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lunes, marzo 28, 2011

El billete

La abuela Ángela tenía fama, más que de avara, de cuidadosa con su dinero. Cuando el abuelo Isidoro abandonó el hogar, por motivos desconocidos, ella se hizo cargo del quiosco y asumió la tarea de sacar adelante la casa con sus cuatro hijos incluidos, a quienes crió con filosofía espartana. Tanto fue así que, cada vez que tomaba sus copas, que era bien seguido, mi padre recordaba que no había tenido infancia y que debía vender diarios a pie pelado en pleno invierno, "y no un diario cualquiera, sino uno que no leía nadie y que tenía que ofrecérselo a los curaditos que tomaban en las cantinas, porque había que volver al quiosco con los diarios vendidos y ellos eran los únicos que me lo compraban, por lástima", agregaba, echando sus lagrimones, yo creo que tanto por esos curaditos como por el niño que vendía diarios, lo que su alma traducía como dos imágenes de sí mismo en distintas etapas de su vida. La cantinela de la venta de diarios a pie pelado me enfurecía. Lo juzgaba duramente: lo hallaba cobarde y débil por entregarse tan fácilmente a la bebida y por lamentarse de su suerte, que no era mala. Muchas veces pensé, caminando hacia el liceo, que nuestro hogar iría mejor si él faltara; o sea, si estuviera muerto. Nunca he terminado de arrepentirme de haber sentido así. Mi padre fue un hombre bueno y realmente sabía de lo que estaba hablando.
Para las navidades y los cumpleaños, la abuela Ángela nos regalaba dinero contante y sonante, que era lo que ella más apreciaba, ya que lo natural, aunque no lo deseable, es hacer regalos al gusto de uno. Mi papá adoptó esa costumbre a medias y un par de veces recibí de él un sobre con un suculento monto, que hizo más entretenidas mis vacaciones. Pero la Navidad que se fijó en mi mente, no tanto por la Navidad sino por el regalo, incluso no tanto por el regalo sino por las consecuencias que tuvo, fue aquella en que la abuela Ángela nos regaló al Vitorio y a mí un billete a cada uno, pero de una suma desproporcionada para la edad que teníamos. Lamentablamente mi mala memoria me obliga a hacer aquí un paréntesis. Lo que recuerdo es que era un billete azul de 50 pesos. La realidad me dice que si hubiese sido así estaría hablando del año 1959, de un billete más bien verdoso y que tanto valor no tenía, y del Vitorio con apenas 4 años y yo con seis. Pudo haber sido entonces un billete de cien escudos de 1960 o 1961, que sí era azul, pero bastante más grande de lo que recuerdo y, sobre todo, carísimo para cualquier bolsillo. Curiosamente, lo que más se asemeja a mi recuerdo es el billete azul de 5 pesos, que ya en esa época no valía casi nada. Cualquiera que escribe o que lee sobre el asunto se dará cuenta de lo difícil que es hablar de montos de dinero en un relato. Por eso me quedo con mi vago recuerdo: era un billete azul que representaba una suma desproporcionada para nosotros. Y por eso no fue raro que a partir del 26 de diciembre mi mamá empezara a advertirnos la importancia que tenía ese billete y el cuidado que debíamos darle. Eso quería decir derechamente que no se nos ocurriera gastarlo. Hoy pienso que simplemente debió retener los dos billetes o depositarlos en el banco; así habrían estado más seguros a costa de un breve momento de pesar por parte nuestra, ya que, todos saben, los verdaderos niños no se apasionan por los billetes.
Pero no lo hizo así y todos los días amanecían en los veladores.
A seis cuadras de nuestra casa, lo que se dice desde Bueras 129 a Independencia con Astorga, estaba la librería Cervantes, peligro público para las fantasías infantiles. En marzo exhibía cuadernos, lápices, gomas y libros de asignaturas, pero el resto del año sus dueños se veían obligados a ocupar la vitrina con cualquier cosa, pistolas, espadas romanas, autitos a fricción, rompecabezas, pelotas, naves interplanetarias, revólveres con estuche y fulminante, trenes eléctricos con sus casitas y estaciones, armónicas pequeñas, medianas y profesionales, colecciones de estampillas, un cuantuay. Cada visita al centro resultaba un martirio para nosotros y a mi mamá, siempre apurada, le costaba despegarnos de esa vitrina. A regañadientes la obedecíamos y entrábamos con ella al banco, un lugar tan diferente, tan extraño, tan frío, lleno de mármoles, personas silenciosas de corbata, mujeres de taco alto, otra Rancagua en esas limpias paredes de colores grises y techos diría incluso más altos que las naves de la catedral. Allí pasábamos bostezando buena parte de la mañana, hasta que la atendían. A la salida siempre le quedaban dos o tres diligencias, ya que el viaje al centro había que aprovecharlo.
Los billetes, durmiendo.
Una de esas mañanas saqué mi billete y le propuse al Vitorio que hiciera lo mismo y fuéramos a la librería Cervantes a ver juguetes, solo a ver. Él me obedeció al instante y partimos, muy alegres ante la perspectiva que nos deparaba el día. Y en efecto, apenas llegamos nos quedamos clavados ante la vitrina unos buenos 15 minutos, tratando de abarcar toda la variedad de objetos que se exhibían ante nuestros ojos. Recuerdo que solo una vez en mi vida volví a sentir algo parecido y fue en otra librería, ante un afiche que capturó mi mente y que anunciaba un circo que pasaba por Rancagua. Debido a un extraño segundo de encantamiento, los números del espectáculo se me iban revelando como si fuese la primera vez que los conociera. Mix y Max, la traviesa pareja de canes dotados de inteligencia superior que desafían mortales anillos de fuego. Glotón y Zenón, ¡los increíbles osos basquetbolistas de Siberia! Desde lo más profundo de la selva africana, ¡Rex, temible león asesino y su corte de fieras! Razhán el ilusionista hindú que desafía a la muerte. Los hermanos Ramírez Roldán y su increíble Cristo Humano Aéreo. La mujer de brazos de goma. El asombroso malabarista ciego. El circo se llamaba naturalmente "Las águilas humanas" y en ese estado de fascinación que dominaba mis sentidos el nombre fue el colmo de la maravilla: ¡hombres alados surcando las alturas!, rozando la carpa con las plumas. En ese momento desperté de la hipnosis y me di cuenta de que era el mismo circo de todos los años. Cada palabra del afiche, sobre todo cada adjetivo, volvió a su sentido ordinario, gastado, y terminó la magia.
Así pasó con la vitrina de la librería Cervantes. La magia terminó en el momento en que habíamos asimilado las posibilidades que ofrecían todos los juguetes.
A mí me había gustado sobre todo una pistolita negra de fulminante, como las que usaban los gángsters de las películas, y cuando regresábamos a la población le pregunté al Vitorio si también le había gustado. Me dijo que sí. Le propuse que nos compráramos una cada uno y aceptó de inmediato, de modo que no habíamos andado ni media cuadra cuando ya estábamos de nuevo frente a la vitrina. La pistola valía el equivalente a la décima parte de cada billete. Dudamos un par de minutos, por la vergüenza que daba entrar a la librería a comprar, y al final entramos. Preguntamos por las pistolitas y mostramos nuestros billetes. El dependiente no se hizo ningún problema. Al salir me di cuenta de que comprar era fácil. Bastaba ordenar el producto, pasar el dinero y recibir el vuelto. ¡Y todavía nos quedaba tanta plata!
Volvimos felices a la casa, pero un imán nos arrastró ansiosamente a la librería. En fin, cada entrada y cada salida nos fue llenando el bolsillo izquierdo de juguetes y vaciando el derecho de dinero. Salimos por última vez del local con dos bolsitas de juguetes y cuatro chauchas en los bolsillos.
La felicidad era completa, pero íntimamente sentía que algo no marchaba como reloj. Solo cuando mi mamá nos preguntó de dónde habíamos tantas cosas fue que empecé a preocuparme. Le conté nuestra aventura y no le pareció nada bien. Pronunció una filípica sobre el dinero y su significado, esas cosas que dicen los papás cuando tratan de enseñar con palabras, y remató advirtiendo que esto lo sabría mi papá a la hora de almuerzo. No recuerdo si nos castigaron, no recuerdo que jamás nos hayan castigado realmente, salvo en una graciosa ocasión, pero eso quedará para otra historia. Creo que ese día bastó la profunda desilusión que mi mamá demostró hacia mi persona. De ahí en adelante el dinero fue para mí algo más valioso que lo que se puede comprar con él, una especie de seguro de vida, un fajo de papeles que es mejor tener que no tener, un fajo de papeles que deben esconderse, ahorro, mezquindad, contención, cálculo, prudencia, nunca dar el paso decisivo porque siempre el paso siguiente puede ser el realmente importante, la felicidad está en las cosas materiales, palabras y pensamientos que se me quedaron pegados y de los que ya no me logré zafar, porque los viejos no renuevan la piel, solo van parchando las cáscaras maduras que se les desprenden del cuerpo con el tiempo.

martes, marzo 01, 2011

La chiquilla furiosa

En un lugar del mundo, del cual sólo se puede agregar que está ubicado exactamente en los confines, vive la chiquilla furiosa. Quienes han tratado de definirla han muerto en el acto, por lo que yo tomaré mis precauciones, de modo que a partir de este momento no diré nada más de ella. Sí me referiré a ciertas imágenes que han permanecido, han quedado en el aire, como se dice. Un estudiante de actuación declaró que durante un ensayo la chiquilla furiosa lo hizo caminar en cuatro patas por el escenario, se le montó sobre la espalda y le clavó los talones en las costillas hasta sacarle sangre. Al fijarse en sus pies notó que estaban cubiertos de alambres de púas.
Un caballero me relató que al toparse bruscamente con ella a la vuelta de una esquina cayó hacia atrás. Se salvó de romperse la nuca porque la chiquilla furiosa saltó y lo acogió en su seno, rodeándole el cuello con el brazo derecho. Le consulté si en dicha oportunidad había demostrado su furia; me dijo que no, que la había advertido solícita y muy dulce, profunda en su manera de razonar, pero que al despedirse se marchó gritando insensateces, totalmente fuera de sí. Le hice ver que el suyo era un testimonio contradictorio. Lo pensó un momento y me halló la razón, jurándome que no se había dado cuenta de lo que había dicho y de que sólo había reparado en su contradicción al oír mis palabras.
No hay más testimonios sobre ella, al menos en esta parte del mundo. Quizás allá en los confines se la ensalce por sus virtudes, su belleza y la enorme sensibilidad de su inteligencia; acá se la recuerda como la chiquilla furiosa. La vida está llena de equívocos de este tipo. Por la experiencia o la impresión de unos pocos se forja el mundo una imagen errónea de sus héroes.
Y no habiendo más que decir no me resta más que acabar con esta hoja.

