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domingo, agosto 11, 2019

El verbo de los dioses

Opacos nubarrones han persistido en anclarse varios días sobre la tierra, a modo de amenaza velada. En el momento designado por los dioses y solo por ellos, eternos e inmutables, los cielos se vacían, el llanto corre en riadas sobre las mejillas y sobre los chalecos incapaces de absorber el agua que baja por la tela; los padres les imploran el perdón a sus hijos y son perdonados, pero queda un gusto ardiente y amargo que ronda los días, no se aplaca sino hasta la siguiente catarata, y la siguiente. Las noches se pueblan de fantasmas, surge oscuro el pincelazo de un auto arrinconado a medio estacionar y los amaneceres no traen alegría sino angustias, temores. El agua salada taladra como gota china, se concentra en un solo punto de la mente. Salen a flote las equivocaciones, los errores de trato, los descuidos.
Los dioses observan, de lo alto. Todo está siendo encaminado conforme a nuestros designios, y nuestra orden recuerda las páginas de Job. Eso se espera que piensen los dioses, pero solamente ellos saben lo que piensan...
Habrá una fortuna sin miedos; despertará leve la alegría y el chaparrón quedará flotando en el pozo del alma, como buena señal. Antes que eso habrá que sufrir, seguir llorando, seguir pidiendo explicaciones, rogar a los dioses, cuestionar la sustancia, esperar lo peor.

***

Entré a la oficina de la AFP a arreglar el asunto de mi hijo. Me explicaron el tema, lo entendí y quedé conforme. La diligencia me tomó solo diez minutos. Haciendo tiempo para juntarme con mi esposa pasé y seguí de largo ante un  negocio que ya me había llamado la atención; se ubica cerca del teatro Nescafé de las Artes, donde me quedé mirando la programación de la ópera del MET. Pero el imán del negocio hizo que se devolvieran mis pasos. Entré, miré y compré un surtidor de aceite y una copa de vino que me faltaba del juego de seis. De allí me fui al Drugstore, entré a la librería Altamira y elegí un libro de bolsillo, que deseché al momento de pagar por hallarlo demasiado caro, considerando su tamaño y extensión, apenas unas docenas de páginas por nueve mil pesos. Los míos cuestan lo mismo y tienen 300 páginas, pero concedo que eso no demuestra nada.
Tomamos café, charlamos, tratamos de relajarnos. El destino corría por debajo, a modo de tren subterráneo; me fraguaba otro día infernal. Ya era hora de partir a la iglesia, pero antes nos separamos un momento: ella iría a comprarse un cosmético y yo pasaría por la librería Tak. Allí encontré a un autor que andaba buscando hace dos años. Me lo había dado a conocer Tomás Nettle, un poeta mayor del Valle del Elqui; fue él quien por primera vez me habló una tarde de verano, bajo la sombra de un árbol al costado de la capilla que hace las veces de plaza de Alcohuaz, de George Trakl. Ahora lo tenía ante mí en la vidriera, un precioso volumen ilustrado por Alfred Kubin. Miré con asombro sus dibujos a plumilla de los poemas en prosa del austríaco: lograban trasmitir esa atmósfera pesadillesca que se desprende de los versos de Trakl. Así me gustaría hacer un libro con mi hijo. Memorias del dr. Vicious, ilustradas por su pluma. Dibujos profundos para historias quizás no tan profundas; dibujos que se merecerían otro poeta. El tema de mi hijo me ronda desde hace dos semanas, aunque la verdad es que me ronda desde hace casi cuarenta años. Un niño, un adolescente, un muchacho, un joven, un hombre de extraordinaria sensibilidad, frágil frente a un mundo que no lo representa, puesto que el suyo sobrevuela la realidad o la transita por debajo, palabras estas últimas que tal vez constituyan la mejor definición de lo que es ser artista. Su música y sus dibujos son el iceberg de su alma, un alma alimentada de sufrimiento, ansiosa de dar y recibir amor. Y yo, ¡cuánto he hecho por negárselo!
A la salida de la librería el destino echa a rodar su plan. Alguien me informa que un colega de trabajo ha sido hallado muerto en el hogar de sus padres. Me estremezco. Nadie se atreve a decir la causa, la información oficial se esconde. Luego se produce el primer desencuentro con mi esposa. Ella no está donde dijo que estaría y yo la espero donde dije que no estaría. Al fin nos reunimos, pero tomamos el metro equivocado, que retrasa nuestro viaje a la iglesia en más de media hora. Al subir los escalones que nos devuelven a la superficie de Santiago nos recibe la Gran Avenida; años que no andábamos por esos lados. En la iglesia nos aclaran que la misa de difuntos será media hora más tarde de lo que pensábamos y que el servicio funerario que trae los restos del padre de Vicky, la amiga de mi esposa, no ha llegado.
Esperamos sentados en un banco situado fuera de la iglesia, en plena calle. Ella me indica a la hermana de Vicky, la "hermana rica". Se le nota en su vestuario, en su corte de pelo, en la estampa de sus hijos. Un grupo de haitianos aparece en fila india justo cuando llega el carro fúnebre y detrás, el auto con familiares. Vicky baja sola, sin sus hijos; los haitianos corren a abrazarla. Le agradecen de esa forma la dedicación a ellos, su labor voluntaria en pro de la causa de los inmigrantes.
Todo rastro de calor ha huido de la iglesia; es como si brotara aire helado de un témpano escondido detrás del altar. Mi mujer siente el frío; viene saliendo de una bronquitis y por un momento temo que eso le haga mal. El cura no puede desprenderse de los lugares comunes; habla de "don Osvaldo", olvida que para la muerte no hay dones ni doñas, todos somos el mismo cuerpo que se degrada. Nos damos el abrazo de la paz, también con los haitianos de los bancos aledaños. Mi mujer reza, pero no comulga. Al momento de los discursos sube al púlpito uno de los hijos del difunto, quien destaca las características y cualidades de su padre: honrado, de pocos pero buenos amigos, trabajador. Dos minutos de discurso improvisado dan por finalizada la ceremonia, de la que solo resta el rocío de agua bendita y los seis hombres sacando el cajón.
Volvemos caminando hasta el metro. Sin darnos cuenta ya estamos en la estación Inés de Suárez. Mi mujer se asusta al no ver su bicicleta estacionada donde creyó haberla dejado, pero estaba donde siempre estuvo. Resolvemos que ella se irá pedaleando a calentar el almuerzo y yo me iré caminando. Me esperan, fuera de este, otros dos días libres. Hubiese deseado pasarlos trabajando, porque me pesa una enorme angustia, que no me deja en paz y me lleva a un solo punto: mi hijo. Cómo salir de esto; no bastan ni los rezos ni los llantos, es algo realmente maquiavélico, la concentración en un ser que depende en mínima parte de uno, la búsqueda de soluciones, la amenaza de los miedos que afloran desde cualquier rincón, el más banal, el más inesperado, una imagen en la TV, el salto de la gata, las mismas cosas que en otro instante depararían alegría e invitarían a la relajación del músculo. Cada intento evasivo me lleva al daño que he hecho con este carácter que, buscando la perfección, deja huellas dolorosas en la persona amada. Si fuese más ligero, despreocupado, si fuese otra persona... pero vivo aislado en mi propia trampa, sacando la cabeza de vez en cuando para tomar el aire puro que me mantenga salvo al volver a sumergirme; así ha sido mi vida toda, un respiro entre fantasías de desgracia.
Luego, a poner caras en la once, a tratar de animarme; y entonces viene la estocada, mi hijo me abraza y yo le cuento la desgracia de mi compañero de trabajo, se lo digo como señal de alarma, pero provoco el efecto contrario; vuelve a angustiarse, a concentrarse en su propio caso, en su crisis, a relacionarlo todo. Me aferro a él y me transmite su molestia: no desea un padre miedoso, un padre atormentado, necesita un padre que le infunda esperanza y valor, un padre alegre y optimista que lo saque de su estado.
Se retira a su pieza de música, le comenta a mi hija mayor lo que le acabo de decir. Y de pronto comienzo a creer que todos me aíslan como a un loco. Pienso en mi vida de loco, esa palabra que me atrae por su originalidad pero que ahora adquiere ribetes impensables, peligrosos de angustia. Un loco es capaz de cualquier cosa; la locura es la negación de la realidad. Un loco inventa sus propias realidades y las saca a relucir a través de la rabia. Ay del loco que despierte aislado, maltrecho, arrinconado su ser, no le quedará más que la soledad de su mente hermética, cueva que no sirve de refugio, sótano que aloja a una loba enferma. Llegará la noche que fue solaz del alma, invitación al descanso, hoy sinónimo de sueños pesadillescos, sobresaltos, golpes inconscientes en la cama, aleteos de murciélagos resonando en las paredes. La noche que la mente quisiera que fuese interminable, noche ausente sumergida en mundos extraños y apasionantes, acaso mundos desconocidos, mundos blancos mundos invisibles mundos ignorados mundos ajenos mundos sanadores dan paso al nuevo amanecer que ordena incorporarse, caminar a tientas hasta el baño, ducharse y afeitarse, recoger el diario, comer el cereal, lavarse los dientes, enfrentar el día, dirigirse al café con un libro bajo el brazo y una libreta en el bolsillo, vivir el día a pesar de las tinieblas, el día con sus vidas desplegadas como juego de naipes; el día bendito que recoge los despojos de mi alma y los devuelve a la vida, hijo mío, bendito que saldrás adelante a pesar de tu padre. Bendito seas. Bendito. Bendito.





  

sábado, julio 06, 2019

El mordisco imaginario

Era un camino de tierra, como siempre un camino de tierra, en bajada. Yo y mi cadena mediana, que hacía girar a más no poder. Detrás, las figuras de la televisión, que se disponían a humillarme, rostros perfectos de hombres y mujeres, guapos en sus trajes, bromeando entre ellos, no podrás escaparte de nosotros, ¡tu cadenita, de qué vale! y sin embargo hay que esquivarla. Pero le di y hasta lo dejé atrapado al más alto, al de Megavisión, que aguantaba y superaba el dolor con gestos dramáticos; claro que no había logrado hacerle daño, era una cadena hasta cierto punto sin importancia, elemento de poca fuerza, o quizá un golpe mal dado, o tal vez lo asimiló bien, no lo esquivó pero supo asimilarlo. De modo que el desenlace venía siendo previsible, como en los sueños, toda la escena estaba destinada a mi sufrimiento, a ser atrapado por ellos, acogotado, ahorcado en un rincón, aunque me quedaba la cadena; si la hacía girar podría darle en plena espalda y liberarme, lo que no ocurrió. Entonces la mente ideó una última salida, el mordisco en el brazo, mordisco de perro, y así lo hice: giré la cabeza y mordí hasta sentir la carne del victimario, a sabiendas de que después vendría la paliza.
-Despierta -me abrazó mi mujer- despierta, mi amor, estás soñando.
Llevo varias jornadas saltando, manoteando y pateando en los sueños. Quizás debiese poner una almohada entre ella y yo. De vez en cuando conviene tomar ciertas precauciones.

viernes, junio 14, 2019

La voz de la autopista

Demostración sin costo
Se vende
Vendo arriendo
Parada
La mejor parrilla sin pagar de más
En el corazón de Chile
Festina
Salida
SOS
Primera clase gratis
Salga aquí
Disponible
Vale la pena el viaje
Cuídate
Grandes ofertas
El futuro comienza ahora
Solo residentes
Nadie se resiste
No entrar
Parada suprimida
Todas las edades y razas
Áridos
Centro de distribución
Santo secreto
Aquí lo primero es tu seguridad
Vivero del alma
Gran show en vivo viernes y sábado
Sé el superhéroe que quieras
Inflamable
No contamine
Precaución de sobrepeso
Se te acabó tu pacto
Huevos lácteos
Paso inferior catemito sur
Paso inferior catemito norte
La caserita
Todos por Chile
Precisión
La noche es nuestra
¿Necesitas un cambio de aceite?
Jesús es el camino la verdad y la vida
Entrada solo compradores
Desde 1938 tu vida más fácil
Mi talento es tu envidia gusano
Alto
Religiosas adoratrices
35 años de lucha
Unión de parejas

miércoles, junio 12, 2019

Las pasiones. A manera de desahogo

Algo tienen las pasiones, en las personas débiles, que aplastan la razón, la nublan, la ciegan a pesar de las promesas anteriores, hechas una y mil veces, de que eso no volverá a suceder. A menudo nacen de las verdades más profundas que incuba la mente, represiones impuestas por la sociedad que brotan ante una ínfima provocación. El arrepentimiento que sigue a esa explosión de la lengua no es virtuoso, sino lógico; lo que cuesta es expresarlo, pero aun así no vale gran cosa. Lo que sí es digno de admiración, lo que roza la proeza, es la contención ante el ataque, la entrega irascible y vergonzosa al adversario. Decirse a uno mismo, en último término: me has ofendido, has pisoteado lo que más quiero, que es mi vanidad, pero te admiro y te sigo respetando.
Estos apuntes no tienen logro alguno; solo fueron escritos a manera de desahogo.

