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miércoles, enero 16, 2019

¿Aspira a convertirse en un perfecto fracasado? ¡Siga estos simples pasos y lo conseguirá!

DEDICATORIA

A los fracasados del mundo
Pan para hoy, hambre para mañana

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Felicitaciones, apreciado consumidor. Al fin tiene en sus manos el folleto que encargó a través de Amazon, documento que ha sorteado la crítica despiadada de los pensadores más rigurosos del planeta y que ya se encarama por 53 semanas consecutivas en la lista de los más vendidos del condado de Tuscarawas, Ohio (ciudad natal del autor).
Si lo tiene a bien, ahora puede dar vuelta la página.

INTRODUCCIÓN

No es tan sencillo como se piensa ser un fracasado; de hecho es un asunto endiabladamente complejo, que requiere estudios de alto nivel, años de experiencia y un montón de trabajo. Aun así, nada garantiza que se llegará al ansiado fracaso. Les puedo adelantar que solo unos pocos son realmente los elegidos para poblar el abismo de la vida. ¡SEA UD. UNO DE ELLOS! y fracase con todas las de la ley.
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BANDERAZO

¿Amanece deprimido por su continuo éxito, apesadumbrado, incluso acalambrado, pensativo? ¿Se le hace cada vez más cuesta arriba, ya no soporta la holgura económica, la venturosa satisfacción de darle una limosna a un mísero gañán para que día a día le traslade a su palacete flanqueado de álamos la carretilla de dinero que gana sin mover un dedo? ¿Lo exaspera hasta la locura que las mujeres se echen a sus pies? (se exceptúan de esta parte de la arenga las mujeres de sexo femenino). ¿Le irrita sobremanera no haber padecido siquiera un miserable resfrío en los últimos diez años?
Tranquilo, amigo; no pierda la esperanza, dama. Todo tiene solución... si obedece mis consejos. El fracaso está a la vuelta de la esquina, pero llegar a él supone toda una vida de trabajo. ¡NO AFLOJE! ¡HÁGASE HOMBRE! (excepción para las mujeres). ¡USTED PUEDE SER UN FRACASADO SI SE LO PROPONE!
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CAPÍTULO I
HISTORIA UNIVERSAL DEL FRACASO

Ha de saber que el fracaso es el eventual tropezón de su principal enemigo, el éxito. La historia registra un sinnúmero de éxitos, pero muy pocos fracasos. POR ESO CUESTA TANTO SER UN FRACASADO. La creación de las estrellas fue un éxito, solo empañado por los hoyos negros, una especie de fracaso sideral, si se les mira desde el punto de vista de las estrellas, cuyo objetivo consiste en brillar. De la antigua Babilonia se sabe que los jardines colgantes a la postre se secaron porque el jardinero encargado de regarlos lo hizo con agua mezclada con fragmentos microscópicos de caca babilónica, pintitas que le produjeron una fiebre tifoidea que lo hizo faltar al trabajo durante semanas hasta que se murió, y por no avisar los jardines se secaron. En Egipto, las pirámides costaron mucho trabajo, pero se hicieron. Lo único malo fue que no quedaron tan puntudas. He ahí un fracaso, que los libros de historia evitan mencionar. Los griegos experimentaron contados fracasos, uno de ellos fue la muerte de Sócrates. Sócrates no debió morir así como así, de lo que se desprende que la muerte de Sócrates fue un fracaso de los griegos. En Roma aún se recuerda el tema de los cristianos y los leones. Los cristianos fueron los grandes fracasados de su tiempo, pero la historia dio un vuelco y aquí estamos, decayendo, eso sí. De los romanos pasamos a la Revolución Francesa y a la Revolución Rusa, con sus grandes fracasos. El fracaso más grande del Siglo XX fueron las dos guerras mundiales, especialmente las determinaciones que se tomaron entre ellas. El pueblo judío debió soportar un fracaso de dos mil años a raíz de una fábula. Ahora que los tiempos son otros los fracasados son los palestinos. LOOR AL PUEBLO PALESTINO, en cuyo nombre fue fundado el Club de Fútbol Palestino, que con la excepción del Muñeco Coll, el fugaz paso de Don Elías y Popeye Fabbiani, más uno que otro destello en la penumbra, ostenta un historial plagado de fracasos.

CAPÍTULO II
TODO HOMBRE ES UN FRACASADO EN POTENCIA

Esto es muy importante. No les haga caso a los agoreros que lo quieren convencer de que Ud. nació sin los genes del fracaso. ¡TODO HOMBRE ES UN FRACASADO EN POTENCIA! No lo olvide, no eche estas palabras en saco roto. Del convencimiento personal que haga Ud. de esta máxima dependerá el fracaso de este volumen y con él, su propio fracaso. ¿Ha perdido toda esperanza de probar algún día la amarga hiel de la derrota? No haga tal. Henry Ford fue primero un fracasado, al igual que Hugh Jackman, quien antes de ser actor fue despedido de su trabajo como cajero por hablar demasiado. Shakira fue rechazada del coro de la escuela porque su voz sonaba como una cabra. Steven Spielberg fue echado con viento fresco por el departamento de cinematografía de la Universidad del Sur de California; Oprah Winfrey fue despedida de su oficio de reportera, a Chaplin se lo catalogó de confuso; Marilyn Monroe fracasó a la primera porque no tenía suficiente belleza para ser actriz, según le dijeron; Anna Wintour fue despedida de Harper’s Bazaar; a Walt Disney lo echaron porque no tenía buenas ideas; a los Beatles la compañía que los grabó les dijo que no tenían futuro musical. Bill Gates se inició con un negocio que mordió el polvo de la frustración, el primer contrato de Lady Gaga solo duró tres meses, igual que el amor eterno. Steve Jobs había sido despedido de Apple en 1985.
Todas estas grandes personalidades fueron alguna vez completos fracasados. ¿Qué les sucedió? ¿Qué los hizo abandonar tan promisorio futuro? Realmente es un misterio, ni yo mismo podría dar con la llave maestra que abra la cerradura de este enigma. Pero entre las hipótesis se cuelan algunas como estas: haberse dejado tentar por ese demonio llamado ÉXITO, la perdición de los seres humanos, responsable de que el mundo ande como las berenjenas, porque el éxito fue, es y será un pecado mayor, tan antiguo como el original, ya que es bien sabido que lo que deseaba Eva era probar otra cosa, algo más... excitante, novedoso, que le diera fama. Otra explicación, hermanada con la anterior, fue que todos estos machucados perseveraron en el error de buscar el éxito. Ya veremos más adelante que este es un defecto que debe ser erradicado de raíz, como se arranca la maleza del pasto, sin misericordia.
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CAPÍTULO III
PASOS PARA LLEGAR A SER UN FRACASADO

