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martes, diciembre 11, 2012

Fama y frustración

Alzó la vista y se desanimó, hubiese preferido otras realidades. Su mundo interior era un revoltijo, las palabras dominantes eran fama y frustración, fama y frustración. Se le aparecían en todas partes, contra su voluntad. Si alimentaba esperanzas no tardaban en surgir imágenes desoladoras que las echaban por el suelo y las hacían morder el polvo de la derrota.
Fama y frustración.
Recordó a las personas que dieron su corazón por los demás y murieron felices, aquellas a las que otros vates cantaron (felices no en el momento de morir sino el resto de sus vidas). A Vargas le importaban un rábano los demás. Hasta sus hijos le estaban pareciendo hurtadores de tiempo. Pensaba en eso y se sentía aún más desdichado. ¿Qué hacer? ¿Abrir su alma al aire donde todo se oxida? ¿Calladamente entregarse de una vez a su destino de poeta fracasado?
Tuvo su vida un resplandor. Ahora le parecía que él se imaginó que estuvo iluminado. Los resplandores son visibles para el mundo; su brillo no había irradiado, se le enredó en las fibras de su cuerpo. Él sí lo sintió, pero ahora, pensándolo bien, tal vez no hubiera sido.
Si le diera por contar estas cosas en voz alta entraría de inmediato en una de dos categorías: loco o bardo, hermanos gemelos angustiados que vocean sus fantasías por el barrio cuando nadie se los pide.
Al mundo el mundo interior no le importa gran cosa; el mundo interior se da por hecho. Hablar de intimidades es majadería. Edificar, vivir el goce, extraer el ganancial, llevarse con el resto es lo que cuenta. Hasta los vates famosos siguen esa huella, Neruda y otros viviendo felices de la fama entregados a una esfera que los acoge y los admira.
Pero hubo otro tiempo de ilusiones generadas en la ausencia.
En los albores el hombre no tenía nada, luego marcharon miles de guerreros por llanuras; el poeta iba detrás contando sus hazañas; hoy el bardo cuenta sus hazañas propias en una hoja de papel, quisiera Dios que fuese así, hoy el poema es una acción, millones como él la emprenden.
Cabalgaban a lomo de caballo por las estepas del Asia Central; supieron de la espada en el vientre, vieron correr la sangre con ojos moribundos y vivieron la locura de matar al enemigo y cortarle la cabeza. No se pensaba en trascender, las cosas eran de otro modo, había que construirlo todo, partiendo por los dioses con sus grandes maravillas las iglesias que sombrean las plazas de los pueblos y en su templo hacen bombear al corazón; las iglesias con sus frescos y vitrales y era el mismo hombre aterrado, cruel, adolescente el que avanzaba; más tarde la esfera se oscureció por la tiniebla, surgieron los románticos, que lo dijeron todo, arrasando a su paso con la fama, dejándole los restos a Ferlinghetti y su adorable pandilla de bastardos.
¿Qué queda por decir que ya no se haya dicho? ¿Vale un solo verso la pena de ser bardo en la época del átomo? ¿Para qué volver la vista atrás, si el tiempo hasta hoy no se ha detenido ni anuncia que lo hará?
La fama de antaño no se niega; se formaba un remolino anónimo en torno al ídolo, que ni siquiera era de barro: era de sueños.
Mas no ha considerado Vargas que cada día hay algo nuevo bajo el sol, la vieja poesía reposa en marmóreas criptas y un alma nocturna solloza sus versos en canarias tierras, los dominios de Schubert y de Wagner. A los vates modernos les ocupan otras sensaciones, hacen como el campesino que cava en el entierro movedizo.  

viernes, diciembre 07, 2012

¿Qué será de Lucas Barrios?

Un calvo de hombros estrechos que fuma el humo saliendo de entre las enredaderas que llegaron hasta la ventana abierta del segundo piso viste polera clara al darse vuelta es una camisa y la maniobra le quita al menos diez años de vida.
Aparece un segundo actor conversan o discuten.
Es tan cansador este sistema me dan ganas de dormir y otra cosa no menos importante llega Navidad y a todos les da por cantar canciones de Navidad se va traspasando la tradición de voz en voz de Bing Crosby a Frank Sinatra de Frank Sinatra a Elvis Presley de Elvis Presley a Luis Miguel para que así cada generación tenga su representante y las cosas sigan como están si un dictador suprimiera el rito habría emoción el pueblo vibraría con el cambio de las piedras saltarían hombres armados proclamando una revuelta todos mueren.
¿Qué será de Lucas Barrios? hace tiempo que no suena.
La ventana se cerró el vidrio refleja el cielo azul ya no hay pelado ni segundo actor Evandro camina con Eneas y con pláticas varias alivian el camino por la boca del café se cuela un parroquiano seguido de otro y otra y otro gozosos del placer que se les viene encima.

martes, diciembre 04, 2012

El mundo de la Tati

Ya nos retirábamos cuando oímos un grito desgarrador surgido de la profundidad de la tierra.
-¡Cabros, sáquenme de aquí!
Era la Tati, se nos había olvidado.
Regresamos a las trincheras y entre tres la rescatamos. Salió del hoyo a duras penas y ahora sí volvimos a la casa del tío Isidoro, en el barrio El tenis, donde nos esperaban para tomar la once. La anécdota acaba allí, tal como debiera acabar este capítulo. Si la alargo es para inscribirla en un contexto; sospecho que también para aspirar a darle un sentido momentáneo a mi existencia, mientras a lo lejos se oye el silbato de un tren, sobre la mesa reposa un vaso de whisky y a unas pocas cuadras descansan los restos de mis padres, en el cementerio número 1 de Rancagua. Escribo a medianoche desde mi ciudad natal y quisiera que al hacerlo se detuviera todo, que mis recuerdos revolotearan para siempre entre los vivos y los muertos e incluso que los vivos estuvieran muertos y fuese solamente yo el hacedor de vida, lóbrega ilusión que irónicamente mató a tantos románticos.
La Tati era obesa cuando ser obeso era ser fenómeno. Hoy la mitad de los niños lo son, nadie se da vuelta para verlos, nadie murmura a sus espaldas ni se burla de ellos en las calles. La Tati, que sí era sujeto de acciones como aquellas, tenía aun así un espíritu alegre y liviano para enfrentar la vida. Jamás posó de acomplejada y si lo fue, lo vinimos a saber harto después. Esa tarde nos pidió ayuda con toda su inocencia y nosotros nos devolvimos a buscarla con la honestidad y simpleza de los niños que éramos. En las trincheras había dos bandos: los chinos y los norteamericanos. Nosotros éramos los norteamericanos y ella era los chinos. Ganamos la guerra, nos aburrimos y nos fuimos; su desesperada petición de auxilio nos devolvió a la realidad.
Por esos meses se construía una población en las cercanías de la casa del tío Isidoro y la cuadra cercada se subdividía en una innumerable cantidad de hoyos destinados a la habilitación del alcantarillado, que para nosotros eran trincheras perfectas. El tío Isidoro se había cambiado hacía poco: compró el sitio en el barrio alto de Rancagua y se hizo construir una casa única, no de población, como habría de ser la nuestra, un par de años después, y bastante cerca de la suya. Pero la del tío Isidoro era una casa demasiado pequeña. Para transitar por el pasillo había que hacerlo de lado y si era la Tati quien se nos cruzaba no cabía otra que devolverse.
Nos juntábamos tardes enteras a ver televisión. Nos gustaba ver a Don Francisco, que debutaba en la pantalla chica y salía en un trencito; pero lo que más nos gustaba eran las series extranjeras y qué decir del clásico universitario, con partidos nocturnos de fútbol en directo desde el Estadio Nacional.
Antes de eso vivíamos todos en la población Rubio. Nosotros en Bueras con Palominos, el tío Pablo al lado nuestro y el tío Isidoro, en la calle Unión Obrera. La del tío Isidoro era una casa con más sitio que la nuestra y tenía un olor especial, indefinible, que me agradaba. La casa del tío Pablo tenía en cambio un olor ácido, no desagradable pero sí... oscuro, depresivo. La nuestra no tenía olor, pensaba ingenuamente.
En la casa del tío Isidoro se hacían grandes fiestas y mientras los grandes comían, bebían y reían en la mesa nosotros sacábamos de la caja la grabadora Grundig, la echábamos a andar, improvisábamos diálogos absurdos y luego rebobinábamos la cinta para escucharnos. La impresión era intensa y desilusionante: nadie quedaba conforme con la calidad de su voz, pensábamos que había una falla en la cinta. Sin embargo, las voces de los demás se oían perfectas. Entusiasmados con la novedad, mi papá y mi mamá cantaron a dúo "Quiéreme mucho" y la tía Lila no se hizo de rogar y entonó un tema de Libertad Lamarque, con el que se identificaba:

Como un pajarito, quisiera volar...