lunes, febrero 28, 2011

La vida interior

Si los demás juzgaran mi vida por lo que me conocen, el comentario sería tan breve como breves en número serían los demás. "Los demás", objetivamente, son muy pocas personas, de lo que se desprende que mi figuración ha sido mínima. Lo que he aportado ha dejado una huella que se expande en un radio social reducido, confinado al entorno familiar, al de las amistades y a la esfera laboral. Cuando muera alguién dirá "¿supiste que murió Sergio?" y otro contestará "no puede ser, si lo vi la semana pasada" y ahí quedará todo.
Me sorprendo al constatar con qué indiferencia o con qué extraño tipo de curiosidad observo a las personas que pasan por mi lado. ¿Qué podría decir de cada una de esas vidas? Apenas un par de palabras sobre su edad, sus vestimentas, la expresión de sus rostros. Incluso la posición que ocupan en la sociedad me indicaría poco y nada de ellas. De alguna tal vez podría aventurar que se conformó con poco, de otra que ha reinado en ella la ambición, de otra, que no se quiere demasiado a sí misma, de otra, que padece alguna patología mental. "Los demás" podrían aventurar cosas parecidas acerca de mí; de seguro se equivocarán. La paradoja es que al final de cuentas los demás vienen siendo yo mismo, mas no estoy en condiciones de entrar a un terreno filosófico como ese.
Rendidos tanto los demás como yo ante la mala evidencia, sospecho que sólo nos queda refugiarnos en nuestra vida interior. Pero, ¿qué viene a ser realmente la vida interior, pequeño tesoro guardado con tanta avaricia que hasta lo llevamos con nosotros a la tumba? Como desconozco casi absolutamente las vidas interiores de los demás, sólo me queda hablar de la mía. ¿Qué hay en mi vida interior, tan preciada para mí?
Hay recuerdos, miles y miles de recuerdos. Todo lo que veo me recuerda a algo, aun lo que veo por primera vez. No puedo asegurar si algún día vi algo que nunca hubiese visto. Mis recuerdos son voluntarios, pero la inmensa mayoría son involuntarios y operan como una cadena. Si yo fuese un observador podría acercarme a la vida interior de las personas escuchando lo que dicen, pues aquello que dicen probablemente ha sido gatillado por un recuerdo, voluntario o involuntario. Sabría entonces que han estado pensando en algo o en alguien y de allí podría desprender ciertas conductas o ciertos pensamientos de dichas personas, aún los más reservados.
Unidas a los recuerdos están las obsesiones, los miedos, las angustias, los terrores, los deseos y los vicios, todos ellos habitantes del gran pantano de la mente. Imaginemos un bote, surcando ese pantano. Es tan extenso que la orilla se vislumbra en un leve resplandor que recuerda al amanecer. Mientras remo, noto que unas algas se le adhieren a la quilla y no lo dejan avanzar. Me desprendo de unas y aparecen otras, y así en todo el trayecto. Son mis obsesiones. Como si con las algas no tuviese suficiente, cada cierto trecho diviso bajo las aguas extrañas serpientes eléctricas que amenazan con incendiar la nave. Son mis miedos, que de tanto aparecer y desaparecer se convierten en tranquilos enemigos. Mas a veces me topo con las angustias, arbustos retorcidos, enraizados en el légamo, que ensombrecen todo aquello que surca bajo sus ramas. Navego entonces en estado de máxima alerta, porque ya he aprendido que muy cerca de esas sombras habita el terror, un monstruo marino que salta, engulle a la mente, se la lleva a las profundidades del pantano y casi de inmediato la devuelve, porque la mente es una sustancia repulsiva para la bestia. Con el alivio de la salvación temporal a cuestas guío la pequeña nave hacia la zona de los deseos y sus hermanos menores, los vicios. Allí suspendo el viaje, me baño en las aguas pegajosas y sin darme cuenta he llegado hasta la orilla, ya estoy fuera del pantano. Antes de continuar el viaje miro hacia atrás: el pantano es un lago de aguas cristalinas, un espejo en una tarde de verano, pero a poco andar caigo en otro pantano, tan inmenso como el anterior. Es asombrosa la cantidad de tiempo que ocupa mi mente cada día en salir de allí. Yo no sé si "los demás" son así. Luego de leer algo sobre el tema pienso que no.
Nunca dejo de maravillarme cuando constato la existencia de personas de mentes blancas. Ya sea que simplemente no piensan, ya sea que relegan los baches de la mente a los basurales del cerebro, terminando por expulsarlos de su alma, lo que veo en ellas es una completa transparencia, casi ausente de cartografía. Su vida interior es su lenguaje. A veces también veo mentes negras, por lo general peligrosas, pues utilizan su vida interior para sacar provecho personal, cumpliendo, me imagino, el mandato sagrado que las arrojó al mundo. Ante ellas necesariamente hay que tomar providencias y la mayor de todas, lo he comprobado, es abrir la propia mente, dando la sensación de que es una mente infantil o ingenua. Se mimetiza la mente ante el mundo cruel hasta adquirir la apariencia de un animal inofensivo frente al cual la mente peligrosa pasa de largo, pues si decide matarla, lo que podría decidir y hacer, asumiría para sí una carga gratuita de crueldad, que implicaría probablemente un castigo social. Así pasa el peligro.
Las cargas, los fardos sobre la espalda, en este caso sobre la mente, poseen el defecto de desequilibrar mi rutina. Puedo estar gozando de un momento agradable, puedo estar rodeado de elementos que conducen a la felicidad, y de pronto la bruja traidora saca un fardo y éste se deja sentir. Imperceptiblemente para mí (si soy capaz de darme cuenta ahora es porque pienso en el fenómeno) mis facciones experimentan un leve cambio, se contraen y asoma un semblante malhumorado. Sé positivamente que hay personas que viven como Sísifo, cargando eternos rollos de fardos que jamás las dejan en paz. En mi vida interior, la que estoy viviendo actualmente, las cargas son sorpresivas y momentáneas. Se limitan a problemas económicos, aunque si me pongo exquisito y combino los fantasmas y ángeles que pueblan mi vida interior, podría llegar a una conclusión diferente. Las cargas serían entonces las obsesiones y los miedos, el miedo al futuro y el miedo a mí mismo, a los fantasmas que viajan colados arriba de los fardos. Desde esa perspectiva no serían ni sorpresivas ni momentáneas, más bien habituales, pero sobrellevables.
He experimentado el miedo a la muerte un par de veces. Debe de ser la carga más penosa de todas, porque cuando sucedió me sentí angustiado, rendido y falto de deseo por todas las cosas y emociones que brinda el mundo. Comprendo perfectamente la mirada de los enfermos. Son de las pocas personas capaces de ver más allá, pero me temo que lo que ven no es nada bueno.
La esperanza alimenta mi día, sin ella prácticamente no podría vivir, o viviría como los presos condenados a cadena perpetua, y aun así pienso que éstos me llevarían una leve ventaja, la del proyecto cotidiano. En mi vida interior actúa como contrapeso de los fardos; a menudo la balanza se inclina en favor de la primera. En sí misma es el rey de los fantasmas, el fenómeno más inmaterial y absurdo de los que habitan en mi mente. A diferencia del futuro, la esperanza se deja ver una que otra vez, pero cuando lo hace viene moribunda. Al descubrirse finalmente en todo su esplendor, despidiendo rayos fulgurantes, ya es un cadáver luminoso.
Los mundos imposibles son una forma de fuga hacia mí mismo, una forma de protesta invisible y solitaria contra el mundo real que me tocó vivir. Creo que en el fondo es mi forma de dibujar mi vida interior, de informarles a todos que He Venido, He Visto, He Vivido. Para los estudiosos de la mente eso pasaría a ser una suerte de neurosis del artista, satisfacción de la vanidad y el ego o aun más: el mensaje del ser humano que vive inserto en una sociedad sin Dios. Sin embargo para mí los mundos imposibles son bastante más que eso. Representan lo más cercano a la esencia de mi vida interior, que es a su vez lo más cercano a la esencia de mi vida entera.
Las sensaciones me acompañan segundo a segundo. Me conectan con el mundo exterior y con el interior; es decir, con los mensajes que me va entregando mi cuerpo. Son filamentos que alimentan los recuerdos, las obsesiones, las cargas y las esperanzas.
En lo más profundo de mi vida interior habita la tristeza, bajo dos formas: la tristeza que gatillan el amor y la belleza y la tristeza donde anida el desamparo. Cuando alguna vez estas formas se fundieron mi vida interior se vio revolucionada y creo que por un tiempo perdí la razón. La euforia se transformaba en dolor en cosa de segundos y no podía pensar ni hablar de otro asunto que no fuese el de mi ardiente locura. No deseaba nada más que vivir dentro de esa vida interior, pero la sensación resultaba insostenible. Es muy curioso que este fenómeno, visto así, parezca falso; no obstante juro que cuando lo viví estuve convencido de que era lo único realmente verdadero, el único motivo por el cual valía la pena vivir.
Los pensamientos, que también habitan en mi vida interior, me resultan inexplicables, salvo que se trate de aquellos que surgen como meros disfraces de los otros componentes de mi interioridad, ya enunciados. En ese caso estoy ante falsos pensamientos, espejismos de razón. Creo que los pocos verdaderos surgen de una zona de mi vida interior que es insondable y desconocida, y que está aún más abajo o más adentro de lo más profundo. Y si existiere una pequeñísima contribución que condicionalmente pudiera haber hecho a la humanidad, buena o mala, ésta ha salido de allí, a mi pesar, de modo que realmente no sé si dicha zona me pertenece o es literalmente patrimonio de la humanidad. Como se trata de un espacio inefable, solo puedo definirlo con una sola palabra: el vacío.

sábado, febrero 26, 2011

Cables de la Embajada al Departamento de Estado

(Cable del secretario adjunto de la Embajada al Departamento de Estado. Agosto de 1976).
Al cóctel asistieron el Cardenal y el Jefe de la Dina. Ambos se saludaron fríamente. No da la impresión el Cardenal de ser un hombre de oración. Si este país estuviera en democracia sería candidato a Presidente; en un momento de nuestra conversación se me reveló como un político sagaz; luego supe que la profesión original de este hombre fue la de abogado. Los políticos son personas que están por sobre la verdad y el Cardenal es una de ellas. Luego de hablar con él me surgieron dudas acerca de qué es realmente la verdad. Porque si es católico, si es el máximo representante de la Iglesia en este país... pero, ¿no fue así también Cristo? ¿No fue un consumado político? Sus parábolas no eran otra cosa que discursos políticos, la entrada a Jerusalén recuerda esas giras, esas concentraciones masivas, las bodas de Caná... mas me desvío de lo esencial, pero estoy tratando de ejemplificar para hacer más claro el mensaje de este cable.
Al Cardenal le preocupa el Dictador, está obsesionado con la imagen del Dictador. El Cardenal sabe perfectamente que él es el único hombre capaz de hacerle frente al Dictador. Desde este punto de vista observa las atrocidades que están ocurriendo en este país como atrocidades políticas antes que humanas, penoso es admitirlo, pero luego de nuestra conversación fue esa la idea que quedó en mi mente. En nuestra reservada conversación durante el cóctel, todo lo reservada que puede ser una conversación bajo dichas circunstancias, surgieron nombres de líderes sindicales, de líderes políticos en las sombras, de ciertos hombres buenos capaces de enderezar el camino. El nombre del señor Frei salió varias veces de sus labios; yo le mencioné el del señor Letelier, pero el Cardenal no pareció darle mucha importancia. Aun así, me temo que si la relevancia de cualquiera de los nombrados adquiriera ribetes que le hicieran la menor sombra al Dictador, éste los barrería con su escoba en un dos por tres.
El Cardenal se me reveló además como un sibarita; su paladar es exquisito, en lo que concierne a vinos me dejó con la boca abierta por la amplitud de sus conocimientos. Este dato debe ser tomado sumamente en cuenta cuando nos reunamos a solas con él. Cosas como esas son las que hacen cambiar al mundo.
En cuanto al jefe de la Dina, el pobre no es más que un gordo estúpido, bobalicón, fantoche, completamente inofensivo. Sin temor a equivocarme, diría que aquí los crímenes se cometen a pesar de él.

(Cable del secretario adjunto de la Embajada al Departamento de Estado. Octubre de 1976).
Pido disculpas. El gordo se las traía. Al menos nuestros informantes me aseguran que detrás del atentado en Washington estuvo su mano. Sugiero una estrecha vigilancia a su asesor en materia de explosivos, un hombre de iniciales M.T., quien cuenta con pasaporte americano y parece tener vinculaciones con algunas de nuestras oficinas.

(Cable del secretario adjunto de la Embajada al Departamento de Estado. Octubre de 1978).
La situación es más compleja de lo que se visualiza en Washington. Sugiero no tomar parte en el conflicto que se avecina. He podido conocer a ambos dictadores y, aunque mi opinión parezca descabellada, el crédito del de este país se me antoja más sólido, a pesar de la imagen sanguinaria que arrastra. Inclinar la balanza en su contra podría acarrear consecuencias nefastas para la región. Puedo dar fe de que la junta de gobierno del país vecino es una mezcla de ambición, crueldad, soberbia y corrupción. No puede esperarse gran cosa de ellos y no sería extraño que luego de entrar en esta eventual guerra y ganarla quisieran apoderarse de unas minúsculas islas del Atlántico Sur de las que nuestro aliado mayor es soberano. Al menos mis informes así me lo indican.

martes, febrero 22, 2011

Nubes de ácido

Son como nubes de ácido
Que se cuelan en tu mente
Te queman... y fracasas
Esa es la explicación técnica
Que dan los que saben de estas cosas
La mente no es nada
Las nubes lo son todo
¿Debe ser así?
¿Debes renunciar
Aplastado bajo montañas de ácido?
Daremos la lucha, viejo hermano
Te prestaremos toda nuestra ropa
Tenderemos a tu alrededor mallas de kiwi
Para atrapar el ácido
De las nubes
Que se infiltran
En tu mente
Te mataron tantas veces
Se agruparon como brujas de Macbeth
Para impedir tu resurrección
En buen chileno lo que sucedía era que
Temían a sus propias sombras
Tú fuiste nuestro ejemplo
Jamás considerado, invisible y barrigón
Algún día se hablará de ti
Dirán ese fue
El que sucumbió bajo las nubes de ácido
Loor al Viejo Hermano
Al viejo angustiado que se derritió en ácido
Nosotros estaremos allí, ofreciendo los discursos
Apelotonados ante tu sepulcro de hierro
En medio de la tormenta
Llorando a mares
Fracasados como tú, las mallas a la orilla del camino
Rotas por el tiempo y los pájaros que
Las atravesaron en su vuelo
Lágrimas de ácido atravesarán el hierro
Y se alojarán gota a gota en la médula de tus huesos
Y en el Quitapenas
Como seres desgraciados en un mundo
Que nos echa como perros a la calle
A las tinieblas de ácido
Diremos Salud Viejo Hermano Descansa en Paz
Hubo grandes poetas que contaron esta misma historia
Con otras palabras, eso sí
Qué pasó con ellos
Pasó que los resucitaron
Las brujas hicieron una ronda
Y les dedicaron temas, doctorados
Viajaron a su costa
Cruzaron el Charco, la isla, qué sé yo
Manhattan, Barcelona
Hablando cosas lindas mientras tú
Mientras nosotros
Aquí en el Quitapenas a puros trabalenguas
No llores, Viejo Hermano
Ya moriste, ya estás muerto
Los muertos no lloran
Las lágrimas son de nosotros
Verte así en la tumba
Anónima basura
Qué injusticia más grande
Chorreada que da gusto de puro ácido
A las cuatro de la tarde del domingo de Pentecostés

