado a su cuerpo tenía el vestido y tan ferozmente miraban sus ojos. Guevara, en cambio, nos echó a lo sumo una ojeada. A ella la podía ver hasta cansarse y en cuanto a mí... sí, era sólo un periodista, pensaría, pero algo lo hizo cambiar de pronto, porque durante esa leve ojeada a mi persona noté que experimentaba un leve y rarísimo temblor. Estaba sentado en una silla giratoria de cuero ubicada en el desnivel superior de la sala alfombrada y con su mano izquierda jugaba con un sencillo lápiz pasta, que hacía golpear sobre el escritorio con musicalidad. Se levantó, me dio la mano y me ofreció asiento. Abandonó la silla y bajó a sentarse a un sofá que calculadamente había sido instalado frente a otro de similar diseño para entablar "relaciones democráticas" con sus clientes. La secretaria reapareció con una bandeja con café de grano, galletas y dos vasitos de soda. Enseguida se marchó. Quedamos frente a frente.
-Es endiabladamente atractiva -ensayé una especie de entrada rompehielo.
-¿Le gusta Scriabin? -preguntó. No supe qué decirle, pero reparé en unos discos del tal Scriabin que se destacaban sobre la mesa de centro, a los cuales yo había dirigido la vista de pura vergüenza.
-Creo que lo mejor para esta ocasión son las sonatas de Mozart -se dijo a sí mismo y comenzó a maniobrar su I-Pod. De unos parlantes altos y delgados surgió una suave y pareja música de piano, ausente de estridencias, que luego de estacionarse en un nivel de sonido óptimo para una entrevista sucumbió en el olvido.
-Scriabin quiere llegar más allá de la verdad y de pronto se torna demoniaco, tiene usted toda la razón -comentó, y nuevamente no supe qué decir, aunque pensé en mis limitaciones, que son las de mi oficio: qué poco y nada sabemos de todo los periodistas.
La entrevista se desarrolló dentro de los carriles normales y confieso, rutinarios. Con las dos o tres últimas preguntas sentí ese cansancio que le sobreviene al reportero al tomar conciencia de lo que le espera: el trabajo de convertir una conversación de una hora y media en dos páginas impresas de un diario, dos páginas plagadas de letras casi hasta los bordes; en otras palabras, se me vinieron encima las horas que aún me quedaban de labor. Contribuyó a ese vago malestar la certeza de que volvía al periódico sin nada extraordinario dentro de la cinta. Guevara, una vez más, se salía con la suya y daba otra clase magistral de inteligencia, buen sentido y simpatía, haciendo pasar lo malo por bueno, sin admitir ninguna barrabasada y sin declarar nada sustancial.
Me levanté, le di la mano y procedía a abandonar la oficina cuando me detuvo.
-Espere -dijo con voz firme, aunque nerviosa. De inmediato volví sobre mis pasos. El abogado retomó la palabra.
-Noté que detectó el pequeño sobresalto que sentí al verlo llegar... y es verdad, usted me recordó a un chico que conocí hace muchos años.
Lo miré, asintiendo con asombro acerca de mi gesto auscultador, bastante más insolente de lo que había imaginado. Guevara levantó el citófono y despidió a su secretaria. Creí adivinar un berrinche del otro lado de la línea, pero el abogado lo superó con una fresca carcajada que remató con un "mañana, sin falta". Sentimos una sonajera de joyas y collares y luego un leve portazo, diríase un portazo de secretaria ofendida.
Estábamos solos. Me ofreció un trago, que rechacé con pesar. Él se sirvió dos dedos de una para mí desconocida marca de whisky etiqueta negra. El primer sorbo fue largo y profundo. Dejó el vaso encima de la mesa y me habló:
-Desde que me sucedió lo que te voy a contar, que fue hace muchos años, algo me ordenaba darlo a conocer, pero el momento no llegaba. Sabía que la persona propicia tenía que aparecer alguna vez y apenas te vi descubrí que eras tú.
Me asombré de que me tratara de tú. Me estremecí. Guevara continuó.
-No he sido siempre rico y exitoso, Sergio, y lo debiste adivinar por mis apellidos. En mis comienzos fui un estudiante pobre, impresionable y receptivo.
-Como todo el mundo -repliqué erradamente.
-No lo creas. La mayoría de la gente cava su propia tumba debido a su pertinacia. ¿Has tomado en cuenta que cada ser humano se maneja en el carrusel de la vida dando vueltas y vueltas en torno a dos o tres ideas básicas que se forja apenas tiene uso de razón?