jueves, mayo 16, 2019

Un paseo por el Valle de la muerte

Las señales anunciaban la caída, pero mi entendimiento era incapaz de interpretar los hechos. Aun así, percibí tangencialmente que llegaba la hora final, como sucede con ese tipo de intuiciones que se dan en el sueño, donde las cosas suceden después de que se han previsto. Lo relato de esta forma, la más clara posible, con la vana pretensión de describir en forma objetiva el largo paseo que di anoche por el Valle de la muerte.
Íbamos con mi esposa al atardecer, a sabiendas de que pronto nos separaríamos. Cuando subí al ascensor quedamos de encontrarnos nuevamente, casi de inmediato, en cosa de minutos, pero era el ascensor de un gran edificio de los años 50, puertas anchas de metal brillante, un aparato desmedido que me superaba, o tal vez fue descuido, de seguro fue un descuido mío, porque cuando otra pasajera me hizo ver que no había marcado el piso 2 y lo marcó ella por mí, la máquina ya se remontaba dos o tres pisos más arriba, y por muy inteligente que fuera no se iba a devolver de buenas a primeras porque mi deseo, mi orden, fuese esa.
Eran muchos pisos, cincuenta pisos; el ascensor iba subiendo cada vez más rápido al cielo, con un zangoloteo preocupante.
Debía devolverme, el otro hombre que compartía el ascensor daba muestras de intranquilidad, un señor de mi edad, abrigo gris, rostro ojeroso, acaso un fumador empedernido. Arriba nos enfrentamos con un pasillo extraño, inhabitable, cortinas cerradas de lo que pudieron haber sido grandes oficinas, locales comerciales. No había otra salida que bajar, pero entonces el hombre, más lúcido que yo, hizo ver lo incomprensible. ¿Estábamos muertos? ¿Nos habíamos precipitado al vacío durante ese viaje inestable y no lo sentimos?
Los patios, generalmente embaldosados, se asocian con zonas reducidas, cerradas con paredes o galerías; pero este que me recibió al bajar se parecía más a un espacio abierto en un pueblo campesino. Estaba delimitado por hileras de árboles otoñales que daban a un campo típico de nuestra zona Central, un plano terroso donde crecen verduras. A los pies de los árboles, vendedores ofrecían sus productos. Al centro, sobre la tierra dura, caminaba yo bajo un cielo espeso que no dejaba escapar la más mínima brisa. Me hallaba, mal que me pesara, ya no cabía duda alguna, en el Valle de la muerte. Era la tarde de un día frío y gris. Comenzaba mi periplo por el el país de los muertos, un comienzo nada de esperanzador para una experiencia que habría de ser eterna. ¿Podía, era posible fugarme? Había, en efecto, un portón de campo que daba a la salida, una simple suma de palos cruzados que se abría con facilidad. Me bastaba con correr el alambre que lo unía al cierre para pasar al otro lado, donde estaba la vida. Pero al abrirlo solo vi tinieblas, extensión de la tierra que habitaba. Eso me confirmó que no se podía salir. No había salida.
Sentado en uno de los escaños contemplé con optimismo la llegada de los mozos. Traían una bandeja con vasos de whisky con hielo, más la botella. Todo un panorama; pero eran vasos ordinarios.
En el salón había llegado el momento. Me rodearon, me sentaron, no a la fuerza, porque allí la fuerza no tenía sentido, los mandatos eran imperativos y la obediencia, ley suprema. Empezaron a operarme, a introducirme mangueritas de plástico desde el cuello hacia la zona abdominal, mientras me advertían en voz muy baja, casi suplicando, quejidos irónicos, amenazas veladas, blasfemias, sobre mi ingreso a la vida eterna. Era la parte central del proceso, el sello definitivo de mi incorporación. En la espalda me sometieron a otra punción. No sentía dolor, sentía pánico.
Hablaba en sueños, pedía auxilio con una voz gutural, desconocida incluso para mí. Era otra voz, la voz de un hombre gordo, intervenido, que reflejaba la antesala de la locura. Otros me oirían hablando en sueños y dictaminarían mi locura. Moví la cabeza de un lado a otro, como las plumillas de un parabrisas, sabía que podía estarlo haciendo por toda la eternidad.
Y sin embargo debía regresar donde mi esposa.
Anduve por el campo, pasé por dentro de una casa donde una madre le daba de mamar a una de sus hijas; la otra niña, chiquita, me sonrió. Apareció el perro de la casa y me persiguió ante la presencia de la familia, era un perro clásico, grande, blanquinegro. A punto de morderme. Bajé al camino, me siguió, se mantuvo al acecho.
Iba al lugar esperado, caminando en tiempo real la larga cuadra de Hernán Cortés, entre Villaseca y Pedro de Valdivia. En tiempo real, me repetía, es un sueño y lo estoy soñando en tiempo real.
Llegué, al fin, sin grandes esperanzas, porque no sabía con qué me iba a encontrar. Era un parrón multicolor cubierto de guirnaldas. Al fondo, en el altar hindú, me esperaba mi esposa, vestida con un sari azul con amarillo, rodeada de ayudantes.
Inciensos, velas. Techo cubierto con gasas de colores. Para acceder al altar debía prosternarme en una tabla puesta en bajada. Fue problemático y fallido: me acostaba y retrocedía, resbalaba hacia abajo, hasta tocar el suelo con los pies, y volvía a intentar la maniobra.