Así eran esas noches de fiesta. Mi tío le decía cuñada a mi mamá y mi mamá lo trataba de usted. Entre los hermanos, que eran mi papá y el tío Isidoro, se trataban de tú. Las conversaciones de los hombres consistían en recordar las pillerías de su niñez y analizar la realidad pueblerina y nacional desde sus particulares puntos de vista; las mujeres se concentraban en temas del cine y en las gracias de sus niños. Mi mamá, que era la más culta del grupo, destacaba por su tino y su opinión se tomaba por definitiva. Temo que a mi papá lo miraran un poco en menos, el tío Isidoro era algo soberbio y arribista y la tía Lila dejaba traslucir a través de la inflexión de su voz un carácter salvaje. De labios carnosos, baja y curvilínea, se asemejaba a una flor sensual del campo. Con el tío Isidoro vivían peleando y reconciliándose. Tenían tres hijos: la Ángela, el Rigo y la Tati. Una tarde la Ángela viajaba a Santiago en tren y de la ventanilla vio que el tío Isidoro corría en el auto por la carretera, acompañado de una mujer. Apenas llegó a Santiago llamó a la tía Lila para acusarlo. La tía Lila lo tuvo castigado como 15 días. Lo mandaba a dormir a la casucha del perro, que quedaba en el pequeñísimo patio de la casa nueva. Cuando llegaba la hora de acostarse, el tío Isidoro se levantaba del sofá y se dirigía mansamente al patio. Entonces la Tati se echaba a llorar y nosotros con el Vitorio entendíamos que había llegado la hora de volver a nuestra casa.
El tío Isidoro se levantaba muy temprano, cerca de las cuatro de la mañana. Debía recoger los diarios que llegaban en tren a Rancagua y repartirlos desde su kiosco a todos los demás de la ciudad. La tía Lila llegaba al kiosco un poco más tarde y se pasaba el día entero allí, atendiendo. Era un kiosco más grande que los otros, por su función de distribuidor. La tía Lila atendía sentada y yo desde abajo le podía ver apenas la cara, que se asomaba hacia la calle. Fumaba echando el humo para el lado y masticaba chicles importados.
Como el kiosco les empezó a dar tantas ganancias, los juguetes de ellos eran mejores. De vez en cuando, para alguna ocasión especial, el Rigo armaba el tren eléctrico, que atravesaba prácticamente dos piezas. Era una maravilla, con carros, locomotoras, casas, estaciones, árboles, puentes, cruces. Nunca entendí la sustancia de su fascinación, pues sólo podía admirarse. El tren surcaba una línea; en sentido contrario venía otro que en el momento conveniente cruzaba hacia la línea secundaria y llegaba a su estación, donde un monito con el brazo levantado le ordenaba detenerse. Armarlo y desarmarlo tomaba horas; la distracción duraba minutos. En su casa yo prefería mil veces jugar partidos de pimpón, a pesar de que por esos días mi cabeza apenas sobresalía de la cubierta de la mesa y de que me era imposible responder una pelota que estuviera cerca de la red.
Los viernes santos el tío Isidoro acostumbraba a organizar asados, a los que nadie de mi casa asistía. Era su herético rechazo al férreo culto evangélico que pretendió imponer su mamá a sus cuatro hijos desde niños. Mi papá, que tampoco profesó jamás creencia alguna, fue sin embargo respetuoso de la religión católica de mi madre. En dicha fecha sagrada en mi casa no sólo no se comía carne, sino que había que hablar muy bajo.
Una de esas grandes fiestas nocturnas fue interrumpida por una noticia funesta: ¡El Toño se mató en la moto! Mi papá y el tío Isidoro partieron a buscarlo al camino y nosotros con el Vitorio y mi mamá volvimos a la casa. Era el hermano menor de la tía Lila, de pelo ensortijado y aire colérico. Casi 30 años después el hijo mayor del Rigo y nieto del tío Isidoro aprendía a andar en moto mientras su papá lo acompañaba de cerca en otro vehículo, cuando de una esquina apareció un auto y lo mató. Desde ese día el Rigo empezó a declinar, al tiempo cambió de trabajo y luego se le declaró una diabetes. Cada vez que regreso a Rancagua, como hoy, y le pregunto a mi tía Mireya qué es de él, me cuenta que lo ha visto pasar por Millán. "Está bien flaco, ojeroso", me comenta con un dejo de compasión.
El Rigo era serio, guapo y estudioso. Cuando entrábamos a la casa de Unión Obrera, corriendo directo al patio, generalmente lo veíamos estudiando en su pieza. Nunca comulgó mucho con su hermana mayor, la Ángela, que era un remolino, una artista de la infancia. Ella mandaba en los juegos; no le daba ni una pizca de vergüenza mostrar los calzones cuando se colgaba de las ramas de los árboles con la cabeza hacia el suelo. Jugábamos a los piratas; la Tati buscaba el mapa del tesoro y la Ángela nos hundía la espada de madera en las costillas. Cuando llegó a la adolescencia y su cuerpo adquirió las formas femeninas comenzó a sumar admiradores, atraídos por sus senos voluptuosos, el lunar en su mejilla, su talle estilizado y sobre todo su carácter frontal, rupturista, inadecuado para una ciudad provinciana y convencional como Rancagua. Cada vez que veo a Catherine Zeta-Jones me acuerdo de ella. Imagino a la actriz con el pelo más corto y se le parece mucho.
Salíamos un día del liceo con el Honeyman y el Tonyi; el hambre nos llevó a entrar al Valvanera, el local de moda de ese entonces. Ordenamos hot dogs, que se llamaban colegiales. Nos sirvió la Ángela, quien, sorteando toda norma de prudencia, había tomado ese puesto a pesar de las protestas de sus padres. Comimos, pagamos y seguimos caminando. El Honeyman, que era pesado con ganas, se permitió emitir un comentario machista sobre ella y yo, que en estas cosas siempre he sido un cobarde, no la supe defender. Dijo lo que dijo porque sabía que jamás tendría la oportunidad de acceder a ella, por edad, facha y situación. Los pololos de la Ángela eran todos hijos de ricos, altos y de apellidos extranjeros. De esas tres cualidades el Honeyman tenía el puro apellido. Recuerdo al Cristópoulos, al Fischman, pepepatos hechos y derechos. Pero le duraban poco. Una noche se peleó con uno de ellos y se tomó una botella de ron que la mandó al hospital.
El ídolo de la Ángela era Sandro, tenía su foto colgada en la pared del dormitorio. Los días de tormenta se vestía de impermeable y se perdía en las calles para recibir la lluvia y el viento. Decía que le encantaba ese clima y yo no la entendía. A mí me daban miedo los truenos y el golpeteo incesante de las puertas; subía la radio para no escuchar.
La Tati vivía haciendo dietas, pero nunca bajaba de peso. Estudió una carrera; era el tiempo de los hippies. Conoció al Franklin, un joven flaco y menudo de bigote mexicano, que la quiso a pesar de su gordura. Se retiró de la universidad  y se fueron a vivir juntos. Pero el Franklin se daba ínfulas y padecía cierto delirio de grandeza. Todos los trabajos de esfuerzo le parecían poca cosa y al final terminó haciendo nada, ambos en una población muy venida a menos de Santiago, cada vez con más hijos y menos dinero. La Ángela, fracaso tras fracaso sentimental, terminó casándose con un gerente de linaje y excelente situación. Era dos años mayor que el tío Isidoro y adoraba a la Ángela, hasta que 20 años después ella lo dejó por un director de teatro que le embolinó la perdiz. El romance con el artista bohemio duró lo que dura una estación del año y la Ángela volvió a su casa con la cola entre las piernas. Fue aceptada, pero pagó caro el precio de su ataque de romanticismo: pasó hartos meses relegada en los rincones de la aristocrática casona, recibiendo el castigo de la sociedad, que empezaba por el de sus hijos y el de su marido, hasta que el tiempo, que todo lo lima, limó también el peso y las tosquedades de su aventura. Esa vez el tío Isidoro no dijo nada: ya estaba muy afectado por la diabetes que lo llevaría a la tumba. Su figura era apenas un esbozo del hombre pujante y ambicioso que habían conocido los vecinos de Rancagua. Cansado de tanto madrugar, años antes había decidido comerse la gallina de los huevos de oro: vendió el kiosco que le dio su fortuna, sin detenerse a pensar cómo llenaría ese vacío. Las casas, el auto y los demás bienes fueron desapareciendo, la tía Lila murió de un infarto y sus últimos días los pasó donde la Tati. Cuando se murió fui al velorio, que se realizó en esa casa. El féretro ocupaba la mitad del living y alrededor se ubicaban las velas y las sillas. La Ángela estaba sentada afuera, en un patiecito, entre perros de población, mirando a ninguna parte. No me reconoció, por las pastillas que se había tomado. El Rigo la miró y comentó friamente: "Esta se va a pegar un balazo cualquier día". La Tati, siempre amable y cariñosa, me ofreció asiento; de pronto apareció con un trozo de pizza y me dijo "sírvase primo". Al bajar la cabeza para darle el primer mordisco miré al tío Isidoro, que estaba ahí mismo, al lado mío, detrás del vidrio. Estuve a punto de depositar el plato sobre el cajón, para comer más cómodo, pero justo me retornó el juicio y no lo hice. La muerte lo había enflaquecido, la pizza estaba tibia y sabrosa, la nariz se le había puesto ganchuda y larga; la palidez de su rostro y el bigote lo desmerecían; no era el tío que yo recordaba.
Años después la Tati nos contó que el Franklin se había puesto a cultivar marihuana en la casa. Alguien dio el soplo y llegó la policía.
       