-No lo había pensado.
-Me lo enseñó la memoria de... no, todavía no lo creerías. Digamos que me lo enseñaron los pleitos. Por ejemplo, la gente insegura y vengativa generalmente se está diciendo toda la vida a sí misma "no me toman en cuenta". Es una orden interna que guía todos sus pasos y explica sus conductas externas. Los necios y los soberbios se repiten a cada minuto del día "soy el mejor" y actúan en consecuencia, para bien o para mal. Conocí a un cliente que se decía permanentemente "esto es lo más insoportable que me ha ocurrido, pero aún se puede soportar". Como te imaginarás, se trataba de un sacerdote que vivía en perpetua penitencia. ¿Cuál es tu leitmotiv?
-Tendría que pensarlo, pero no entiendo a qué quiere...
-Mi motivo conductor ha sido siempre "aprovecha, aprovecha" y por eso no carezco totalmente de problemas de adaptación, te lo digo sin un ánimo arrogante. Antes fui impresionable; hoy... (guardó silencio)... hoy... pero déjame contarte lo que me pasó hace unos años, tal vez te sirva para aclarar tus propias ideas.
Adiviné que venía una confesión más grande que el último maremoto. En mi horizonte se me cruzó la imagen de la vieja sala de redacción: los aseadores pasando la aspiradora en la soledad más espantosa y al centro mi computador, el único encendido, bullendo de actividad.
-Fue en mi primer bufete -comenzó-. En Mac Iver. No tenía esa secretaria que viste recién; en realidad mis ingresos no me daban para disponer de secretaria. Como forma de combatir el angustioso tedio que provoca en los jóvenes profesionales la ausencia de clientela, una de esas tardes estudiaba una vez más a don Andrés Bello cuando de improviso sonó la puerta. Los golpes me llamaron la atención porque el eco que surgía del angosto pasillo adelantaba cualquier visita y hacía resonar hasta los pasos de un gato, pero como te decía, en ese momento el golpeteo feroz contra la puerta fue lo primero que sentí; o al menos lo que me hizo salir de ese estado semihipnótico que provoca el maridaje del Código Civil con Morfeo, ja ja ja, ¿me sigues?
-Sí, perfectamente.
-Con la agitada esperanza de conocer a mi primer cliente en meses abrí la puerta, pero no había nadie. Miré hacia el fondo del pasillo y no divisé rastro humano alguno. Imaginé un vendedor hastiado de no tener con qué llenar su estómago, un vendedor que toca puertas que jamás se le abren; en suma, un hombre desencantado para el cual el mundo se ha vaciado de incautos. Te prometo, Sergio, que al proyectarme en ese hombre invisible sentí tal desaliento que esa tarde pensé en abandonar la profesión.
-De seguro ese vendedor se iba diciendo "soy mediocre, no tengo remedio".
-¿Cuál?
-El que se alejó por el pasillo.
-No me has entendido. Mejor dicho, no me explico bien. No había tal vendedor, era un producto de mi imaginación.
-Entiendo perfectamente. Fue una manera de decir -reaccioné con ligero desagrado.
-No te ofendas por tan poco, Sergio -rió-, ya adivino tu leitmotiv, pero déjame seguir (secó el vaso y continuó). Retomé la lectura y no habían pasado ni veinte segundos cuando volvió a sonar la puerta. Corrí a abrirla y ante mí apareció un chico de unos 12 años... un chico que... tienes un aire a ese muchacho, Sergio, estoy seguro de que tú eres el próximo... cada vez más seguro, sí.
-No comprendo qué tengo que ver con ese niño -le dije, queriendo dar la impresión de que seguía sus palabras con cierta indiferencia, mas la voz me traicionó y delató mi nerviosismo.
Guevara volvió a examinarme y reapareció su ligero temblor. El recuerdo de aquel episodio indudablemente lo excitaba, más allá de lo normal. En cuanto a mí, la angustia ante el trabajo inacabado fue siendo reemplazada por un vivo deseo de escuchar su historia (debo admitir que ese deseo se justificó plenamente una vez que la hubo concluido). ¡Ay -maldije más tarde a la existencia, tecleando palabras vacías en el computador-, si la entrevista versara sobre lo que se dijo después de apagar la grabadora, de seguro mi destino cambiaría antes de lo previsto y no necesitaría andar buscando falsas esperanzas para soportar este valle de lágrimas!
Pero me desvío. Guevara abrió la puerta de su modesto bufete de calle Mac Iver y vio ante sí a un niño de unos 12 años.