El problema del fracaso es que debe lidiar con el pasado. Ud. tiene el folleto en sus manos en este momento, dispone de la herramienta adecuada para superar su situación y podría desprender de esto que ya no le importa un comino el pasado, pues ahora se le ha abierto la oscuridad del humillante desastre. Craso error. Le recuerdo, amigo, le comunico, amiga, le hago ver, LGTBIQ, que Ud. nació, tuvo padres, fue niño, acudió a la escuela, aprendió, le enseñaron... y todo eso no puede borrarse de una plumada, de allí que insista en que esta verdadera cruzada de la perdición demanda el esfuerzo de una vida entera, y pocos serán realmente los elegidos para bajar al altar de la ciénaga maldita. En el pasado Ud., sin darse cuenta, porque le lavaron el cerebro, pasó a llevar las reglas más elementales de la derrota. De haber usado la cabeza habría ido por el camino correcto y hoy no necesitaría leer estas páginas. Pero no desespere. AÚN ES TIEMPO. El Sol se pone y la áspera noche lo recibirá con los brazos abiertos... si Ud. se rinde ante ella.
Pero menos cuento y más practicismo.
Ya que aprendió, debe olvidar. A partir de hoy, esta es la oración que dirá cada día al levantarse, tipo tres y cuarto de la tarde:

Oración al momento de levantarse

Primera estrofa
Me enseñaron a respetar a los mayores
¡Al olvido!
Soy un fracasado

Segunda estrofa
Me enseñaron a levantarme temprano
¡Al tarro de la basura!
Estoy convencido de que seré un fracasado

Tercera estrofa
Me enseñaron a hacer la cama
¡Al hoyo de arriba!
Siempre supe que era un fracasado

Cuarta estrofa
Me enseñaron a hacer las tareas
¡A la mierda la historia de Chile de Francisco Frías Valenzuela!
El fracaso es mi norte

Quinta estrofa
Me enseñaron a presentarme de corbata al solicitar un empleo
¡A la chuña!
Del fracaso depende mi existencia

Sexta estrofa
Me enseñaron a enviar flores para el aniversario de matrimonio
¡Al hoyo de abajo!
El fracaso es un plato que se sirve frío

Séptima estrofa
Me enseñaron a arrodillarme para entregarle el anillo de diamantes a mi novia
Me arrodillaré, le daré uno de cobre y le suplicaré a viva voz SOY UN FRACASADO ¿QUIERES SER MÍA PARA SIEMPRE?
Fracasar fracasar que el mundo se va a acabar

Octava estrofa
Me enseñaron que si hacía las tareas iba a ganar mucha plata cuando grande
Ya soy grandulón y ando buscando pega
Ergo soy un ejemplo del perfecto fracasado

Coda
Fracaso versus éxito gana fracaso
¡ALMA MÍA, ABRÍOS AL FRACASO!

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CAPÍTULO IV
EL DÍA DE UN FRACASADO