miércoles, noviembre 28, 2012

El clásico

Cuando el Sergio y el Jorge me dijeron que donde la Mercedita se podía fumar, quedé descolocado y se me aceleró el corazón. Éramos demasiado chicos para fumar sin prohibiciones, de hecho yo aún no había cumplido los diez años y estaba lejos -midiendo el tiempo como se mide a esa edad- de adquirir el vicio del cigarrillo, que me tuvo atrapado en sus garras durante 20 años. De allí que me resultara increíble el panorama que se me desplegaba para esos días de ocaso de las vacaciones veraniegas en La Punta de Codegua. Por absurdo y por fascinante.
La Punta no era lo mismo que Codegua. Mientras Codegua quedaba para un lado, La Punta quedaba para la punta. Esa era la diferencia. En lo demás era todo igual. Casas de adobe y campesinos humildes viviendo de sus siembras, días calurosos destinados a sacar moras del camino polvoriento y sauces llorones sobre el arroyo de aguas verdosas. Me olvidaba del cigarrillo, que hacía la verdadera diferencia.
Fumábamos a nuestras anchas, tendidos en el trébol, sentados a la orilla del camino, dentro y fuera de la casa de la Mercedita, en el día, en la tarde y en la noche. Antes de dormirnos echábamos una buena calada. Al segundo día amanecí con la boca agria y ya no me dieron tantas ganas de fumar, pero el instinto de libertad, de desahogo, me llamaba a hacerlo. Y lo hacía.
La Mercedita nos miraba y se reía. Pensaría qué sentirán estos cabros chicos fumando, pero no exteriorizaba su pensamiento, sólo lo dejaba traslucir a través de su mirada liviana, ingenua, de campo. A Pascualito, su marido, no se le veía en todo el día. Trabajaba de sol a sol y cuando llegaba por la noche ya estábamos durmiendo. Una mañana desperté muy temprano, a eso de las seis: Pascualito dormía en el suelo, a mi lado, sobre el piso de tierra de la pieza, hecho un ovillo, como un feto adolorido y sin chistar. La cama la ocupábamos nosotros tres y en ese momento me di cuenta de que le estábamos robando la mejor parte de su descanso y de que él se sacrificaba por sus sobrinos; antes de haberlo visto en esa postura no se me había pasado por la cabeza la idea. Pero recién ahora que escribo reparo en un detalle clave: en esencia Pascualito no debía tener problemas de cama, pues para eso estaba la que debía compartir con su esposa. Y ya que entré en ese juego le doy otra vuelta de tuerca a la idea: ¿Por qué un matrimonio tan humilde había de tener dos camas, una para cada uno? Diablos, entonces debo darle crédito al rumor que me llegó de primera fuente diez años después de esa vivencia. Estudiaba en la escuela normal José Abelardo Núñez y una compañera nacida en La Punta se rió a mandíbula batiente al mencionarle mi lejano parentesco con la Mercedita y Pascualito. "A la Mercedita la pillaron culiando en un trigal", me dijo sin ninguna diplomacia. De modo que ahí estaba la razón de las dos camas.
Pensándolo bien, Pascualito era bien poca cosa. Pobre, tímido, oprimido, resignado y sordo para más remate. Mi único recuerdo de su vida fue haberlo visto durmiendo en el suelo. Estaba en su destino ser víctima de los deseos carnales de su mujer por un varón con más méritos que él.
Mercedita y Pascualito, no se me ocurre otra forma de llamarlos.
Antes de subirnos a la micro que nos llevaría a La Punta, en el mercado de Rancagua, sentados entre gallinas vivas, melones y diarios del día, el Jorge y el Sergio compraron una cajetilla de Particulares y yo una de Ideal. Sonaba una canción de la nueva ola. A mí me gustaba más el diseño de los Ideal porque tenía los colores de Colo Colo; en cambio los Particulares se parecían a la camiseta de Palestino. Entre ambas marcas competían por los títulos de la más barata y la más mala, pero a esa edad aquel detalle no tenía la menor importancia, menos aún para quien no supiera aspirar. Nadie nos hizo ninguna pregunta al momento de la compra, de modo que echamos nuestras cajetillas en las maletas y partimos de vacaciones.
Si los recuerdos se hicieran materia serían burdos y objetivos. Adolecerían de ese brillo confuso con que los adorna el cerebro. Corregiríamos los errores, repetiríamos una y otra vez la escena y entonces, complacidos, nostálgicos o aburridos, retomaríamos la actividad interrumpida, daríamos vuelta la página, como se dice. Al menos eso me sucede al revisar fotos, videos, diarios, revistas.
Al finalizar las vacaciones nos juntamos a escuchar por la radio la final del campeonato. Se jugaba el clásico y los dos equipos iban métale y métale goles. Era la mejor "U" de todos los tiempos, con el Tanque Campos y Leonel, versus la mejor UC de todos los tiempos (descontando la del Charro Moreno), con Tito Fouillioux y Chocolito Ramírez. En el living de piso de tierra había dos sillas, un piso y una mesa blanca. La ampolleta irradiaba una luz débil y las ventanas estaban abiertas para que entrara el fresco y saliera el humo. Yo fumaba un cigarro tras otro, tenía que gastar la cajetilla, hasta que las paredes de la boca se me pelaron. El partido no terminaba nunca. De pronto abrí los ojos: habían llegado a su fin las emisiones del día y de la radio surgía un chicharreo, el Jorge y el Sergio dormían con la cara sobre la mesa al igual que yo, que acababa de despertar. Revisando Internet descubro que esa fue la noche del 16 al 17 de marzo de 1963. Universidad de Chile se coronó campeón al vencer 5 a 3 a la Católica, con dos goles del Tanque, dos de Ernesto Álvarez y uno de Leonel.
Al día siguiente, el domingo, me llegó la noticia de que mi papá había llegado a buscarnos con el tío Pablo. Estaban en la cancha de fútbol. Corrí a verlos, la cancha se había llenado de niños y mientras el tío Pablo armaba una pichanguita, mi papá les repartía helados a todos. Los niños se le acercaban y lo tironeaban a gritos, eufóricos, aprovechándose de que andaba curado. Sentí una rabia intensa. Me vio y quiso abrazarme; me ofreció un helado, que le acepté y luego arrojé al suelo. No lo hablé en toda la tarde y jugué peor que nunca.
Al anochecer volvimos todos a Rancagua, en el cacharro del tío Pablo.

viernes, noviembre 16, 2012

El baño de la tía Juana

Otro día llegó corriendo el Sergio. Le abrí la puerta, metió la cabeza como gusano, miró a todos lados y me sopló, nervioso: ¡La tía Juana se está bañando!
Corrí tras él, sin entender muy bien de qué se trataba la gran noticia. Adentro, en la casa del tío Pablo, la casa de al lado, vi arrodillados al Jorge, al  Julio y al Rigo, disputándose el ojo de la cerradura. Quise hablar. Me hicieron callar.
Era una tarde de verano en una casa fría y poco acogedora, a la que por alguna razón no parecía llegarle nunca el sol, a pesar de que sí le llegaba, debido a su disposición de oriente a poniente. Era una casa fría de alma de la que siempre emanaba un olor exclusivo, ácido, una casa en la que faltaba la mamá, ya que el Jorge y el Sergio tenían madrastra, no mamá, y vaya qué madrastra, me bastaban ciertas mañanas para darme cuenta, mañanas en las que ella les daba la frisca por nada, dos, tres, cinco minutos correazo tras correazo con increpaciones, insultos, humillaciones con su voz filuda, voz de madrastra, mientras mis primos gritaban de dolor ¡mamita linda! después de cada correazo más fuerte que el anterior, más elevadas sus voces de entrega, gritos que traspasaban los muros y me convertían en testigo involuntario de una escena de horror, dejándome sin ánimo.
Me hicieron callar y en el silencio de la habitación que daba a la puerta del baño los desplazamientos de mis cuatro primos se volvieron irreales, por la ausencia de sonido.
Cuando llegó mi turno me incliné y disparé el ojo como flecha por el hoyo de la cerradura.
La tía Juana salía de la tina de patas de león, su carne blanca se desplegaba en oleadas hacia el suelo, un manto de piel sobre otro remontando las costillas, que aun así se las ingeniaban para destacar, proféticas, en el panorama de su torso. Mantenía puestos sus lentes poto de botella que miraban hacia ninguna parte; sus canas lacias le mojaban los hombros y el rayo de sol que caía desde el tragaluz hacía brillar sus tetas de casi noventa años y una mancha de pelos blancos debajo del ombligo nunca antes vista por mí en cuerpo alguno de mujer; resplandecían las tetas contra el fondo verdoso de la pared y rebotaba su brillo contra la negra baldosa. La tía Juana era sorda, baja y delgada. Desnuda, provocaba un efecto feroz a la vista.
Me retiré casi al instante. Constaté con pavor que los cuatro se peleaban mi lugar.

lunes, noviembre 12, 2012

La sonrisa de mi hermano

(Un relato futurista y melancólico)

Eternas noches en el silencio del espacio, yo y mis camaradas muertos. Sembrada cierta especie de cizaña que solo es dable imaginar en una escenografía de negrura e infinito, cometieron el pecado de confrontar sus vanidades y eso les costó la vida. Desde el invernadero de la nave adiviné la escena y me escondí, en un acto de cordura. Detenidos sus torrentes de sangre, atrapados para siempre en sus trajes de astronautas, no me sentí capaz de expulsarlos al vacío, al basural demoledor de la lluvia de aerolitos; imaginé los restos de los primeros difuntos de la Tierra arrancados a mordiscos por las hienas y sentí pudor, vergüenza de ser hombre, de modo que opté por que sus huesos descansaran en una esquina del pabellón circulatorio.
Durante el viaje de regreso sentí miedo pocas veces; me acostumbraron a ser fuerte, a  reprimir mis emociones. La lenta corrupción de sus carnes blanquecinas no me espantó como hubiese espantado a un niño, por ejemplo, o a la madre que de pronto ve a su hijo volviendo de la guerra con una bandera cubriendo su ataúd, o al débil que se angustia de los horrores que nacen de su propia mente.
En un viaje de catorce años luz los cohetes interplanetarios también experimentan sacudones, no se crean; varias veces me tocó ir a buscarlos al extremo posterior, al rincón de las ánimas, como si hubiesen intentado fugarse por el tubo de escape, es un decir. En otras ocasiones levantaban un brazo por el efecto de una curva, para todo aquello estaba preparado. Mas no para lo que vi con mis propios ojos cuando entré a la Tierra.
Los dejé en la nave, no correspondía a mi persona organizar el funeral de los titanes; el protocolo va por otro lado. Lo natural era abandonarlos por mientras a su suerte en ese nicho creado por la ciencia y la tecnología para el asombro humano.
Descendí, temeroso. Estaba solo, el Sol casi en su cénit. Nada más escudriñar el panorama retiré el casco que me cubría la cabeza y lo sostuve entre mis manos hasta que perdí el sentido. Desperté al atardecer, víctima de una agitación pulmonar. Era el aire, demasiado puro, el que me había derribado. Al recordar ese placer básico, al enfrentarme a él, al tomar conciencia como se toma conciencia de que la vida está formada por momentos y baches, los primeros efímeros los segundos eternos, al igual que el vacío que compone la materia, digo que al tomar conciencia de estar respirando aire puro, oxígeno de verdad, producido por las plantas, comencé a ver mi tierra de otra forma.
Los despojos de mis camaradas se pudrían ahora a una velocidad espantosa, me lo dio a entender la señal que llegó a mi olfato. De la nada apareció una plaga de buitres que se agolparon ante la ventanilla de la nave, picoteándola furiosos, batiendo sus alas gigantescas contra el marco, chocando entre ellos con la rabia que dan el hambre y la locura, hasta que el vidrio se hizo añicos y entraron caminando en procesión, callados, cabizbajos, como el día en que yo mismo lo hice así en la ceremonia del entierro de mi padre.
Dolían los ojos al mirar los árboles, resplandecientes, y el azul del cielo contra las blancas nubes, que se tornaron grises con el correr de los días. Un diluvio bañó las praderas, cubriendo el agua mis botas impermeables. El rayo iluminó el horizonte, surgió el fuego. Fue apagado por la lluvia y el viento, dejando una escuálida serpiente de humo que sucumbió ante los poderosos elementos. El canto de la naturaleza se hacía oír en los más diversos tonos, fuera en el desplazamiento de una oruga por un tallo o en el giro de las rocas por la pendiente desolada a raíz de un terremoto. Los desiertos relucían por las tardes mientras yo disfrutaba asombrado de la cacería organizada por las bestias; una a una iban entrando a la boca de turno que convertía todo lo tragado en bolo alimenticio, las culebras se retorcían finalmente de placer. Bajo el  manto de la selva discurrían venenos que nunca perdieron su inocencia; moría un árbol y revivía al instante, y los montes se llenaron de verdor, la nieve de las cumbres se asentó serena; los mares gobernaron limpios el destino del planeta, cada tanto saltaban de gozo las ballenas, todo aquello alcancé a ver antes de irme.
¿Cuánto tiempo estuve allí, en mi casa rediviva, el único sitio al que llamaré mi hogar? Hoy, que viajo de nuevo al infinito, completamente huérfano de todo, en incesante línea recta, calculo que habrán sido dos años, tal vez un poco más. Lo estimo por una suerte de tincada, no por los veranos que pasaron, ya que en ese tiempo me desplacé de polo a polo varias veces en mi carreta de emergencia, aturdido, buscando al Hombre, y nunca dejé de maravillarme.
Lo encontré una mañana, próximo a unas cuevas, medianamente protegido, pero antes he de reparar en dos detalles que mi rudimentaria estructura mental dejó pasar como si nada. Si era la naturaleza una fiesta del sentido, volcanes que hacían erupción de tarde en tarde y el cochayuyo pegado a las rocas soportando el embate de las olas, ¿qué había sido de nosotros, dónde estaba nuestra huella? Mi deleite inicial trocó en angustia y busqué con delirio las latas de conserva, las botellas de plástico, los alambres. Luego rascacielos y escombros, basamentos, líneas telefónicas, cementerios. Obsesionado, bibliotecas, aparatos de televisión, vehículos, aeropuertos interespaciales, robots, el Coliseo, las pirámides de Egipto, la gran muralla china.
Nada recordaba al Hombre; salvo una pequeña lámina de fierro que descubrí en mi perenne andar, un fierro plantado sobre un promontorio en una pendiente del desierto de Atacama, prueba de intelecto fabricada solamente para los miembros de la nave, de mi nave, un pedazo de metal cubierto de signos ininteligibles y un mensaje mal grabado en mi lengua materna:

bolber estreyas biajero

La civilización reducida a tres palabras y sin señal de cataclismo alguno. La Luna seguía girando alrededor de la Tierra y la Tierra alrededor del Sol; los enemigos del cielo brillaban por su ausencia, la temperatura era la misma. Nos advirtieron que a la vuelta encontraríamos sorpresas, sabíamos que a la Tierra nuestro experimento de arribar a un planeta tan remoto le llevaría cientos de traslaciones. ¡Y les traía novedades!, pero de qué vale ahondar en ese tema, no es bitácora lo actual ni diario de vida, son meros apuntes mientras me adentro en el espacio, cosas que escribo para no volverme loco.
En mi hogar había desaparecido todo rastro de civilización, sí, la más leve luz de inteligencia sucumbió bajo las aguas del océano, las arenas del desierto, las raíces de las plantas, el paso del tiempo. Y sin embargo el Hombre estaba aún allí. Y me enfrentó con temor reverencial.
-¡Salud, hermano, soy el Hombre! -le dije. Agachado en cuatro patas, quiso esconder la cabeza debajo de un brazo pero no resistió la tentación de dirigirme la mirada. Era bello y tenía ojos de cordero, conservaba la sonrisa; a su guarida corrió. Allí lo esperaban los demás, que no se atrevían a rodearme. Un hatajo humano contra el muro gastado de una cueva.
Los vi flacos y enfermos, nervudos, desgastados, temerosos. Se protegían de mi traje de astronauta en lo más oscuro; aun así se colaban rayos de sol horizontales que les daban medio a medio de la cara.
-¡Salud, hermanos, soy el Hombre!
Ellos, callados temblaban. Algunos trataron de amenazarme, mi hermano en la sonrisa los contuvo a gruñidos.
Me retiré de la cueva, caminando de espaldas; el pudor  me ordenó respeto por la dignidad de mi especie. El hombre me siguió, sus callosos pies ensangrentados; busqué un espino que nos diera sombra y estuvimos largo rato frente a frente. Encendí el traductor gestual, el grupo nos miraba desde lejos.
Era bello mi hermano, ya lo he dicho. Ante él se irguió desafiante el velo de la Historia; me entraron ganas de llorar. De sus ojos brotó una decisión tomada por la raza cientos de años atrás. Fluían sus pensamientos a borbotones, contradictorios, paternales, abiertos a la duda; se atragantaban en su mente, atascados por graves autocensuras, ilusionados de emerger de las tinieblas. Has retornado a enceguecernos -me decía-, prodigio del tiempo que fue y del tiempo que vendrá. Te adora lo más profundo de la reminiscencia, aquello que habiendo olvidado vislumbramos en cada rayo que nos cae del cielo. Henos aquí a tus hijos inocentes, rebajados de grado, peleando con las bestias el pan de cada día en desigualdad de condiciones, desprovistos de sueños. A veces, del otro lado de los montes, en las noches tempestuosas, se abren a la vista los dioses de la edad de oro, los dioses como tú; entonces cunde el terror y los ahuyentamos a gritos como hacemos con los leones hambrientos de carne humana. Voces legendarias nos advierten esas noches que la tarea mayor, ya acabada, la decisión fundamental, se la dejaron a los microbios y ellos, lo más insignificante, devoraron las marcas de la grandeza pagana. Renunciamos voluntariamente al fuego de los dioses. Las migajas, a los microbios. No había otro modo que volver al origen, retumban y disparan las arterias del trueno al seso traslúcido. Y ante tal poder nos inclinamos. Esto somos, manadas que van y vienen por la Tierra, azotadas por volcanes y tifones, devorando, devorados. Vivimos el momento, carecemos de horizontes, nos pena el hambre, padecemos males incurables, ignoramos el arte de la guerra y nuestras mentes, cada vez más puras, continúan retrocediendo hacia el estadio primigenio.
¿Había descubierto al fin el Hombre el paraíso terrenal? ¿Qué flautista hipnótico los llevó desde la cúspide de la ciencia y la razón al infernal despeñadero, mientras la nave en que viajaba yo y mis compañeros, mis compañeros muertos, les abría nuevas puertas de esperanza? ¿No había otro camino realmente, estaba al momento de comenzar nuestra misión la Tierra entera al borde del abismo por el ansia ilimitada de progreso? ¿Es que no quedaban ya energía, provisiones, ideas, números ni sueños? Quisiera haber estado allí para impedirlo. ¡Tantas guerras, tantas muertes para llegar a esto!
Los dioses anunciaron tu llegada en un carro de fuego, la profecía se ha cumplido, me decía el movimiento de sus brazos. Hubiese dado mi vida por impedirlo, pero un solo hombre es demasiado poco ante la luz. Al anochecer se tomará la decisión final, ¿te quedarás hasta entonces?, me hablaba el parpadeo de sus ojos de cordero. El dilema de mi hermano me incumbía, porque yo era su dilema. ¿Habrían de levantarse nuevas civilizaciones dedicadas a recuperar el tiempo perdido sobre la base de mi traje de astronauta? ¿Quedaría mi figura sepultada en el polvo del recuerdo de un día? La respuesta no está en nosotros, me decía su cabeza ladeada, la tendrán nuestros hijos, los eternos perseguidores de la felicidad.
Mi hermano deslizaba las uñas largas de sus manos por el traje de astronauta, sin dejar de sonreír. Le faltaban varios dientes y de sus ojos brotaban lágrimas de duelo. Lo atraje a mí y nos abrazamos debajo del espino, largo abrazo; fue como si una avispa sobrevolara sus piojosas greñas y le inyectara desde lo alto un virus de ambición. Pero yo no tenía nada que decirle que fuese comprendido; eran él y los suyos quienes me debían explicaciones: me impelieron a buscar mundos nuevos y me abandonaron a mi suerte en la negrura del espacio.
Volví a la nave; de mis camaradas sólo recuperé sus cascos, que conservé conmigo. Reparé los destrozos hechos por los buitres y cerré a presión. Desinfecté, eliminé los microbios malditos y con ellos, todo rastro interior de vida terrenal; encendí los motores y miré hacia abajo por la nueva ventanilla, riendo nervioso a carcajadas. Brillaba el fuego sobre sus caras de pavor, esa imagen la guardo para siempre, tal como ellos conservarán aquella que les regalé a sus mentes.