lunes, febrero 21, 2011

Historia del aventurero que fue tragado por una víbora

El brujo me redujo al tamaño de una cucaracha; me vi obligado a efectuar grandes caminatas, por nada. Hubo un día en que anduve un kilómetro completo. Mis pies se resintieron y terminé la jornada con las plantas jugosas, porque se me formaban ampollas y sobre la misma se me iban reventando. Era tanta mi sed que aprovechaba el líquido caliente para bebérmelo. Esa noche dormí a los pies de un espino, tapado por pasto seco, prácticamente con un solo ojo, ya que los animales más peligrosos para mi escasa humanidad salían a cazar apenas caía el atardecer. Con el frío sentía como si mi cuerpo se volviera de un acero amargo.
En el día el calor del desierto era insoportable; me deshidrataba en minutos y sufría un estado de fatiga permanente, próximo a la debacle. Debía buscar raíces para sacarles algunas gotas de agua y cubrirme del sol con dos hojas amarradas al cuello y la cintura, y así sobreviví, pero sabía que eso no podía durar mucho.
Apenas oí el cascabel y divisé a la mole multicolor que se arrastraba con malicia por la tierra ardiente me saqué las hojas y salté para que me viera. Vino hacia mí como un relámpago y me tragó de un bocado: era lo que yo buscaba. Ya adentro habría tiempo para pensar, sin la amenaza del calor ni del frío. Tomé el hule que me quedaba en el bolsillo y me recubrí con él, dejando solo un par de orificios para la respiración. En pocos segundos me había convertido en un huevo indigerible.
Al deslizarme por el cuerpo de la víbora escuché a otros como yo, que no habían tenido la misma suerte. Sus lamentos resultaban desgarradores, especialmente los de las jovencitas. Creí reconocer el de mi primera novia, la inflexión de la voz era la misma, pero luego recordé que ella había muerto hace años. Los cuerpos se iban deshaciendo en el ácido, los quejidos eran la última manifestación de vida; habría jurado que la serpiente les conservaba la boca y la garganta para que pudieran gritar a su antojo. Sin embargo el animal estaba intranquilo, no insatisfecho. Mi estado le producía dolores y si bien por fuera era una serpiente más recostada en la arena bajo el sol, por dentro el torrente huracanado resultaba catastrófico. Los ácidos no lograban hacer su trabajo y redoblaban la tarea, la serpiente entraba en la desesperación y por momentos enroscaba y desenroscaba la cola, dando latigazos a las ramas.
Así habrán pasado una tarde, dos, tres tardes, iba perdiendo la cuenta. Sentí un ruido de motor y las típicas pisadas humanas, esas que calzan bototos de explorador con planta de goma y que con tanta ridiculez intentan pasar inadvertidas para los animales, sus presas. La víbora había entrado en un estado de estrés indefinible: a su sensación interna se le sumaba un peligro mayúsculo: los gigantes venían por ella, la querían cazar. Siguió una leve sacudida, un ligero terremoto y luego el animal se calmó y la producción de ácidos disminuyó. Por fin pude dormir unas horas en mi viaje hacia la libertad.
La sensación de estar atrapado en una cárcel me hizo despertar bruscamente. El hechizo había llegado a su fin y mi cuerpo, al recobrar su tamaño, iba desgarrando las paredes internas de la víbora, que luchaban vanamente por contenerme. Al salir a la superficie me hallé dentro de una caja de vidrio cuya tapa había ido a dar al suelo, haciéndose añicos. La víbora estaba muerta, parecía un neumático viejo, pero alrededor de ella había dos más, que practicaban elásticamente el juego de la muerte. El laboratorio a oscuras me dio la señal de que la gente descansaba. Ambas me mordieron los pies y sus colmillos atravesaron el cuero de mis zapatos, pero con el tiempo averigüé que esa misma tarde los agentes les habían extraído el veneno para producir anticuerpos.
Huí por una ventana; antes dejé tapada la caja con una tabla. Volví donde el mago y cuando comprobé su exacto paradero, para lo cual le pagué a un soplón, atravesé la isla en un barco y me instalé lo más lejos posible, fuera de su radio de alcance. Así he logrado mantenerme con vida hasta hoy.

viernes, febrero 18, 2011

Beverly Hills

Dedicado a E. T. A. Hoffmann

Un hombre maduro de modales nice, tal vez demasiado bronceado, me da la bienvenida a la mansión en que habitas a contar del verano pasado; todo es enorme, luminoso, salvo los chihuahuas que corren a saltitos por el borde de la piscina, como niños asustados ante la voz de Beverly Sills, que canta el aria de Zerbinetta en tono más alto que el original. Me siento tan pequeño como ellos y por ende, humillado. Casi puedo sentir las pisadas de las novias de rojo sobre mis omóplatos. Resplandecen las lámparas de cristal y los mozos van y vienen con bandejas repletas de extraños pescaditos enviados desde los mares de Japón en aviones frigoríficos, bocados franceses e italianos, caviar ruso. Otras bandejas portan deliciosos vinos, pero cuando estiro el brazo saco inconscientemente un jugo de naranja. Quiero estar lúcido y lo estoy cuando llega el momento tan esperado por mí durante años. Ahora la soprano entona la Barcarola, mas pocos se detienen a escucharla.
Te diviso de lejos, entre la multitud enloquecida por la charla, la bebida y, supongo, alguna droga discretamente tolerada por el dueño de casa. No eres exactamente como te recuerdo en aquella foto a la salida de la ducha. El peinado te ha redondeado la faz, y con ese look la inclinación de tus ojos se acentúa.
-Me alegro tanto de verte, estás en tu casa.
La frase suena dulce, nostálgica, suavemente adolorida. Basta para que de inmediato caiga rendido a tus pies, como en los inicios de nuestro... a qué seguir.
-Gracias, Martha... me enseñaste a Chopin; lo miraba en menos. Me enseñaste a mirar al cielo, me enseñaste Morgen, ya es mucho decir. Hoy te ves... pero ¿es esto lo que deseas? -respondo, enfurecido sin saber por qué. Hago un leve y frustrado intento de tomarte la mano y llevarte a un rincón donde haya pocos invitados, ninguno en lo posible, para besarte una eternidad con los ojos no abiertos y el corazón galopante, no aspiro a más en este momento. Tu respuesta está en tu voz, que suena con una superficialidad espantosa.
-¡Jack! ¡Peggy Sue! ¡Qué bueno que vinieron!
Corres al encuentro de una pareja que baja de un Porsche gris, les brillan los dientes. El valet toma el vehículo y lo lleva a la cochera; no sé si reparas en una sombra que se desliza entre las palmeras y se pierde en la curva, como si quisiera confundirse con las flores holandesas y los matorrales dibujados por las tijeras de un experto.
-¿Todo bien, Julia? -pregunto al pasar.
-Sí, amor... todo va de maravillas.
-¿Quién era ese que se fue?
-¿No lo reconociste?
-No.
-Eras tú.