-Tenía los ojos rojos y ni siquiera tuve que darme cuenta de que había estado llorando, pues de sólo verme prorrumpió en desconsolado llanto -continuó.
-Pero quién era.
-No me interrumpas, Sergio, ya pasó el tiempo de las preguntas. Te ruego que ahora sólo escuches -dijo, vivamente emocionado.
Asentí, sin hacer un ruido. Guevara aprovechó el momento para rellenar su vaso.
-Hice pasar al chico y le ofrecí un vaso de agua; más que eso no tenía. "¡Ayúdeme!", me suplicó, con una voz que me heló la sangre de las venas. Traté de calmarlo, pero resultó imposible, no paraba de llorar. Igual como tú me interrumpiste a mí, quise interrumpirlo a él, preguntándole su nombre, qué le pasaba, dónde vivía. Al cabo de unos cinco minutos me rendí y lo dejé que llorara hasta que le diera hipo y, en efecto, cuando realmente le dio hipo acercó el vaso de agua y bebió un trago. Se calmó un momento, luego pareció recordar algo y se echó a llorar de nuevo. Así estuvo durante otros cinco minutos, hasta que finalmente pudo hablar.
-Ayúdeme, señor -me pidió.
-Por supuesto, muchacho -le contesté- pero si no me aclaras tu situación, de bien poco te puedo servir.
-Vaya a mi casa, vaya hoy mismo a mi casa.
-Pero dime dónde vives, quién eres, por qué llegaste a mi oficina.
-¿No es abogado?
-Claro que soy abogado.
-¡Entonces ayúdeme! -exclamó y volvió a llorar. Entendí que sufría de un mal objetivo, porque la suya no era la estampa de un chico normal de 12 años, sino que se apreciaba exageradamente demacrada, como si estuviese soportando una penosa enfermedad. Sus párpados azulados se transparentaban y mirar el color verdoso de su piel daba escalofríos.
-Dame tu nombre y tu dirección -le pedí y la escribió temblando.
-Aquí está.
-¿Eres pariente del socio de la famosa clínica? -le pregunté, tras leer el complicado apellido. Me miró horrorizado y gritó, gritó destempladamente.
-¡Sí!
Y volvió a llorar.
-Cálmate, muchacho. Te prometo que mañana mismo voy a tu casa.
-¡No, vaya ahora!
-Ya es muy tarde para una visita de este estilo. Ten estos pesos y toma un taxi...
-¡Me sobra la plata! -reaccionó haciendo un puchero- Vaya mañana en la mañana. No falte. Vaya temprano... ¡soy muy chico todavía! -exclamó y le brotaron de nuevo las pocas lágrimas que le quedaban.
Aun así, noté que mi promesa lo tranquilizaba. Cuando lo dejé en la puerta le pregunté por qué había venido a verme precisamente a mí. Me confesó que era admirador de la serie de televisión "Perry Mason", que por esa época daba el Canal 9. Había llegado a mi oficina preguntando en las calles del centro "dónde están los abogados", y alguien le mencionó el edificio. Debido a su admiración por la serie pensaba ciegamente que los únicos profesionales capaces de solucionar su problema eran los abogados. ¡Hasta hoy me ruboriza su inocencia!
-Aquí está lleno de abogados -le hice ver al darle la mano y estuve a punto de agregar "principiantes" o "fracasados".
-Sí -respondió con una seguridad que me volvió a sorprender- pero al verlo en persona me convencí.
Guevara iba a continuar pero se le quebró la voz y ahora las lágrimas le brotaron a él. Aguanté el complicado momento como pude, en completo silencio, sin siquiera moverme. Luego de un par de minutos me miró fijamente.
-¡No fui, Sergio!... no fui. No fui al día siguiente. En vez de visitarlo acudí a la corte a mirar la tabla, porque alguien me había dado el dato de un caso que no tenía defensor. Perdí la mañana y la tarde estudiando rostros que me dieran comida, como perro hambriento. Volví a mi departamento con las manos vacías y me dispuse a mirar el techo hasta que llegara la hora de dormir, mientras la botella que tenía a la mano se iba vaciando. A eso de las nueve de la noche sonó el timbre. Abrí la puerta y no había nadie. En el edificio en que vivía entonces los timbrazos fantasmas eran comunes y no tenían más misterio que el de los niños traviesos que no tienen otra cosa que hacer, pero el hecho me sirvió para recordar la cita pendiente, de modo que con cierto dejo de culpa me propuse ir sin falta al otro día a la casa del muchacho.