jueves, noviembre 01, 2012

Las dos radios

Llegué a la casa de la población Rubio y entré al living. Venía de unas vacaciones en Codegua, donde unos parientes de mi papá. A él le gustaba enviarme al campo de su niñez; decía que allá la gente era  más sencilla y más sana, porque la leche se tomaba al pie de la vaca, aunque nunca se cansaba de lamentar la noche de año nuevo que pasó en ese pueblo cuando niño. "Cuando dieron las doce -no se cansaba de repetirlo- la tía Juana estaba planchando un alto de ropa. El tío Acrisio salió al patio y disparó la escopeta. Eso fue todo y después nos fuimos a acostar".
La de Codegua era una casona de adobe con parrón, higuera y sembradío. Me hicieron unas ojotas que usé durante todas las vacaciones; cuando volví a Rancagua las dejé en Codegua, porque en la ciudad era mal visto andar con ojotas.
Codegua era una sola calle de tierra y detrás de las viviendas, puro campo. En el campo se comía porotos todos los días y de postre, sandía, media para cada uno. A mí no me gustaba ir a la casucha que hacía de inodoro, porque imaginaba que me podía caer al hoyo, de modo que hacía mis necesidades debajo de la higuera y me limpiaba con sus hojas, que eran ásperas. De noche la tía Marta preparaba huevos y el aceite chisporroteaba en la paila, mientras decenas de polillas revoloteaban alrededor de la ampolleta y las moscas dormían en el techo o se apiñaban sobre el cable que remataba en el soquete. De día nos bañábamos en el estero y al atardecer abría mi maleta verde y sacaba chicles. Una prima grande que era bonita me los vio y me los compró: yo se los vendí a un quinto de su valor, según me hizo ver mi madre cuando llegó de sorpresa un domingo en la motoneta del tío Isidoro, de acompañante. Salté a sus brazos, me besó, me sentó en sus rodillas y luego me bañó en un lavatorio de arriba abajo, y la mugre me corría por las piernas. Antes de irse me preguntó por el chaleco de lana verde con cierre, recién comprado, con rayas rojas en los hombros. Lo buscamos por casi toda la casa, pero no lo hallamos por ninguna parte; lo había perdido para siempre. Cuando al atardecer el tío Isidoro accionó el pedal, echó a andar la motoneta y se llevó a mi madre a Rancagua me sentí triste, no tanto, de otro modo hoy lo recordaría claramente.
Llegué a mi casa y entré al living; mi papá me recibió, entusiasmado. Eran cerca de las cuatro de la tarde de un día de verano. Quédate ahí mismo, me ordenó mientras se dirigía al dormitorio mío y de mi hermano, ese que daba al patio con el naranjo. Allí encendió la radio y esperó que se calentara, hasta que emergió de los parlantes una canción a todo volumen. Mi extrañeza crecía. Luego volvió al living, prendió la otra radio y sintonizó la misma estación. En la casa había dos aparatos, uno más grande que el otro, naturalmente ambos a tubo.
Yo esperaba ver algo nuevo, esperaba que en cualquier momento me enseñara un objeto, un juguete, otra radio, pero a mi alrededor no había nada inusual. Mi mamá miraba desde la cocina, divertida.
¿Oyes bien, Huguito?, me dijo. Sí, le contesté, sin entender. Él iba y venía, regulando el volumen de ambas radios y ubicándose en distintos puntos de la pieza, como para vivir perfectamente la experiencia.
Suena estéreo -me aclaró- escucha.
Quise poner cara de sorprendido, pero no lo conseguí. Lo hallé rarísimo.
Él creyó que su experimento había fallado; admitió que por la mañana el estéreo se había sentido mejor. Luego trató de explicarme en qué consistía aquel sonido, impensado en esos tiempos de monofonía, onda corta y onda larga. Yo iba sintiendo lástima por él y me llenaba de una culpa pegajosa, pues intuía que mi desasosiego era hermanastro de la subestimación y del desprecio.

sábado, octubre 27, 2012

Joaquín Morales, el cincuentón gozador

Hoy me sonó el celular a las diez veinte de la mañana. Era el cincuentón gozador. ¿Hablo con el Gran Califa y Maestro Supremo de la Lengua de Vaca? ¡Cómo va, Cincuentón gozador! No sabís ná, he bajado 22 kilos, ¿por qué tanto? Una infección a la próstata me tiene así y tal vez deba operarme, pero no importa porque entonces si la forza mingua... Avanti con la lingua, como dicen los italianos. A esa hora yo estaba medio dormido y me reía por obligación; la noche anterior había tenido turno en el diario hasta las 3 de la mañana pero qué le iba a decir si hacía tanto tiempo que no nos hablábamos. Luego me contó que se había desilusionado de Chile, que había trasladado el meteorito a su actual hogar en Paine, que lo habían estafado en 8 millones y medio y que ya no tenía oficina en el centro, le llevé toda la documentación al abogado y el abogado me dijo no sirve porque el estafador se cambió de casa, ¡pero aquí están las pruebas no puede ser!, y no se pudo hacer nada; me contó que la negra lo había ido a ver y se había casado, sí, le dije, era una negra decente, menos mal que la salvé de los cafés con piernas pero igual llegó con un escote y aunque tiene las tetas chiquititas mis amigos quedaron con la boca abierta, ah le dije, entonces el Cincuentón gozador me dijo que estaba haciendo las maletas para irse a Madagascar, pero no antes de que se muriera su papá que ya está malito y aprovechó de contarme que hace año y medio había fallecido su mamá, tanto tiempo que no nos llamábamos, reaccioné mal, debí darle el pésame.
Joaquín Morales, si mis cálculos no me fallan, ya está para Sesentón gozador. Lo habré conocido hará diez años cuando me llamó para protestar por el ruido que hacían los cafés con piernas del subterráneo en el centro donde tenía su local de filatelia, numismática y colecciones varias, ruido que espantaba a sus clientes, después se cambió al barrio alto pero con el tiempo fue descubriendo ante quien habla su verdadera personalidad de fauno cincuentón, los clientes de los cafés con piernas eran niños de pecho comparados con él y me empezó a narrar sus aventuras a calzón quitado, entre insólitas y desquiciadas pero reales al ciento por ciento, ahora me dice que ha descubierto dos sitios web donde uno se contacta al azar con cualquier persona del mundo y chatea mirándose en la cámara web. El otro día había tres hombres fumando para arriba, eran tres soldados rusos que estaban en Siberia, hablamos como cuarenta minutos, ¿en qué idioma? En inglés. Después apareció un jovencito de 16 años y me gritó indecente, ¡espera, muchacho, yo no te he propuesto nada! y cada cual tomó su rumbo, así son estos sitios. ¿De dónde salen esas personas? Casi todos del primer mundo, de Estados Unidos, de la República Checa, Polonia, Eslovenia. El otro día me salió una cabra de Recoleta, ¿y qué andái haciendo aquí corriéndote la paja? lo mismo que vos, y los dos muertos de la risa. Después me salió una gringa cuarentona, al rato me dijo estoy caliente y le dije ¿haces fisting? ¿En qué idioma le preguntaste? En inglés por supuesto, en esos chat se habla todo en inglés y le preguntó a quien habla ¿sabís del fisting? Algo he escuchado le dije yo con los ojos cerrados, ya era hora de levantarse, el celular me apretaba la oreja, ¡pero Maestro, cómo no va a saber lo que es el fisting! ¿hacer pichí? ¡No, Gurú, meter la mano! ¿La mano entera? Claro, le dije a la gringa si quería hacer fisting y me pidió que le enseñara y después que le entró la mano se puso a gritar ¡ven, ven, ven! y yo le dije ¡pero si estoy  en Chile!
Me contó que tenía como 200 fotos de Madagascar y que me las quería mostrar, yo le pregunté si eran las mismas de la otra vez, no pues Maestro, esas eran de Swazilandia, ah de veras. Me contó que Madagascar es el paraíso por la mezcla asiática que se ha producido y porque no hay delincuencia, me dijo que había un pueblo chico donde se asesinaban mínimo 20 personas por noche, llegaron los de la Policía y mataron a las dos familias de narcotraficantes, a las familias enteras, con nietos, y a partir de ahí no ha habido un solo muerto, ah ¿y cómo son las negras? PERO SI TE DIJE QUE NO HAY NEGRAS, es que me confundí con las otras fotos amigo Cincuentón, la verdad es que sí hay negros, pero los negros llegaron como esclavos, lo que más hay son asiáticos que atravesaron más de 8 mil kilómetros por el mar mientras que los negros que estaban al lado nunca llegaron, después se mezclaron y dan unas pieles increíbles, las negras andan con las tetitas al aire, ¿y de qué vivirías en Madagascar? No sé, de hacer negocios, Madagascar es la cuarta isla más grande del... no, miento, parece que no, pero hay lugares de la isla en que no se conoce el dinero, una tarde me asaltaron y me fui al lado de unos punks, a mí me caen bien los punks, ¿puedo quedarme con ustedes? Claro hermano ¿qué pasa? Es que me robaron ¡¡¡¿TE ROBARON?!!! por qué no dijiste antes, a las personas como tú las protegemos porque traen dinero a nuestra tierra, y me contó que allá la gente pilla a los ladrones y los mata y quedan botados en la calle.
¿Y el meteorito? Ahora lo tengo en la casa. ¿No lo has vendido? No. Yo me estaba empezando a preocupar por la cuenta que le iba a salir porque llevábamos más de 20 minutos hablando. ¿Y cuándo sale la segunda parte del libro Gran Califa? Es que no... y me quedé pensando en la palabra pero no me salía, se produjo un silencio como de diez segundos, ¿aló? ¿Aló? ¿ALÓ GURÚ QUÉ PASA? Es que no resultó le dije, pero estoy con otro proyecto literario, juntémonos un día de estos a tomarnos un café amigo Cincuentón, cuando quiera Gran Califa, pero la próxima semana no porque tiene muchos feriados, la otra; ya la otra pero no te olvides de llamarme...

jueves, octubre 25, 2012

Y el día aquel

Y el día aciago aquel en que se borre de la faz del universo el mínimo rastro de calor de las estrellas, antes luminosas, entonces cadáveres resecos; de todas las estrellas menos una, la postrera, que anunciará su muerte con siglos de anticipación, señal absurda en el espacio ilimitado, gastando lo poco y nada que le queda a su corazón de fuego, porque de esto se trata simplemente el cuento, de quemarse hasta morir, como el carbón que alimentó a los primeros trenes, como sus hermanas que ya habrán dado lo mejor de sí y andarán surcando locas el eter, chocando unas contra otras como nueces podridas, ni siquiera sacando chispas de sus topetones; ese día cuando llegue y haga de la eternidad una capa de ausencia que envuelva terrorífica los juegos infantiles, reminiscencia de auroras, despertares, ¿qué vendrá en tal instante que nosotros ni siquiera nos atrevemos a soñar? ¿Sufrirán las entrañas del agotado ser una revoltura en su masa informe para que de la nada surja la fuerza nueva que rija los destinos de la patria, de mi patria? ¿Cuánto habrá de pasar, cuánto silencio inútil del cosmos pensativo, abandonado a su suerte y sin embargo sereno, paciente, seguro de sí mismo, cuánto para que la mano divina que lo agita inaugure el nuevo ciclo? ¿O es acaso destino último del hombre descender a la vasta ciénaga hirviente donde un río conduce para siempre a moradas de tristeza, sin luz de sol, a los eriales de confusas sombras?