sábado, abril 27, 2019

El perro embalsamado

Ya no se veía la cordillera de los Andes desde mi ventana; la había tapado un edificio, mal moderno, aun cuando la modernidad supera enormemente en beneficios a los años pasados, incluso recién pasados, la ciencia es el mejor ejemplo de lo que estoy diciendo, de allí que resignado ante el brillante destino que me deparaba la objetiva realidad y no habiendo mucho más que apreciar, salí a la calle. Era jueves, día de reciclaje. Frente a cada propiedad las veredas se hallaban cubiertas de papeles, cartones, cajas de pizza vacías, envases plásticos y de vidrio, latas, portalámparas, pañales usados; había hasta un colchón de una plaza y otras cosas que no correspondían a materia reciclable, pero así son los vecinos, ya lo aprendí hace tiempo.
Me sorprendió ver un perro muerto sobre el colchón. Estaba tieso, pero no olía. De por sí es bastante curioso que aparezca un perro muerto entre el reciclaje, aún más si no hiede. Pero que tenga ojos de vidrio es inconcebible. Lo afirmo porque se los toqué con la tapa del lápiz pasta y sonaron, no se reventaron, sonaron como los ojitos de gato que antes llevaba en los bolsillos.
De modo que estamos ante un perro extraño, me dije silenciosamente; la gente pasaba por mi lado y me echaba miradas raras al verme con el perro. A una señora me atreví a decirle "no huele" y me fijé que redobló el paso, a pesar de que caminaba con la ayuda de un bastón. La seguí con la vista fija: unos metros más allá tropezó; de no ser por el bastón habría quedado con los zapatos apuntando al cielo.
Cuando volví de lo que andaba haciendo el camión del reciclaje aún no pasaba. Sin el menor pudor eché al perro dentro de una bolsa de basura y me lo llevé a mi casa, para examinarlo. Subí a mi pieza, eché llave a la puerta, puse al perro encima de la cómoda y allí se quedó, parado en cuatro patas, tieso como una mesa de centro, con el pelaje apelmazado y opaco y sus dientes brillantes mezcla de risa esquizofrénica y ataque de furia, mirándome fijamente con sus ojos de vidrio. Como me había quedado algo pendiente, me senté en el escritorio y comencé a hacer lo que tenía que hacer.
-Bien flojo se me ha puesto últimamente -dijo el perro. Yo no salté de miedo, porque estas cosas hay que abordarlas desde un punto de vista científico. Y la ciencia no tardó en revelarme que era un perro disecado, por eso no olía, me fue fácil dar con la solución del problema. Había resuelto la mitad del misterio; la otra mitad consistía en saber por qué lo habían abandonado a su suerte. Concluí que sus dueños se habían aburrido de él o que al cambiarse de casa lo habían echado a la basura. No debieron ser sus primeros dueños, debieron ser los segundos, porque nadie se daría el trabajo de embalsamar a su mascota para tirarla luego a la basura, a menos que el hijo hubiese crecido y con él sus sentimientos. Cuántas veces he visto a los hombres cambiar perros por mujeres. No pasa lo mismo con las mujeres; ellas suelen conservar el cariño por los animales, de modo que este perro fue de un niño que creció, eso me dijo la ciencia de la psicología. La otra posibilidad era que hubiese sido heredado de su primer dueño por parientes de mala reputación, pero me pareció que la primera probabilidad era la más factible.
Seguí haciendo lo que tenía que hacer, pero no me lograba sacar de la cabeza el misterio del perro embalsamado. Había algo que no cuadraba. Ya daría con el problema. Una vez que se da con un problema es posible solucionarlo; antes no, a menos que sea un problema de resolución propia, o que con el tiempo deje de ser un problema. Por ejemplo, los zapatos nuevos que hacen doler el pie. A la semana ya dejan de doler. En ese caso se trata de un problema que se resuelve con el tiempo. Ejemplo de problema de resolución propia es el del gato con hambre. Va el gato y caza un pájaro; no es fundamental comprarle alimento. O el gato se mete en la casa de al lado y se come un trozo de carne que hay sobre la mesa. Pero existen problemas endiablados, hechos para volverlo a uno loco. En lo que respecta a mi persona, sin ir más lejos, nunca he logrado comprender el dilema de Aníbal y los elefantes. De niño me imaginaba los cerros como los dibujaba: primero subiendo, luego una punta filuda con un copete de nieve, luego bajando. ¿Cómo podían caminar los elefantes, sobre todo cuando llegaban a la punta filuda? Y eso no era todo. ¿De qué se alimentaban? ¿De maní? Entonces los elefantes de Aníbal eran una completa paradoja, de acuerdo con la ciencia de la lógica, porque tenían que cargar sacos de maní que se comían ellos mismos, de lo que se desprende que el de los elefantes era un viaje en vano, elefantes cargando su propio alimento. Un desperdicio táctico que bien pudo ser la causal de la derrota de Aníbal con Escipión el Africano. Nunca he visto que los libros se refieran a este punto.
-Póngale más empeño en sus labores -dijo el perro.
¡Por fin daba con el problema! El perro hablaba, algo totalmente inconcebible para la ciencia.
Mi casa está en medio de una plaza rodeada de viejos edificios, se parece a la Plaza Mayor de Madrid, pero a la chilena. En La Cisterna. Cada día que pasa los edificios van creciendo, de forma tal que mi casa se va achicando. Es como si una máquina la fuera bajando a las profundidades de la tierra, donde reinan la sombra y la humedad, lo que hace que la luz del sol llegue una pura vez, tipo dos y cuarto pasado meridiano, con un rayo que cruza por milagro la montonera de edificios. Por las tardes el paisaje adquiere tonos lúgubres, melancólicos, evocadores. En medio de la plaza miro hacia todos lados y solo veo contornos de edificios, cientos de ventanas con las luces apagadas, luces que se van encendiendo mientras cae la noche, postes de luz que van comenzando a combatir la oscuridad bajo sus pies. Nada de autos ni de buses; los autos y los buses pasan por calles paralelas, alejadas de la plaza, y los pájaros duermen en árboles muy protegidos, a kilómetros de distancia. Las damas vuelven de sus trabajos y caminan como ratones, apegadas a las paredes, sin hacer un ruido. Por extraña coincidencia, todas llevan pañuelos cubriendo sus cabezas, de diferentes colores, pero predominando los tonos amarillos y violetas. Cada vez que soy testigo de una escena como esa me parece que llega la hora de correr, huir a la madriguera antes de que las fuerzas me venzan, las fuerzas invisibles escondidas en la bruma de la noche, antes de que las damas desaparezcan con sus pañuelos de colores y la gran plaza quede vacía, solo ella, yo y las fuerzas invisibles; casi siempre es la misma historia, se repite a pesar de que inalterablemente tomo todo tipo de precauciones para que la pesadilla no se vuelva a consumar; en efecto, solo en medio de la plaza inicio la carrera y un sinnúmero de inconvenientes me salen al paso, me obligan a desviarme, las fuerzas invisibles adoptan formas ridículas, de arañas del porte de un gato, bandadas de golondrinas que desarman mi peinado, maestras que me hacen ver mis faltas, omisiones, mi holgazanería, se habían mimetizado entre las damas y las descubro por sus pañuelos de flores marengo, pero son solo ecos, voces imaginarias que vienen de los pisos altos, y son tantas que no sé si correr al sur o al norte, tomar la acera de los almacenes o escapar de frentón por la calle, a riesgo de que un microbús fuera de servicio doble la esquina e ignore mi presencia.
-Deja de molestarme, perro tal por cual -lo insulté, pero con voz nerviosa. Le abría un flanco y lo detecté en sus ojos, pero ya había hablado, las palabras no se las lleva el viento, no se pueden borrar. Lo que queda es la inflexión, lo dice la ciencia de la comunicación no verbal. Dicho y hecho. No pasaron ni quince segundos cuando el perro contestó:
-No se me ponga nerviosito, mire que yo no ladro.
Peor aún. Si no ladra es que muerde.
Pero esto de los quince segundos resultó ser todo un desafío. Quince segundos para responder un insulto denota un carácter calculador. Encima, patriarcal, maduro, condescendiente. No podía descartarse tampoco que fuese un perro de inteligencia limitada, un perro que necesitara tiempo para responder, como hago yo cuando mis superiores me presionan. No eché a los dados las posibilidades, sino que las analicé utilizando toda mi fortaleza intuitiva, que de alguna manera es un talento que a veces excede a la ciencia, lo ha proclamado hasta el cansancio la academia. Discurrí que el coeficiente intelectual del perro sería bajo si su respuesta hubiese sido superficial, anodina, extravagante. Mas no fue eso lo que oyeron mis oídos. Sus palabras, certeras, habían dado en el blanco. Me asomé a la ventana y divisé, apenas, el resplandor de la Luna, tapada por los edificios.
-Cómo se llama usted -lo apreté, pero usando un trato respetuoso.
El perro dijo mi nombre. Qué coincidencia. Eran más de las diez de la noche y todo indicaba que debía apagar la luz y meterme a la cama. Ya se me caían los ojos de sueño.
-Buenas noches, mañana seguimos con las leseritas -me despedí, muy caballerosamente.
-Hasta mañana.
Al día siguiente ni me acordé del perro. La situación era demasiado caótica como para darle importancia a un tema baladí. La plaza era un hervidero de gente, que huía emocionada y en desorden de las bombas lacrimógenas disparadas por los uniformados desde un ángulo estratégico. Los negocios estaban cerrados y las clases se habían suspendido. Las damas ese día no salieron a la calle, de modo que al caer la noche no las vi pegadas a los muros con sus pañuelos en la cabeza. Los muros lucían tristes, solitarios, oscuros y rayados. Aún costaba abrir los ojos. "Auxilio, auxilio", lloraba el perro, arrimado a la ventana. Corrí a mi pieza y le eché llave a la puerta. En efecto, el perro se hallaba asomado a la ventana y sus ojos lucían enrojecidos. Quería decir que alguien lo había puesto en ese lugar para hacerlo sufrir, puesto que sus patas seguían tan rígidas como antes, de lo que se desprendía a medias que no pudo haber caminado para encaramarse al marco; es decir, alguien se había dado el trabajo de abrir la ventana, levantar al perro, poner sus patas traseras en un pisito y las delanteras sobre el alféizar y exponerlo mañana y tarde al efecto de los gases lacrimógenos. Pero quién. Desde luego no podían ser mis progenitores; ellos llevan años... es como si aún reposaran en la marquesa CIC de dos plazas, como antes; ella, planificando en su libreta, agobiada y feliz; él, incapaz de ahorrar un centavo, arrebatándose por nada, lanzando quejas perceptibles a tres casas de distancia. Calculé que si unos aviones F-5 lanzaban un racimo de bombas sobre los edificios, yo volvería a ver la cordillera de los Andes, pero con lo bueno que sería eso no lo deseé ni por un segundo, porque un bombardeo siempre trae más mal que bien, no se necesitan libros para saberlo. Volver a levantar edificios parecidos costaría un mundo y por lo demás ya me había encariñado con las imperfecciones de la vida. He terminado aprendiendo que si la vida no es fuente de problemas no es vida, peor aún, si la vida no ofreciera problemas no habría ciencia que los solucionara. Y qué sería de la vida sin las leyes de la ciencia. Nada. Así que cerré la ventana y me embarqué en la solución definitiva de la madre de los problemas, porque yo no tengo un pelo de tonto y si no abordaba la situación era sencillamente porque le estaba dando tiempo, digo que le daba tiempo al perro para que se autodelatara. Pero como no lo hacía, y en vez de eso adoptaba la postura de la víctima, me dio rabia, esa es la verdad. Uno actúa muchas veces por rabia. La rabia es la que mueve al mundo, más que el amor, porque el amor es bueno y hace bien, y el bien solaza y lleva al descanso, en tanto que la rabia hace avanzar y aplastar, y una vez que se aplasta ya no se puede volver atrás, es como las palabras que no se lleva el viento; el desahogo de la rabia es superior al éxtasis.  
Le abrí la tarasca con las dos manos hasta desencajarle la mandíbula. Alumbré hacia adentro con mi linterna, hacia las profundidades del perro, y de inmediato descubrí un parlante, por el cual deduje que le salía la voz. Era el famoso parlante Rockford Fosgate de 10 centímetros, hecho como a la medida para ser pegado dentro de la garganta del animal. El hocico semiabierto mostrando los dientes hacía de perfecta caja de resonancia.
La vida está llena de secretos y la ciencia se va encargando de destaparlos, es un cuento de nunca acabar que conduce a la ignorancia más absoluta; los nuevos descubrimientos no hacen más que dejar en ridículo todo lo que se sabía antes, de modo que no pocos, como yo, lo que intentan es dar el salto que conduzca a la verdad suprema, como quien dice hacer un rodeo tramposo.
Esa noche ya me iba a dormir, con el problema solucionado en un 75 por ciento, cuando se me ocurrió pensar en la idea más lógica de todas, idea que desbarataba de un plumazo todo asomo de fantasía o ficción, estilo cuento de terror, en la trama que vivía desde que se me ocurrió meter al perro embalsamado a mi pieza. La idea saltó en el momento en que me disponía a entrar al sobre, donde me esperaba el guatero, calentito. Cómo, me dije a mí mismo, era tan fácil y lo vengo a descubrir recién ahora: alguien del barrio me habrá tendido una trampa. El bromista instaló al perro encima del colchón, sabiendo que no sería otro sino yo quien me lo apropiaría. Lo llenó de artilugios, lo proveyó de cablería secreta y lo convirtió no en un espía, como haría otro menos bromista y más inteligente, sino en un recordatorio moral, en una especie de voz de la conciencia; sabedor, pues el pillo me conoce bien -ya que se trata de un pilluelo, no de una pilluela, lo delata el timbre de la voz del perro- de que tocaba mi punto flaco al dárselas de Pepe Grillo, ausentes mis padres, espiritualmente, para recordarme los grandes principios de la ética. De lo que desprendí que a lo menos debía de tener un chip incrustado en alguna parte de su cuerpo y, horror, mi habitación forzosamente tendría que estar vigilada. ¿Cómo, si no, saber lo que hago, lo que no hago, lo que me dispongo a hacer, lo que pienso? ¿De dónde esa vocecilla ridícula, ese tono melifluo aludiendo a mis tareas pendientes?
¡Cámaras! ¡Cámaras! ¡Cámaras desde todos los ángulos de mi pieza! ¡La ciencia y la tecnología llevadas a su grado máximo!
Afortunadamente me he aprovisionado de herramientas para detectar este tipo de intromisiones. Los días del bromista estaban contados; había dado con el hilo de Ariadna y una vez que llegara a la base de la cañuela sabría a qué atenerme, sabría si adoptar la actitud de Teseo, de un dios hindú o de un guerrero ninja, todo iba a depender del rostro que se me enfrentara.
-No se pase tantas películas -dijo el perro. Le brillaban los ojos y los dientes, por un efecto óptico emanado de la inusual luminosidad que se desprendía de la plaza.
-Dime algo, amigo, antes de que me vaya a dormir.
-Lo que se le ofrezca.
-¿Estamos a años luz de la verdad, o ya la hemos dejado atrás?
-No quiera pasarse de listo; vaya a acostarse, será mejor.
-Tienes toda la razón. Buenas noches.
Y le dije mi nombre.
-Buenas noches.
Apagué las luces, cerré las cortinas, saqué el guatero y me lo puse sobre las piernas; me senté a esperar. El perro me miraba con sus ojos de vidrio, parado sobre la mesa del televisor, cubriendo la pantalla con su cuerpo, como saliéndose de la pantalla. Todo estaba en silencio, todo oscuro, aun así las vibraciones venidas del exterior resultaban demoledoras. Nadie en su sano juicio hubiese imaginado dar con la solución del misterio del perro embalsamado en esas condiciones. Era necesario, antes que nada, hacer callar al mundo. La física me hacía ver el absurdo de tal desafío, diríase que la física se burlaba de mis pensamientos, me los devolvía a la cara en la forma del pestañeo del neón o los gritos rabiosos de los manifestantes. Ácidos olores penetraban por las rendijas de la ventana. Y yo esperaba, ingenuamente, que algún punto rojizo invisible a la luz delatara la presencia de las cámaras. Así pasó la noche; los primeros destellos del amanecer abortaron la misión y cuando abrí los ojos me sorprendí de constatar que estaba dentro de la cama, bien  arropado, el guatero tibio al borde de mis pies.
Iba siendo hora de utilizar mis herramientas. Encendí el detector de cámaras ocultas. La matriz de led con batería interna de iones de litio creó de inmediato un fuerte reflejo en el ángulo menos pensado de mi pieza, el que daba en diagonal al rincón del lado de la ventana: allí estaba la camarita, una al menos, minúscula como los ojos de una hormiga.
-Piensa que me ha pillado, señorito, pero se equivoca medio a medio -dijo el perro. Se notaba que se había puesto nervioso, porque le temblaba ligeramente la voz. Además, de sus ojos brotaba una extraña humedad. Ahora que había descubierto la cámara solo restaba saber de dónde procedían las órdenes que la hacían funcionar y cuál de los granujas de mis vecinos se hacía pasar por la voz del perro, y por qué hacía lo que estaba haciendo, de qué se trataba el negocio de perseguirme, de acosarme en mi propia habitación, como si no bastara con los ataques que se reciben desde todas partes de la tierra, empezando por la plaza y esos enormes edificios que no hacían más que crecer y crecer, como la maleza en los campos o los hongos en los bosques después de la lluvia.
Descifrado el enigma de la cámara, me bastó con realizar un barrido científico para dar con el autor de la broma, si la ocurrencia pudiera llamarse así. Se ubicaba en el piso 23 del edificio en diagonal a mi casa, en el sector norponiente, un edificio como los demás, ni tan fastuoso ni tan simple, quiero decir que no sobresalía ni por altura ni por diseño; o sea, algo normal para la plaza, pues lo anormal había pasado a ser mi casa, cada vez más profunda, sepultada.
Fotografié las pruebas del espionaje, pero me faltaba descubrir el motivo. Partí una mañana de martes a investigarlo, resuelto a no regresar sin la solución. La conserjería se hallaba en un estado de alerta superior al habitual; aunque podía ser que a esta altura de la vida todas las conserjerías fuesen iguales, hacía tanto tiempo que no entraba a un edificio que me resultaba difícil, si no imposible, saber la verdad acerca de esta inquietud, de esta suerte de sorpresa que me llevé al entrar, desconcierto que me dejó lelo, avergonzado de mi falta de profesionalismo en la materia, en circunstancias que mi vida entera no había sido sino un ensayo destinado a hacerle frente a este momento. Se trataba de pasar una barrera, y para eso se precisaban conocimientos, datos precisos, innegables, que no llevaba conmigo. A quién iba a visitar, por ejemplo, y cuál era el número de su departamento. Qué rabia interna sentí entonces y cómo traté de ocultarla a los ojos del conserje, y cómo traté de esconderle mi rostro, mi estilo, mi modo de vestir, cómo traté de pasar de incógnito ante su mirada serena, escrutadora.
Cometí el error de dar los buenos días al momento de retroceder, abrir la puerta y desaparecer. Si me retuvo en su memoria no lo supe; habría de comprobarlo al volver.
-Me fuiste a ver, pero no tomaste precauciones.
El perro me había tratado de tú, señal de disgusto con mi persona.
-Ya sé que fuiste tú; solo me falta conocer tu rostro -le contesté, calmado. Por ningún motivo le revelaría mi estado interior de fuerte conmoción; ríos de vergonzosa inmundicia me corrían por la mente en el instante en que abrí una caja de leche, llené un vaso de vidrio y me la eché a la boca, ansioso de purificar mi alma, de volver a esa niñez que me iba siendo esquiva. Qué ganas sentí de olvidarme de todo, dejar de acometer tareas hercúleas y entregarme con la mansedumbre que recordaba de ellos a sus brazos estrictos. Pero el deber se imponía, ya lo iba viendo. Ese deseo fue un soplo de viento que, tal como había entrado por una hendija de la ventana se devolvió a la ciudad.
-Poco y nada sacas con llegar al final de la cañuela. Mucho antes que eso esparcí por el mundo, aquí y allá, donde hubiese hermanos tuyos, tres o cuatro genes que contaminarían para siempre a la especie. Ha sido mi forma de revancha por el castigo que recibí de él. No sé por qué te cuento a ti estas cosas. Tal vez he intuido tu vocación científica de artista derrotado.
Cáspita, eso sí que era hablar. A partir de aquel momento le tomé respeto. El perro poseía el secreto del entendimiento, el secreto del hilo de la vida. Su poderosa mente abarcaba el mundo entero, costaba creerlo, el razonamiento de cada una de las personas que lo habitan, lo habitaron y lo habrán de habitar; el perro entendía a cada una de las personas en cada uno de sus momentos. No habría un símil más perfecto para su estado que el de los átomos que circulan eternamente en el espacio, que se introducen en nuestros cuerpos y salen de ellos como entra y sale el aire viciado de mi habitación.
-Ya sé dónde vives, ya he descubierto tus cámaras y tus micrófonos, tus miniparlantes -le rebatí, inseguro.
-Intentas penetrar en mi morada, pero eres un niño de pecho...
Sus palabras desafiantes me devolvieron el ánimo y a partir de aquel momento me juramenté para lograr el objetivo de acceder a su esquiva faz.
Amanecía cuando me despertó su voz. El perro estaba nuevamente asomado a la ventana, y me ladraba, furioso.
-Apúrate, si es que aprecias tu rutina, que ya han vuelto a comenzar con sus afanes.
Lo tomé por debajo y lo deposité en su rincón; el pelaje me dejó las manos polvorientas, toscas. Fue como si en un segundo me hubiese contagiado de algo nocivo, intranquilizador. Más allá de eso comprobé que tenía razón, una razón enorme: alguien, en una sola noche, les había agregado varios pisos a los edificios, haciéndolos cada vez más altos, volviendo cada vez más sombrío el entorno. El piso 23 en que vivía mi invasor ahora se ubicaba apenas en la medianía de la construcción, y el alboroto que eso generaba en la plaza iba llegando a niveles insoportables. Debía jugarme el todo por el todo.
-Cuál es tu departamento -le grité, le ordené. El perro dormía con los ojos abiertos.
-Dime cuál es tu departamento, o te tiro por la ventana.
-¿Que cuál es mi departamento?
-Sí. Dime.
-Mi departamento es el número 2306.
Un inmenso alivio me proporcionó su confesión. Sus advertencias eran débiles, lo había supuesto y ahora lo confirmaba. No era más que un perro presuntuoso, un espía pasado de moda, de esos de la Guerra Fría. La ciencia ha logrado sobrepasar los misterios que antes se nos antojaban oscuros e indescifrables; hoy han devenido en golosinas. El tema ahora no se halla en el número de un departamento, sino en circunstancias agravantes difíciles de diagnosticar y menos de solucionar, aun tan claras en sus orígenes, como ese revoltijo en la plaza, esos rayados y esas mujeres obligadas a pegarse a las paredes para sobrevivir.
Saludé nuevamente al conserje; esta vez iba preparado.
-¿Hacia dónde se dirige?
-Voy al departamento 2306.
-¿A quién busca?
Su pregunta volvió a desconcertarme, pero me supe defender.
-Al señor del departamento 2306.
-Lo siento. Allí no vive ningún señor. Allí vive una señora.
Mi cerebro reacciona cada vez más rápido ante situaciones aparentemente absurdas como esa. Al recordar a la velocidad del rayo la voz del perro no tardé en comprender que el famoso parlante Rockford Fosgate de 10 centímetros excede con creces los límites de un simple aparato aficionado, debido a sus típicas distorsiones y efectos especiales. ¡Cómo no lo preví! ¡Una mujer! ¡Una señora! ¡Claro que sí, ahora todo calzaba a la perfección! Aunque el conserje... con ese modo... y ese bigote recortado... esa camisa suya blanca inmaculada bajo el delantal azul... ese pelo negro a la gomina cortado al estilo militar, todo un modelo de sobriedad chilena, el equivalente a la servidumbre británica, digo que un conserje como ese suele ser el epítome del empleado fraudulento, el empleado que se las trae y que bien puede servir a don Dinero como a las organizaciones más herméticas que subyacen entre la filigrana invisible del poder. ¿Por qué no? Su actitud se hallaba a las puertas del engaño, trampa científica ideada por el mentor del perro, o la mentora, trampa ideada exclusivamente para mí.
-¿Podría avisarle que la viene a visitar el dueño del perro embalsamado?
-¿Cómo dice?
-Que la viene a visitar el perro embalsamado. ¿Le puede preguntar, por favor?
-Un momento.
Tomó el citófono e hizo la consulta de rigor, sin un asomo de ironía, como si estuviese pronunciando un nombre cualquiera.
-Dice que suba.
-Gracias.
Mientras caminaba hacia el ascensor sentía que me crecían las espaldas. ¡Da tanto gusto saberse valorado! El resonar de mis pasos me iba diciendo que ya era el tiempo de disfrutar del reconocimiento. Los malos días dormían para siempre en una cama. La vida, a la vuelta de la esquina, arroja sorpresas, de las buenas.
Los dos ascensores me recibieron con un letrero fatídico, colgado en ambas puertas:
"En reparación. Disculpe las molestias".
Más que un aviso, fue la constatación de que la ciencia, con toda su majestuosidad, es una invención del hombre. Aun así, no agaché el moño y me dispuse a usar las escaleras.
Me encontraba a la altura del quinto piso, al borde de la fatiga; desde el descanso pude comprobar que mi casa resplandecía al pie de un foso de respetables proporciones, reservado por la dirección de obras municipal a las grandes inmobiliarias. Un creciente número, una masa de inquilinos, me interrumpió el paso. Cuatro o cinco de ellos bajaban eufóricos, obligándome a esperar aferrado al pasamanos, en tanto algunas de las mujeres que había visto pegadas a las paredes entreabrían las puertas y se asomaban con una actitud piadosa para detectar al advenedizo; la multitud venía de muy arriba y copó el ancho de la escalera. Su efecto sonoro era el del viento de una tormenta de invierno, el de un grito de gol escuchado fuera del estadio. No tardé en verme bajando con ellos, empujado por la cascada humana hasta el borde mismo de la calle que daba a la plaza, convertida en un hormiguero de manos de todos los tamaños, manos grandes, callosas, de uñas cuadradas, ovaladas, sucias, manos blancas como la leche, con nervaduras azules bajo el dorso. Apretujados, esperando la acometida, atrapado yo mismo entre esas manos, alzamos la vista y guardamos silencio ante el sol ficticio que nos enceguecía desde el cielo. La noche se había hecho día, el perro refulgía desde la azotea más alta de la plaza, cuatro veces más alta que la iglesia, agigantado, fantasmagórico y genial, superando cualquier desafío revelado previamente por la ciencia. Despedía fuego por los ojos y a través de un nuevo e ingenioso altavoz profesional, cuyas características me era imposible distinguir a la distancia, declamaba versos delirantes.
Lo admiraba con rabia contenida, rendido ya ante el poder que emanaba de su centro. ¿Qué sacaría con negarlo? El mundo pende de un hilo, el agua espera contenida, lista para derramarse a la primera ocasión; el fuego abre sus siete lenguas y ase la inocencia. ¡Tanta porquería, tanta vergüenza, tanta presión! Cuanto percibo es bajeza, el viejo de pelo teñido con la partidura al medio, las gordas que reparten papeles de abogados, el gargajo verde a los pies del basurero, la imperfección de la acera, los pañuelos hilachentos, las medias remendadas, el griterío, hasta la música. Vive uno inmerso en una innoble agitación; y eso de vivir otras vidas, padecer otros problemas, echárselos al hombro como san Cristóbal se echó al niño Jesús, ¡ah!, es insoportable. Ir mirando cada rincón, morir en estado de alerta, ocultar los pecados, blasfemar en sueños... esperar sobre el cráter apagado de un volcán la desgracia, que tarda en llegar, sabiendo que llegará. ¡Tanto agobio! ¡Tanto agobio!
Solitario en medio de una plaza boquiabierta, de momento impedido de bajar al refugio de mi hogar, oía el verso enardecido del perro embalsamado, su verdad hermética nacida en la azotea:
"Tal como el cielo despejado conduce a la eternidad, la perfecta claridad de mi trabajo desemboca en la absoluta incomprensión".