Es muy importante que lo primero que vea al abrir los ojos sea un manto de tinieblas, producto de la pesadilla de la que acaba de despertar. Repito. Eso es muy importante, diría que de ello depende cuán fallida sea la jornada que se le vendrá encima. Ud. piensa que las pesadillas vienen de arriba y que nada puede hacer para fabricarlas. Craso error. Una buena pesadilla se construye con un lebrillo de porotos con longaniza lleno hasta los bordes, acompañado de una botella de vino de la casa, servidos alrededor de las dos de la madrugada. Se podría inducir además un poco de fiebre y, ojalá, dolores musculares producto de un ejercicio desmedido, si no de la fiebre misma. Si deja grandes problemas pendientes sin solución, le apuesto a que tiene un 70 por ciento de probabilidades de sufrir una pesadilla, una serie de pesadillas una tras otra, o una catarata de pesadillas, que sería lo ideal para despertar como se debe.
En fin, ya se ha despertado, con esa sensación de alivio que le provoca el haber escapado de las realidades más monstruosas vestidas de sueños; pero a la vez con esa vaga inquietud que sigue inevitablemente al abrirse de nuevo al mundo en tales condiciones. Quiere saltar de la cama y también permanecer en ella. No se decide. Hasta que de pronto se levanta. Por qué. Porque si fuese un fracasado hecho y derecho, un fracasado graduado con tres coloradas, se quedaría echado el día entero mirando las rayas del techo que se le asemejan brujas con escobas, rostros furibundos, un guiño en el ángulo superior izquierdo, dos mujeres discutiendo justo arriba, un pájaro de pico largo allá cerca de la lámpara, el estudio en claroscuro de un mercader, un poco a la derecha. El día entero mirando figuras imaginarias, ¡esa es vida de fracasado! Mas no lo olvide, usted es solo un aprendiz y este folleto se ha escrito para recordárselo a cada paso. Ser un fracasado son palabras mayores, el fracaso de verdad SE ESCRIBE CON MAYÚSCULAS.
La vertiente de la palabra debe correr por el río de la inconsciencia; apenas se atreva a pensar, a recordar, se encontrará con dificultades. Nada es gratuito; basta un ligero cosquilleo, una ligera duda para derrumbar lo que tanto le ha costado adquirir, que es nada menos que usted mismo y su ilusión. De modo que cada vez que ansíe subir un nuevo escalón, que se atreva a intentar algo diferente a lo que está habituado, admita de antemano que ante usted no hallará otra cosa que la duda, el desaliento y en el fondo, la angustia y el horror. Vamos bien. Por qué. Porque ese sería el momento de la decisión, el momento que le ha costado tan caro y que usted insiste en repetir hasta el cansancio al subir el escalón, resbalar, caer, volver a subir, resbalar, caer, volver a subir hasta que vence el obstáculo y ya se asoma al nuevo horizonte. ¡Si supiera lo que le depara ese horizonte! ¡Más y más escalones! Pero Ud. insiste, dibuja el plano de su vida en torno a ese tipo de pequeños actos que Ud. cree que lo habrán de llevar a alguna parte.
¿No se ha detenido a pensar, por un minuto al menos, en la posibilidad de analizar ese obstáculo, de ingresar a ese obstáculo, a vivirlo como si fuese el último de su vida, a convertirse en él, a dejar de ser usted, a abandonarse a ese obstáculo hasta que el obstáculo lo venza en su grandeza, hasta que usted admita que no es capaz de hacerle frente y se retire sereno y culposo a su guarida? Así piensa, así actúa un fracasado. Y usted aún está muy lejos de ese estado del alma. Y para eso compró este folleto. Y para eso este profesor se lo recordará página a página.
De modo que ante la ansiedad de subir un escalón no se abstenga. Inténtelo y fracase. Investíguelo, estúdielo, hágalo suyo y desista. Venza la tentación de repetir el intento. Si lo consigue, ya estaríamos hablando de un aprendiz que va bien encaminado: al quedarse en su lugar habrá bajado, sin saberlo, un escalón en la lóbrega ruta que conduce al fracaso. Atrévase, ¡SEA UD. UNO DE ELLOS!
Por lo tanto, como Ud. aún no recibe el diploma de fracasado, optó por levantarse de la cama y hacer su día. En ese momento NO HAGA NI TAL de lavarse las axilas, menos de afeitarse si es varón o pintarse la cara si es dama. Salga derechamente a la calle con olor a poto y habrá logrado que los demás lo miren por encima del hombro, hagan un mohín y se alejen de su presencia en los vagones atestados del metro. ¿Se había sentido así antes? ¿Había paladeado esa despreciable sensación de confinamiento? ¡Vamos aprendiendo!          
El día de un fracasado se compone de innumerables momentos, hay instancias en cada uno de los 1.440 minutos, qué decir de los 86.400 segundos de la jornada, todo un abanico de oportunidades, pues ya hemos visto que hasta las horas del sueño sirven, y mucho. ¿Para qué? Para ser un tal por cual. Un fracasado.
Este folleto da la impresión de que ha sido escrito para los hombres que aspiran al fracaso, me refiero a los varones de pelo en pecho, al género masculino, y no deja de tener razón quien haya pensado así, de modo que al menos por unos párrafos me concentraré en el apéndice correspondiente al fracaso y la mujer, a la mujer aspirante a fracasada. Sea dicho que la mujer, desde luego, siempre tuvo menos oportunidades que el hombre de fracasar, no lo afirmo por su naturaleza, sino solo por su intrínseca condición, su rol en la amalgama social de todos los tiempos. La madre, por ejemplo, se debe naturalmente a su pequeñuelo, con una naturalidad dictada por el instinto. Junto con el éxito, el instinto es el mayor enemigo del fracaso. Lo dicen los grandes sabios. De modo que ya de partida no vale la pena luchar contra lo imposible, no vale la pena gastar fuerzas en un despropósito, como si se dijera que no vale la pena gastar pólvora en gallinazos, aunque ese dicho significa algo bien diferente, pero la tentación fue más fuerte y decidí incluirlo en este manual.