viernes, diciembre 17, 2010

Esto no es lo que usted piensa. Disculpe lo cortante de mi trato

(La declaración del reportero).
Creo que estuvo esperando pacientemente el ocaso de mi carrera para darse a conocer. Adivinó que si se mostraba antes no sería comprendido su destino y su testimonio continuaría en el anonimato. Sospecho que en un arranque de candidez se confió a mis manos, ya que es sabido que las fuerzas innombrables son cándidas. Así llegué a su figura y gracias a mí esta figura tendría que haber llegado al gran mundo, pero no al importante, ya que para los doctos, que trabajan con otra arcilla, la vida de un personaje como el que tuve la suerte de conocer, diría la mala suerte, vendría siendo algo así como un pelo en la sopa.
Para mí, esa entrevista fue un canto de cisne. Sospecho que todo ha terminado y me maldigo a mí mismo. Pude haber sido la linterna que apuntara su luz sobre objetos ignorados, acaso inservibles, incluso aquello habría servido una enormidad. Pero la rueda de la fortuna giró en mi contra, resta poco y nada que hacer.
Fui un periodista, dicho con mayor exactitud, un reportero. Mi oficio terminó convirtiéndome en un cínico. Hubo un tiempo en que lloraba demasiado, como las mujeres, ante cualquier estímulo provocador. Mas la naturaleza de mi trabajo, que me cambiaba cada día una sorpresa por otra, hizo de efecto demoledor; entrado a la madurez acabé no creyendo en nada y simplificándolo todo. Yo escribía para el gran público y la ansiedad me dominaba al repasar mis escritos: ¡eran tan fáciles de leer!, de lo que se desprendía que correspondían exactamente a lo que se me ordenaba hacer, que era penetrar en las almas de ese gran mundo. Los académicos siempre me han causado terror, por el portentoso bagaje de citas que guardan en la maleta de sus cerebros y por la profundidad de su pensamiento, que se deja ver aun en tres líneas. Los estudié y descubrí que el secreto consistía en la particular metodología utilizada, que les inyecta densidad a sus trabajos; por ejemplo, si para presentar una idea se requieren 25 palabras, ellos convierten ese esfuerzo en doce palabras que encima encierran tres ideas. Recién a la cuarta lectura -siempre que la concentración fuese absoluta- se logra entender la idea central por un segundo, mas no las secundarias; pero entonces ellos ya han tomado la delantera y continúan exponiendo ideas en las siguientes tres líneas. Los triunfadores traducen lo que creen haber entendido y los derrotados como yo se retiran con la cola entre las piernas. Descubrí también por qué se necesitaban tantos libros para interpretar una obra maestra de pocas páginas y descubrí el misterio del misterio; o sea, el misterio que encierra un mensaje que no se entiende. En suma, los admiraba con terror, como ya lo dije, quería ser como ellos, pero mi vida fue una vida sin método, y al momento de escribir terminaba cayendo en mi vicio perverso. Sabía que estaba atrapado en una quimera, porque no tenía mucho más que decir que contar historias que atrajeran el interés de la masa, y bien tarde vine a reparar en que aun la masa desconfía de personas como yo. A la hora de tomar sus decisiones se queda con el pensamiento austero y racional, que es el pensamiento ausente de emociones e ininteligible con asiento en las grandes academias. Este es el reino de la elite porque la elite es la que gobierna al mundo y nosotros somos sus títeres.
Cuando nos reunimos en el café mi prejuicio fue el de pensar que se trataba de un personaje más, de una más de las fantásticas historias que la gente ansía conocer, y que no son más que simples historias de personas a quienes les sucede algo increíble; o sea, la historia de toda la gente. Se le movían las manos, parecía estar bajo los efectos de algún medicamento. Encendía un cigarrillo apenas se le acababa el otro. Le pregunté su nombre, me confirmó que era la persona que me había citado por teléfono con una voz que ese día se me había antojado insegura y suplicante, pero que ahora parecía completamente independiente de los nervios que gobernaban al resto de su cuerpo. Me presenté, me senté y ordené café. Me dijo que prefería té, de modo que ordené un café y un té. Enseguida, haciendo gala de mi oficio, abrí la conversación con un par de frases destinadas a romper la barrera de hielo inicial, pero no pareció conmoverse. Al contrario, noté un cambio de expresión en su rostro, una pincelada de fastidio.
-Esto no es lo que usted piensa. Disculpe lo cortante de mi trato, mi amigo -dijo sin rodeos.
Me trató de amigo. Eso me sorprendió, viniendo de quien venía, pero me gustó. No significaba que fuésemos amigos, sino que había una ligera dosis de confianza de la que me podía agarrar para robarle misterios a su vida. Me había autorizado a ir al grano cuanto antes.
Terminada la entrevista, luego de más de dos horas, tiempo excesivo para un encargo de este género, pero mínimo para la trascendencia de lo que me fue revelado, me vi en la obligación de pedir un par de días libres, pero intuí que no serían suficientes para ordenar mis ideas. De partida, se me planteaba el desafío de tomar una decisión que para mí resultaba capital, aunque suene infantil declararlo. ¿Debía dar a conocer la historia o debía destinarla a mis archivos? ¿Debían de saberla mis jefes o era mejor mentirles, asegurándoles que el personaje no tenía importancia alguna? Y suponiendo que decidiese escribirla... suponiendo... cómo diablos explicaría algo casi imposible de explicar, cómo lo haría atractivo a los lectores, por dónde debía empezar, por dónde terminar.
Revisé la grabación una y otra vez. No, trataré de ser preciso: escuché tres veces las dos cintas de 60 minutos cada una. Releí los apuntes otras tres y los mantuve a la mano, encima del escritorio. Todo giraba en torno al mismo tema, que pudiéndose expresar en un par de palabras convirtió nuestra conversación en una eternidad, durante la cual vislumbré un nuevo cielo, otra manera de encarar el infierno. Hice ciertos cálculos, bosquejé su retrato de memoria, para ver si el misterio estaba oculto en algún trazo del subconsciente. Conseguí bastante poco.
Quise iniciar la nota escribiendo... tenía el primer casete, el relevante... allí lo tenía... lo hice andar de nuevo... sí, lo decía claramente... entonces... ¿abría la entrevista con dicha cita y luego reafirmaba sus dichos con los datos reunidos? Pero, ¿quién iba a creer algo así? ¿Lo creía yo mismo?... Consideré más apropiado repasar otra vez mis ideas.
Su lógica me parecía implacable, pero me pareció que vivía en una atmósfera de aparente alienación. Dado que no se ha llegado aún a la raíz de la locura y de que los doctores ven colores y formas en un escáner que interpretan a su gusto, avalados por un diploma en la pared, pensé entonces partir desafiando a los siquiatras. Pero si lo hacía me los echaría encima y transformaría la entrevista en una denuncia contra una asociación médica. Pésimo camino. Debía centrarme en la figura que vi con mis propios ojos y de la que capturé su voz en una cinta. Fue entonces cuando la rueda de la fortuna me giró hacia el lado inverso.
La ambulancia tardó un par de días en llegar al departamento. No podía mover un solo dedo, me hallaba atrapado en mi propio cuerpo. Alertados por vecinos, los enfermeros subieron en el ascensor y debieron forzar la puerta. Después apareció un grupo de policías que estudiaron detenidamente el lugar y recibieron testimonios de gritos y forcejeos de los que sinceramente no recuerdo haber sido partícipe. La gente suele imaginar historias para justificar su conducta. Mientras me llevaban al hospital pude ver que el jefe de los detectives, a quien llamaban Navarro, accionaba la grabadora y escuchaba una de las cintas. Quise advertirle que no lo hiciera, pero no me dieron las fuerzas. Me sacaron de allí; mis tíos se quedaron con las cintas. Cuando me vinieron a ver al hospital intenté decirles... contarles... todo fue en vano. Mi tía me miraba con esa expresión tan propia de ella y echó un lagrimón; mi tío la puso en su lugar con un reproche corto y seco. Me aseguraron que las cosas marchaban bien, en orden, como corresponde, pero sabía que no era cierto.
Uno de estos días vino a verme Witelwan, no acierto a recordar el día exacto o quizás lo imaginé. Apareció con su novia. Venían tomados de la mano. Me miraron con un aire amoroso, miradas de lástima que encerraban un cariño real, como el que ellos se profesan. Cuando le insinué que tenía algo que decirle, Josefina entendió el mensaje y se retiró discretamente de la sala. Entonces le conté lo de las cintas. Witelwan abrió los ojos como suele hacerlo cuando algo le sorprende y me hizo algunas preguntas. Luego llamó a Josefina y antes de despedirse me hablaron de sus proyectos académicos. Se retirarían del periodismo; una prestigiosa universidad privada, debidamente acreditada, les abría sus puertas de par en par. Tuve una visión instantánea: los vi entrando a un viejo claustro de estilo gótico con paredes de piedra y columnas de granito adornadas en el cielo por murciélagos de verdad, que revoloteaban alrededor de bruñidas lámparas de bronce; severos maestros los iniciaban en los secretos de la humanidad y ambos vestían de toga y birrete. Ellos se aman y serán felices, no nacieron para el periodismo. Sus tardes de sábado serán como esas delicadas sonatas de Mozart que suavizan la vida, ella le llevará té de bergamota al escritorio y lo abrazará por detrás, le dirá cosas lindas con su grave voz de terciopelo; él estirará el cuerpo y echará una broma para sacarse de la mente las páginas del libro que le quema las pestañas. En cambio yo... temo que mi vida habrá de culminar en una sala de hospital.
La enfermera me leyó el diario de la mañana y se detuvo en la columna de Witelwan. Salté en la cama. La mujer se crispó como gato. Parecía aterrorizada. Se acercó, me miró a los ojos, yo miré fijamente el periódico y ella llamó a los doctores. Cuando entraron, mi cuerpo estaba inclinado sobre la página. ¡Así interpretan los aspirantes al podio académico los dichos de mis personajes, con esa liviandad de criterio!, como si los hechos fantásticos se prestaran para ejercicios de la ironía, para juegos de la retórica.
Ayer entró el detective Navarro, lo reconocí por sus mostachos. Me trató de amigo, no me gustó nada. Jamás he buscado hacer amistad con policías; he tenido el cuidado de no relacionarme con ellos más allá de lo estrictamente necesario. Me preguntó por la columna de Witelwan; me hice el que no le entendía y se fue, me deshice de él en cinco minutos. En cuanto a lo demás, no puedo seguir pensando del modo en que lo hago, vivo en una constante ensoñación. Los días pasan y no guardo memoria de ellos. A veces me dicen que yo dije tal cosa o anduve con tal persona y no recuerdo prácticamente nada. En cambio, ¡con qué meridiana claridad reaparecen en mi mente los estados de ánimo pretéritos!, día por día, hora por hora, y así mido el tiempo. Pero es mi forma de analizar el problema, así no resolveré jamás este caso, tan engañoso como cubo de Rubik. Debo ir a la fuente, beber de la fuente, bañarme en la fuente; esto no es lo que parece a primera vista, esto debe tener un final feliz, debo evadir a toda costa la tentación de las historias retorcidas. No puedo embarcar a nadie en mis fantasías, causaría algo de inmenso placer, pero el daño sería espantoso. Aún confío en los dictámenes de la moral. La religión levanta mi casa. La oración me sana. Dios me guía.
(La declaración de la tía).
Entramos a la casa como si viniéramos de un funeral. Me metí a la cocina; él se sentó a ver las partidas, mandón, gritón, grita por todo, pide a puros gritos. Hay que quedarse callada no más, pero cuando echa pie atrás me promete este mundo y el otro, dice que su carácter es tan fuerte y que va a cambiar. Siempre diciéndome que las cosas van a mejorar. Puros gritos, nunca agresivo, y el fútbol para él es importantísimo, el fútbol y el ciclismo, se queda pegado a la televisión como niño con juguete nuevo, llevamos tantos años así, ya estamos acostumbrados, no sabría qué hacer si él se me fuera.
Luego del almuerzo, mientras lavaba la loza, le pregunté qué pensaba hacer con sus cosas del trabajo. Seguía viendo el fútbol y me gritó que no lo molestara. Fui al living y le mostré las cintas de grabación. Me ordenó que las echara a la basura. Le hice ver que se trataba de nuestro sobrino, pero no me contestó.
(La declaración del cartonero).
Al escarbar en la bolsa no les di ninguna importancia y debo admitir que estuve a punto de despreciarlas. Un segundo después debí pensar que en la Feria Persa se les podrían sacar algunos pesos, de modo que las sumé a los cachivaches reunidos durante la noche. Al llegar a mi residencia las dejé sobre el tablón junto con los demás tesoros, abrí la caja de vino y me la tomé casi al seco. Luego me dormí. Esa noche soñé por milésima vez la horrible pesadilla que se me viene repitiendo por años; tuve que levantarme a tomar, a exprimir la caja para saciar la sed, muy mala idea. Apenas me acosté de nuevo se me apareció la vieja. Venía de lejos con los perros envueltos en esas sábanas blancas que me persiguen para echarme a un sepulcro de tierra, sin cajón, sin nada. Ay, si ese día hubiera reaccionado de otra forma, una forma menos... drástica, hoy no estaría aquí, no viviría recolectando cartones ni leseras, no tomaría vino como condenado a muerte. Pero a qué lamentarme.
Cuando partí a entregar lo recolectado me dio por escuchar una de las cintas. La metí en la radiocasete. Quedé impresionado y desperté a la Irene, que seguía durmiendo a pata suelta en la mansión. No quería abrir los ojos, pero cuando la escuchamos por segunda vez, y yo por tercera vez, no pudo dormir más. Después escuchamos juntos la segunda cinta. Lo primero que pensé fue en llevárselas a los carabineros. Y eso fue lo que hice, se las llevé a los carabineros. Maldita hora la mía en que se me ocurrió hacer eso, me preguntaron por qué andaba con la caña, me retaron bien retado y me mandaron a la casa a dormir la mona. Les dije que me quería quedar con las cintas y el cabo me preguntó dónde las había encontrado. Le dije que dentro de una bolsa de basura. Me preguntó si no sabía que era delito sacar basura. Le dije que no era una basura porque eran unas cintas. Se fue enojando y me leyó un artículo que decía que no se podía ensuciar la vía pública. Yo le dije que nunca ensuciaba, que dejaba todo bien ordenado. Me dijo ándate pa tu casa pobre infeliz, con esas mismas palabras, y me vine con las cintas, casi me toma preso.
Anoche las volvimos a escuchar con la Irene, pero la guagua nos desconcentró y después yo tuve que salir a recolectar. Cuando volví a la mansión la guagua estaba jugando con una cinta; la había sacado del casete y la tenía enrollada en el cuello. La Irene no se había dado cuenta y pegó un grito, pescó un cuchillo y cortó la cinta para que el mocoso no se asfixiara; creo que le puso mucho. Busqué la otra cinta, estaba llena de baba del Cholito, con una marca de colmillo, medio a medio del casete. Ni siquiera traté de escucharla; total, ya me la sabía casi de memoria. Fui al puente y las boté las dos al Mapocho.
(El informe de Navarro).
Tuve que releer la columna para darme cuenta de que en el fondo se trataba de lo mismo. El texto no pasaba de los cinco párrafos y me costó asociarlo con aquel reportero, con aquel... ataque, más exactamente con el contenido de las cintas halladas en el departamento de ese hombre. Debo aceitar la máquina, antes no se me habría ido una cosa así: ese día tuve las cintas ante mis narices y no me llamaron la atención. Alcancé a escucharlas y las dejé torpemente abandonadas sobre la mesa.
Más tarde fui al hospital, era sábado. Entré a lo doctor, acerqué la columna a sus ojos y la apunté con el dedo. ¿Lee bien, puede leer?, le dije, ¿leyó esto, conoce a Witelwan, ha hablado con Witelwan? ¡Deme una señal, quiero ayudarlo, es importante que recuerde!, ¡diga algo, por favor!, pero la señal me la dio la enfermera, que me sacó de la sala a empujones.
Busqué en la agenda, hallé el número y llamé. Nadie me contestó. Tomé el auto y me estacioné frente a la casa de sus tíos; acababan de volver del hospital. La tía servía la mesa y el tío se disponía a comer un plato de tallarines. Había entrado en el momento más inoportuno. El viejo miraba cada cierto tiempo hacia el plato, que se iba enfriando, y no sin algo de infantil temor, como si estuviera delante de Pinochet, confesó que las cintas habían ido a dar a la basura. Volví a mi casa, aniquilado. El ejemplar del diario estaba desparramado sobre la mesa de la terraza, se había tornado amarillento con los rayos del sol.
A las nueve de la mañana del día siguiente, Witelman y su novia ingresaron a la secretaría académica y firmaron los contratos. Se dieron un beso a escondidas y pasaron al casino de los profesores a desayunar, invitados por el decano. Witelwan estrenó una chaqueta de tweed con coderas y pidió frutas, jugo de zanahoria con naranjas, té, un sándwich de jamón con queso y un trozo de kuchen. Josefina un café cortado y tostadas con palta. A las 10 de la mañana los recibió el rector y a las 11 entraron a sus salas, donde ya se hallaban sentados los alumnos. A esas alturas estimé que no tenía de qué conversar con ellos; los príncipes no se alimentan de gusanos, y volví al cuartel.
(La declaración de Witelwan).
Josefina me llama al lecho y cuando ello ocurre, noche a noche, ninguna fuerza de las que gobiernan el mundo podría impedirme acudir a ese llamado. Josefina lo es todo para mí y yo lo soy todo para ella, nos amamos como nadie se ha amado y aunque nuestras diferencias son enormes y a cada instante el tiempo nos hace ver y hasta se burla de nuestros defectos juveniles, incluso aunque los celos nos muerden el trasero apenas se da la oportunidad, ambos hemos decidido ingresar al mundo académico y esa perspectiva no tiene precio, pues nos conducirá al bienestar de la felicidad. Mientras hacemos el amor me recuerda que todavía no hemos firmado los contratos vitalicios. Luego, aún entrelazados, le advierto que lea más seguido a Kant; ella me dice que sí, que sí, con los ojos prácticamente blancos por el sueño. No te olvides de repasar a Pascal, la remuevo, los Pensamientos, aléjate de los cuentos de Hoffmann; Josefina da un salto sin saber dónde está y yo me echo a reír, porque el horizonte es bellísimo y no lo cambio por nada. Hay historias no aptas para periodistas; nos sientan mejor a nosotros. Te amo, Josefina, deslizo mis dedos por tu espalda marmórea a la luz de la luna, corren mis yemas por tu piel de universitaria. Te adoraré hasta que el velo de la noche cubra mis ojos y el vacío se apodere de mí. Ahora eres bellísima y no deseo que la noche muera, sin embargo las llamas del futuro se levantan altísimas para alumbrar nuestro sueño, es un fuego que devora las entrañas y no me deja dormir.
(Reflexión del magistrado antes de dictar el veredicto).
Aquellos que ven las cosas por encima afirman que para narrar El soldadito de plomo basta un hilo firme tejido por las fantasías de la mente, en tanto que si una obra merece ser considerada... cómo decirlo... superior... artística... revolucionaria... no encuentro el adjetivo exacto... el caso es que postulan que si una obra merece ser considerada, debe ofrecer virtudes necesariamente académicas, más complejas que una simple cadena. Tal consideración debiera ser examinada con el mayor detalle, con la mayor profundidad antes de dársele el crédito que estima merecer, pues si bien no está exenta de cierta dosis de verdad, especialmente en lo que se refiere al cuerpo de la obra, entendido este como la materia adherida a su esencia, así como el cartílago está pegado al hueso y el hueso contiene la médula, dicha característica por sí sola no valida su categoría.