miércoles, abril 24, 2019

71 años

Los cuatro amigos hicieron su ingreso en silencio, en fila india, como si pidieran perdón. Él los miró con los ojos desmesuradamente abiertos, sorprendidos. Ellos no hallaban qué decir. Eran unos ojos redondos, situados al fondo de un remolino azuloso; transmitían claramente algo que venía de muy adentro. Una forma de alegría inexplicable, rayana en la desesperación, una desesperación controlada.
A su lado, ellos parecían cuatro muchachitos, meros aficionados en la expedición a los abismos del alma, de la que solo eran testigos presenciales. No les había llegado aún la hora de la verdad.
Su amiga, que estaba de antes allí, le retiró los lentes y el computador personal de la mesita de la cama, depositando a cambio la bandeja con la comida que le traía la enfermera. Él miró la bandeja, por primera vez con un ligero gesto de desagrado. Había un platillo cubierto de trozos de zanahoria y un limón partido por la mitad. "Yo no pedí esto", comentó sin fuerzas, resignado. Levantó la tapa de aluminio que cubría el plato de fondo, le echó una mirada a su contenido y volvió a taparlo.
Los cuatro amigos se miraban entre ellos; hablaban con gestos. Habían visto previamente la mesa cubierta de papeles, lápices y apuntes. Surgió naturalmente el tema de la novela (la novela póstuma, habrán pensado al unísono).
-¿Ya está terminada?
-Sí... sí... en eso estoy.
-En las correcciones.
-Esto me ha demorado.
-¿Y el tratamiento?
-El doctor dice que es mejor sellar la pleura -comentó con voz traposa.
-¿La médula?
-La pleura. Sellar la pleura -repitió la frase y rió, se rió de sí mismo, recordando un viejo dicho que en el grupo pasaba por chiste, chiste contado tantas veces en las cenas trimestrales pletóricas de alegría y goce de vivir sobre la suerte de algún personaje conocido: lo abrieron y lo cerraron...
-¿Estás cansado, quieres comer tranquilo?
Él no respondió, pero tampoco acercó el servicio al plato.
-Es temprano, no tengo apetito.
La reunión se hacía tensa. Uno de los amigos anunció su retirada, pretextando cierto atraso, y los demás avalaron la propuesta de inmediato. Llegaba la hora de la despedida.
-¿No le van a cantar? -preguntó ella.
-Claro, por supuesto.
Se afinaron las voces, hicieron una ronda en torno a la cama y cantaron a coro:
-Cumpleaños feliz, te deseamos a ti, cumpleaños, Pepito, que los cumplas feliz.
Él cantaba también desde la cama, con los ojos abiertos, desesperadamente sorprendidos. Unos ojos redondos, aureolados por una pesada sombra. 

jueves, marzo 14, 2019

Elecciones presidenciales

La tarde del 4 de septiembre de 1958 yo estaba sentado en la cuneta en la calle Palominos, a media cuadra de mi casa, mirando sin objeto la calzada de piedras de huevo, cuando la tierra empezó a moverse. Las viviendas de la población Rubio dejaban escapar por las ventanas abiertas las voces de la radio, y lo que transmitían eran los primeros cómputos de la elección presidencial. Corrí a refugiarme en mi hogar y allí me quedé un buen rato. Como de costumbre, no recuerdo que adentro hubiese alguien más.
El temblor fue solo un susto, un hecho de la causa; repudio la sola idea de usarlo como profecía metafórica para lo que diré al final de este recuerdo. A lo que deseo referirme es a que Allende y Alessandri disputaban palmo a palmo el sillón de La Moneda. Frei aparecía relegado al tercer lugar, a una distancia irremontable, y lejos, en el último puesto, surgía el nombre del Cura de Catapilco, pero ya los analistas comenzaban a destacar que sus pocos votos, robados a la candidatura de Allende, podían inclinar la balanza en favor de Alessandri, como finalmente ocurrió.
Seis años después, Frei saborearía un triunfo histórico.
La campaña del 64 fue prendiendo en abril o mayo, cuando Frei comenzó a ganar fuerza de una manera aparentemente inexplicable. A la gente se le hizo simpático el idealismo de sus militantes, especie de soldados de Cristo, hombres y mujeres empapados de ideas nuevas que combinaban la justicia con la solidaridad y que parecían gozar de la vivencia de compartir con los demás. El programa de gobierno se plasmó en torno al famoso eslogan de la "revolución en libertad" y como era natural, los niños de entonces nos contagiamos con este fenómeno. Con el Julio y el Lucho caminábamos en fila india por las calles; el Julio dibujaba con tiza una flecha en la muralla, el Lucho le agregaba una raya horizontal y yo la otra, completando la flecha roja, el símbolo que había patentado la Democracia Cristiana. A veces uno de los tres se detenía y escribía a la rápida VIVA FREI. Mientras, el tío Pablo recorría la ciudad en su cacharro de turno, que había acondicionado para que el tubo de escape lanzara cada ciertos metros un violento disparo que hacía saltar a los transeúntes. No sé qué utilidad política podía salir de eso, pero lo cierto es que el método propagandístico resultó efectivo: todo Rancagua hablaba del "caballero medio pelado que le hacía campaña a Frei manejando un vejestorio que se tiraba pedos". Mi mamá, que se había inscrito junto con mi papá en los registros del partido, contaba que durante una reunión le habían preguntado a un prohombre de la dirigencia nacional, que se hallaba de paso en Rancagua, qué significaba el símbolo de la flecha roja. "La flecha roja, señora Fani, significa la búsqueda y el cumplimiento de un ideal. La flecha sube y le surge un obstáculo, que es la primera raya atravesada, pero no se detiene. Le surge un segundo obstáculo y no se detiene, y así llega finalmente a la cumbre", dijo que les había respondido el sabio.
Ese año 64 y frente a nuestra casa, por Palominos, en la pandereta que usábamos de arco cuando jugábamos a la pelota, aún lucía una leyenda desgastada escrita a carbón seis años antes: Allende es el pan. Desde el comedor, a la hora de almuerzo, nos reíamos de la frase con el Vitorio y mis papás. Nos imaginábamos a Allende con cuerpo de pan francés y pensábamos hasta en los pelusitas cometiendo un acto de canibalismo. Para nosotros, que teníamos pan todos los días, Allende es el pan era una frase ridícula, pasada de moda, al contrario que la marcha de la patria joven, el bombo del guatón Becker y los encendidos reportes de Tito Mundt desde el lugar de las concentraciones multitudinarias.
Cuando ganó Frei se produjo un despertar, pero la verdadera locura se desató meses después, en las elecciones parlamentarias. La DC había obtenido una votación impensada. En Santiago había ganado tres de los cinco cupos senatoriales, perdiendo un cuarto senador por exceso de humildad: solo había inscrito a tres postulantes en su lista.
Esa noche acudí como toda la ciudad al centro de Rancagua a formar parte de un espectáculo del que yo conocía solo un antecedente, el sensacional triunfo de Chile a Unión Soviética en Arica, tres años antes, que causó revuelo nacional.
Descubrí entonces que en la calle Independencia todos eran democratacristianos. Tengo el recuerdo de haber visto caras eufóricas de gente joven, muchachos de terno y corbata que se abrazaban , chiquillas que tiraban challas, y también el recuerdo de la voz de mi padre. Se perdió el cuarto, Fani, decía con una voz entre devota, incrédula y firme, como si lamentara una desgracia con un asombro optimista, como si se quejara de lleno.
Pero está demostrado hasta el cansancio que el camino al infierno se halla plagado de buenas intenciones. La borrachera de esa noche de marzo de 1965 en Rancagua y en todo Chile acabó al día siguiente. La sucedió una resaca que duró 24 años. Al gobierno de Frei se le fue escapando de las manos la conducción social; la rueda de la historia giró en otro sentido y al país y su gente, yo con ellos, comenzó a rodearnos una telaraña pegajosa de reivindicaciones, resentimientos, exigencias, enfrentamientos, torturas, desapariciones, frustración, desconfianza, odiosidad, sadismo y muerte.
Vergüenza.