Otra cosa muy importante que ha formado parte de la historia de la mujer es su estado de vagancia, si se entiende por esto la ausencia de un trabajo remunerado. Históricamente, la mujer no ha tenido la necesidad de demostrarle al mundo sus talentos ni sus defectos; se los ha guardado muy bien en la intimidad de su hogar. No ha sido la responsable del hambre que pasan sus hijos, de la pobreza de sus ropas, de la suela rota de sus zapatos. Mujeres geniales se pasaron la vida remendando calcetines. No han constituido estos ejemplos para ella un fracaso, no se los ha tomado como tal. Lo que ha hecho con los escasos medios de que ha dispuesto ha sido remendar las camisas de sus tiernos hijitos y de su amado esposo; lavar y planchar pilchas y agréguese todo aquello que en vez de conducirla hasta el palacio del fracaso la ha engrandecido como mujer y le ha dado el lugar de atrás respecto de un gran hombre, cuando sea dicho que era el gran hombre el que debió de ponerse atrasito.
No se había hablado hasta aquí del fracaso sexual, ausente de nuevo en la mujer en lo que se refiere a su manifestación externa, a la prueba de su fracaso, exceptuada la zona de los pechos, que hoy por hoy es una zona fraudulenta. No es necesario recordar que mientras el hombre debe efectuar todo tipo de malabarismos, cálculos y contenciones con la visible herramienta de que dispone, que para oprobio suyo al menos en un 57% de las ocasiones -si nos basamos en la legendaria estadística de Masters y Johnson- queda expuesta al escrutinio misericordioso de su pareja, llevándolo a veces con ese solo gesto de su contraparte a la más catastrófica de las caídas, la caída de su ego, de su esencia viril manifestada ya tanto en un episodio de impotencia como de incontinencia seminal; decía que mientras el macho recio debe hacer un show digno del Cirque du Soleil, la mujer, en cambio, pasa colada en dicha instancia suprema, no pocas veces adoptando la injusta pose de la vaca echada, todo lo cual la priva de experimentar lo que los mismos grandes sabios a los que aludí endenantes definen como el epítome del fracaso, que es el fracaso en el catre, también llamado ring de cuatro perillas.
Pero llegan nuevos tiempos, ¡albricias! Ahora Ud., dama, se halla en las mismas condiciones que los varones de sexo masculino y ya puede degustar la amargura de la que fue privada durante tantos cientos de años, por no decir miles. Y los tiempos que aun están por venir anuncian que incluso el fracaso les abrirá las puertas a su instinto, mejor dicho se las sellará, porque este animalejo, esta bestezuela será encerrada en un habitáculo del que le será imposible escapar: habrán sido tapiadas sus puertas con sustancias nuevas que están a punto de ser descubiertas, si es que ya no se ofrecen en el mercado negro.
No se entregue Ud. a utópicas añoranzas y asuma por fin que se ha levantado de la cama. Ud. aún no es un fracasado, pero vamos avanzando; yo lo llevo del brazo y lo encamino a su futuro esplendoroso de ruinas, sombras tenebrosas, moho en las paredes, olores repugnantes.
Ahora la pregunta que viene, tras la cual deberá surgir la decisión, es qué hago con mi vida, hacia dónde la conduzco, ya que sé de dónde viene, aún cuando hasta ahora sabía quién soy, aunque merced a este folleto me están surgiendo dudas. ¡Eso!, las primeras dudas. Experiméntelas y habrá bajado otro escalón rumbo al ansiado sótano putrefacto.
Reciba Ud. ahora, entonces, algunos de mis célebres consejos.
Si, por algún afortunado acontecimiento, se encuentra en situación de cesantía, el estado inmediatamente anterior al de "en situación de calle", déjeme sugerirle, ordenarle más bien, que salga a pedir trabajo. En ese caso, deshaga, no oiga las recomendaciones preliminares y acuda bien vestido, afeitado al ras, acicalado y perfumado con un buen  chorro de colonia Inglesa. Luego de haberles aplicado el consabido escupito de Cantinflas, frótese los zapatos con algún paño para limpiar muebles o simplemente con papel de diario, cuidándose de que la parte que resbale sobre el zapato sea la parte blanca del diario, no las fotos con tinta, que en vez de sacar brillo manchan, se lo digo por experiencia propia. Entre a una de las empresas que apartó de los avisos económicos y espere, espere en su banca, silla o sillón. Deje que vayan cayendo sus párpados y entretanto viva en carne propia las miradas de reojo de la secretaria de turno, hasta que llegue el llamado para el triunfal ingreso a la oficina del SELECCIONADOR, ese hombre de mirada bondadosa, sonrisa serena, camisa blanca y colleras de oro, chaleco abotonado sin mangas de lana color beige, y oiga con sus propios oídos, u orejas, sus palabras, cual maná que brota en el desierto:
-Acabamos de dar el puesto a la persona que entró antes que Ud., distinguido señor, apreciada dama (si le hablara a una postulante mujer de sexo femenino, aunque, insisto, las damas tienen menos posibilidades de experimentar este cuadro, lo dice la estadística, la que sin embargo continúa modificando sus rayas en contra de esta certeza, en dirección a la igualdad de género. Pero no interrumpamos las palabras del SELECCIONADOR). Se lo comunico personalmente, pues ha debido aguardar demasiado tiempo en la antesala. Mi secretaria dice que se halla Ud. sentado desde las diez de la mañana, y ya van a ser las cuatro de la tarde. Muchas gracias por su paciencia, tendremos en cuenta esta virtud de su carácter para un próximo llamado. Calculo que de aquí a cinco años podría generarse una nueva vacante si miramos la historia con ojos optimistas, pero me temo que lo que ocurrirá serán nuevos despidos. Es más, ni siquiera le aseguro de que de aquí a cinco años yo mismo esté sentado ante esta mesa pues, como se habrá dado cuenta, nuestro país se ha venido transformando en el hotel de Condorito: dos llegan, tres se van.
¡Qué sensación! ¡Qué vómito de amargura inundarán su cuerpo entero y su alma al asimilar esa perorata en lo que vale! ¡Cuán escasos son aquellos momentos en la vida! Por eso, no sea tonto. Aproveche al máximo esa vivencia, ojalá con los ojos cerrados, paladeando cada uno de los momentos de los que ha sido pasivo protagonista. Póngase de pié, no le dé la espalda al SELECCIONADOR, retírese tambaleante, siempre con los ojos cerrados, estire la mano hasta que dé con la manilla de la puerta, despídase, siga caminando al revés, dé las gracias a la secretaria y baje los escalones. No tome el ascensor. Descienda los ocho pisos turbios del edificio de paredes descascaradas y baldosas opacas, polvorientas; afírmese de la baranda sebosa y salga una vez más a las calles del centro de Santiago. Aspire su oxígeno hasta que tosa. Bote el pollo en cualquier parte y diríjase a la próxima oficina sin grandes esperanzas, pues a esa hora la hallará cerrada.