Bebió otro sorbo y prosiguió:
-Apenas cerré la puerta comencé a sentir una presión tan intensa en la cabeza que no me dio otra opción que echarme en la cama. El malestar iba en aumento y de pronto fue tan grande que dentro de mi borrachera pensé que me había llegado la hora y como buen samaritano, y encima pobre, que era entonces, me encomendé a las manos de Dios. Pasé una noche atroz, repleta de alucinaciones. En mi delirio se me figuraba que los secretos y recuerdos de millones y millones de almas entraban a mi pieza y se iban colando dentro de mi pensamiento, como si esas almas buscasen ser tragadas por un remolino gigantesco y sin fondo. Sentía gritos de angustia, aullidos de fieras, susurros, risas de alegría, quejidos de placer, fiestas familiares, campanadas de escuelas infantiles, conversaciones; veía paisajes de lugares remotos y tiempos inmemoriales, batallas a caballo y a pie y batallas aéreas, intrigas; oía sabias reflexiones, inventos en su génesis, oraciones de una pureza cristalina, ideas a medias; en suma, experimentaba esa noche la totalidad de la miseria, la grandeza, la tragedia y la comedia humanas, como si una fuerza superior las hubiese mezclado en un caldero hirviente, pero sin unir un recuerdo con otro. Al amanecer me di una ducha y partí donde el chico. Las cosas que me rodeaban eran las mismas, pero descubrí que mis ojos las veían de otra manera, como si estuviesen recubiertas de capas de aerosol. En cuanto a las personas, nada más bajar a la calle se me presentaron bañadas en halos relucientes u opacos, adornadas con infinitas texturas, tal como las percibo hoy. Miraba esos rostros tan nuevos y extraños y todos parecían querer decirme algo, mas como no sabía qué, atribuí este cúmulo de sensaciones a la resaca. Subí a una micro y partí. Me costó llegar, porque te imaginarás que la mansión se levantaba en los extramuros de la capital. Cuando finalmente logré pararme frente a la imponente reja de entrada, una voz femenina, seguramente de una de las tantas empleadas, me respondió secamente que el niño estaba en la parroquia. Fui a la parroquia, quedaba a unas tres cuadras, y al preguntar por el pequeño me hicieron pasar a una pieza lateral. Entré. Estaban velando un cuerpo. Dentro de la sala se encontraba su padre, el socio de la clínica, un hombre gordo y de mirada hosca, al cual el chico sólo se le parecía en el desplante, que es la arrogancia que el dinero les otorga a las personas inseguras. Al mirarlo a los ojos se levantó, me dio la mano y me ofreció asiento. Me preguntó dónde lo había conocido y no supe qué decirle, pero enseguida le comenté que lo quería ver. Me enseñó el féretro y al situarme ante el vidrio vi su carita exánime, pacífica, amarilla, aunque manteniendo el azulado de los párpados. No sé cuántos minutos estuve mirándolo, recordando su visita, tratando de explicarme su llanto de terror, culpándome de no haber venido antes, angustiado y semi enloquecido, plagado de imágenes que se revolvían en mi cabeza, imágenes nuevas, nunca vistas, jamás siquiera sospechadas. Volví a sentarme, aniquilado interiormente. Su padre, que había detectado mi estupefacción, me invitó a salir y me ofreció un cigarrillo. Allí me presenté con respeto, le conté la visita del chico y le expresé la culpa que sentía por no haber cumplido la promesa que le había hecho. Me miró de lado, entre incrédulo y vivamente sorprendido, y caminamos del brazo por un patio rodeado de naranjos. "Lo atacó repentinamente un mal incurable y la última semana no se movió de la cama. Nada se pudo hacer por él. Es una gran pérdida para su madre, para sus ocho hermanos y para mí", dijo en voz baja, agitado, con un aire levemente diplomático. Le pregunté a qué hora había muerto. "Murió anoche, a las nueve y cuarto", dijo. Entonces una violenta visión se me arrojó a la cara como pulpo cebado que no quiere despegarse de su presa. Algo me aseguraba que la muerte del niño no había sido provocada por causas naturales, mas no había forma de probar una sospecha tan descabellada, surgida de una mente como la mía, que en ese momento transitaba por el desfiladero. El padre pareció detectar un brillo peligroso en mis ojos. Sacó su billetera y me dio su tarjeta. "Venga a verme el martes, porque en honor a mi pequeño Esteban (así se llamaba el chico) deseo que se encargue de un doloroso asunto", me dijo y se despidió de mí para recibir al ministro de Economía, que acababa de llegar.