lunes, marzo 04, 2019

La mujer difícil

Desde el punto de vista masculino, viril, ella era una mujer difícil. Se quitaba el traje de dos piezas con la mirada perdida, y si la tocaban sacaba la voz para hablar del tiempo, la oficina, las noticias de la televisión.
-Eres maravillosa...
-Regálame unos aros.
Hastiada de él, la chispa del deseo no hacía conexión en la mujer difícil. Tal vez por eso torcía la mirada, o quizás porque la esperaban diligencias realmente importantes, que resultaban ser nuevos minutos vacíos, pero libres, ausentes de preocupaciones.
La mujer difícil aumentaba el misterio del sentido de la vida. ¿Qué es vivir, además de ser testigo, de sentir en carne propia el paso del tiempo? Vivir era Valvivia, y Valdivia, sus bosques y sus lluvias, se hallaba demasiado lejos, a casi mil kilómetros de distancia. Una carnada que sin embargo no dejaba de morder; una vieja carnada que se le iba tornando más fresca y apetitosa cada vez.
Ni por un instante el hombre pensaba que la mujer difícil era maravillosa. Si se lo dijo fue para congraciarse consigo mismo, para darse la impresión de que hacía algo bueno, edificante, aun desde la esencia del problema moral que ella le planteaba a su discernimiento. Ni siquiera buscaba en su cuerpo la satisfacción de sus deseos. Tal vez lo que buscaba era traducir a realidad sus fantasías, hacer materia lo que se cuece en la mente, vana labor, imposible.
Ese día habían quedado de verse en la esquina habitual. Hablarían un par de minutos, como siempre, y luego atravesarían a su pieza. Adentro habría sexo, con las cortinas corridas. Sexo instintivo, oscuro, encerrado, impersonal y hasta insensible.
-Eres maravillosa...
-Esa corbata te sienta. Me gusta.
Pero ella no llegó.
El hombre subió al departamento de la mujer difícil y abrió la puerta; se encontró con un panorama febril. Un grupo de niños, entre los que se encontraba su hija, corría por las habitaciones, mientras el agua de la lluvia se filtraba por un rincón del cielo de yeso.
-Vengo a buscarte -le dijo a la niña-. ¿Ya terminó el cumpleaños?
Su hija no le hacía caso, de modo que no le quedó otra opción que tratar de entablar algún diálogo con los demás mayores que esperaban el momento de retirarse con sus propios hijos. Unos permanecían sentados en sillones de brocato y otros se amontonaban bajo los dinteles, como pasajeros del metro.
De pronto entró la mujer difícil. Parecía muy pequeña, venía de sus quehaceres y en vez de hallar su casa serena y ordenada se encontró con una especie de carnaval de animales. En la penumbra recargada de objetos apenas perceptibles la pieza lucía pesadillesca, el hombre nunca había reparado en ello. De las paredes adornadas con papel mural colgaban innumerables cuadros y retratos familiares; había un macizo escritorio colmado de utensilios menores, vasijas de metal, espejitos, cajas musicales, un jarrón de porcelana con su lavatorio. El escritorio ocupaba un costado completo de la sala de estar, frente al cual se plantaba un piano negro de media cola.
Ambos se miraron con cierta indiferencia, como si no se conocieran, para despistar. Él quiso llevarla a la habitación contigua para besarla; ella tomó de la mano a su propia hija y le recordó:
-Ya se va el tío. Despídase.        
La pieza comenzó a remecerse, era un temblor que le recordó a Valdivia; caían los vasos y los tinteros, se desplomó el televisor y del cielo se desprendió la lámpara. Las paredes se abrieron, dando paso a un polvo irrespirable, y de un rincón asomó el fuego.

viernes, marzo 01, 2019

El asistente

Personajes:
Gómez
El asistente
El narrador omnisciente
La clienta


(Una oficina).
El narrador omnisciente: De vuelta del almuerzo, Gómez suelta unos pedos en el ascensor que lo sube sin acompañantes al piso 7. Mientras examina el celular huele sus gases mirando hacia los lados, hasta que el elevador se detiene abruptamente. Abre la rejilla, desganado, y se dirige a la oficina, donde lo espera su asistente.
Gómez: ¿Ha llamado alguien?
El asistente: No, señor Gómez. Le tengo lista su...
Gómez: ¿Seguro que no?
El asistente: No, señor Gómez.
Gómez: ¿Correspondencia?
El asistente: Llegó esta carta.
-Dámela.
(La abre y lee).
Gómez: Es una cadena, ¿pa qué la recibiste?
El asistente: La tiraron por debajo de la puerta, señor Gómez.
Gómez: ¿No sabís que traen mala suerte? Baja a comprar sobre y papel con plata de tu bolsillo. Escríbete veintiuna cartas y a la salida las vái repartiendo por el edificio.
El asistente: Voy al tiro, señor Gómez. ¿Se le ofrece algo más?
Gómez: Ando con acidez. Tráete una sal de fruta.
El asistente: Bajo, señor Gómez.
(El asistente sale de la oficina).
El narrador omnisciente: Así corren los días en esta oficina entre el señor Gómez y su asistente. Yo me limito a describirlos, sin tomar partido en el asunto.
(Vuelve el asistente).
El asistente: Aquí está lo que me encargó, señor Gómez.
Gómez: Ponte a escribir y avísame si llama alguien. Voy a echarme una siestecita.
El asistente: ¿Lo despierto si lo llaman?
Gómez: No me molestes. Pero avísame.
El asistente: Sí, señor Gómez.
(El asistente se sienta a teclear).
Gómez: No teclees.
El asistente: Sí, señor Gómez.
Gómez: Te dije que iba a dormir la siesta. ¿Qué estái haciendo?
El asistente: Había empezado a escribir las cartas, señor Gómez.
Gómez: Escríbelas a mano y déjate de huevear.
El narrador omnisciente: La oficina adopta la atmósfera de un mausoleo de dos compartimientos con un cadáver en cada habitación; uno que ronca a pata suelta en una salita privada y otro que escribe en la sala principal. El asistente, sentado en su silla de plástico, se entrega sumiso a su pesada fatalidad en el recinto ciego, cuyas ventanas dan al patio interior del viejo edificio. Apenas vislumbra las paredes descascaradas, las réplicas de cuadros impresionistas, los diplomas deslavados, la puerta del baño, la puerta que da al “dormitorio” de su jefe.
El asistente (deja de escribir y murmura): Hoy cumplo trece años con usted, señor Gómez.
El narrador omnisciente (mientras el asistente retoma su labor): Hoy cumplo trece años con usted, señor Gómez. El asistente espera decírselo con esas mismas ocho palabras; se las ha aprendido de memoria el día anterior. Es el homenaje, la sorpresa que quiere darle a su jefe. Al asistente se le humedecen las manos al repasar su discurso. Se las frota con una toalla de papel; no desea que él repare en ese detalle cuando se den la mano.
(Del otro lado de la puerta se oye movimiento, primero del sofá desvencijado, luego del rugido de un cuerpo al estirarse. Reaparece Gómez).
Gómez: ¿Ha llamado alguien?
El asistente: No, señor Gómez.
Gómez: ¿Quedan asuntos pendientes?
El asistente: Le tengo lista su...
Gómez: No, eso no. Me refiero a algo importante.
El asistente: Hay... cuentas pendientes, señor Gómez. Están en el kárdex. ¿Quiere que se las vaya a pagar?
Gómez: No me freguís la cachimba.
El asistente: Perdón, señor Gómez.
El narrador omnisciente: Gómez examina a su asistente. De perfil, luce demasiado delgado, casi se transparenta su cuerpo con el pálido brillo que despide la ventana. El pelo enrulado le tapa el cuello de la camisa. Al verlo a la distancia le brota un sentimiento insospechado, un raro placer. Es poco más que un insecto; se parece a una mantis religiosa, pero sumisa.
Gómez: ¿Terminaste las cartas?
El asistente: Sí, señor Gómez.
Gómez: ¿Revisaste los correos? ¿Nada del ministerio?... Olvídalo.
El asistente: No, lo de siempre, señor Gómez.
Gómez: Lo de siempre, lo de siempre… ¿no tenís nada mejor que decir?
El asistente: No, señor Gómez.
(Suena el timbre. El asistente corre a abrir. Saluda a una mujer, la deja ante la puerta y vuelve con Gómez).
El asistente (en voz baja): Es un cliente, señor Gómez.
Gómez: Dile que pase.
El asistente: Adelante, por favor.
Gómez: Cómo está mi dama buenas tardes.
(El asistente se retira a un rincón y los deja solos).
La mujer: Buenas tardes, señor Pérez. Vengo a pedirle que me ayude a iniciar los trámites para una posesión efectiva. (Pausa. Saca un pañuelo). Mi marido acaba de morir de un cáncer bien doloroso que tuvo. Un cáncer a la próstata, bien largo, le decía que fuera al doctor y no me hacía caso, se hacía el duro, se hacía el fuerte, hasta que se empezó a sentir mal y cuando lo llevamos al hospital (pausa) no había caso y murió a los poquitos días, no alcanzó a cumplir 67 años. Nos dejó una casita y un auto…
Gómez: El abogado atiende en la oficina de al lado, señora.
La mujer: Disculpe, señor Pérez.
Gómez: Gómez.
La señora: Señor Gómez…
(Gómez toca una campanilla).
El asistente: ¿Llamó, señor Gómez?
Gómez: Acompaña a esta señora a la salida.
El asistente: Señora, tenga la bondad.
(Se va la señora. Se hace un vacío en la oficina. El asistente permanece sentado en su silla, frotándose las manos. Gómez se corta las uñas en su escritorio. Tañen seis veces las campanas de una iglesia cercana).
El narrador omnisciente: Dan las seis de la tarde. Oscurece, hora de irse.
Gómez (se levanta, se pone el abrigo): Llévate las cartas y bota la basura en el incinerador.
El asistente: Bueno, señor Gómez, así lo haré.
Gómez: Chao, deja bien cerrado.
El asistente: Señor Gómez...
Gómez: ¿Qué?
El asistente: Quería decirle…
Gómez: ¡Qué!
El asistente: Hasta mañana...
Gómez: Chao, te dije. Deja cerrado con llave.

jueves, febrero 28, 2019

El aspirante

Por qué. Por qué no puedo acceder, si tengo los méritos.
El superior, amigo suyo, no le respondía.
El superior sabía más que él, intuía más que él, se manejaba en el mundo mejor que él, pero no era más que él. El superior era bajo de estatura, sospechosamente bajo, como si alardeara de su tamaño. El aspirante sabía que, detrás de su altura, el superior escondía los resentimientos más amargos y desquiciados que hubiese conocido jamás, aquellos que abrían las puertas a los territorios inaccesibles donde se tejían las telarañas que atrapaban a la gente y le daban consistencia al mundo. Pero no podía decírselo en su cara. En el fondo no eran amigos, aunque había algo demasiado fuerte que los unía.
Detrás de los barrotes, contemplando los éxitos de pobres figurillas que se paseaban delante de sus ojos, el aspirante le espetaba al superior:
-Por qué, por qué no puedo acceder, si tengo los méritos de sobra.
Suplicaba con angustia, agitando los barrotes con un ímpetu arrollador; el piso temblaba ante su osadía y por un momento las figurillas suspendieron sus trámites para echar un vistazo a lo que se les exhibía allá lejos, al fondo del pasillo.

martes, febrero 26, 2019

Delirios y obsesiones

¿A qué dedica la mente su tiempo una vez que logra arrancar los delirios y obsesiones de maleza que la pueblan y antes de que vuelvan a crecer? O dicho de este modo: ¿Constituye la verdadera dicha el ojo abierto, el oído alerta, el roce de la hoja sobre la punta del cabello?
Volcarse a realidades externas, viajar al mundo de los sueños, modificar el contenido de la sangre, ilusas escapadas, todo conduce al embudo donde van a dar las fantasías y el miedo. El miedo a sí mismo, el miedo al dolor, el miedo a perder la vida.
¿Quién, salvo un puñado de personajes literarios, le teme a la inmortalidad? Y sin embargo, el dolor de ir perdiendo a los amigos uno a uno, a los parientes, a los seres más queridos, a los amores imposibles, a los años en que fue persona y lo llamaron por teléfono, le escribieron una carta, le concedieron un crédito hipotecario, resultaría insuperable. Enfrentado a un mundo que cambia día a día, deshecho su cuerpo, arrinconado por un hatajo de datos y valores, el inmortal se volcaría, reducido a su conciencia, a la única obsesión posible, la del final que nunca será.

miércoles, febrero 20, 2019

Novela de terror

Si se me ocurriera escribir una novela de terror la situaría en un hotelucho abandonado del centro de Santiago. Habitaría sus tenebrosas dependencias un artista frustrado cuyo sueño sería escribir una novela de terror. La novela trataría de la vida de un hombre que escribe una novela de terror en un hotel abandonado del centro de Santiago, y empezaría así: "No por mucho madrugar amanece más temprano. No por mucho madrugar amanece más temprano. No por mucho madrugar amanece más temprano..." El hotel se llamaría Resplandor. El personaje sería yo, y mi vicio consistiría en plagiar argumentos de películas famosas.