Pero volvamos a la mujer de sexo femenino. ¿Qué pasa con ella?
Se levanta, directo al baño. Al espejo. A las arrugas y a los senos caídos. ¿Es una fracasada? Claro que sí. Se lo confirma el espejo, como a la mamá de Blancanieves. El tiempo y su guadaña no han pasado en vano, Cronos persiste en devorar a sus hijos. Vieja, gorda y fea. La santísima trinidad. Podría cantar victoria. Pero este es un truco más de aquellos a los que nos tiene acostumbrados el Maligno para embolinar la perdiz de sus víctimas. La santísima trinidad la hace por sí sola una fracasada, pero basta el menor signo de cólera, el menor atisbo de rebeldía para que se le despierte en su yo más profundo el deseo de progreso, el ansia de combate a lo inexorable, verdadero motor que ha movido a la humanidad desde que el hombre, y la mujer, se bajaron de los árboles y pusieron las patas en la tierra. ¡Oh, si todo hubiese seguido igual pascual, el reloj de arena fluyendo ante nuestra serena e impasible mirada, cuán horrible sería el infierno de los fracasados!, nótese el contrasentido de la metáfora, que equivale a decir, para los machucados a los que hay que explicarles las cosas dos veces, cuán bello sería el paraíso del hombre exitoso.
Sí, ella estaba a un paso del fracaso, era el fracaso mismo, la capitulación ante la fuerza del destino, y no lo supo advertir. Ahora deberá empezar todo de nuevo, incluyendo la lectura completa de este folleto, que en otro caso no habría sido necesaria. Porque me parece que ya la estoy viendo por el ojo de la cerradura cómo levanta y baja los brazos diez, quince, cincuenta veces, más no porque cansa mucho, cómo inspira y exhala fuerte, cómo se agacha y se yergue, cómo flecta sus rodillas y entonces, tras la ducha, cómo empieza la tarea titánica de PINTARSE LA CARA, lo que la lleva a alejarse paso a paso del utópico fracaso.
Sabemos que Ud. ES una fracasada, pero está en Ud. creérselo, querida amiga, o dama.
Insistió en hacer ejercicios, en ducharse, en maquillarse y en escoger el vestido más bonito para irse a la feria, porque Ud. no busca trabajo, ya le cansaron las insinuaciones picarescas del SELECCIONADOR pasado para la punta, no está de ánimo hoy para un polvo sin ganas, de modo que se fue a la feria. Verá entonces la otra cara del fracaso. Desfilando entre rabanitos, lechugas, pescada, pimentones y repollos, la chauchera se le irá desinflando hasta que no le quedará nada, solo un poco de aire adentro.
Pero las bolsas no se han llenado, ni mucho menos. Apenas tres papas, una cebolla, un cuarto de zapallo y dos cabezas de merluza. Lo justo para el almuerzo. Sí, dama, de nuevo ante su puerta el elegante monstruo ha ingresado vestido con una bata roja de seda. Y está en Ud. abrirle. Pero una vez más pone cerrojo y se lanza a la cocina ¡silbando! ¡Con cuánta razón dicen que algunas mujeres son tercas como mulas! ¡Qué quieren que haga yo!
Y sin embargo soy paciente, tengo una paciencia de santo y seguiré dándole todas las oportunidades que tenga para que Ud., dama, contemple la soñada sombra tenebrosa. Ánimo. No pierda la fe.
Volviendo con el fracaso que importa, que es el fracaso varonil, pues le insisto, princesa, que los suyos son fracasos secundarios, meros preliminares del partido de fondo, meras seriales que anteceden a la película de la matiné, experiencias que desgraciadamente la ponen, llegada la hora, a un paso del purgatorio, si no del Cielo, apartándola de la novena puerta del caro Infierno, donde en los bordes de un remolino vertiginoso de lava incandescente se ven o se protagonizan orgías perpetuas en las que jamás se alcanza la satisfacción; decía que volviendo al fracaso del hombre humano de sexo masculino, tenemos que el machucado, otro machucado, no el del ejemplo anterior, sí tenía trabajo y partió a ganarse los porotos, como todos los días. Entonces me pregunto, me formulo la pregunta del millón, con todo respeto: ¿Qué haría en su caso un fracasado redomado, un fracasado de linaje? Llegaría atrasado, como corresponde. ¿Por qué se empeña Ud. entonces, day after day, en viajar como sardina enlatada dentro del bus del Transantiago para llegar puntualmente a cumplir con su labor, pudiendo hacerlo a una hora más cómoda, tipo diez y cuarto a un cuarto para las once, por qué no sumarse a la rutina del jubilado? Por qué insiste en aspirar a una vida llevadera, POR QUÉ INSISTE EN MARCAR EL PASO. Pregúnteselo seriamente. Este es el momento. Pues ese simple clic mental, esa simplísima decisión vital lo conducirá más a la corta que a la larga a la antesala del ansiado fracaso. Sus propios ojos serían testigos de la nueva actitud de su jefe, de los maléficos chismorreos de sus colegas; sus propios oídos escucharían el ring ring del teléfono, la voz de la secretaria y la notificación del JEFE DE PERSONAL, echado atrás en su sillón de escritorio, casi pidiéndole disculpas con la mirada benévola, antes de depositar en sus manos el chequecito de la indemnización que lo pondría de patitas en la calle.
¡Sería tan fácil! ¡Qué fácil sería! Mas Ud. está hecho de una madera noble, es Ud. también más terco que una mula e insiste en aspirar a una vida llevadera. Para qué compró entonces este folleto, tal por cual, ¿no ve que me hace gastar neuronas y tinta por las puras? ¿Que no sabe cuánto cuesta editar un libro, cuánto se lleva el editor, con cuánto se queda el librero? Bueno, pero de qué me quejo: este es MI fracaso, diría que el más grande de mis fracasos: sacar un libro desfinanciado y destinado a convencer a borricos que la Luna sale de noche y el Sol sale de día. ¡APRENDED DE MÍ!, burros de poca fe.