La duna

Una duna tibia, suave, que abarque la mirada entera
Hasta el misterio del declive
Subirla una tarde de otoño a pie pelado
Darse el trabajo de hacerlo por nada
Más que ver qué hay detrás
Y en la cima hundirse en la arena movediza
Quedar con la arena hasta el cuello
Mirando lo imposible
Tapada ya la boca
Un mar sin olas
Sin espuma
Sábana grisácea impenetrable
Bandadas de gaviotas repulsivas
Nubes sin agua que llover
Implorando a los héroes
Que fueron de otro tiempo
Amigos míos de papel
Entretengan, distraigan a Caronte
Aplacen la arcana página
Cubiertos ya los ojos
Falto de aire y de esperanza
Tragado por la arena ante la tierra prometida
Mas entonces del cielo
Baja un helicóptero
Y de éste un ser
Que me rescata
Resuena lejano un débil trueno, ¿o son aplausos?
Se acaba la obra; por hoy ha sido todo
Mañana se repite la función

viernes, octubre 19, 2012

Toronjo asesino

El Vitorio era un torito, en todo el sentido de la palabra. Alegador y vigoroso, se salía fácilmente de sus casillas y embestía lo que se moviera. Jamás tomó Ritalin, porque afortunadamente no existía, y hoy es un exitoso profesional. En esos tiempos mis papás, para tranquilizarlo, le decían que un día cualquiera despertaría con dos cachos en la frente. Cada mañana, al levantarse, se miraba al espejo y le entraban dudas angustiantes, me lo reconoció con los años: imaginaba esa natural protuberancia en su hermosa frente como dos pequeñísimas extensiones de hueso que le empezaban a crecer.
Un día íbamos en bicicleta a jugar a Ibieta cuando chocamos de frente con un gendarme que manejaba su propia bicicleta con una escoba en la mano, con tal mala suerte para el gendarme que el marco se le partió en dos, y con tan buena suerte para nosotros que apenas se nos dobló la patente (en esos días las bicicletas usaban patente). No bien comparamos las pérdidas el Vitorio se le aniñó al gendarme y lo enfrentó de hombre a hombre. En la esquina opuesta funcionaba una bicicletería. El Vitorio lo conminó a atravesar y le aseguró que en un dos por tres le enderezaban el marco y aquí no ha pasado nada, pero tanto él como yo y el gendarme sospechábamos íntimamente que la verdad era otra, como de hecho lo fue y le costó bien caro a mi papá. El caso es que a su edad se le encachó a un uniformado, arriesgándose a terminar sus días en la cárcel, ya que para la fantasía infantil todo es posible.
Me desvío de lo esencial, pero no puedo rematar la anécdota del gendarme sin complementarla con un par de datos extras. Ese día manejaba yo y el Vitorio iba sentado en el marco. Para mi desgracia, yo iba por la orilla izquierda de la calle y el gendarme venía por su lado correcto, el derecho. Lo divisé a unos 200 metros y le anticipé a mi hermano: "Vamos a chocar con ese gendarme". Inexplicablemente no me cambié de lado, pensando que un choque de frente entre dos bicicletas que se han divisado a 200 metros era insólito. Así nos fuimos acercando hasta que chocamos, con las consecuencias señaladas. Pero vuelvo al Vitorio.
Si las peleas con mis primos se hacían violentas, el torito pasaba a ser Toronjo. Y si lo que buscaban sus rivales era sacarlo de quicio, Toronjo se transformaba en Toronjo Asesino. De sólo oír tal insulto, automáticamente iniciaba una persecución por el patio y la escena desembocaba en una fiesta para todos nosotros, salvo que agarrara a su ofensor o que la abueli saliera de la cocina para calmarlo, lo que no siempre conseguía, pues más de una vez se vio obligada a encaramarse a una parra para escapar de su ira, que era ciega, visceral.
Una vez exigió que le compraran un martillo para romper la pared.
Nuestras peleas infantiles, como las de todos los hermanos varones de esa edad, eran a muerte. Como yo tenía fama de tranquilo, bueno y paciente, lo lógico era que las mochas las buscara él. Si ocurría lo contrario resultaba difícil para un tercero darle crédito a la versión.
Nunca nos sacamos un diente, pero estuvimos a punto. Los cototos y rasmilladuras eran cosa de todos los días.
La pelea comenzaba cuando lograba colmar mi paciencia, como sucedió una tarde, bajo el parrón de la casa de Ibieta. Irritado ante las provocaciones le grité Toronjo Asesino y se me lanzó encima. Al sentir sus puños me enfurecí y crecí de tal modo que al inclinar la cabeza lo vi pequeño, atrapado entre las dos tenazas de mis brazos; se me figuró un muñeco que suplicaba con ojos desorbitados y mirada fija, como miran los toros en el matadero, entregado al castigo feroz que le esperaba. Y en efecto, vacié toda mi fuerza en su cuerpo, lo que me generó una culpa que sobrellevé durante varios días. Así era nuestra vida de entonces.

domingo, octubre 14, 2012

De norte a sur

Muy de noche, a eso de las once, la radio Agricultura emitía el programa De norte a sur. Lo escuchaba a oscuras en la pieza de mis papás y como quien dice, pasaba colado en la cama entre los dos. El Vitorio a esa hora estaba roncando. Me gustaba ese espacio radial porque siempre ponía alguna canción en inglés, de Pat Boone, Paul Anka, Frankie Avalon o Neil Sedaka, en momentos en que Antonio Prieto y el bolero dominaban el dial. De día mis programas favoritos eran Fortachín y Valiente, Tarzán, El llanero solitario, Regalo de cumpleaños Ambrosoli y Discomanía. Al acostarme, antes de apagar la luz, me gustaba repasar una y otra vez los cuadros de mi historieta predilecta. Pingüi, el pingüino travieso, se instalaba a pescar luego de hacer un círculo en el hielo con un serrucho y los peces rondaban el anzuelo. Un día la revista de monos se perdió y así se cerró un capítulo importante de mi vida.
Nada nuevo es lo que viene a continuación, mas sirva de consuelo saber que la aspiración humana de la originalidad se perdió mucho antes de que Virgilio se decidiera a escribir los versos de La Eneida. Lo que quiero decir es que un viejo y ya inexistente programa de radio me abrió recuerdos en varias direcciones y el impulso inicial de la rememoración se ahogó en reflexiones que también pugnan por salir.
Por ejemplo, la música. ¿Por qué a los cinco años ya me inclinaba por la nueva ola y rechazaba la almibarada voz de Raúl Shaw Moreno y Leo Marini? Escuchaba tediosamente Osito de felpa aguardando Mi ciudad natal; venía entonces Nuestro juramento y yo esperaba Venus; enseguida Muñequita linda le cerraba el paso a I'm just a lonely boy. Si hoy pusiera en la balanza ambos estilos y los analizara, canción por canción, me atrevería a asegurar que por letra, recursos armónicos, acompañamiento musical, registro y vibrato de los solistas el triunfo sería del bolero por sobre el rock and roll, la balada y el twist, éste último ritmo algo posterior, ya que estos recuerdos musicales son de los años 58 y 59, no del 61. Para llegar a tal conclusión bastaría evocar a Lucho Gatica ("Reloj, detén tu camino, haz esta noche perpetua, para que nunca se vaya de mí, para que nunca amanezca...") y a renglón seguido a Danny Chilean ("Verónica, Verónica, you know you know I love you girl..."). Mas, tal como le sucede a toda nueva generación, en ese momento yo y todos los niños -y qué decir los coléricos y las calcetineras- nos rebelamos contra la época de los viejos e inauguramos la época de la esperanza. La música de Estados Unidos reemplazó a la de Cuba y México. A pesar de lo dicho, el misterio no hace sino acentuarse. ¿Qué hace que un alma nueva adivine, profetice inconscientemente los  tiempos que vienen y opte por ellos? ¿Qué mensajes la hacen renegar de lo sólido y lanzarse al abismo de lo etéreo? ¿Es un simple dictado venido de lo más alto del poder? Y al contrario, ¿qué hace a las viejas almas apegarse a su territorio y quedarse allí plantadas como estacas? Es el cambio, el paso de las cosas, algo que no conduce necesariamente al progreso ni al bien ni a la justicia. No siempre el pasado es peor que los días que corren o los que vendrán. Hay montón de ejemplos de pretéritos gloriosos que fueron sepultados por nuevos tiempos desastrosos, trágicos. Y sin embargo la vida insiste, pertinaz, en la lógica de la renovación. He allí un tema que me gustaría desarrollar alguna vez con profundidad.
Viene enseguida otro gran misterio, el de la radio y las revistas, alimentadores de la fantasía. Incitaban estas supuestas amenazas del Siglo 20 a la inmovilidad. La amenaza mayor era el cine, pero el cine era caro, un lujo semanal o quincenal, por lo mismo más inofensivo; en cambio las revistas de monitos estaban a la vuelta de la esquina  y se podían cambiar, ni siquiera había que adquirirlas nuevas. Y la radio ya se había instalado en todos los hogares de la clase media, incluso con más de un aparato por hogar. La radio, para nosotros los niños, era el paréntesis obligado en nuestros juegos y el vuelo de la fantasía nocturna, a luz apagada. Nos obligaba a imaginar, aunque nos daba una manito con canciones, concursos y argumentos de radioteatros. Yendo hacia atrás en el tiempo, parece que el hombre se fuera llenando de fantasías, mitos y vida interior; yendo hacia adelante se va vaciando, abrumado por la ciencia y la tecnología. La imaginación de hoy es ostentosa, ¿qué les espera a los que vienen?
Pero resta el mayor misterio de todos, el del enigma del  pingüino que toma un serrucho, hace una redondela en el hielo y se instala a pescar lo que haya bajo el mar. ¿Cómo descifrar el placer que siente ante esa imagen una mente infantil obsesionada en repetirla y repetirla antes de dormirse? Dulces sueños, travesuras, asomarse a lo desconocido desde una helada superficie y que cauce todo esto un animal que habla se me antoja un puzzle de imposible solución.