jueves, diciembre 16, 2010

La abueli Amanda y la abuela Ángela

La abuela Ángela era portadora de algo invisible, sombrío y profético que nos impedía acercarnos mucho a ella. Su figura representaba el temor de Dios; de lejos parecía como si un vestido largo y ancho se nos viniera encima, una mole compacta de la cual no se podía huir, porque nos había cazado con la mirada. De cerca uno le sentía los pelos de la pera al besarla en la mejilla. Ella no era de muchas palabras y su intención final era conducirnos a Dios a través de la religión evangélica. Era la suegra de mi mamá y mi mamá, que era católica, accedía a enviarnos a la escuela dominical que se impartía en el culto que quedaba a los pies de la casa, a sabiendas de que al Vitorio y a mí no nos convencerían, porque en el fondo la religión era un asunto social. Y como los evangélicos eran los de la población Sewell y los católicos eran los de la población Rubio, no había dónde perderse.
La abueli Amanda, en cambio, era adorable, siendo tan viejita como ella, pero más chica. Un día me llevó a la matiné del cine Rex, a una función que habían organizado los bomberos. Me compró pastillas de anís y vimos el Zorro. A la hora de once me servía pan con dulce de membrillo y café con leche en una taza verde. Yo varias veces le llevé a un compañero de curso que vivía en la población Sewell y le pedí que lo alimentara bien porque era pobre. Mi amigo no se ofendía; era de naturaleza dócil. La abueli vivía en Ibieta, de su jubilación de maestra, con la Mirita y mis tres primos. El tata Lucho y el tío Octavio ya se habían muerto y el día del pago la abueli llegaba con pasteles de la Reina Victoria. Como el patio era tan grande servía de cancha de fútbol. Un día tiré un pelotazo y ella iba pasando y le llegó en la cara. Meses después le dio una trombosis y se murió.
En el culto los evangélicos se reunían una vez al mes a pasar la noche rezando y llorando. Confesaban sus pecados a grito pelado y a nosotros nos daba terror. Una noche me levanté a cerrar la ventana y saltó un gato que se había metido a la casa y me pasó rozando. Detrás de aquellas imágenes fantasmagóricas estaba la abuela Ángela, donante del terreno en que se levantó el templo, de modo que se podría decir que esa era la razón por la que desprendía un aura como de los Diez Mandamientos. Vivía al lado de nosotros y cuando mi papá se tomaba unos tragos ella se daba cuenta y lo pasaba a ver. Lo metía a la pieza y de afuera sentíamos los correazos y las cachetadas. La resistencia de mi papá era decir no madre, no madre, no madre; después la abuela Ángela salía bien tranquila y él se quedaba dentro de la pieza. A veces, si estábamos solos y nos oía pelear, llegaba y nos leía la Biblia. Entonces con el Vitorio nos dábamos un abrazo y prometíamos ser mejores hermanos y ella volvía a su casa.
La abueli dormía largas siestas, dentro de la cama y con camisa de dormir. Le gustaba sobre todo descansar, porque era madrugadora y pasaba el día entero en la cocina. La abuela Ángela se enfermó de cáncer y le dio una hemorragia que la hizo vomitar sangre, y después se murió. A su casa no entraba la luz y nunca hubo allí una fiesta. Los funerales de mis dos abuelas fueron con carrozas con caballos con crespones negros.
Con el tiempo descubrimos que el tata Lucho era como diez años menor que la abueli, pero esa diferencia nunca fue tema de conversación porque no tenía importancia y el tata Lucho a esas alturas ya era un recuerdo.
Al abuelo Isidoro no lo conocimos nunca porque se fue temprano de la casa y dejó sola a la abuela Ángela y a sus cuatro hijos, vaya uno a saber por qué. Era contador y escribía poemas, aunque la abuela Ángela no le iba a la zaga. Para mi cumpleaños me regaló esta poseía, que conservo en mi memoria:

En Bueras con Palominos
A Huguito Mardones vi
Jugando con la pelota
Y me dije para sí
Este es el niño que busco
Para hacerlo feliz

miércoles, diciembre 15, 2010

El hombre tirado en la línea del tren

A una cuadra de mi casa pasaba el tren a Sewell. Generalmente iba semivacío, pero los domingos los mineros se asomaban por las ventanas apretujados como racimos de uva. Daba la sensación de que los llevaban al matadero, por las caras con que miraban a las personas que se iban haciendo chicas en la acera al despedirlos. Solía ver todo eso desde el quiosco de mi tío Pablo, que quedaba justo al lado de la línea, separado por una malla de alambre. Detrás del quiosco había un largo terreno eriazo que limitaba en un flanco con una calle de escaso y nulo tránsito y en el otro con la malla de alambre, de tal forma que resultaba perfecto para nuestras pichanguitas. Al fondo se levantaba una vivienda de dos pisos que siempre se me antojó una casa fantasma. Nunca vimos salir a nadie de allí, aunque eso no quiere decir nada. La verdad es que jamás le dimos la menor importancia.
La Toya vivía en la población Sewell. Usaba un moño, era morena, bajita y curvilínea. Por las noches yo apagaba la luz del comedor y la veía besarse con un hombre desde mi ventana. Buscaban el sector de la calle Palominos más alejado del poste. Me llamaba la atención cómo se arqueaban al unir sus cuerpos con el beso. La Toya era una de las mujeres que acudía a despedir a los mineros, con un pañuelo blanco y alguna lágrima que demoraba poco en secarse. En el quiosco se podía ver frecuentemente a un muchacho vestido con el uniforme del servicio militar. Fumaba cigarrillos Cabañas, uno tras otro, como si estuviera nervioso; los dedos se le habían puesto amarillos. Iba al quiosco a lucir su uniforme, pero al mismo tiempo sabía que tarde o temprano debía volver al regimiento. Mas, disponía de una cuota extra de tiempo antes de acudir voluntariamente a su cárcel, y ese dato resultaba clave para una ciudad que se despoblaba de hombres los domingos, después de las cuatro de la tarde. Solo le ganaba un lector infatigable que se sentaba todo el día en un piso a los pies de su puesto de verduras. Era un viejo de pelo oscuro que se peinaba para atrás: él sí que tenía los dedos amarillos, porque se fumaba hasta la colilla.
Cuando estábamos aburridos poníamos monedas sobre la línea y esperábamos que pasara el tren. Salían convertidas en un disco que no servía para nada. Si en vez del tren pasaba el autocarril se achataban menos, porque el peso era inferior, pero tampoco tenían utilidad alguna.
Una tarde de invierno se comenzó a hablar de un borracho tirado en la línea, en la cuadra siguiente. Llegué a la escuela con escalofríos y no pude asimilar las materias; estaba demasiado preocupado por la suerte del hombre. ¿Alcanzaría a salir arrancando al despertar con la vibración de la máquina en sus barbas? Al volver a casa con un compañero miramos hacia la lejana esquina fatídica: el hombre aún parecía estar allí. Era un día de sol.
Al día siguiente le pregunté a mi compañero si sabía algo. Me dijo que el tren le había pasado por encima y le había reventado los sesos. Lo dijo con una frialdad que me hizo dudar, de modo que si bien lamenté su suerte, en el fondo sobrellevé la noticia con dignidad.
Sin embargo al despedirnos se me abalanzó por sorpresa y me llenó la espalda a puñetazos. Dio todos los golpes que pudo dar, como si se estuviera desahogando. Yo permanecía sin habla, estupefacto, ni siquiera fui capaz de llorar. Al alejarse me dijo:
-Te pegué porque no le puedo pegar a tu primo.

martes, diciembre 14, 2010

Acto en la Escuela 1

"Ya no es tarde ni noche, ya no es noche ni tarde...".
Hay un galpón antiguo que hace de gimnasio, un galpón colmado de gente, de profesores y niños con sus padres, es un acto de fin de año. Yo, una de las pocas cosas que conozco, recito una poesía, pero como los micrófonos no pueden llegar tan abajo, me he subido a un piso, me han subido a un piso, lo que le da más ternura al número. Es extraño que me vea a mí mismo y que no recuerde el más mínimo detalle de la masa que tenía frente a mí, de esos ojos luminosos que titilan en la oscuridad y a los que se dirigen los artistas cuando actúan.
"Ya no es tarde ni noche, ya no es noche ni tarde...".
Cerrada ovación y de premio, un barquillo en el Lucerna. Me gustaban los de chocolate. Los barquillos tenían que ser de chocolate. Cualquier otro sabor era de consuelo. Vestía un terno gris con pantalones cortos, soquetes blancos, zapatos brillantes de suela gruesa, una corbata de diseño escocés.
No era tan difícil aprender poesías y menos aún, declamarlas. Había que mover el brazo derecho hacia arriba y bajarlo en arco hacia afuera, hasta que quedara pegado al cuerpo. Enseguida había que hacer lo mismo con el brazo izquierdo. La voz se subía y después se arrastraba hasta el murmullo y entonces se subía de nuevo en la última palabra de la estrofa. Al final había que terminar con la mano en el corazón y la cabeza gacha. Me lo tuvo que haber enseñado mi mamá, que era una artista insigne.
"Ya no es tarde ni noche, ya no es noche ni tarde".
Un verso, lo que quedó de esa escuela viejísima, ubicada en Independencia con Bueras, la Escuela Superior de Hombres número 1. Allí cursé la primera preparatoria, a los cinco años. En los recreos corríamos donde un cocinero que repartía leche hirviendo de una olla gigante. Apegado a la pared había un cilindro de metal, desecho de una máquina aplanadora, que usábamos para jugar. Costaba moverlo por la tierra del patio, porque era más alto que nosotros. Varios lo empujaban mientras los demás se subían a la superficie e iban cayendo. Una mañana puse deliberadamente el pie para sentir cuando el juguete me pasara por encima y perdí una uña.
Al año siguiente se inauguró la nueva escuela y todos nos fuimos con ella. La otra se hizo polvo. Frente a nosotros ahora estaba la cárcel. Retengo un momento en que nos encerraron a todos porque se había fugado un preso. Después supimos que lo habían pillado y lo mataron. El preso era joven y su delito fue quemar el diario local con el dueño adentro. La gente decía que entre él y el dueño había algo y que el preso había actuado por venganza.
Un día dormía algo incómodo por los síntomas de un resfrío cuando llegaron a buscarme de urgencia. La señorita María Eugenia requería de mis servicios porque faltaba el recitador para una ceremonia que se estaba desarrollando en la escuela. Me vestí sin lavarme y partí corriendo. Ya no se trataba de un gimnasio, ahora las grandes jornadas se vivían en una sala de actos amplia, luminosa. Me ubiqué en las últimas filas, de pie. Desde ese sitio el escenario adquiría aún más importancia; había que ponerse de puntillas para ver el acto. Me dieron ganas de estornudar y por no hacer ruido lo hice con la boca cerrada y me cayó como medio kilo de moco sobre la camisa blanca. Me desesperé, porque después venía yo. Corrí al baño y me eché agua hasta que salió todo, pero no estaba seguro. Cuando me anunciaron subí a recitar y mientras recitaba sospechaba que la limpieza no había sido total, presentía que la sala se largaría a reír apenas el primer acusete descubriera la catástrofe.

lunes, diciembre 13, 2010

"Soy macho"

A los ocho años fui a dar al siquiatra porque movía los hombros.
-Qué le pasa al niño -le preguntó la doctora a mi mamá.
-Mueve los hombros, doctora.
-Qué más.
-Suspira.
-Bien, déjemelo.
Comenzó así una serie de sesiones en el hospital de Rancagua. La doctora había llegado hacía poco y mi mamá, utilizando sus influencias, logró conseguirme una hora por la cual, desde luego, en esos tiempos no se pagaba nada. Era la primera especialista en su género en la ciudad y había que sacarle partido. Por fin se sabría el origen del movimiento de mis hombros.
A poco andar comencé a revelarle otras rarezas, como hacer muecas con la cara, deslizar los dedos entre los pliegues de las cortinas para sentir el placer de la seda en mis manos, ordenarme a cada rato la camisa, en fin.
-Su hijo está lleno de tics -le dijo la doctora a mi mamá, cuando me fue a buscar.
A la tercera sesión le llevé mis cuadernos de historietas. Páginas enteras llenas de aventuras de jovencitos, partidos de fútbol, animales que hablaban. Las leyó atentamente, creo que hasta se divirtió leyendo. Mientras, yo esperaba en la silla. Después me devolvió los cuadernos y los guardé en el bolsón. Hoy no me queda uno solo; todos se los llevó el camión de la basura.
A la cuarta sesión me pidió que me autodefiniera.
-Soy macho -le dije de sopetón.
Como las sesiones eran por la mañana, el almuerzo de ese día fue calamitoso. Mi mamá contó en la mesa mi ocurrencia y todos se largaron a reír. Al principio no entendí cuál era el chiste; luego odié a la doctora, por andar contando cosas privadas.
El veredicto de la especialista fue el siguiente: mi madre era la culpable de todo, porque me exigía demasiado. Mi padre era inocente, aunque se tomara sus copas. Mis historietas eran la forma de evadir las limitaciones físicas por mi enfermedad al corazón. Pero ¿qué era eso de ser macho? ¿Un simple dicho infantil?
Pienso que la doctora no ahondó demasiado en ese asunto. Me hubiese preguntado más le habría contado que desde niño buscaba a un padre entre mis amigos mayores o mis maestros. Alguien sabio y bueno, inteligente, dinámico y forzudo. Yo mismo me sentía interiormente ese macho, más bien aspiraba a serlo, pero alguien de fuste debía reforzar la convicción. En mi adolescencia hallé un líder espiritual, en mi vida adulta di con el siquiatra-padre y más de uno de mis amigos se corresponde con esa imagen de padre-sabio o de padre que castiga aplicando el correctivo, de padre que me rebaja a mi ridícula verdad de niño.
La sexualidad no es solamente ir tras una mujer e intentar seducirla para prolongar la especie. Es una cosa más endiablada que eso y con el tiempo he llegado a convencerme de que nadie que se haga la pregunta de verdad está seguro de quién es realmente, en cuanto a su género. Conjeturo que lo más que obtiene, que no es poco, es concluir que es hombre porque le gustan las mujeres o que es mujer porque le gustan los hombres. En cuanto a mí, confieso que he pasado gran parte de mi vida tratando de desenredar ese nudo gordiano. Y estoy casi seguro de que cuando muera seguirá atado, como haciéndome burla.