Pero hay otro caso, muy de moda. Ud. no está cesante ni tiene patrón al que arrastrarse, lamerle el culo como se dice. Es Ud. un hombre libre que ha optado por vender superochos en el metro, iniciar un pequeño emprendimiento, abrir una empresa, fundar una compañía con acciones que se transan en la bolsa. UD. ES SU PROPIO JEFE. Sin embargo, ¿ese solo hecho lo hace un fracasado? No, amigo, no, dama, el trabajo independiente es apenas un indicio del sombrío sendero que conduce a las puertas del fracaso, una luciérnaga en un bosque. El fracaso se construye minuto a minuto, día a día. Su emprendimiento, por ejemplo, no tiene respuesta; los clientes penan como las ánimas del cementerio y las telarañas cubren los rincones de su oficina. ¿Qué haría un aprendiz de fracasado? Cerraría la oficina para callado y se fugaría sin pagar las cuentas, dejándoles las deudas a Perico de los Palotes. Pero Ud., que por algo tiene este folleto en sus manos, decidió persistir, salir a la calle a buscar clientes, llenar su facebook de mensajes, ofrecer rebajas, estudiar con más ahínco el comportamiento del mercado, hasta que le empezó a ir bien, signo de que ha perdido la batalla, mas no la guerra. Aún podría rehabilitarse de tamaño éxito. Pues si su proyecto comienza a generar dinero en cantidades, la clientela aumenta, se hace conocido, lo citan en los diarios, es que ha llegado el momento de dar el temerario salto hacia la oscuridad y romper el statu quo. Échese en los huevos. Échese en los huevos y verá cómo poco a poco comienza a sentir la brisa escalofriante del fracaso, a ver la imagen misma de su fracaso en la cara del dueño del negocio de la competencia, a aspirar el olor a encierro, a sentir el sabor amargo de la caja vacía.
Pero dejemos el trabajo de lado y vayamos a lo cotidiano. Fíjese que durante el día la vida le brinda incontables ocasiones para fracasar. ¡No las desaproveche! ¡No eche por la borda la oportunidad de proponerle a una mujer escultural que asaltó en la calle revolcarse juntos en un motel! Hágalo de rompe y raja. Comprobará que de cada diez propuestas, siete le serán rechazadas con escándalo y hasta con denuncia a Carabineros, lo que le permitirá de paso acceder por la puerta ancha a la casa del jabonero, epítome del fracaso. Setenta por ciento de fracasos es un porcentaje que refleja una derrota indiscutible. Y en cuanto al 30 por ciento restante, en otras palabras, las diosas esculturales que aceptan la propuesta a ojos cerrados, bueno, todo fracaso implica una cuota de sacrificio. Porque la cosa no es tan fácil; se lo vengo diciendo desde la primera página.
En el día se puede fracasar, por ejemplo, instalándose bajo la cornisa o bajo el farol de la plaza donde hacen caca las palomas. Un cagarro blanquecino-verdoso en el paletó azul y listo, fracaso asegurado. Pero Ud. insiste en hacerles el quite a esos espacios y prefiere que entre su testa y el cielo no haya nada más que C02. No reclame entonces; hay cosas que este folleto no le puede enseñar, porque son de sentido común. Si también bajara la escala con los cordones desabrochados portando en una sola mano una pequeña bandeja con siete tazas de café, habría sembrado de ilusión el camino hacia el abismo, pero no se le pueden pedir peras al olmo. Para hacer algo así se necesitan agallas y si usted las tuviera no habría encargado este folleto. Dese por vencido será mejor, no pierda su tiempo en causas imposibles. Entréguese al éxito. Pero piénselo por penúltima vez, hasta para un Don Nadie como usted el destino le tiene reservada una oportunidad. No sea malito y atrévase a probar la hiel del fracaso. Después se acostumbrará a su sabor, tal como se acostumbró al sabor de la cerveza a la tercera ocasión que la probó.
Un día me pidieron un consejo: ¿Qué puedo hacer para fracasar una y otra vez, Ilustrísimo Maestro de la Angustia? Yo le dije ¡qué te hai imaginado gusano culiado angurriento mándate a cambiar huevón tonto infeliz! El pobre hombre quedó en shock y hasta el día de hoy se lo ve balbuceando por las plazas. Pero ese consejo no sirve para este folleto, porque así escrito no causa el impacto esperado.
Un camión de fracasados viajaba por el desierto de Atacama. El chofer paró el camión y dijo cagaron todos se me reventaron dos ruedas y tengo una no más de repuesto, así que entre todos van a tener que inflar con la boca la rueda mala. El vocero de los fracasados le dijo al chofer no pensamos inflar la rueda porque sería sinónimo de que podemos repararla, pero el chofer arremetió y les dijo están muy equivocados porque es un fracaso de excelencia sucumbir en esta prueba en vez de quedarse de brazos cruzados mirando el desierto de Atacama; en el fondo era un filósofo. Y así lo hicieron: estuvieron inflando la rueda como cuarenta fracasados, hasta que les faltó al aire y quedaron todos echados en el desierto un buen rato.
Un hombre que se llamaba El Señor Smith se sentía injustamente fracasado porque sus compañeros de la barra del café lo mantenían en la segunda división a pesar de los esfuerzos que hacía para ascender a primera; vale decir, lo aceptaban como miembro, pero de segunda categoría; o sea, sin derecho a voto, porque voz no tenía. Un día apareció con unos tubos en la nariz y un balón de oxígeno para llamar la atención, pero no lo pescaron. Otro día llegó mostrando una necrosis que le había dejado en la guata la picadura de una araña, pero no causó sensación.
El verdadero día de un fracasado debe terminar de tres maneras. La primera se produce cuando se da cuenta de que no le queda carga en la tarjeta Bip, de modo que se ve obligado a regresar a pie, ya que como buen fracasado no le da para colarse en el bus; enseguida debe arreglárselas para que al llegar a la casa no haya pan y para finalizar, de alguna manera tiene que entrar por sorpresa, antes de tiempo, cosa de encontrar a su mujer ensartada. Pero nada de esto puede ser preparado ni menos concertado con la esposa, porque no tendría el mismo sabor. El fracaso es enemigo de la planificación.
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CAPÍTULO V
TRAMPAS QUE SE LE TIENDEN A UN FRACASADO