Guevara guardó silencio más allá del tiempo necesario. Le pregunté qué había sucedido ese martes.
-Como habrás de comprender, el empresario solicitó mis servicios.
-¿En qué consistían?
-Debía tramitar el seguro de vida que había contratado hacía dos meses para su mujer y sus ocho hijos, un seguro por un monto insólitamente alto, tan elevado que la muerte del niño convertía en sujeto de sospecha al beneficiario. Era una operación delicada, que realicé en forma limpia, diría brillante para ser uno de mis primeros trabajos. Visto mi éxito, me encargó adquirir un paquete gigantesco de acciones de la clínica, de las cuales reservó para mí un 20 por ciento. Esa compra a precio de huevo, además de salvar a la clínica de la quiebra, lo convirtió en socio mayoritario. La operación triplicó el precio de las acciones; en no más de dos meses el hombre multiplicaba su patrimonio por guarismos infernales y yo me convertía en millonario. Y todo lo hice a sabiendas de que detrás de esa fortuna había un niño envenenado, pues la verdad ya me había sido revelada por el pequeño Esteban... y meses más tarde me fue confirmada por su padre, con todos los detalles.
-Entendí que el niño había muerto.
-Y no te equivocas. Bien muerto estaba dentro de la caja. Y su padre no tardó en seguirle los pasos. Disfrutó de su crimen menos de un año. Su exceso de peso le pasó la cuenta.
-Pero entonces cómo supo...
-No es obligación que creas lo que viene. Te lo voy a contar porque nadie creería tu historia y porque, no lo olvides, creo que tú eres el próximo.
Me volví a estremecer. Guevara concluyó su relato.
-La memoria de los muertos resuelve no sólo el misterio del silencio sino además el del Más Allá. Estoy seguro de que uno de sus portadores fue Scriabin, me lo dice su música. La memoria de cada hombre que ha pisado la faz de la Tierra es algo tan valioso, Sergio, que no puede desperdiciarse, como creen los ateos y en cierto sentido los cristianos, quienes nunca han logrado aclarar el beneficio que el despertar de un alma en el Cielo encierra para la humanidad. No me costó mucho darme cuenta, muerto el pequeño, de que la memoria de los muertos se ha venido traspasando de un ser a otro desde el origen de la especie. De ese modo se prolonga la vida de cada hombre efectivamente por los siglos de los siglos, sin que éste abandone el mundo, aunque su cuerpo se convierta en una pila de gusanos. La mente elegida que recibe esta herencia va registrando una cantidad infinita y siempre creciente de experiencias nimias, intrascendentes o carentes de significado en sí mismas, como sucede con los datos que contiene la Internet. Piensa en la cantidad de recuerdos que deja un ser humano al morir y multiplícala por los que han pisado la Tierra y los que continúan muriendo; te imaginarás entonces de lo que te estoy hablando. Repara además en que los recuerdos de experiencias externas son la punta del iceberg mientras que los recuerdos de las experiencias internas corresponden a la parte hundida, a la parte desconocida de la historia del hombre. Añádele a esos recuerdos internos las grandes ideas que nunca se dieron a conocer y los secretos de los muertos, especie de piezas faltantes que completan el gran rompecabezas de cada hombre. Eso fue lo que me legó el niño, penúltimo propietario de ese tesoro, y eso es lo que porto yo.
-¿Y si un accidente lo privara de la vida y no alcanzara a escoger sucesor?
-La naturaleza es sabia. Ella se encargaría, como se ha encargado, de transmitir la herencia a la persona más idónea.
-¿Me está diciendo que una riqueza así vino a dar a alguien que vive en Chile, habiendo tantos países en el mundo? -reaccioné a punto de soltar una risa histérica, por no hallar nada mejor que hacer y que decir.
-Estando yo ante un hecho consumado, que es el punto que nos diferencia en esta historia, Sergio, no acerté a darme otra razón que la misma que explica el origen de la vida en un planeta ubicado en el confín de una miserable galaxia: en la Tierra. Y precisamente por esta misma razón pienso que tal vez no sea sólo un hombre el heredero de la memoria de los muertos sino varios, tal vez cientos o miles, cómo saberlo. El caso es que en Chile me correspondería a mí, de eso estoy seguro... y de que tú eres el que sigue.
-¿Por qué no denunció al asesino?
-Mi leitmotiv es "aprovecha, aprovecha". Es increíble que a pesar de esta maravillosa carga que porto se resista a abandonarme.