martes, diciembre 07, 2010

Interpretación de un cuadro de Torterolo

En Rancagua las hojas del abanico que marcaban las diferencias de clase eran limitadas. Casi todos íbamos a la misma escuela, comíamos y bebíamos más o menos lo mismo, las mujeres ricas y las pobres se encontraban en la carnicería, en la misa del domingo y en la Plaza de los Héroes, donde les compraban algodones, turrones y pelotitas de esponja a sus niños. Los hombres iban al estadio a ver al O'Higgins; unos a tribuna, otros a galería, pero todos experimentaban una decepción similar después del partido. La diferencia la hacían la casa, el automóvil y sobre todo, el televisor. Tener una casa grande de dos pisos con chimenea era prueba irrefutable de riqueza. Tener un automóvil era signo de poder. Tener un televisor, de poder secreto. Una noche volvíamos a casa por la calle Bueras y mi mamá me dijo, con una voz baja y cortante que destilaba no muy sana envidia: "Aquí tienen televisión". Miré y no vi nada. ¿Dónde está?, le pregunté. "Allí, detrás de la ventana". Agucé la vista, tratando de olvidar el antejardín, y solo conseguí vislumbrar una especie de mancha luminosa que cambiaba constantemente de brillo. Meses más tarde caminábamos por el centro y me mostró un televisor. Una tienda comercial lo exhibía funcionando detrás de la vitrina. La tienda estaba cerrada y el frío de la noche se cortaba con cuchillo; en la calle Independencia penaban las ánimas. Nos detuvimos a ver el programa. Sentí una enigmática sensación de desaliento, de sueño cumplido al que le faltó algo. La nieve se apoderaba de la pantalla y lo que se podía adivinar era la figura de un señor de terno y corbata sentado en un sofá, hablando. De modo que así son los televisores, pensé, sin moverme, como un cine chiquitito, pero por qué no hay más gente aquí, por qué no se agolpan frente a la vitrina, hasta que la situación se tornó insoportable y nos fuimos.
Planteado entonces el problema de la identidad, la gente debía buscar la solución. Y como para nosotros el auto y el televisor eran a lo sumo esperanzas de un mundo mejor, lindas fantasías de tardes de invierno, mi madre ideó una triquiñuela y consiguió su objetivo de ubicarse donde le correspondía, de darse y darnos el estatus que merecíamos. Si no se podía llegar a lo más alto del podio había que subir a otro podio, que no nos rebajara tanto, que nos diferenciara, y ese era el podio de la cultura, donde quedaríamos bien ante la ciudad, seríamos la envidia de muchos y nos sentiríamos cómodos, a nuestras anchas, felices de ocupar el casillero asignado naturalmente para nosotros; qué curioso, pienso esto como si fuese mi madre y es que así lo sentía entonces: sus ideas, sus gustos, sus sueños y su interpretación de la realidad eran mi Faro de Occidente, algo se ha escrito alguna vez sobre eso.
En el mundo del magisterio se comenzaba a hablar del pintor Torterolo, del que revolucionaba la ciudad con sus cuadros abstractos. Paradójicamente el sujeto era Fernando, no su hermano mayor Luis, quien había obtenido innumerables premios por sus obras. Es que Luis era figurativo; o sea, pasado de moda, mientras que lo de Fernando era otra cosa, algo así como el anuncio de los tiempos que nos esperaban, que nadie sabía bien cuáles eran y que al final nos llevaron a todos al despeñadero en el nombre de la igualdad social. Fernando era un poco la locura, la transgresión, cuando dicho concepto llegaba a adquirir ribetes mágicos.
Una tarde mi mamá me vistió de domingo y fuimos a la casa del pintor. Recuerdo una pieza alta y oscura, una lámpara como de relojero apuntando a un costado, un anciano sentado en un mueble tapado de chales, un mesón salpicado de óleo seco de los más diversos colores. El viejo me puso "El Mercurio" sobre la cubierta y yo me arrastré por una noticia hasta que pude completar la primera línea. El esfuerzo me llevó a la línea de abajo y a la de más abajo, pero eso fue todo. Le había demostrado que ya sabía leer y él dijo algo cariñoso, no sé si a mí o a mi madre. De esta simple observación desprendo que el episodio tuvo lugar alrededor de octubre o noviembre de 1958.
Cuando salíamos le pregunté si ese era el pintor. Mi mamá me dijo que no. Le pregunté quién era. Me dijo que era el papá del pintor. Le pregunté dónde estaba el pintor. Me dijo que los pintores trabajaban de noche y dormían de día, porque eran bohemios. No consigo rememorar otra voz ni otra imagen; en la habitación creo haber levantado la vista y observado decenas de cuadros esbozando luchas entre santos y demonios, jugosas cataratas fascinantes, esplendorosos infiernos de la mano de flores marchitas, patos muertos con las patas colgando. O quizás no vi nada porque las pinturas estaban arrimadas al muro, ya no hay cómo saberlo. El hecho cierto es que días después, dos de esas obras se lucían en las paredes de nuestra casa. Mi mamá había ido a la segura y optó por trabajos diametralmente opuestos, correspondientes a dos periodos del artista. Un cuadro representaba un florero con rosas sobre una mesa y sobre él no podía existir debate alguno: era un florero con rosas. Se conservaba así la tradición clásica. El otro fue el que generó los comentarios, abrió encendidas discusiones y nos regaló grandes satisfacciones durante años. Se trataba de una majamama de colores brillantes sobre un fondo negro; cuántas veces cayó desde la altura como tabla de salvación para los intermedios de las canastas vespertinas.
Durante esas largas horas de soledad de la niñez, aquellas que pasaba esperando la llegada de mis padres, me detenía minutos enteros a descubrir qué diablos podían significar esos trazos. Así fui llegando a la siguiente interpretación, que quedó inscrita en mi mente hasta el día de hoy: al centro del cuadro, la figura de un monstruo o dragón sobre el cual estaba montado un payaso con sombrero de cucurucho y con una espada al aire. Al costado superior izquierdo, un árbol con una casita en las ramas y un nido con pajaritos. Al costado superior derecho, la figura de la Virgen escondida en una cueva, más bien raptada, pues se adivinaba un grito agónico tras ese resplandor. Abajo, rayas sin importancia. Dicha interpretación debí manifestarla en voz alta ese mismo año o el siguiente, pero solo fue cinco o seis años más tarde cuando cobró su verdadero sentido.
Un verano de esos que no terminan nunca, agotada nuestra imaginación para idear juegos, tal vez cansados del esfuerzo de correr tras la pelota, uno de mis primos, el Julio o el Lucho, propuso interpretar el cuadro de Torterolo. Éramos tres o cuatro sentados en el sofá, con la pintura al frente y el sudor seco en el cuello. Apliqué mi falsa modestia y guardé mi brillante teoría para el final. Cuando le llegó el turno al Vitorio, dijo: "Al medio hay un monstruo con un payaso con sombrero de cucurucho y con una espada al aire. Arriba hay un árbol con una casita en las ramas y un nido con pajaritos. Al otro lado está la Virgen en una cueva". Choqueado por el asombro hice ver que esa interpretación era mía, que mi hermano me la estaba copiando; pero él, aún más asombrado que yo, refutó mi crítica con el argumento irrebatible de que siempre vio tales imágenes en el cuadro.
¿A quién le pertenecía esa forma de ver la obra? A mí, estaba seguro. Y demostraba de paso que la ascendencia que yo tenía sobre mi hermano era mayor de la que me había imaginado hasta entonces. Por eso al cabo de un rato decidí regalarle la presa y dejar de discutir. Mas con los años he ido madurando una idea inquietante: quizás la traducción sí fue suya, pues, ¿qué garantías poseo de que realmente nació de mi mente? ¿Solo aquella de que pienso luego existo? ¿No será este un argumento demasiado débil? Peor aún, quizás la interpretación primitiva haya sido de mi mamá, de alguno de mis tíos o de una voz anónima que pesqué al vuelo. Una cosa sí es segura: de mi papá no fue, porque a él jamás intenté copiarle nada. Aunque ayer mismo, sentado con las piernas cruzadas frente al televisor, en actitud grave y ausente, mi mujer no pudo dejar de comentarme: ¡Por Dios que te estás pareciendo a tu padre!

jueves, noviembre 11, 2010

Graves problemas

Dos hombres jóvenes conversan en el café. Un latino y un norteamericano. El latino es de buen hablar, en el significado doble que se le puede dar a la acepción: habla demasiado y pronuncia como si estuviese leyendo. Otra cosa: varias veces ha dicho "te voy a dar un ejemplo tonto, un ejemplo tonto", pero cuando vamos a escucharlo resulta que aún no se le ha ocurrido. "Un ejemplo estúpido", reitera, y dice algo sobre el dinero y el afecto. Insta repetidamente a su interlocutor a que crea en algo, a que tenga algo en qué creer. De paso le pregunta si es calvinista o luterano. El norteamericano es pausado y solo usa la palabra para hacer comentarios sobre lo que va escuchando. Sus intervenciones son bastante simples y por lo mismo certeras, efectivas, acordes con la idiosincrasia de su estirpe. Yo, que estoy en la mesa de al lado en calidad de invitado de piedra, he abandonado hace rato la lectura del momento: la vida ofrece mejores cuentos que los libros. Más obvio aun, los libros son los cuentos de la vida. Si Borges estuviera con nosotros me destrozaría por lo que acabo de enunciar, con esa sutileza pacífica que caracterizaba a su genio, al tiempo que daría vuelta la frase, haciéndola paradoja: la vida es un libro de cuentos.
En pocos minutos me doy cuenta de algo indesmentible: el latino va hacia el despeñadero y el norteamericano intenta impedir la tragedia, sin involucrarse demasiado. Pienso qué me ha hecho sacar esa conclusión y si detrás de ella no habrá una trampa de mi mente destinada a reforzar mis actos. El latino ha dicho, por ejemplo, que ya lo tuvo todo, que sus padres todo se lo dieron y que ahora no precisa nada más que de su taller y una pieza para vivir, que evita y evitará todo compromiso sentimental, que se conformaría con comer pan y beber agua y que firmaría hoy mismo un poder en favor de su hermano, porque nota que éste quiere quedarse con los bienes que logró hacer suyos con tanto esfuerzo su padre. Trata a su padre casi como a un hermano menor, y a su hermano real como a una sanguijuela. Va al despeñadero, pero ¿por qué no habría de ser correcto y bueno lo que desea para sí? ¿Acaso no era esto mismo lo que predicaba el hermano Francisco? No, me repito, va directo al despeñadero del fracaso. Las tres estrellas que se vislumbran en su futuro son la soledad, la miseria y el sarro del resentimiento que conduce al odio y la desprotección. Creo que el norteamericano también piensa como yo. Se lo hace ver, por ejemplo, diciéndole que no habría para qué liquidar la fortuna de sus padres en vida, pues cuando mueran eso ocurrirá automáticamente. Agrega que si él donara su parte a una institución de caridad, como lo ha sugerido durante la conversación, nunca sabría si esa fortuna iría a dar donde él desea que vaya o a otras manos. Tras un silencio el latino le agradece. "Venía desorientado y ahora lo veo todo más claro". El norteamericano paga la cuenta y el latino insiste en dar la propina, que su interlocutor considera demasiado generosa. Se paran y se van. Los veo en la calle desde mi mesa: el latino es bajo y cabezón y le sigue hablando; el norteamericano es alto y fornido. Me recuerda a esa pareja de "Perdidos en la noche".
Quiero volver a mi libro, esa obra tan rara de Marguerite Duras sobre una mujer francesa de nombre alemán, una obra femenina escrita como escriben las mujeres, con ese misterio que tienen para decir las cosas, esa ambigüedad e imprecisión que de tanto envolver el relato pasa a ser profundidad, verdad. Pero lo cierto es que no puedo apartar de mi mente la escena de la que acabo de ser testigo.
Recuerdo que cuando era joven despertaba con la sensación de estar agobiado, sensación que se iba acrecentando con el correr del día y que se transformaba en una angustia sin nombre cuando llegaba el momento de partir a la cama. Ansiaba quedarme dormido para entrar en el mundo de los sueños, el único escape posible, mas lo primero que veía al romper el alba, cuando abría los ojos, era mi malestar. Estaba atrapado entre grandes problemas, que eran grandes porque eran indefinibles, incluso invisibles. Tenía la impresión de que nada de lo que hiciera los resolvería y en efecto, nada de lo que hacía los resolvía. Sentía que iba directo hacia el despeñadero, pero una fuerza interna, masoquista, me hacía soportarlo todo y seguir viviendo, sin caer en la tentación del abandono.
Ahora que ya no soy joven, no siendo completamente viejo aun, podría decir que mis problemas son mucho más graves y les voy a dar un ejemplo tonto, un ejemplo tonto. Estoy más cerca de la muerte, que es el problema más grande de todos. Por ende estoy más cerca del dolor, el segundo problema más grande de la vida. Mi literatura no ha sido reconocida por los críticos, quienes ni siquiera sospecharon que existía, de modo que podría afirmar que mi vida no valió de nada. En mi trabajo llegué hasta donde quería: la cobarde mediocridad. Tengo menos energía y mis obsesiones se han concentrado en dos o tres, que actúan como máquinas descompresoras.
¡Y sin embargo creo ser tan feliz en mi rutina! En momentos como este compadezco al latino y a mí mismo cuando joven, amo el café del mediodía, amo ese gran misterio que es mi esposa, la frescura que dan los árboles en primavera, amo a mis hijos y a mi nieta entrando a casa los domingos, amo el sueño de una pasión que se dispara más allá de las fronteras, y amo las historias que a cada instante reciben mis ojos de regalo.
Ese es mi perímetro, el corral de la felicidad que me aparta del despeñadero.