jueves, febrero 14, 2019

Palabras de su padre a Benicio en el día de su tercer cumpleaños

Mi hermosura más chiquitita, este año has crecido mucho. Puedo percibir perfectamente como ha crecido tu empatía, en cada nuevo gesto, en tus nuevas inflexiones al hablar, tus deducciones hermosas. Estamos todos asombrados por las hermosas y complejas conexiones que haces, el vocabulario que has desarrollado, Tatines esta seguro de que eres un genio, es impresionante ver como le alegras la vida. Nosotros, tus papás, creemos que ser un genio, o no, es una idea obsoleta, y lo que nos impresiona es que te estás desarrollando sin prejuicios en todos los planos de la inteligencia; con empatía por los seres humanos, la naturaleza, la música, los fenómenos físicos, el mundo fantástico. Eres muy seguro, tienes un ímpetu gigante. Tus habilidades físicas son maravillosas, estas equilibrándote muy bien en la minicleta, tu puntería es muy buena, aprendiste a saltar y cada vez saltas más largo. ¡Estás tirándote unos piqueros también! (y unos peos). Corres cada vez más rápido, tocas unas canciones hermosas en el piano con unos ritmitos repetitivos muy lindos. Te gusta jugar a oír qué instrumentos hay en la radio Petofen y ya reconoces los violines, el piano y la flauta. También ha ido creciendo tu gusto por los autitos y trenes y mundos pequeños que a nosotros también nos encantan. ¡Y por las plantitas y los pájaros de los Petos a los que les damos comida! Tienes una sonrisa hermosa y una expresión muy amable que envidio, que heredaste de tu Mamái. Papucho, ¡eres un cantarín también, te gusta cantar y bailar! (a nosotros dos nos encanta bailar) y te gusta escuchar y contarnos historias. Eres increíblemente cariñoso, muy cariñoso y regalón, te gusta mucho mucho estar en upa, abrazar y darnos besitos y sentir al monstruo de la guata y del cuello y jugar a esconderte. También eres calladito cuando llegas a un lugar nuevo y pareciera que te tomas tu tiempo antes de interactuar con personas y contextos desconocidos, lo que me parece muy sano y hermoso. Papucho, eres libre para ir descubriendo tu personalidad y de cambiarla cuando quieras, nosotros te vamos a aceptar y apoyar siempre. Hay mucho amor y energía dentro tuyo, y nos entregas mucha felicidad y amor y amor y te amamos infinitamente y estamos enamorados de ti.
Gracias.
Tu Peto y tu Mamái