martes, octubre 09, 2012

Ángel Arias, el gran fabulador

Ángel Arias tiene un alter ego que no le favorece. Se llama Nicomedes Mendes y fue visto en las páginas de una oscura revista de comics que circuló a la mala en los tiempos de la dictadura, revista que fundó el alter ego de Nicomedes Mendes, cuyo nombre es Ángel Arias, más que un nombre un personaje, un visionario sin destino en esta tierra, un gran fabulador.
Nicomedes Mendes era tremendamente depresivo, más que la tinta negra con que Ángel Arias le daba triste vida en esas tristes jornadas de los tristes años 80. El autor de estas líneas y otros tres o cuatro amigos participamos en esa revista, "Tiro y retiro". Paradójicamente, casi me atrevería a decir milagrosamente, cada vez que nos reuníamos a planificar el número siguiente irradiaba de nosotros un aura de entusiasmo insólito, que surgía al vaciarse tantas quimeras sobre la mesa de trabajo: la expresión libre, la búsqueda de la belleza como arma redentora, la fama que nos daría el sustento económico. En las veredas había más cesantes que colillas de cigarros; lo veíamos con nuestros propios ojos al subir a la pobre oficina de la calle Nataniel, que alguien nos prestaba de pura buena gente. Acabada la junta las esperanzas nos acompañaban un buen rato al bajar de nuevo al mundo real, entrada la noche, hasta que se perdían en alguna alcantarilla. En esa pieza o en alguna otra parecida conocimos las aventuras de Nicomedes Mendes, el romántico perdedor de tercera categoría que paseaba por las calles del centro a la hora del crepúsculo en busca de una dama de cierta edad a la que ansiaba convertir en princesa. Las historias de Nicomedes terminaban indefectiblemente en la soledad, entendida ésta como castigo, fracaso. En la viñeta que incluía la palabra FIN, Nicomedes Mendes desaparecía hasta el próximo número envuelto por un manto negro como las sombras de los cuadros de Rubens, mientras fluia desde su figura vista de espaldas un desánimo invisible, el más profundo de todos, el que se arrincona en el último cuadro de una página destinada a ser leída por apenas un poco más que nadie.
En más de una ocasión, siempre ante un plato de algo, de preferencia pernil, prietas con puré picante, riñones al jerez, arrollado huaso, porotos con rienda o lo que fuese, Ángel me habló de un Nicomedes Mendes de verdad que pululaba por el Paseo Ahumada. Consistía la estrategia de ese tercer eslabón de la cadena, de ese otro Nicomedes, de ese viejo de bigote negro vestido a lo cantor de tangos, zapato blanco, sombrero y abrigo al brazo, consistía su estrategia en elegir con pinzas a su víctima, perseguirla discretamente, sin apuro, plantársele de pronto a media voz en el rincón de una vidriera donde la dama admiraba un par de zapatos, una chalina, una hervidora eléctrica, y enseguida mostrarle el interior del diario que contenía un par de bifes adquiridos en la carnicería de su barrio. Mordido el anzuelo, el viejo la invitaba a su cuchitril a servirse algo, donde terminaba el día haciéndola suya entre suspiros.
-¿Pero cómo sabes todo eso, lo has visto de verdad, lo has seguido? -le inquiría.
-Muchas veces -me aseguraba Ángel, mirando de reojo el plato vacío, y yo ansiaba creerle, inundar mi conciencia con sus fantasías.
Es notable, rayano en lo increíble, que un hedonista voluptuoso y sibarita como Ángel Arias contenga un alma tan sensible como la del viejo Nicomedes Mendes -el de sus comics o el que asegura haber seguido-. Aun así sostengo que su alter ego no lo favorece.
Cierto amigo que atribuía la existencia de Ángel Arias a un personaje salido de mi galería ficticia concluyó, tras conocerlo, que no era más que un orate fabulador. Lo vio una sola vez, lo escuchó y no le creyó nada. A mi juicio, no supo apreciar el tesoro que precisamente escondían sus palabras, bañadas de una picaresca brillante que cala en lo más hondo de la naturaleza humana. Pues Ángel Arias es un fiel exponente de esa tradición oral perdida del contador de cuentos. Allí radica su mérito, tanto mayor que el del viejo Nicomedes con su sensibilidad crepuscular.
Oír historias de este hombre sobrepasado por su apetito voraz, de este ansioso que vislumbra permanentemente la derrota a través del sudor de sus manos, oír historias contadas por Ángel Arias -en lo posible junto a un plato de lentejas con longaniza acompañado de una botella de vino tinto- supera al placer de dar vueltas y vueltas en la rueda de Chicago, ver Psicosis por primera vez o leer un cuento de Salinger, sumadas incluso las tres experiencias. Recuerdo con sus detalles más sordidos la del voyerista que fue traicionado por su excitación al contemplar por una rendija la autosatisfacción de una mujer que estaba tendida en su cama, en la pieza de al lado: los cabezazos que se daba involuntariamente contra la madera alertaron a la dama en pecado y acabaron con el banquete del mirón. Suya es también la historia de los nuevos locos que transitan por las calles de Santiago, cada uno de ellos representado en su relato mejor que si hubiesen salido de la mano de Dickens. Suyos son también los consejos para conquistar a una desconocida secretaria en los días previos a las Fiestas Patrias, que no tendré la tupé de revelar, ya que no son de mi autoría. Y suyas son las mil historias urbanas de un tal Guillermo Montecinos, de las cuales extracto la siguiente, salida de sus labios una noche de pichanga y pipeño:
"A Montecinos lo tenía loco un huevito que veía todos los días en la calle, como abandonado frente a un pasaje. Averiguó a quién pertenecía el vehículo y un día me pidió que lo acompañara y me pusiera detrás suyo. Entramos al pasaje, tocó un timbre y pronunció su discurso a un hombrecito que nos salió a recibir. Mire, señor -le advirtió- somos inspectores municipales y si usted no retira de inmediato ese huevito de la calle nosotros lo requisaremos y le daremos diez mil pesos".
-¡Compró un huevito en diez mil pesos! -lo interrumpí.
-No -aclaró-. Montecinos se quedó con los crespos hechos porque el dueño metió el huevito en el pasaje, ante la ira de todos sus vecinos, que apenas podían transitar por el hueco que quedó".
Unos seis meses atrás me topé con Ángel en el Café Haití. Me relató su última aventura, como todas inverosímil pero con una chispa de credibilidad. Había sido reclutado por una especie de organización secreta denominada "Los soldados del amor". Las tazas iban en la mitad y de sus palabras me iba formando la idea de un nuevo sueño del pibe. Arias acudía cada cierto tiempo al domicilio de alguna mujer solitaria que requiriera de sus servicios. Satisfacía sus necesidades carnales, las de ella y las suyas, no cobraba un centavo y alivianaba un alma femenina del peso y las urgencias de la libido. El amor no se veía por ninguna parte, mas le concedí que definiera su tarea como un apostolado, en aras del relato. Sin embargo, cuando el café se acabó y las tazas quedaron vacías me confesó que su espada de soldado estaba perdiendo filo.
-¿Dejaron de llamar? -le pregunté.
-No, llaman cada vez más seguido, ¡pero cada adefesio! A la última le faltaba un ojo y encima quería toda la noche.
¿Historias verdaderas o falsas? Qué importa. Lo bueno es saber que en algún rincón de Santiago -una dudosa picada, un paseo peatonal, un taller de imprenta, una sala de clases universitaria- hay un gran fabulador que las cuenta y una suma de almas, entre las que me cuento, que las absorbe como esponja. Sospecho que de esta revoltura surge nada menos que la sustancia del progreso humano.




domingo, septiembre 30, 2012

La puerta

Cuántas noche me dormí esperando el ruido de las llaves, no recuerdo cuántas por lo innúmeras, lo lejanas, esperando el inconfundible sonido de los zapatos de mi padre, los enérgicos pasitos de mi madre, a veces los dos juntos regresando del cine, el llavero saliendo del bolsillo, la llave girando en la cerradura. Cualquiera de esos anticipos valía más que la caricia de un ángel y si los alcanzaba a oír me dormía al instante de alegría, de un suspiro, de lo contrario entraba al sueño inquieto, con el pecho apretado, el Vitorio abandonado a su suerte en la otra cama y todo el peso de la noche sobre nuestra pieza modesta.
Cuántas noches alguien imitó sus pasos y el suspiro se esfumó cuando pasaron de largo.
Esos zapatos de taco de suela de mi padre, que resonaban al chocar contra los muros de las casas de la cuadra, esas tapillas de fierro de mi madre que se clavaban en los ladrillos a la vista no tenían la menor conciencia de su valor, como locos inocentes que transitan por la vida. Y los pies que los calzaban, y las piernas que se alejaban remontándose hacia el resto del cuerpo, a la cabeza, qué podían saber de las ansiedades de un niño sino apenas presentirlas, como yo mismo presentía las acciones de mis padres con un dejo de rencor que se deshacía en amor apenas la llave se incrustaba medio a medio dentro de la cerradura mágica.
Cosa parecida y diferente era la partida a deshora, anunciada con gestos intraducibles pero certeros, de una sola lectura. Ni siquiera se necesitaban las palabras, las decisiones confesadas; bastaba un paseo irracional por los límites internos de la casa, incluso una triquiñuela de buena voluntad para darse cuenta del acto seguido. La puerta se abriría irremediablemente y luego se cerraría por fuera con la máxima suavidad posible para no desatar el odio de los que se quedaban adentro. Pero ya en ese trance odiar era lo de menos; lo que importaba era aprender a  morir, enfrentar dignamente la angustia y olvidar el paso del tiempo, dejar de mirar a cada rato los punteros del reloj.
Dicen que los sonidos no desaparecen, he oído decir que su frecuencia viaja por el infinito como nave a la deriva, siempre disminuyendo, haciendo creer que el mensaje que contiene se ha desvanecido. He escuchado hablar también de una variante que dice relación con ciertos ruidos que se infiltran en la batidora del cerebro y rebotan y rebotan atrapados para siempre, como ratones desesperados, sin lograr huir. Me atrevería a dar fe de esto.

lunes, septiembre 24, 2012

Pedro Soto

El convoy se detuvo en el túnel. Por la ventana vio a los pasajeros del otro tren. Inmóviles, silenciosos y arrogantes, parecían fantasmas atrapados en el momento en que fueron sorprendidos por la eternidad. Desde su asiento se veían más largos que de costumbre, pálidas columnas amarillentas que iban a dar todas juntas al mismo cielo.
Nadie se hablaba, a nadie le importaba su vecino, tal como sucede entre los verdaderos habitantes del cementerio.
Fugaz visión la del testigo, fugaz entendimiento, la suerte del espejo.
El trabajo anónimo ha de ser recompensado con el tiempo, aunque éste sobrepase a la esperanza.
El observador reinició su marcha hacia el destino; los fantasmas no hicieron un solo gesto con el cuerpo, ni para bien ni para mal. Solos en su soledad permanecieron clavados dentro del carro, carro que se redujo a mancha difusa en la negrura del túnel.
A esa misma hora moría Pedro Soto.