jueves, octubre 28, 2010

El hombre que crecía y decrecía

Entre tantos ejemplares deformes y diría extraordinarios, hasta bellos en su deformidad, el caso del hombre que crecía y decrecía ha sido relegado a espacios secundarios en la historia de los records Guinness, a pesar de sus enormes alcances, sospecho que desde que alguien de la compañía alertó acerca de la naturaleza de su descubridor, el irlandés Jack Jameson. El libro de 1962 describe al hombre que crecía y decrecía en su página 112 mediante este somero texto: "Existe un ser humano que crece y decrece en el transcurso de un día. Es el único caso registrado de este tipo. Vive en...". El artículo continúa con los detalles de su nombre, la ciudad y país de residencia y otros. En total, dos párrafos y su fotografía, que para efectos visuales es la de un hombre común y corriente. La edición de 1963 y siguientes ya no lo contemplan, no porque su récord lo batiera otra persona sino simplemente porque lo que yo me imagino como una suerte de capricho editorial lo hizo desaparecer de las páginas. Digo capricho, ya que hace unos meses me tomé la molestia de enviar un mail a la compañía Guinness World Records, consultando el motivo de esta ausencia, y la respuesta dejó mucho que desear. Traducida al español decía algo así como "lamentamos no poder servirlo, distinguido lector, pues las políticas de la compañía nos impiden proporcionar ese tipo de información".
Jamás una mujer medianamente seria podría ser llevada a un haloupen. Ella tuvo la suerte de librarse del acento y así fue como nos embarcamos a la tierra del hombre que crecía y decrecía, apenas con un par de datos básicos que logré reunir. Llegamos un viernes por la noche, mala señal y sin embargo matemáticamente estudiada: ella le pudo dedicar todo el fin de semana al placer de los casinos flotantes y yo debí esperar hasta las nueve de la mañana del lunes para volcarme a las oficinas públicas. Me costó dar con su paradero, pero terminé el día con una cerveza en la mano, asumiendo mi gran triunfo. El hombre que crecía y decrecía estaba vivo y aunque residía a unos 400 kilómetros de donde nos hallábamos, me aseguraron que era perfectamente abordable, lo que quiere decir que el personaje no disponía de mucho dinero.
Se nos planteó entonces una singular disyuntiva: o ella me acompañaba o se quedaba a esperarme, corriendo el riesgo de copar las tarjetas de crédito en sus visitas a los casinos, algo que no pocas veces en nuestra vida ha sucedido, y ha sido bien desagradable. Me prometió que jugaría "hasta más acá de lo razonable" y yo subí al bus muy satisfecho, pero por el camino pensé que me debió decir "más allá" y no "más acá" de lo razonable, ya que más acá implica un menor esfuerzo de acercarse a la razón y más allá, el agotador tormento de no dejarse llevar por el vicio. Entre tanto la ventanilla del bus me ofrecía cuerpos extraños a la salida de los bares, pueblos que se encendían y se apagaban, polvaredas monstruosas que entraban por hendiduras en el piso de la máquina. Hacía un calor insoportable cuando los tres últimos pasajeros llegamos al terminal, cerca de las cuatro de la mañana. Calculé que el hombre que crecía y decrecía debía de andar por los 72 años, pero lo primero que hice fue no averiguar su paradero sino buscar un hotel. Me atendió un indígena, a juzgar por sus rasgos. No había forma de hacerle entender que necesitaba una habitación al momento; se negaba a dármela. Hablábamos el mismo idioma, con las variantes que se dan entre uno y otro país, de tal forma que parecían lenguas diferentes, pero no era eso lo que nos separaba sino su testarudez. Se me pasaban por la mente tantas cosas desagradables, tantos asuntos inconclusos, tantas batallas absurdas, inútiles, esos mismos pueblos recién divisados por primera y última vez, pero estaba en un país que no era el mío, de modo que actué con prudencia. Le rogué una vez más al indígena que me condujera a la pieza y no lo hizo. Su argumento era idiota, me decía que si me alquilaba la habitación me tendría que cobrar el día anterior, pues el ingreso corría a partir de las 8 de la mañana y recién eran las cuatro veinte. No importa, le imploraba, pagaré. No señor, el dueño del hotel me ha ordenado proteger los intereses de sus clientes, espere y tome asiento hasta que den las ocho de la mañana y en ese momento lo llevaré a su habitación.
Uno frente al otro, hasta las ocho de la mañana. Se notaba que había tenido una jornada agotadora, a pesar de que en el casillero colgaban todas las llaves menos dos. El cuello de su camisa blanca, cerrada hasta el último botón, estaba completamente sudado y negruzco, con ambas puntas dobladas hacia arriba. Conservaba la vista fija y no se movía ni para adelante ni para atrás, de tal forma que al despuntar el alba se me figuró un tótem fantástico de malos augurios. Cinco para las ocho se levantó y me pidió que lo acompañara. Salimos a un patio perfumado de frutas raras y doblamos por un sendero de ladrillo al aire libre hasta que llegamos a una especie de galpón abandonado, más parecido a un gimnasio que a un hotel. Las puertas se sucedían a ambos costados del pasillo de piedra y ningún material aislante separaba el techo de zinc de las habitaciones. A esa hora los buitres o zopilotes aún permanecían en las vigas y yo los divisaba perfectamente desde mi cama, pero no bien el sol bañó el pueblo se vieron obligados a levantar vuelo hacia los árboles o a las montañas, me imagino que siguiendo el ritual de cada jornada. Me resultó tremendamente fácil inferir dicho razonamiento: yo mismo tuve que huir de allí apenas sentí en mi cuerpo la radiación infernal que desprendía el zinc. Ella no había tenido una noche de película, me confesó cerca de las nueve y media, cuando la llamé, pero todavía le quedaba cupo en dos tarjetas y esperaba dar el gran golpe en cualquier momento.
Nunca me ha quedado claro si el hombre que crecía y decrecía fue un invento del irlandés ampliado por la publicidad, un fenómeno real o la demostración de que los detalles ligeramente inexactos del diario acontecer concluyen con una suma gigantesca de equivocaciones, que a la postre provocan que el mundo marche no tan bien como debiera. Repaso la historia y advierto desde luego que el primer error consistió en una suerte de omisión perversa, la de borrar de sus páginas al hombre que crecía y decrecía por parte de los editores del Guinness World Records, sin mediar explicación alguna. De no haber sido así yo no estaría en este pueblo infernal, haciendo averiguaciones. Mas espero hallarlo pronto; me han dicho que a no más de dos kilómetros, saliendo hacia la zona selvática, hay un hombre que concordaría con sus rasgos, de modo que antes de partir a pie debo acudir al bar situado al costado del hotel, donde hay un teléfono público. Si la señal de mi celular fuese lo potente que me habían prometido no tendría necesidad de cumplir con esta angustiante misión, pero no es así y me veo obligado a echar moneda tras moneda en el aparato, que se las va tragando todas sin dar la menor señal de vida. Sólo cuando el encargado me advierte que el proceso es diferente logro salvar las que me quedan y comunicarme con ella por segunda vez. Me cuenta que en este rato ha vuelto a perder, noto que se encuentra ligeramente ebria, chispeante; esto es, alegre.
-Es demasiado temprano, amor. Más tarde te va a doler la cabeza.
-No te lo tomes tan a pecho y vuelve pronto, que ya me está pesando la soledad.
-Aquí hay demasiada luz.
-Acá en el casino está fresquito. ¿No tienes aire acondicionado?
-No, y más encima me voy a la selva.
-¡A la selva! ¡Pero qué vas a hacer a la selva!
-Son sólo dos kilómetros, amor, no te preocupes. Es que me dijeron que lo puedo ubicar en un caserío.
-¿En cuál?
-Olvídalo.
-Cuídate, ¡y te doy dos días de plazo para volver conmigo!
-¿Cómo lo estás pasando?
-¡Mal!
-¿Me echas de menos?
-¡No!
-Pero qué...
La señal se había cortado. ¿Valía la pena gastar más monedas?
Salí del bar, pensando únicamente en una farmacia. En este lugar no se puede caminar sin bloqueador. Ahora entendía por qué los rostros de la gente brillaban como la cera de las velas. Me costaba dar un paso bajo el sol y no todas las casas disponían de alerones, apenas pude llegar a la farmacia, no exagero si digo que entre las 8 y las 11 de la mañana había bajado unos cuatro kilos debido al sudor. Andar por allí era como andar dentro de un túnel de fuego. La extrema luminosidad impide ver la salida, tal es la luz que el final del túnel parece un círculo negro.
Cuando llegué al caserío la lluvia se había desatado como nunca había visto en mi vida. Las palmeras volaban por el cielo, arrastradas por el viento. Algo les había oído comentar durante el viaje nocturno a unos pasajeros del bus sobre una tormenta, pero no les di importancia, craso error, de aquellos a los que ya me referí. En el pueblo no se veía un alma, la gente se había resignado a perder sus viviendas, cuyos techos chocaban entre ellos en las alturas, provocando chispas que daban miedo. Vi una o dos vacas mugiendo entre las nubes repletas de agua, como si fuesen veloces aeroplanos, y allí tomé conciencia de la existencia de Dios o de los milagros, que vendría a ser lo mismo. Me pregunté qué hacía en ese lugar, pero sobre todo cómo era posible que continuara con vida, y aun algo más improbable que eso, cómo era posible que el ciclón aún no me hubiese llevado consigo. La Divina Providencia me condujo a una boca de metal cerrada sobre el césped. Me agaché y agucé el oído: se oían murmullos y rezos. Entonces me abrieron la puerta y me tiraron de los brazos hacia adentro, ya estaba a salvo.
La gente que pude ver transitaba de un lugar a otro, la mayoría con las palmas unidas en actitud de oración. Era un espacio inmensamente amplio e irregular, del tamaño aproximado de una cancha de fútbol, colegí luego de recorrer el muro contando los pasos hasta volver al punto de partida, que había dejado marcado con una rayita cuya forma solo yo podía dibujar. Lamentablemente el refugio, porque se trataba de un refugio contra huracanes, había sido construido sin tomar providencias. Digo lo anterior porque en algún momento de mi estadía, tal vez fue en la farmacia, mientras compraba el bloqueador, alguien me comentó que la estatura promedio de los hombres en este país se había elevado 10 centímetros en los últimos 20 años, de lo que se desprende que antes fue de un metro 58 centímetros, ya que a simple vista detecté que actualmente la mayoría de los indígenas bordeaba el metro 68. Dicho factor no fue tomado en cuenta al decidir la altura de la bóveda, que no sobrepasaba el metro 65, por lo que tanto los demás como yo debíamos esperar el paso del huracán caminando no solo agachados sino soportando sobre nuestras cabezas el molesto roce de las raíces profundas de los árboles que resistían la furia del viento. Todas esas molestias eran evitables mediante el simple expediente de cavar hasta aumentar la profundidad del refugio en un metro, por ejemplo. Mas por alguna razón que ignoro, el trabajo no se había hecho. Se me ocurrió pensar que la cueva artificial difícilmente tendría menos de 20 años, lo que quiere decir que en las anteriores tormentas, al menos en las ocurridas 20 o más años atrás, los indígenas caminaban por dentro cómodamente, sin agacharse. Yo calculé que tenía más de 50 años, pero no dispongo de datos objetivos para confirmarlo.
Si he sido algo majadero en la descripción del lugar, se debe al propósito de ilustrar mejor la entrevista que tuve con los familiares y conocidos del hombre que crecía y decrecía. Me llevaron a un rincón apartado de la masa y me ofrecieron una taza de algo caliente y amargo, que bebí más por cortesía que por placer, con algo de esa afectación que denota superioridad de raza. Me preguntaron si yo era algo del gringo, pariente, amigo, cualquier cosa, por último si lo conocía o había oído hablar de él. Sobre nosotros las raíces vibraban, como si tuviesen miedo de que el viento quisiera llevárselas. El murmullo grave que llegaba desde la superficie intranquilizaba hasta a la conciencia más intachable, que desde luego no era la mía, de modo que no es necesario describir mi estado en ese momento. Me hicieron más preguntas y cuando llegamos a la raíz del asunto, cuando comprobaron sus aprensiones, se miraron un momento y luego habló el de menos edad. Enseguida lo hizo una mujer, después se cruzaron varias opiniones, fueron dejándose llevar por la pasión, hubo alegatos y casi se llega a la violencia, de no mediar la aparición de unos 30 indígenas, atraídos por la discusión. Los ánimos se aplacaron, no hubo explicaciones en ninguno de los dos bandos y el grupo original que conformábamos volvió a apartarse de la masa, pero noté que la irascibilidad nos había desplazado varios metros. Contra toda lógica sonó mi celular. Era ella. Aproveché de preguntarle la hora, porque había perdido conciencia del tiempo. Me dijo que eran cerca de las cuatro de la tarde.
-Imposible -me ofusqué-, estás borracha. ¿Has recuperado algo?
-Lo perdí todo. Perdóname.
-No pueden ser las cuatro -le dije-. Llegué a este pueblo antes del mediodía y entré al refugio no más allá de las 12 y cuarto.
-¿Qué refugio?
-Estoy en un refugio -le respondí, desconsolado, anticipándome a su reacción.