Como que ya me estoy aburriendo, sobre todo al adivinar que a Ud. le entran las palabras por un oído y se le quedan en la cabeza, signo de persona exitosa. Si lo olvidara todo, ¡ahí sí que estaríamos hablando de una lección bien aprendida!
Pero vamos con algunas trampas que se le tienden al fracasado, las más comunes y corrientes.
La trampa del ratón es conocida, pero nunca está de más recordar en qué consiste. Consiste en que un aprendiz de fracasado compra una trampa para matar ratones y al momento de colocarla el resorte le pesca un dedo. Se debe a que el fracasado ha abierto la caja de la trampa por el otro lado, pues afuera no hay indicación de cuál es el derecho y cuál es el revés. Todo indica entonces que la posibilidad de caer en la trampa es del 50 por ciento, lo que es verdad, aunque por alguna razón bastante misteriosa siempre el 50 por ciento que cae en la trampa corresponde a una pila de fracasados y el otro 50, a los exitosos.
La trampa de la mina en pelota que hace dedo en el camino se encuentra ampliamente documentada, sobre todo en las carreteras inglesas y francesas. Consiste en una mujer en pelota que hace dedo al atardecer, a la orilla de una vía secundaria. Pasa un fracasado, sube a la mujer, la lleva a un sitio apartado y se la afila. Pero al despedirse ambos de beso, la mujer le cobra y como el fracasado anda sin plata la mujer saca una pistola, se queda con el auto y deja al fracasado en el bosque. El misterio es de dónde sacó la pistola.
La trampa del yacimiento petrolífero se ha hecho famosa en Texas. Un fracasado cava en el desierto de Texas cuando de repente brota petróleo. El fracasado va a la notaría y compra la tierra en una fortuna. Soy rico, soy rico, soy millonario. Cuando vuelve, el chorro está seco. Era caca de gato almacenada a un metro de profundidad que habían mezclado con tinta negra Stephens.  
La trampa del cura santo tuvo su pico en los años cincuenta en España, en los tiempos de Franco. Un fracasado acude a la iglesia a confesarse con un cura que dicen que es santo. El fracasado que se agacha y el cura que le mete el pico.
A un fracasado servil que le decían el Caregallina le pagaron la gratificación y al otro día andaba cantando por la oficina. Por qué cantái. Porque estoy contento. Por qué estái tan contento. Porque me aseguré. De qué te aseguraste. Con la grati me compré una tumba en el Parque del Recuerdo. Y cuál es la trampa, dirán ustedes. La trampa es que el Caregallina todavía no se muere.
La trampa del 19 de septiembre se da mucho en el Parque O'Higgins. Cuando pasan los aviones, todos los niñitos fracasados levantan la cabeza para mirar los aviones y las mamás les hacen corta pescuezo.
La trampa de la prueba de historia coeficiente dos es clásica. El profesor hace pasar a los alumnos para examinar sus conocimientos sobre la Prehistoria, Egipto, Grecia, las Guerras Médicas, las Guerras Púnicas, Aníbal y los elefantes, el Imperio romano, Julio César, Bruto, Espartaco, Carlomagno y la Edad Media completa, del Siglo V al XV. Cuando están todos listos para oír las preguntas y ponerse a responder les ofrece nota.
Se rumorea que la trampa del cohete espacial está convenientemente archivada en compartimientos secretos de la CIA y de la KGB. Un cohete parte al espacio con dos astronautas: un ruso y un norteamericano. Uno de los dos es espía. En esa prueba reprueban todos los fracasados que aspiran a entrar a la CIA y son aceptados todos los fracasados que aspiran a entrar a la KGB. La respuesta correcta se halla custodiada por ambas naciones en una sala de acero de 25 centímetros de espesor, cuya clave para acceder a ella solo la poseen los comandantes en jefe de las respectivas fuerzas armadas.
Conviene traer a colación la trampa de la mujer virgen, que ha caído en el olvido pero que en su tiempo se contó entre las más utilizadas. Una mujer llega al matrimonio con un extraño emblema patrio en su bolso, que por ningún motivo le enseña a su novio. Antes de consumar el acto obliga al novio a beber una cantidad considerable de agua, mínimo tres cuartos de litro. Consumado el acto el novio se ve obligado a ir al baño a hacer pichí, ocasión que aprovecha la novia para reemplazar la sábana de abajo por la bandera de Japón que anda trayendo en el bolso. El novio cachetón vuelve a la cama, retira la nueva sábana de abajo y la cuelga en el balcón.
La trampa de los tres chanchitos no fue inventada por Walt Disney, como se piensa en ciertos círculos académicos de San Francisco, sino por su primo Césalt. Se trata de que tres porcinitos desobedientes se toman de la mano y se van a pasear sin permiso de la mamá. Llega el lobo desleal y se come al chanchito regalón. Los cerditos se miran y le gritan: ¡cola de chancho!
En la trampa del vino resbaladizo cayeron dos curaditos que andaban muertos de sed y llegaron al hospital. Tengo sed compadre. Yo también. Estoy muerto de sed compadre. Yo también. El curadito exitoso descubrió una escupidera y le dijo al curadito fracasado: encontré vino compadre, me tomo un trago y le dejo el resto. Ya. Pero después de que se tomó el trago le pasó la escupidera vacía. No me dejó nada compadre. Es que no podía cortar el hilito.
Siguiente página, por favor.