-¿Por qué dice que yo soy el próximo? -le lancé a boca de jarro.
Al responder tuvo un pequeño brote de sinceridad, o me lo pareció.
-Tú te empeñas en destapar lo que todos tapan, Sergio, pero creyendo hacer grandes descubrimientos solamente muestras a los demás tu propia candidez. ¿O piensas que la gente no repara en sus asuntos y en sus pecados? Alguien quiso que este tesoro fuese de propiedad de los cándidos, que son los niños eternos. Esa misma fuerza que nos gobierna lamenta que aun el candor tenga fecha de término. Pero el mensaje se renueva con cada seguidor.
Vaya que me conocía bien. No sacaba nada con ruborizarme, pero tampoco lo podía impedir.
Guevara terminó de hablar y me acompañó a la puerta. Antes de despedirme le pregunté con cierta incomodidad si había anotado mis datos. Rió a carcajadas, como si mi frase rubricara su pálpito. "No es necesario, Sergio", me dijo con cariño y me palmoteó la espalda. La cita llegaba a su fin, pero aún me quedaba la última pregunta:
-¿Cuál es mi leitmotiv?
-¿De verdad quieres saberlo?
-No estaría de más.
-"Creen que están ante un tipo fácil de pisotear, pero esperen un poco y verán".
Horas después escribía mi soporífera entrevista, tal como la había imaginado, es decir, con los aseadores revoloteando en torno a mi computador y las letras que se salían de los bordes de la página. Obsesionado, al día siguiente me fui al archivo y di con la muerte del niño. En los diarios de ese mismo mes el balance de la clínica aparecía efectivamente con graves pérdidas, y días después del funeral, las páginas económicas informaban de una fuerte inyección de capital de parte de uno de sus socios, lo que la salvaba de la quiebra y convertía con ese acto al padre del malogrado niño en socio mayoritario. El operador de la transacción resultó ser un desconocido abogado dentro del círculo financiero: Boris Guevara. Todo era cierto.

Han pasado dos años. El asunto me ha tenido intranquilo desde entonces, pendiente del reloj, lo que ha mermado considerablemente mi rendimiento profesional. Días atrás me topé con un ensayo de Steiner que habla del silencio, la imposibilidad de medir si un pueblo habla más o menos que otro, lo misterioso que es el contenido del silencio, lo aterrador que éste le resulta al hombre de nuestros días y cosas así. ¿Sabrá Steiner que en Santiago de Chile vive la persona que amplía su interrogante a límites metafísicos?
Dada la promesa que se me hizo de ser el continuador, confieso que desde hace dos años vivo esperando con malsana curiosidad la noticia de la proximidad de la muerte de Guevara, como si ella fuese sinónimo del traspaso de una fortuna incalculable. Fantaseo pensando en la idea que tuvo el empresario para sacrificar a su hijo por una fortuna y he llegado a deducir que escogió de entre los hermanos como víctima a Esteban precisamente porque era el "cándido de la familia", aunque no logro establecer la relación entre una cosa y otra. Tendré pues que esperar para saber, como también tengo que seguir esperando para conocer por fin las verdaderas dudas de Jesucristo en la cruz, las Pasiones perdidas de Bach, la memoria y los miedos de Borges, las reflexiones de Beethoven ante su sordera, el razonamiento de Newton, los terrores de Fouché, las oraciones de María Estuardo en el cadalso, la incredulidad de la mujer que le vio la suerte a Pinochet en 1972, los tesoros que los avaros escondieron debajo de la tierra, la idolatría que sintió Moctezuma por Cortés. No es mi propósito llenarme de oro, aunque sé que vendrá sin duda a mis manos. Mi propósito es conocer al desnudo los pecados de los hombres, los secretos que los hacen surgir a costa de los demás, las ideas ajenas que me impiden no ser sino quien soy; en el fondo, la causa de mi mediocridad y el remedio para erradicarla de mi mente. Pero el abogado no da luces de enfermedad; tiene la salud de un roble americano y la longevidad de una tortuga de las Galápagos. A veces nos hemos encontrado en una ceremonia; yo en mi modesto papel de recogedor de comentarios y él, llevando esa carga de hombre asediado por el poder, el dinero, la gloria y sobre todo las mujeres. En tales ocasiones me parece que me ha dedicado un gesto de complicidad, como si recordara la promesa, pero luego descubro con pesar que es el mismo gesto que les regala a los demás.




(Inspirado en el cuento "El velo negro", de Charles Dickens)