miércoles, febrero 13, 2019

Tres días

Dudé varios minutos en entrar, porque no soy de agua helada,  pero el sol había temperado naturalmente la piscina, de modo que con Marcos, sumergidos hasta el pecho y con los brazos apoyados en la orilla, comenzamos a oír las historias que nos contaba Pato desde arriba. Una vibración imperceptible recorría la zona, agitaba mansamente el agua y la brisa fresca tornaba aun más agradable la tarde; eran cerca de las seis y disponíamos de todo el tiempo del mundo.
Al momento de la once y como al pasar, Pato aclaró que no se llamaba Pato. Ni siquiera Patricio. Sorpresa general, exceptuando a su negrita, que conocía de sobra la anécdota, aunque no pareció molestarse al oírla de nuevo. Pero cómo, si todos te dicen Pato. Así es, cuando nací me pusieron Sergio pero me querían poner Pato. Todo el mundo me conoce como Pato, pero me llamo Sergio.
En la piscina la conversación había derivado espontáneamente hacia "temas de hombres". Pato-Sergio, el anfitrión, lucía saludable a sus ochenta años, delgado, rubicundo; al menos esa impresión dejaba su figura a contraluz. Mi mujer me diría más tarde que Pato le había caído bien por su carácter, como de niño de veinte años, niño idealista, desprendido, libre de las triquiñuelas que les permiten sobrellevar la vida a los mayores. Pato vestía una polera con dos rayas horizontales verde limón. Más abajo, pantalón blanco y zapato blanco. Las comisuras de sus labios siempre apuntando hacia arriba. En el agua, Marcos y yo nadábamos en felicidad. Marcos ni pensaba en sus esculturas; a mí me comenzaba a surgir la metáfora de unas células que se agrupan con sus semejantes. Además me hacía el panorama que al volver a la parcela con nuestras esposas veríamos por Netflix otra de las historias de Buster Scruggs en el televisor de 65 pulgadas, película que noche a noche íbamos vaciando junto a la botella de Wild Turkey.
-Esta cabaña que arriendas debe ser especial para parejas -le comenté a Pato desde mi paraíso acuático, impresionado por la yurta, el quincho, la piscina exclusiva, los deliciosos jardines, todo a pasos del camino a Vicuña, y a la vez oculto por la vegetación. Las tres esposas compartían en el rincón opuesto de la parcela, en la casa de madera de Pato y Rosy, edificada sobre pilotes. Pato adora a Rosy y deja constancia de su amor a cada momento. La llama "mi negrita". Ella es menor que él, no tanto pero se nota la diferencia; ella es algo así como una pantera mimada por un cordero regalón. Camina con desplante con su traje largo de lino, transparente, luce cejas arqueadas por el lápiz, boca roja y la piel bronceada, curtida por el sol, pero es su mirada la que vence a sus años, ojos escrutadores que tasan y desechan al segundo. Mi negrita. Viven sus años dorados de la renta que les deja la yurta, esa cabaña nómada originaria de Mongolia, redonda y recubierta con fieltro y lona blanca. Los mongoles la instalaban en las estepas del Asia Central y quien entraba a una de ellas sin permiso podía morir degollado. A los turistas de hoy les encanta y si hoy nos han invitado a gozar de sus delicias es porque se les produjo un bache en la agenda de Booking.  
-No creas, lo que más viene es el matrimonio con dos niños -dice Pato, caminando sobre los ladrillos que rodean la piscina. Su felicidad es natural, se diría genética. Habrá pasado estrecheces, habrá quebrado en sus negocios, pero no pierde la sonrisa ni el buen humor ni el optimismo. Después de todo tiene a su negrita, y eso le basta. Da la sensación de que luego de que los amigos se vayan y ellos queden solos seguirá con su rutina y su buen humor, como si la vida fuese igual con su pareja que acompañado de visitas. Ignoro si su negrita siente igual.
Pero la pregunta lo había dejado pensando.
-Fíjate que una vez un turista de Copiapó se alojó y quedó tan complacido que me preguntó si se la podía reservar para un amigo de La Serena. Cómo no, cuándo quiere venir. Este sábado. Conforme. El sábado llegó, pero acompañado de un gallo menor, dijo que era su sobrino. No problem. Por la tarde me llamó el tío. Don Pato, le voy a ser sincero, ¿podemos traer unas mulatas? No problem. Fueron a La Serena y volvieron con dos diosas, dos deidades, nunca había visto algo así, ni siquiera en la televisión. El tío parece que trabajaba en la minería y tenía unos días libres. Al rato me llamó para callado: don Pato, déjese caer más tardecito, como que no quiere la cosa, porque las mulatas se van a bañar piluchas. Usted hace como que está desinfectando los paltos y se cuartea.
-¿Y las viste?
-Ni loco.
-¿Pero hubo fiestoca esa noche?
-No sé. Cuando se fueron dejaron todo tal cual, no quebraron nada. Pero al hacer la limpieza conté noventa y ocho latas de cerveza vacías. ¡Noventa y ocho latas divididas por cuatro, en menos de 24 horas, restando las horas de sueño, si es que durmieron!
Noventa y ocho latas, repetía, obligándonos a calcular.
Patricia intervenía en la charla de sobremesa haciendo comentarios libres, divertidos y cristalinos. Trataba a los hombres de "chicos", hablaba del último libro de Harari y se paseaba por los recientes conciertos de música selecta de las Semanas Musicales de Frutillar y los filmes que desplegaba la cartelera santiaguina, temas que Rosy desconocía. Se hallaba a sus anchas, detalle que nunca me deja de sorprender, grata y amargamente. Me gusta ser testigo de esos arranques de jolgorio de mi mujer. Pero también ese soltar amarras y navegar sobre la proa con la brisa fresca abriéndose a través de su rostro, permitiéndose incluso bromear conmigo, haciéndome participar del juego, contrasta con el carácter apagado, callado, no quiero que la palabra asome a  mi mente, pero qué va, resentido, que ella carga a su pesar cuando, solos, nos toca compartir los momentos cotidianos de la vida. De modo que soy yo, concluí, como siempre, de modo que soy yo quien la devuelvo a la tierra chata, incluso la bajo al inframundo, le imprimo a su faz hoy tan liviana ese halo de pesadumbre, de neblina aceitosa que rodea sus párpados y se le inyecta en los ojos. Yo. El castrador, el juez y el policía. Está bien, yo, pero por qué, por qué soy así, más bien por qué me comporto así solo con ella. ¿Cuán atrás debo trasladarme en mi propia vida, o en la suya, para dar con la respuesta? ¿Es que aún no puede perdonarme esa añeja infidelidad? Analizaba mi propia historia de amor al observar la relación que llevaban Pato y su negrita.
Así como las células microscópicas arman cadenas espontáneas para agruparse con sus semejantes, haciendo de sus vidas algo tolerable, dándoles sentido por esa sola reunión, y tal como las estrellas forman asociaciones inconmensurables que les permiten disfrutar una vista espléndida del horizonte galáctico -que a su vez las observa desde el predio de enfrente-, así mismo, reflexionaba, los seres humanos tienden a formar tejidos con sus pares, de lo contrario no se hablaría de brecha generacional, racismo, clasismo, discriminación u otras incomodidades que utilizan los nuevos tiempos para exacerbar el alma de las sociedades. Cuando los hombres están con sus iguales se sienten libres; cuando no, adoptan posturas de superioridad o inferioridad, afloran en ellos conductas sospechosas de envidia, celos, compasión, lástima, miedo, insatisfacción, desprecio, escarnio, abulia, tedio. Si todos los hombres fuesen iguales vivirían como niños de un jardín infantil, abrazándose, peleándose, respirando, comiendo y bebiendo agua; se ayudarían entre ellos, se comprometerían con los demás, practicarían de buena gana la solidaridad y la alegría. Algo menos que eso encierra la verdadera amistad.
No creo ser un maldito gusano fascista reaccionario; si pensaba esas cosas era por la experiencia vivida los últimos tres días, que partieron en la parcela de nuestros amigos de años, Marcos y Cecilia, una pareja con avatares parecidos a los nuestros, rencores destemplados al desayuno, usted me compromete con sus proyectos y después se va a Santiago y me deja solo, no me diga que no es así porque es así; y tú dices que vendrán a ayudarnos con el trabajo de la parcela, pero si traes a esos franceses a vivir gratis yo me voy porque son ellos o yo; usted quiere hacer una piscina para que vengan más turistas pero quién paga la piscina, yo no gasto un peso más y vivo con lo que tengo; claro, tú vives de sueños y de tu pensión, nadie entra ni a mirar tus esculturas y te lo pasas el día entero esperando que los visitantes lleguen por docenas, en micros repletas; diálogos como esos, que escondían un amor gastado pero fuerte, demoledor, con veladas amenazas de separación, amores como los de antes, tan parecidos al nuestro, tan diferentes a lo que veía entre Pato y Rosy, o Liesbeth  y Fernando. Porque si Pato adoraba a su negrita, Fernando reverenciaba a Liesbeth, su pareja holandesa, y se lo decía con todas sus letras; es más, gustosamente pasaba a segundo plano en su compañía. Lo demostró en la tertulia que siguió a la de la parcela de la yurta, sin Pato ni Rosy, pero con Marcos, Cecilia, Paty y yo. Porque así eran las cosas en esas solariegas tierras del norte chico. Se podía pasar la tarde en una piscina temperada por el sol, tomar el aperitivo en otra parcela y ver una película con un whisky en la mano en una tercera, la de Marcos y Cecilia, nuestros anfitriones, lo que no nos dejaba de maravillar y a veces hasta nos hacía preguntarnos, ¿qué estamos esperando para unirnos a ellos?
Al contar su historia alrededor de unos pisco sours, con una pasión impensada para un europeo más del norte que del sur, la holandesa nos dejó a todos sin habla. Luego subimos los seis por la pendiente escalada del terreno y conocimos el teatro que estaban a punto de inaugurar, empresa cuyo único fin era facilitar la expresión artística de los talentos de la zona... y de la mimo Liesbeth, cuyo arte lo aprendió del mismísimo Marceau. Desde la afortunada altura de la cabaña contemplábamos el sereno atardecer, mientras Liesbeth consumía uno o dos kilovatios de los miles almacenados en su batería interna.
-Mi mamá fue escritora, pero escribir para ella era trabajo para mí, ¿cachái?
Hablaba el español fluidamente; de vez en cuando algún detalle sin importancia la traicionaba.
-La bruja me obligaba a atender a mis hermanos menores, vestirlos, darles la comida, llevarlos al escuela... ¡y yo con diez años!, pero la entendía porque había estado en campo de concentración de los alemanes. Y mi papá, en Filipinas, prisionero de guerra de los japoneses.
En ese punto rebobinó la memoria, tal parece que algo había quedado flotando en el aire, algo en lo que nadie había reparado.
-Los holandeses siempre hemos desconfiado de los alemanes. Se autoexigen buscando siempre la superioridad y la excelencia; eso los hace... los hace...
-¿Cómo?
-Inseguros, los hace inseguros. Así los veo yo.
-Parece un contrasentido.
-No tanto. Las personas más libres, las más arriesgadas y las que más fallan son las más seguras. Hay muchos ejemplos en la historia.
-Desde luego, y tú eres uno de ellos, mi amor -acotó Fernando. Liesbeth sonrió y le mostró los dientes. Tiene una boca desmesurada, como la de Julia Roberts. Su sonrisa transmitía un mensaje directo: no necesito cumplidos, quiero seguir hablando. Fumaba un cigarrillo tras otro, con fruición y ansiedad; la delataba la gravedad de su voz. Intensa, impropia de un mimo.
-No soporté vivir un día más en mi casa. Escogí el día de Navidad y en la cena me levanté, tomó la copa y yo anunció: me voy ahora mismo, para siempre. Era una casa de campo, tú abrías la ventana y estaba el bosque. Todos me miran, mi madre no dijo nada, mi papá pregunta dónde te vas y yo le dijo no sé, pero me voy. Salí con la maleta y mi papá corriendo espera espera espera yo te voy a dejar a la estación, pero al final me fue a dejar hasta París. Cuando nos despedimos me dio una tarjeta de crédito. La usas cuando estás en dificultades. ¡Pero nunca le gasté un jodido peso!
-¿Qué edad tenías?
-15 años.
-¡15 años! ¿Y cómo te las arreglaste en París? ¿A qué casa llegaste?
-Unos amigos me recibieron por unos días. Luego encontré empleo de mesera en un restaurante y por la noche dormía en el baño. Así estuve viviendo siete meses. Mi sueño era ser mimo y cada vez que se abría la convocatoria para la escuela de Marcel Marceau me presentaba, y nunca quedaba. Me presenté dos veces y no quedé. A la tercera vez fui a ver la lista y quedé. Pero antes que eso estuve dos años en una casa. Tenía 17, era un trabajo negro. Barriendo, lavando la loza, cuidando a los niños, limpiando la caca a los niños, querer culiando el patrón.
Hubo un silencio. Ella siguió, sentía la necesidad de desahogarse con sus amigos.
-La tonta dueña de casa se llevó a los niños el fin de semana y me dejó sola con el hombre. Entró a mi pieza en la noche y amenaza: lo hacemos en la casa, ¡o a la calle! Me levanto, saco el stiletto que compré y lo apunto a los ojos. ¡Atrévete! Él agarra mis cosas y las tira por la ventana y yo me voy. Pero nunca usé la tarjeta del papá.
Mientras regresábamos a Santiago, el auto iba devorando los kilómetros uno a uno y los exasperantes letreros, que no quería mirar, pero cada vez que aparecían capturaban mis ojos como las sirenas encantaban a Ulises, me lo recordaban. Km 430... Km 429... Km 428... La obsesión no me dejaba tranquilo y gran parte del viaje se consumía en la espera del kilómetro siguiente, Km 312... Km 311... hasta que conseguía olvidar, o dejarme llevar por otra obsesión, la de la fama esquiva; idear nuevas formas, encontrar el filón de Buster Scruggs, escribir mucho este año, escribir algo como no se haya escrito nunca, retirarme y escribir, y Patricia al lado, condenada al silencio que le imponía. Así era el viaje de nunca acabar, un viaje que demandaba urgencia, llegar lo antes posible a casa, echarme a mis anchas en el sillón, con la copa en la mano, leyendo bajo la luz del farol frente a la pileta de agua. La fuerza de gravedad que emanaba de Marcos y Cecilia, Pato y Rosy, Liesbeth y Fernando iba perdiendo fuerza a medida que sus historias y sus modos de contarlas iban siendo reemplazados por cuestas, puestos de venta de queso de cabra, las últimas playas visibles, los malditos cuentakilómetros. Ancladas en el valle, las tres parejas se iban guardando en el garaje de la memoria y allí, en la psiquis de un conductor, se desplegaban ahora como personajes literarios, como hilos sentimentales, como se abre la nostalgia a los buenos recuerdos.
-Después me casé con un ruso. El ruso era un bailarín que necesitaba una excusa para quedarse en Francia. Yo ya estudiaba con Marcel Marceau. Recién a los quince días fuimos presentados en un coctel. ¿Tú eres Iván? Sí, ¿y tú eres Liesbeth? Sí. ¿Entonces somos nosotros los que estamos casados? Sí. Por eso el matrimonio no duró y yo seguí estudiando con Marceau. Un día llegaron al teatro de mimos unos representantes del Crazy Horse a buscar chicas. Me miraron de arriba abajo y me contrataron. Allí trabajé nueve meses, de cuatro de la tarde a seis de la mañana, lunes a lunes. Gané mucho dinero. Los dueños eran una pareja que había perdido a su hijo bailarín y en su homenaje crearon el mejor cabaret de París, que instalaron a dos pasos de Les Champs-Élysées, como dice la propaganda. Cada noche se llenaba; iba gente de todo el mundo, clientes millonarios, tengo una cajón llena de tarjetas, pero la política del local era tenerte nueve meses porque después de eso puedes volverte prostituta, así que nos protegían y me fui, volví con Marceau, que para mí es un dios de la técnica al servicio de la sutileza, la expresión y la sensibilidad.
-Qué fuerza de carácter, la de la holandesa -reflexioné en voz alta, al volante. Patricia cerró el libro de Harari.
-Es una mujer especial.
-Y cuándo me iba a imaginar que su segundo marido era mi compañero de universidad. ¿Te acuerdas de él?, varias veces estuvimos juntos. Y enterarme por boca de ella que murió hace dos años. ¡Pero si nos encontramos hace unos meses en el Paseo Huérfanos!, o eso me parecía.
Patricia no decía nada.
-Además, no tenía idea de que estuvo exiliado en París. Yo siempre lo miré en menos y ahora, después de muerto, se me sube a un pedestal.
Se hizo un nuevo silencio en el auto.
-A veces pelean, pero es más lo que se quieren -dije.
-¿Quiénes?
-Marcos y la Ceci.
-Él la quiere mucho y ella también.
-Él lo dice con gestos, ella con palabras.
Patricia miraba la ruta, parecía ir ensimismada en algo a lo que yo no lograba acceder. Me sucede continuamente, me resulta imposible cachurear en sus pensamientos y en sus recuerdos, experimento una especie de vértigo voyerista ante sus silencios, una sensación de ser excluido de un mundo que no me pertenece, y así hemos vivido más de cuarenta años.
Mi tía no sabe nada de estas cosas, aunque si vislumbrara el haz de sombra que a menudo escapa de mi alma, escarbaría en él con esa insistencia periodística que la caracteriza y que le hace a uno a ir confesándole todo, de allí que yo tenga el cuidado de no comentárselas. Me hace bien esa ignorancia de mi tía, de modo que me limité a contarle que veníamos llegando de pasar unos días en el Valle del Elqui, que Patricia estaba bien, que todos en mi casa estaban bien y que le mandaban saludos. De ahí en adelante retrocedí en el tiempo. Si iba a verla mes a mes, o ahora que disponía de mi último día de vacaciones, no era para despertar su interés ante mis torcidas preocupaciones, sino para recordar a mi propia madre en la figura de su hermana. Mi tía Mirita no es ni la sombra de mi madre, pero yo me agarro de la finísima trama que las unió para recrear mi fantasía, la del niño eterno en su hogar eterno de su tierra eterna, Rancagua.
Éramos tres en la sobremesa de la once. Rosamaría contaba detalles de la muerte de su amiga Bárbara. Mi tía, muy interesada, seguía la conversación, sin perder detalle. Al oírla me daba la impresión de que la pena que ella evidenciaba en su relato era su propio salvavidas, que a través de historias como esas su soledad se alumbraba de sentido, que a través del ejercicio de la solidaridad en el dolor llenaba su espíritu de un dulzor que suavizaba la capa de desconsuelo que lo había ido cubriendo con el paso de los años. Rosamaría se había retirado antes de tiempo y había regresado a su ciudad natal. Vivía sola, de trabajos esporádicos que aliviaban su magra pensión. Ya no era mi jefa, pero ¡cuánto me había ayudado en mi carrera!