domingo, septiembre 23, 2012

La naturalidad


¿Hay algo más difícil que la naturalidad, en el entendido de que se habla de dos personas que se conocen  hace mucho tiempo y que en un arranque del corazón desean entregarse el uno al otro?
Pues de todo acto se sospecha y cada avance lleva de antemano a un destino.
He allí el drama del matrimonio mal avenido.

viernes, septiembre 14, 2012

Una casa en el campo

A los 15 años seguía siendo un niño cándido y culposo. Cuando practicaba el onanismo me dormía inquieto y amanecía con ansiedad, con miedos que duraban dos o tres días, hasta que volvía a caer en la perdición. Inútilmente buscaba el perdón en el seno de la Jec, la Juventud Estudiantil Católica, a la que pertenecía. El padre Caviedes nunca sentenció que esa costumbre fuese mala, tampoco buena. Yo, que ansiaba no ser sólo bueno sino realmente un santo, necesitaba la absolución rotunda, porque íntimamente me sentía culpable de un pecado mortal. Los consejos sacerdotales, en cambio, iban por el lado de que ese hábito se podía y hasta se debía evitar en casos especiales. Subrayaba entre los casos especiales el de un muchacho que se había vuelto loco a raíz de la incesante repetición del acto.
Cuando hablábamos de chicas con mis compañeros de curso no era raro que yo asumiera posiciones fundamentalistas. Encasillaba el más leve contacto, la más ingenua o instintiva relación en la antesala del matrimonio, lo que no me impedía juntarme con ellos para fumar a escondidas o ver revistas de mujeres piluchas. Era la mía una disputa entre la fuerza de la virtud y los albores del vicio, que comenzaba a avizorar.
En ese contexto fue que un sábado fui a parar con mis papás a una casa de campo en las afueras de San Vicente de Tagua. La dueña de casa había sido compañera de mi mamá en un curso de perfeccionamiento del magisterio, su esposo era un fanático radioaficionado y vivía con ellos una sobrina. Mi mamá y su amiga le dieron a la lengua y el radioaficionado invitó a mi papá a su estudio, para mostrarle su joya de equipo. Apenas estuvieron adentro inició una comunicación con un par invisible instalado en su propio taller, a miles de kilómetros de distancia, para que mi papá se maravillara; y de hecho mi papá se maravilló, lo justo hasta que llegó la hora de servirse algo. En cuanto a mí, escuché el primer intercambio de mensajes pero luego me aburrí, al constatar que se decían las mismas cosas o aun más banales las que uno podía escuchar en cualquier parte. Volví al living y entonces la sobrina me invitó al patio.
Ella no me había causado ninguna impresión. No era ni bonita ni fea. Era delgada, de pelo negro y largo y carecía de curvas. Tendría dos años más que yo. Su principal característica la descubrí horas después, cuando paseábamos, lejos de su casa, pero ya llegaré a esa parte.
Estando ambos en el patio me señaló una esquina. Instaló un piso, se subió a la pandereta y me instó a pasar a la otra casa.
-Ven -me dijo-, no hay nadie. Salieron.
Subí y salté al otro lado. Efectivamente, la casa vecina estaba vacía. Y ella me estaba esperando.
¿Qué pueden hacer dos adolescentes en una casa vacía? ¿Qué debe hacer un hombre al que una mujer conduce a una casa vacía? No tenía la menor idea. A diferencia de mis compañeros de curso, en ese tipo de ocasiones mi sentimiento era elevado y no ofrecía resquicio alguno por donde se pudiera colar el deseo de la carne. A los 15 años seguía siendo un niño.
Ella se metía a las piezas más oscuras, siempre ordenándome que la siguiera. Luego permanecimos sentados uno al lado del otro, conversando, hasta que nos llamaron a comer. En su honor debo admitir que si se me insinuó no lo hizo con vulgaridad; de otro modo me habría dado cuenta.
Después de almuerzo me invitó a caminar. Nos perdimos por los sembradíos primaverales y al atardecer enfilamos por el camino de ripio que llevaba de vuelta a su casa. En el intertanto mi corazón iba incubando la posibilidad de un pololeo; de pronto le tomé la mano y no dijo nada.
Entonces sucedió algo terrible. Una camioneta frenó bruscamente, haciendo volar piedras, y retrocedió hasta quedar junto a nosotros. El conductor, un hombre mayor, abrió la puerta del copiloto, agarró de la muñeca a mi compañera y la metió adentro, a la fuerza. Ingenuamente, me dispuse a subir; él apretó el acelerador y ambos se perdieron detrás de la polvareda.
Volví, agitado, y conté con horror la escena. Los tíos se miraron y sonrieron con malicia.
-Esta chiquilla tiene loco a ese hombre -se resignó a comentar la amiga a mi mamá, en voz baja. Enseguida cambiaron de tema.
¿Eran así las relaciones sentimentales? ¿Así debía tratar el hombre a la mujer?
Al regresar, desde mi ventanilla de la micro que nos llevaría a Rancagua y que recibía a sus pasajeros por goteo, miraba hacia afuera, desconcertado, pensando en las cosas de la vida. Abajo, a punto de abordar la máquina, una mujer de mediana edad discutía con un ciclista, un hombre de bigotes, camisa blanca y rasgos duros. Ella le elevaba la voz, furiosa, los insultos eran visibles pero no lograban traspasar el vidrio de la ventana. El hombre pasaba el trago amargo en silencio. Parecía una disputa sentimental de tantas, cuando de repente él la agarró del moño y la levantó casi en el aire hasta sentarla en el marco de la bicicleta, donde la apretó con un brazo, la echó hacia atrás y la besó con violencia, sin soltarle el moño. Ella abrió la boca y cerró los ojos, desfalleciente.
La micro partió y la bicicleta nos acompañó hasta la esquina, donde el raptor y su pareja doblaron en otra dirección.

lunes, agosto 13, 2012

Hombre, mujer

El hombre debe tomar la iniciativa. Es su naturaleza, está escrito en la historia, pero sé de sobra que aplicada a mi conducta diaria no es propia de mí tal característica. Sin embargo, hasta hoy no había hecho la analogía. Si ser hombre es conquistar, emprender, tomar la iniciativa, entonces con vergüenza debería admitir que yo exhibo más tintes femeninos que masculinos.
Las verdaderas mujeres desean a los verdaderos hombres. ¿Por qué no son honestas con quienes no siguen el patrón? ¿Y qué decir de las mujeres-hombres que no reconocen la vulgaridad, la ostentación de que hacen gala al aparentar lo que no son?
Es tan difícil asumir un papel ajeno. Se arrastra el propio como abrigo largo, como pena que deriva en amargura. Se quisiera ser de otra manera, pero jamás se renunciará a la original. Dije tantas veces de mí mismo que siempre me he sentido como un barquito de papel sobre las olas, navegando de un lado a otro, aceptando los desafíos encomendados en cada ensenada, procurando cumplirlos con brillantez. Lo decía con un cierto grado de orgullo; hoy me debilita confirmar esa verdad y tal vez allí se aloje el cuesco de mis sueños.
Las sociedades socialistas son femeninas; las capitalistas, masculinas.
Cuándo soy un hombre de verdad, cuando escribo. Allí me hago salvaje en mi mundo mío y propio, abro senderos, asumo riesgos, levanto catedrales de fantasía. Y sin embargo de qué escribo: de mi interioridad, de cómo soy. Lo reconozco a estas alturas con un dejo de humor.
Cuando más hombre soy es cuando hablo de mi pasividad.

jueves, agosto 09, 2012

Despertar

¿Cómo despiertas? ¿Feliz? ¿Por qué no despiertas feliz?
Cuando despiertas en medio de la noche luego de haber tenido un sueño confuso, menos que una pesadilla pero mucho menos que una ensoñación, en momentos en que todo está oscuro y la calle no emite un solo ruido y no se oye el canto de los pájaros y las hojas de los árboles hibernan esperando la primera brisa de la mañana para iniciar su baile, ¿en qué piensas entonces? ¿En el presente, en el pasado o en el futuro?
Y luego de que te levantas, luego de meterte a la ducha, de vestirte, cuando vas por la calle, ¿por qué te olvidas de lo que sentiste al despertar? ¿Por qué te obligas a olvidar? ¿Piensas que es demasiado el peso de la imagen o atribuyes ese estado que se esfuma a una mera cena que no hizo caso de la hora y se dejó tragar con ansias evasivas?

miércoles, julio 18, 2012

La felicidad

Si la felicidad es la ausencia de problemas, entonces no existe. O es, como se dice, instantes.
Vaivenes de la mente.
Hay quienes no pueden vivir sin problemas; se los fabrican para sentirse infelices. O los andan buscando para resolverlos y sentirse felices.
Yo no soy ni fu ni fa; los ando buscando para rubricar mi sino.
Veo tanto corazón inadvertido ignorando su trampa, marcado su destino desde mucho antes de la hora de la luz; un coro de innúmeros niños marchando ilusos al acantilado.
Ese sino marcado es también el mío; mi desgracia es comprenderlo.
Y mil hombres vestidos de blanco entrarán profanando el altar.
Pueblos enteros se entregaron al destino. Corrió sangre como ríos de invierno. Rodaron las cabezas de los reyes y las almas muertas mostraron su faz por un instante, y entonaron un himno de venganza. Vino la paz, el sosiego, trayendo apenas diez años, cien de felicidad. Y luego del rincón de las arañas volvieron los problemas que se creían superados.
Nada es tuyo, hermano, nada te pertenece. Heredaste tus bienes de otros y otros los recibirán. Nunca lograré entender cómo engañaste al remolino del misterio para llegar hasta nosotros, pero sí entiendo que al misterio volverás, inerte, vaporoso. Creaste riqueza, vana vanidad. El mundo no ha prosperado una milésima, se mantiene quieto y asustado como hoja amarilla de álamo de abril entre las grúas mecánicas y las mezcladoras de cemento.
No habrá paz en la tierra mientras yo esté vivo.