-¡Ja ja ja!... ¡Y qué estás haciendo en un refugio, hombre por Dios! -reaccionó, tal como pensaba.
-Al regreso te contaré.
-Vente ya. No tengo crédito.
-¿Cómo va el huracán allá arriba?
-¿Qué...?
La señal se fue. Me quedé pensando en lo que me había dicho. Si el recorrido por el contorno del refugio me había tomado tal vez una hora y media y la conversación con los familiares y conocidos del hombre que crecía y decrecía a lo sumo tres cuartos de hora, entonces quedaban unas dos horas ciegas dando vueltas. Recordé que en este país el reloj marcaba dos horas más. Allí podía estar la causa, pero solo en el caso de que ella hubiese levantado la vista hacia algún reloj ubicado en alguno de los casinos flotantes y no la hubiese bajado hacia su Cartier. Esta posibilidad hablaba a las claras de que había empeñado su valiosa prenda en la caja de un casino, lo que no tenía por qué llamarme la atención. Pero si no era así, ¿dónde diablos se habían ido esas dos horas ciegas? La duda era espantosa, porque me distraía de la misión que me había llevado a este sitio. Los indígenas, en efecto, se acercaban e iban sumando testimonios sobre el hombre que crecía y decrecía. Incluso un hombre de mediana edad aventuró la hipótesis de que su pariente "había caído en el juego del hombre blanco" y vendido su récord Guinness a un precio irrisorio. Eso no tenía sentido, pero sirvió para que volviera a concentrarme en la historia. A pasos de mi propia raya se encontraba la del irlandés. Cuando recordaron la medición hecha por él sentí lo mismo que si hubiese descubierto ElDorado. Me informaron que el hombre que crecía y decrecía había sido medido allí y lo comprobaron mostrándome las marcas en una roca vertical que sobresalía de la pared de tierra húmeda. Eran tres rayas, separadas cada una por menos de un centímetro y bajo ellas las iniciales J. J., que correspondían a las de Jack Jameson. El más viejo tomó entonces la palabra y me relató la historia. Dijo que él tendría unos 24 años ese día que entró al refugio y que vio cuando el gringo midió a su tío tres veces en el mismo día. En la mañana, en la tarde y en la noche. Le pregunté cómo sabía que era la mañana, la tarde y la noche y me contestó que eso era un decir, que lo que quería contarme era que lo había medido tres veces, pero no al mismo tiempo, sino que en un lapso que podía corresponder a casi un día entero. Le creí y aproveché de preguntarle por qué lo había hecho. El anciano me dijo que su tío siempre comentaba en el pueblo que por lo general en las mañanas amanecía muy alto, durante la tarde se achicaba y al llegar la noche crecía de nuevo. A veces los ciclos cambiaban, a veces se alteraban y crecía o se achicaba dos veces seguidas; el hecho, decía él, era que nunca tenía el mismo tamaño. Le pregunté dónde estaba su tío y me dijo que ayer mismo lo había visto, pero que ahora era imposible buscarlo entre la masa que deambulaba por el refugio; temía que se hubiese apartado voluntariamente del grupo familiar, debido a una disputa con uno de los suyos, cuya razón no logré entender. Le pregunté por qué había sido medido durante un huracán y me dijo que el gringo estaba ese día en el refugio, tal como yo estaba ahora, y que al escuchar la historia se entusiasmó y lo midió tres veces. Me agregó que el gringo había quedado convencido del fenómeno y que "lo puso en una revista". Le pregunté por qué, siendo sobrino y tío, el sobrino parecía tener más edad que el tío. Me contó que el hombre que crecía y decrecía era el penúltimo de 11 hermanos y que como él era hijo del segundo hermano, más bien de una hermana, contando del más viejo al más joven, nació primero él y después el tío, y me recordó además que por ser hijo de una hermana no llevaban el mismo apellido. Me fijé que la piedra desaparecía en el piso mediante un declive irregular, sobre el cual debió de poner los pies el hombre que crecía y decrecía. Le pregunté entonces qué instrumento había utilizado el irlandés para medir a su tío y me dijo que la cuarta; qué es eso, le pregunté y como respuesta abrió lo más que pudo los dedos de su mano derecha. Le pregunté dónde estaba el gringo y me dijo que estaba en el cementerio. De modo que en eso descansa todo este asunto, pensé, abrumado, descansa en una operación al voleo dentro de un refugio en medio de un huracán, salvo que los indígenas no estén siendo precisos en sus recuerdos. Porque no podía ser que una medición tan superficial constituyera la base de un record recogido como cierto por un libro que, aunque de divulgación popular, basa su prestigio en la confirmación de los datos que publica. Los irlandeses tienen fama de obstinados, incluso de cargantes, de modo que por fuerza J. J. debió recopilar más información antes de ofrecerle la historia a la compañía, así debían de ser las cosas, concluí, convencido. En ese momento volvió a sonar el celular.
-¿Sí?
-...
-Ah, eres tú.
-...
-¿Para qué me llamas de nuevo? Estoy muy ocupado, mi amor.
-...
-Todavía no, me falta un poco.
-...
-¿Recuperaste el dinero?
-...
-Estás en bancarrota. Y borracha.
-... ... ...
-¿Qué?
-... ... ...
-No sé qué decirte.
-... ...
-No lo hagas, por favor.
-... ... ... ...
-¿Puedes esperar al menos un día?
-...
Colgué. La conversación me había derrumbado emocionalmente, el anciano lo advirtió de inmediato y me preguntó qué estaba pasando allá arriba. Lo tranquilice, le dije que se trataba de un problema personal. Me tomó las manos y me instó a confesarle mi pesar. Le dije que ella estaba en problemas, me preguntó qué tipo de problemas, lo perdió todo en el casino, se le acabó el dinero le dije, me preguntó para qué podía querer dinero ella, para vivir, para mantenerse le dije, me dijo que en su aldea todos vivían sin dinero, pero ella no puede, usted no la conoce le dije, me preguntó qué haría entonces, un hombre le está proponiendo hacerse cargo de la deuda le dije con mucha vergüenza, me preguntó en qué consistía eso de pagar una deuda, en quedar limpia, en empezar de cero le dije, se alegró y me apretó fuertemente las manos, no se alegre porque eso no es tan bueno le dije, me preguntó por qué no era tan bueno empezar de nuevo y dijo que él lo encontraba muy bueno, no se lo puedo decir le dije, me rogó que le explicara, es que ella tiene dudas porque usted debe imaginarse el costo de aceptar esa oferta le dije, me dijo que no se lo podía imaginar y me ofreció la ayuda que quisiera de su pueblo, dígame cuánto falta para que pase el huracán le dije, me dijo que ya estaba terminando. Un grito surgido del otro extremo del refugio, semejante a la celebración de un gol de la selección, fue efectivamente el aviso de que todo había pasado y de que la gente podía emerger, lo que fue ocurriendo con el orden más matemático que jamás haya visto. Los indígenas formaron una fila en forma de serpiente, similar a las que se disponen frente a las cajas de los bancos o los centros de pago, pero multiplicada por cien, pues aquí estábamos hablando tal vez de 2 mil a 3 mil personas. Cada uno era llamado por su nombre y cuando a lo lejos se escuchó el del hombre que crecía y decrecía, el indígena que iba delante mío me comentó: "Ese es mi tío". No salí de la fila para ir tras él; de tal modo estaban dispuestas las cosas que resultaba ilusorio siquiera levantar la cabeza por encima del hombro. Creo que ese fue el momento en que lo perdí para siempre.
Me quedaban dos pasos a seguir, pero antes debía esperar mi turno para subir a la superficie. Éste se concretó un par de horas después.
Al salir, lo que vi me maravilló. Una vaca mugía en la copa de un árbol y los indígenas cortaban el tronco a hachazos, hasta que el árbol se inclinó y la vaca fue a dar al barro. Cayó sobre una pila de ramas y piedras y quiso huir, pero una de las ramas se le había incrustado en la panza y de la herida manaba abundante sangre. Los indígenas trataban de curarla. Mientras, yo caminaba a toda prisa al pueblo en medio de un festival de colores brillantes, parecidos a los de las películas de Tim Burton, perdóneseme esta comparación tan fuera de lugar, pero es que no hallo la forma de describir mis emociones ante un paisaje que a mis ojos parecía antinatural. Los animales continuaban horrorizados ante el fenómeno atmosférico; fuera de esa vaca no se oía siquiera el canto de un grillo, el trino de ave alguna. El ciclón, por lo demás, había dejado en la tierra una calma fúnebre, una paleta de colores mezclados e impasibles y por ende, perturbadores, de modo que el viaje de ida estaba resultando extremadamente diferente al viaje de vuelta, vaya sí me daba cuenta, único humano entre el villorrio indígena y el pueblo, a saltos entre desperdicios más que andando rápido, acechado desde todas partes por esa especie de camposanto salvaje y desde arriba por los rayos del sol.
Entré al cementerio y comprobé que las lápidas estaban en sus puestos, bien plantadas en la tierra. Sobre la del irlandés se paseaban enormes babosas que acababan de salir y chupaban lo que podían antes de regresar a sus escondites, ya que el calor volvía a tornarse insoportable. Su epitafio decía en inglés: "Después de todo, vine a dar aquí" y no supe si reír ante su sentido del humor, si tratar de interpretar el doble o triple significado de su mensaje o si echarme a llorar frente a su tumba. Un hombre como ese me había hecho viajar tanto, había arriesgado tanto por su culpa y ahora que casi ya era demasiado tarde... bueno, cada cual escoge lo que quiere poner en su epitafio, si lo pienso bien no era su culpa, era la mía, salvo que un bromista o un amigo suyo hubiese improvisado esas palabras al momento de encargar la obra al lapidario.
El único bus del día salía en dos horas. Antes pasé a la biblioteca, donde encontré un dato clave acerca del irlandés. El encargado no lo recordaba, pero un indígena que miraba una revista de aventuras me dijo que lo vio llegar al pueblo con una mujer y cinco chiquillos pecosos, de eso haría unos buenos años, él estaba muy joven cuando lo vio, y me contó que al poco tiempo la mujer había partido con los niños y "el gringo se puso a tomar hasta que se murió". Se levantó y fue a un estante, sacó un libro y me lo pasó. Era una novelita que llevaba la firma del irlandés, titulada "El hombre que crecía y decrecía". Le pedí al bibliotecario que me la prestara y me dijo que no podía, que debía leerla en el recinto. Ofrecí comprársela y se negó rotundamente. La obra tenía unas 120 páginas; calculé que bajo el estado de ansiedad en que me hallaba tardaría una hora y media en leerla.
Me senté a leer con desesperación y habría avanzado la mitad del libro cuando el encargado me ordenó que se lo devolviera porque la biblioteca tenía que cerrar. Me dijo que abriría de nuevo "si pasaba la calor", respuesta ambigua que me dejó pensativo. Volví al hotel y ordené que me prepararan la cuenta. Un recepcionista -no el indígena del cuello doblado de la camisa- comenzó a estudiar el registro con una insoportable calma e indiferencia. Desde el mesón vi pasar el bus lanzando barro hacia las veredas. Iba prácticamente vacío, pero entre los pasajeros me pareció ver una cara conocida.
Ahora se ha vuelto a nublar y estoy de nuevo en la cama. Tuve que volver a registrarme, pues no hubo caso de que el hombre entendiera que, siendo yo la misma persona que había alquilado la habitación la noche anterior, resultaba innecesario chequearme dos veces. Él argumentó que, úsese o no se use la habitación, pasados siete días era norma de la empresa rechequear a todo pasajero que permaneciera en el hotel, frase que me dejó sumamente pensativo, porque denotaba algo que yo debía saber y no sabía. Los buitres han regresado a las vigas, pero me han dicho que la biblioteca no tiene para cuándo abrir, porque el encargado viajó en el bus a la capital a hacerse un arreglo a los dientes. En otras circunstancias, este sería un buen momento para reflexionar sobre mi vida, la del irlandés, la de ella y la del hombre que crecía y decrecía, pero ahora lo veo difícil. Creo que la clave de todo está en la novela del irlandés, pero me faltaron muchas páginas, quizás lo que promete no sea cierto. No puede ser que un hombre pueda crecer y decrecer a su voluntad; más bien son sensaciones, aspectos ininteligibles de ciertas tramas que se van armando solas. Hay veces en que una sola voz, un solo signo, pueden variar una realidad firme como roble, por ejemplo un amor de toda la vida. Esa coma en la lápida, otro ejemplo, esa coma dice tanto porque no procede, me angustia pensarlo, el epitafio debiera leerse de corrido, la coma fue un artificio, una pedantería impropia del lugar, no había para qué ponerla, en ese mensaje no era útil el descanso, al contrario, resulta sumamente irónico. Y ese "después de todo", otro ejemplo, y sin ir más lejos la redacción en primera persona, como si los muertos hablaran o nos recordaran ciertos elementos que parecen venir desde el más allá. Entonces es tremendamente injusto que así sea, creo, porque no se trata de eso, se trata de que las cosas sean como realmente son, pues de otra manera todo se presta para interpretaciones y allí está el error que alimenta la vida de los hombres, allí la tragedia que los desemboca en una perdida lápida de pueblo dado a los huracanes, a los calores infernales y al desasosiego permanente.