-Es una novela, señora Mireya, una teleserie de degradación y abandono, pero yo no podría contarla.
La mesa seguía tentando. Había queso chanco y queso de cabra, mermelada de damasco y de mora, mantequilla, jamón, panecillos dulces, jugo de naranja, dobladitas, té, café y leche humeante de un jarro blanco de porcelana. Pero las migas y las tazas vacías evidenciaban que el aparato digestivo de cada uno comenzaba a desarrollar, complacido, sus labores de artesano.
-Sírvanse un whisky -ofreció mi tía. Abrí el mueble y saqué la botella; estaba en el mismo sitio en que la había dejado el mes anterior y su contenido no había bajado un solo centímetro. Serví en los vasos redondos, con dos cubos de hielo para Rosamaría, sin hielo para mí. Mi tía esperaba que ese trámite pasara rápido; únicamente le interesaba oír la continuación de la historia.  
-En el velorio había diez personas, señora Mireya, pero ninguna corona.
-¿En qué velorio?
-El de la Bárbara, señora Mireya.
-Su amiga...
-Mi amiga, la esposa del Paragua. ¡Fuimos tan amigas! Cuando estudiábamos en Antofagasta las tres con la Cata, su mamá le mandaba de todo y ella lo compartía con nosotras. Su papá, que la adoraba, le compró un auto. Era equitadora y como periodista siempre destacó, pero antes de morir no sabía ni cómo se llamaba. Y en su velorio no había más de diez personas.
-En el velorio de la Bárbara...
-Yo me rebelé contra eso, señora Mireya. Busqué una florería y compré un ramito de rosas. Con el calor, los pétalos estaban marchitos. Peor es nada, pensé, pero cuando entré de nuevo al velorio me dio vergüenza y boté las flores a un papelero. En la sala de al lado estaban velando a una señora que parecía ser muy importante, porque la sala estaba llena de gente y el ataúd, lleno de coronas. Llamé a los encargados; eran tres venezolanos de una empresa funeraria que se ha puesto de moda en el barrio alto de Santiago. Los tres eran como Danny DeVito, rechonchos de terno y corbata y me miraban muy amables. Les mostré el cajón vacío de la Bárbara y les mostré el cajón lleno de la otra pieza. "No se preocupe, dama, nosotros nos encargamos". Al minuto llegaron con dos coronas y el velorio de mi amiga tomó cuerpo. Como a la hora volvieron a retirar las coronas, porque a la finada de al lado se la estaban llevando al cementerio. ¡Pero cómo señores! Sí, dama, son coronas prestadas. ¡Las flores no se mueven de aquí! Pero dama, qué van a decir los deudos de la finada. ¡A mí qué me importa, ustedes nos trajeron estas coronas de regalo y de aquí no se mueven! ¡Pero dama, está en juego nuestro prestigio! ¡Peor para ustedes si se llevan las coronas! Y las coronas se quedaron en el cajón de la Bárbara, señora Mireya.
-No se las pudieron llevar -acotó mi tía, con una alegría inmensa en el rostro.
-A la semana siguiente viajé a Chillán a darle el pésame al Paragua, me llevó la Charito. Llegamos a su casa en el campo y... esto no me lo va a creer, señora Mireya, lo que voy a decir no le llega a los talones a lo que vi. No soy capaz de graficar con palabras la escena.
-¿Quién es el Paragua? -preguntó mi tía.
-El viudo de la Bárbara, señora Mireya.
-Nuestro ex jefe en el diario -le agregué.
-Ah. ¿Y por qué le dicen Paragua?
-Porque es paraguayo. Pero vive en Chile hace más de cincuenta años. Era un hombre de situación, con un regio sueldo, y hoy está en la miseria.
-Ah. ¿Y qué había en la casa?
-Había un caos patagüino de grande, señora Mireya. El Paragua me ofreció una taza de té y calentó un pan en el tostador. Las tazas brillaban de grasa y el pan estaba vencido. En el lavaplatos había un alto de ollas y los pies se llegaban a hundir en el polvo del suelo. Oye Paragua, el pan está vencido, le dije, cuando vi el moho verde. No importa, chiquilla, en el tostador se arregla, me dijo. Mientras tanto se acomodaba la bolsita recolectora, porque hace tiempo le hicieron una colostomía. Como se le habían acabado las que le entregan en el consultorio estaba usando una bolsa de supermercado. ¡Una bolsa de supermercado, señora Mireya!
-El hombre pa cochino... -apuntó mi tía.
-Tiene una diabetes galopante y la presión por las nubes; todos pensaban que se iba él primero, pero no fue así. Oye Paragua, le pregunté, para romper el hielo, ¿la Bárbara te reconocía? Cómo iba a reconocerme, chiquilla, si no sabía ni quién era ella, dijo, y le brotaban las lágrimas. En el sillón al lado suyo estaba sentado su hijo autista, un cuarentón que no decía nada, puro escuchaba lo que hablábamos. Un cero a la izquierda. En eso entró la hija y me reconoció: ¡Rosamaría ji ji ji! ¡Rosamaría ji ji ji! La miré sin entender, porque no tenía ese recuerdo de ella, yo la había visto jovencita y me había parecido bien simpática, pero esta se notaba que era de las chacras. ¡Rosamaría ji ji ji!, ¿qué es del Quique Pizarro, lo has visto? El Quique Pizarro murió hace más de veinte años Carmencita, le dije. Ah... y se quedó callada. Al final, cuando me iba, se despidió bien cordial. ¡Saludos al Quique Pizarro, Rosamaría! El Quique Pizarro se murió hace veinte años Carmencita. Ah. Cuando nos subimos al auto con la Charito me hizo así con la mano y gritó: ¡Dale saludos al Quique Pizarro!
-No se daba cuenta -comentó mi tía.
Rosamaría miró su reloj de reojo; se hacía tarde. Le ofrecí acompañarla, lo que aceptó de buen grado. La noche estaba cálida, pero solitaria. Rancagua, de noche, sigue siendo una ciudad provinciana. La gente se recoge temprano y los faroles no ayudan mucho a subir el ánimo. Desparramados cada demasiados metros, lanzan desde lo alto una luz mortecina.
Caminamos las cuatro cuadras que median entre la casa de mi tía y la suya casi sin decir palabra, como si ambos conociéramos la solución del acertijo que tácitamente nos sobrevolaba. Al llegar a su puerta nos abrazamos y nos deseamos buenas noches. Ella traspasó la reja del umbral, caminó unos pasos hasta la entrada, metió la llave y de pronto desapareció.
Después de tres días de ocultas vibraciones, historias insólitas, pasiones fallidas, había llegado el momento del retorno, escrito está que la vida y los grandes mitos se componen de momentos circulares; pero entonces un velo inesperado oscureció aun más el ambiente, llamando a quien quisiera verlo a hacer las paces con la infancia. De esa forma debía de venir acompañado el ficticio renacer, que se hallaba a tiro de cañón. Mi mundo infantil estuvo separado apenas dos cuadras y media de la casa de mi tía, pero habían pasado cincuenta años desde que dejé ese barrio y jamás lo había vuelto a recorrer con el detalle con que pensaba hacerlo ahora.
Historias, historias, me he pasado la vida contando historias, ¿qué sentido tiene desenterrar la mía ahora, a quién podría interesarle? Lo ignoro, yo mismo no le entiendo el valor; confieso que me abruma terminar el relato de esta forma, confieso que las líneas que vienen, que corrijo hasta el cansancio, cambiando frases, giros, tiempos verbales y conceptos una y otra vez, me han traído más problemas y dolores que todo lo narrado anteriormente en esta crónica; días, semanas de inquietud. Aun así las ofrezco de la manera más honesta que puedo, en el sobreentendido que honestidad no es ni por asomo arte, creo que apelo a algún pasaje de Roth, el mayor de los embusteros de la literatura de alcances realistas.
Devolví entonces mis pasos por la caletera de Millán, al lado sur de la línea del tren a Sewell. Hace décadas que los rieles fueron levantados. Persistía, con otros residentes, la casa del mariconcito que tocaba el órgano en la misa de la Catedral, eso se comentaba en voz baja en mis tiempos. Sus hermanas preparaban dulces chilenos. Un sábado mi mamá les encargó dos docenas para un aniversario que se festejaría en nuestra casa. De noche, en plena fiesta, los invitados empezaron a marearse; alguien retiró los braseros de las habitaciones y todo volvió a la normalidad. Cerca de esa, no pude recordar exactamente dónde, se hallaba la de Eugenito, el siniestro joven de ojos blancos que vestía de luto riguroso y alimentaba su pensamiento con funerales y velorios. Más allá, la de Juanico, el hombre de la oreja mocha, el dueño de la cantina. Yo lo odiaba porque a veces me mandaban a buscar a mi papá y yo entraba por el pasillo a regañadientes, miedoso, y lo veía tomando pipeño con el Ojos Grandes, el Pezoa y el Conejo, bajo el parrón. Hoy se podría visitar a todos los nombrados en el cementerio de Rancagua. Un sábado jugábamos a la pelota cuando un ebrio salió de la cantina y ofreció plata al que dominara más tiempo el balón. Algunos trataron y no pudieron. Mi hermano se lo tomó a pecho y comenzó a levantarlo con el pie, sin dejarlo caer al suelo. El curadito se llevó la mano al bolsillo, lo que provocó el efecto deseado en mi hermano, que redobló sus malabares, pero enseguida el curadito sacó la mano limpia, amague que realizó tres o cuatro veces hasta que se aburrió y volvió a la taberna.
El quiosco del tío Pablo quedaba en la esquina de Millán con Bueras, a pasos de la línea. Cuando sentíamos que venía el tren poníamos monedas sobre el riel y al enfilar la locomotora con sus carros rumbo a la mina las retirábamos, casi transparentes de planas. Quedaban buenas para nada, pero era divertido ver cómo las dejaba el paso del tren.
La mejor cancha estaba detrás del quiosco; era más larga que la de Juanico y no tenía árboles que interrumpieran el juego. Era de pura tierra. El tío Pablo solía incorporarse a las pichangas, como jugador o árbitro. Mi papá lo veía con un dejo de tristeza y comentaba que no había tenido infancia. Pablo no tuvo infancia, decía hasta con un tono de lástima, pero no tenía en cuenta que a nosotros nos hacía felices. En el mismo quiosco, por el lado sur, la mamá de la tía Georgina, que se llamaba Berta, vendía pan que sacaba levantando la tapa inclinada del mesón. Era la suegra del tío Pablo. A nosotros no nos gustaba comprarle pan porque tenía un ojo huero, de modo que caminábamos una cuadra más, donde la Brujita. Al marido de la Brujita lo habían jubilado de la mina El Teniente, por la silicosis. Atendía el negocio resoplando, aunque siempre me pareció verlo alegre. Un día expiró, la Brujita quedó viuda y cerró el negocio. Bajando por Bueras hacia la población Esperanza estaba la casa donde jugábamos al taca taca y cambiábamos revistas. Al lado trabajaba el maestro Vallejos, el zapatero. Lo recuerdo con su delantal de cuero y una infaltable tachuela en la comisura de los labios, bajo el bigotazo. ¡Hola, maestrola! ¡Hola, Chiruguín! Una mañana el local amaneció cerrado. El maestro Vallejos se había empleado como chofer de Tur Bus. Su sueldo aumentó y sus hijos comenzaron a vestir mejor, pero años después lo vi de nuevo poniendo mediasuelas.
La casa de la esquina de Bueras con Palominos, Bueras 129, luego pasó a ser Bueras 0106. Mi casa. Al frente, la de la señora Blanca, su hija la Llanita y su nieta la Lauri, nuestra amiga de juegos infantiles, como la escondida, saltar en el sillón, tirarnos almohadones. Mi casa se mantenía igual que siempre, estucada, sin pintar, las mismas tejas grises, con el agregado del tubo de una chimenea Bosca. Solo el árbol que la adornaba había desaparecido. Nunca fue un gran árbol. Tronco redondo y rugoso como pata de elefante y en la copa, un par de ramas con hojas verdes que ni siquiera daban oxígeno. A los pies del tronco jugábamos a las bolitas porque la tierra dura era especial para fabricar hoyos. Ahora la dominaba una oscuridad de muerte, tanto así que me pareció que de su estructura emanó una poderosa vibración cuando me detuve frente a ella. Adentro no se veía una sola luz. Si no hubiese estado seguro de estar donde estaba, diría que me hallaba frente a un mausoleo, un mausoleo vibrante pero indestructible, grisáceo. Y sin embargo, cuando pasé por la puerta lateral de la cocina me pareció que desde su  lóbrego interior brotaba el sonido, más bien el chillido de una radio, como si unas ratas estuviesen cuchicheando frente al micrófono. Pegado a la cocina se mantenía erguido el tétrico culto evangélico, pero en ruinas. La edificación de dos pisos fue expresamente construida para uso religioso, por mandato de la abuela Ángela, la madre de mi padre, miembro de esa iglesia. Una vez al mes los canutos pasaban la noche entera gritando, llorando y confesando sus pecados, en delirante éxtasis. Con mi hermano despertábamos con pesadillas. Nuestro dormitorio, pasando por el pequeño rectángulo que hacía de patio, daba a las ventanas laterales del culto; de allí nos llegaban las vibraciones nocturnas. Ahora las ventanas superiores, al menos las que daban a la calle, lucían como bocas negras abiertas.
La población Sewell... no la recordaba tan pequeña y vulgar, siempre me pareció larga, plena de significado, con sus bloques enanos de dos pisos y su gente tosca, revestida de cobre. Antes había tierra entre los bloques que se enfrentaban, ahora el pasaje se hallaba asfaltado. En esa callejuela saqué de un frasco de vidrio una araña peluda con la que impresioné a los pelusitas que me miraban. La hice caminar por la tierra, bajo el poste de la luz, la guardé en el frasco y volví con ella a mi hogar. Me acosté y de pronto oí la voz temblorosa de mi madre. No podía dormir, sabiendo que había un animal así dentro de su casa. Tuve que levantarme y volver a la población Sewell, caminar hasta el canal Juan Molina y arrojarla a las aguas.
Me sorprendió divisar al fondo la gruta iluminada de la Virgen. De modo que su recuerdo no era un sueño, una invención. Percibí con mis propios ojos las rugosidades de la luz a la distancia y me estremecí. Pero había otra cuadra más allá. De sus ventanas colgaban letreros de talleres eléctricos y de venta de colchones; nunca supe qué había antes, ni siquiera si ese espacio existía, tan alejado quedaba de mi infancia. Recordé haber visto circulando un coche victoria por la calle empedrada en dirección a Unión Obrera, paralela a Palominos, donde había una plazuela, la plazuela Simón Bolívar. Por allí quedaba la casa del Becerra. Yo era compañero suyo cuando su papá murió de un ataque al corazón a los 32 años, eso dijeron en el vecindario. El papá lucía un bigotillo y cuando yo pasaba por ahí lo veía fumando de pie, afirmado a la reja de la casa, mirando un horizonte invisible. Al morir, el cortejo fúnebre con la carroza y los caballos vestidos de negro pasó frente a nuestra casa y yo puse el disco de la Filarmónica de Boston, dirigida por Eugene Ormandy, en el surco de la Danza Macabra. Fue una especie de homenaje. Yo circulaba mucho por Unión Obrera porque ahí estaba la casa del tío Isidoro. La casa del tío Isidoro tenía un olor como de cuero con menta, que me gustaba; la casa del tío Pablo tenía un olor ácido, que no me gustaba. El tío Isidoro le había regalado un tren eléctrico al Rigo, y también una mesa de pimpón. Cuando la Ángela se colgaba con las piernas en la rama de un árbol se le veían los calzones; le gustaba jugar a los piratas y pegaba fuerte con la espada de palo. A veces pasábamos tardes enteras jugando pimpón y leyendo revistas de historietas SEA, porque el tío Isidoro tenía un quiosco más grande que el tío Pablo, y todos los viernes la mesa de pimpón se llenaba de revistas. El Llanero Solitario. La pequeña Lulú. Gene Autry. Hopalong Cassidy. Batman. Superman. Susy. Flash. Joyas de la Mitología. Vidas Ejemplares. Tom y Jerry. Disneylandia. Archie. Marvilla. Red Ryder (con Castorcito y La Duquesa). Andy Panda. Pingüi el pingüino travieso. Tarzan. Domingos Alegres. El Pájaro Loco.
Pero esta noche era una casa igual que todas las de la población, alumbrada desde afuera por uno de esos postes de los que he hablado; ni siquiera pude precisar de cuál se trataba y nada hubiese sacado con tocar cualquiera de las puertas: el tío Isidoro duerme el sueño de los justos hace más de 15 años, la Ángela vive en Viña del Mar, el Rigo en otro sector de Rancagua y la Tati, en Renca.
En la esquina de Unión Obrera con Astorga se mantenía, sin embargo, el club Simón Bolívar. Volví a escuchar el sonido de la pelota de pimpón, golpeada por las paletas a uno y otro lado de la mesa. Así lo hacía yo también hace más de 50 años, cuando formé parte de la sección infantil. El Silva y el Valenzuela eran los mejores, yo andaba entre el tercero y el cuarto puesto y el Pérez, un cojito que soñaba con formar parte del equipo, se ubicaba a la cola. Sin embargo el Pérez fue ascendiendo y un día me contaron que había disputado una final nacional.
Entré a la plazuela, en la esquina opuesta vivía la Carmen y frente a su casa, la familia del Zurita. Un día, jugando, el Zurita me confesó que lo que más le gustaba era el bistec con tomates. El Lucho y el Julio llegaban a hacer piruetas con sus bicis. Vi de paso el banco donde jugábamos a declararnos a las niñas. Yo estaba enamorado de la Lilian, pero también me gustaba la Pele. Pero a la Pele le gustaba el Fuenzalida. Cuando daban las nueve, las diez de la noche, regresaba a la casa por Palominos. Por ahí estaba la casa del Cuadra, donde me quedé jugando hasta las once de la noche en los camarotes del dormitorio del Hugo y del Andrés, sin avisarles a mis papás. Tenía cinco años. Por esa misma calle, casi llegando a Bueras, se me acercó por detrás el Juan Traverso, me metió conversa y me reventó un globo que llevaba bajo el brazo, como tesoro de una fiesta de cumpleaños. Me lo reventó con un cigarro que escondía entre los dedos y se largó a reír. Al notarme apenado me prometió que al día siguiente me iría a dejar otro igual, y yo le creí.
El recorrido se había completado. Estaba otra vez ante el mausoleo vibrante, imponente en su oscura pequeñez. No había puerta alguna que abrir, piedra alguna que correr, todo había sido solo un recuerdo. Pasé por la casa de don Armando y la señora Juana, matrimonio silencioso, sin niños; el piso se mantenía eternamente encerado y la luz del acuario era la única que iluminaba el living.
Regresé donde mi tía, sin volver la vista atrás. Los pasos que me faltaban para llegar eran pasos sin sustancia.
-Tanto que se demoró.
-Fui a reconocer el barrio. Hace tiempo que quería hacerlo.
-¿Adónde fue?
-A la población Rubio. A mi casa.
-La otra vez el Toyito también fue y golpeó la puerta para verla por dentro, pero no quisieron hacerlo pasar.
-¿Quedó whisky?
-Abra el mueble. Todavía queda.