CAPÍTULO VI
YA SOY UN FRACASADO. Y AHORA QUÉ

A estas alturas podría afirmarse que si a Ud. le entró la materia ya es un perfecto fracasado. Si aún no lo es quiere decir que no le entró la materia, de lo que se desprende que es usted un hombre exitoso, ya que al no conseguir haber hecho suyas estas enseñanzas quiere decir que su conducta es la contraria a lo que he predicado durante tantas páginas, de modo que aunque Ud. es un tonto de remate incapaz de aprenderse las líneas más elementales de un folleto es por consiguiente un hombre de éxito, lo que prueba que los exitosos son tontos y que los fracasados son inteligentes.
Aun así es factible que Ud. se haya convertido, luego de un tiempo similar al que le llevó leer este folleto, en un fracasado de fuste. En este caso, mi vano consejo es: ¡PERSISTA! y quédese en la cama hasta que le salgan escaras. Dese un paseíto al atardecer por el barrio para aliviar los dolores en la espalda, póngase un ungüento y vuelva a la cama, no haga ni tal de oír los cantos de sirenas, que tanto bienestar le han dado al mundo, comenzando por la cantidad de libros que ha vendido Homero, otro fracasado ilustre que jamás recibió derechos de autor.
Y qué viene entonces, ¿el suicidio? No, no y no, ni Dios lo quiera.
El suicidio es el éxito del fracaso, de manera que debe ser excluido de inmediato como la solución final que ofrece este folleto. Por qué. Porque de lo que se trata, por si aún no lo ha entendido, disculpe Ud. el tono enérgico que me veo obligado a utilizar, como digo, de lo que se trata es de fracasar. Fra-ca-sar. O sea, vivir no para suicidarse, sino para vivir pensando en la idea de suicidarse, como bien nos enseñó el maestro supremo del fracaso, F. Kafka, quien, dirá Ud., fue un hombre que llegó a la gloria después de muerto, lo que desmentiría la afirmación de haber sido Ph.D. del fracaso, pero una vez más se equivoca, y para eso estoy yo y mi librito: a quien le llegó la gloria después de muerto y en vida fue un ilustre desconocido puede, y más bien debe, tildarse de fracasado.
De modo que si el suicidio es el éxito del fracaso, y el éxito el enemigo número uno del fracaso, entonces el fracaso no puede asumir el éxito, sino la condena del fracaso. El fracaso está destinado a fracasar, de allí que este visionario profesor descarte la posibilidad del suicidio, aunque también concedo que en el anterior razonamiento se haya introducido, como una mota de polvo invisible, el animalejo del instinto, en este caso el de supervivencia, contra el que poco se puede hacer. Pero insisto: lo fundamental es lo otro. El fracaso nació para fracasar y si las cosas se le dan bien, morirá fracasado, lo que constituirá, tal como el Cid, su última batalla triunfadora, he allí la paradoja.
POR LO TANTO, ya que Ud. es un fracasado de tomo y lomo, debo comunicarle que su diploma lo está esperando. Ya le llegará, mas le anticipo que se trata de un documento de 32 por 44 centímetros elaborado en papel poroso de 175 gramos, tono ahuesado, con fondo de filigrana, letras góticas y timbre del Instituto Profesional de Tuscarawas, Ohio. Solamente debe enviar el folleto que tiene en sus manos con su firma, nombre completo y dirección postal a la Casilla 666 del Correo de Tuscarawas, Ohio, USA, acompañado de una declaración jurada en que conste que se ha aprendido la materia, más un vale vista a nombre del autor por la cantidad de 312 dólares más impuestos total 543 dólares americanos. No se aceptan tarjetas de crédito. A la vuelta de 22 días recibirá el flamante diploma, que lo acreditará como FRACASADO PERFECTO. De ahí en adelante la vida le pertenecerá por completo y podrá proclamar en voz baja, como el Caregallina, "ya me aseguré".


ÍNDICE

Dedicatoria
Introducción
Banderazo
Capítulo I Historia universal del fracaso
Capítulo II Todo hombre es un fracasado en potencia
Capítulo III Pasos para llegar a ser un fracasado
Capítulo IV El día de un fracasado
Capítulo V Trampas que se le tienden a un fracasado
Capítulo VI Ya soy un fracasado. Y ahora qué


Referencias bibliográficas

La personalidad del ratón. La deambulación del ratón en campo abierto poco amenazador como análogo del rasgo humano de búsqueda de sensaciones
Ibáñez Ribes, Manuel Ignacio; Ortet Fabregat, Generós

Terrestrial Earthworms of China
Nengwen Xiao

Leider geil, fett & faul: Warum uns der Körper auf den Geist geht und wie wir den Schweinehund zum Schoßhund machen
Christian Zippel

Das Problem des Schlafes: Biologisch und psychophysiologisch betrachtet
Ernst Trömner

Forcer le destin : J'ai choisi le succès, l'échec m'a rattrapée
Aude de Thuin, Jeanne Siaud-Facchin

Born Losers: A History of Failure in America
Scott A. Sandage

50 Rejections that shaped history: Famous people who overcame obstacles and are now unforgettable
Steven Heggings

Failure Is An Option: An Attempted Memoir
H. Jon Benjamin

Shakira, An Autobiography
Shakira

Hugh Jackman: The Biography
Anthony Bunko

Das Unbehagen in der Kultur
Sigmund Freud

domingo, enero 06, 2019

La erudición o la vida

Discurso de aceptación del Doctorado Honoris Causa concedido por Oklahoma City University al profesor Bruburundu Gurusmundu

Distinguida, venerable e insigne presidenta, Martha A. Burger, dilectos académicos, querida comunidad estudiantil, respetados funcionarios, estimados paradocentes y auxiliares, comunidad toda.
Agradezco en lo que vale la distinción que me ha concedido Oklahoma City University y más aún, la posibilidad de dirigirme a tan prestigiosa concurrencia al momento de aceptar este inmerecido título honorífico. He resuelto intitular esta disertación "La erudición o la vida", entendida dicha encrucijada como el basamento que le da el sentido al destino de la creación artística, aunque adelanto que en esta ocasión solo le hincaré el diente especialmente a la poesía y la literatura. Ofrezco humildemente los garabateos que vendrán a todos aquellos que como yo se han pasado la vida, admito la redundancia, digo que se han pasado la vida entre tanteos, como si jugaran a la gallinita ciega. Observo de paso que este colosal plantel se halla ubicado en el envidiable lugar 289 del ránking universitario estadounidense dado a conocer recientemente por "The Wall Street Journal", posición que crece en su valor si se considera que debajo suyo, casi pisándole los talones, figuran instituciones de la talla de Walla Walla University, University of Wisconsin-La Croose, Chaminade University of Honolulu, University of Alaska Anchorage, Minnesota State University-Mankato y tantas otras.
Me disculpo sinceramente por emplear mi lengua materna en tierra extranjera, ya que es bien sabido que no domino el idioma de Harry Lillis Crosby, más conocido como Bing Crosby.
Antes de atacar el tema contaré un chiste, como se estila en este tipo de circunstancias.
Un día iba Don Otto con su novia en una moto y de pronto el vehículo se precipitó a un hoyo en la vía. Se sacaron la contumelia. Antes de salir se dieron un beso. Días después Don Otto le comentó a su novia: ¿te acuegdas cuando nos dimos un beso en el hoyo?
(Silencio en la sala).
Al día siguiente a Don Otto se le cayó el reloj y no se dio cuenta. El vecino Fritz lo recogió y le gritó Otto se te cayó el gueloj. ¿Está andando? Sí. Dígale que me pegsiga.
(Toses de confusión).
Admito que antes de sentarme a escribir estas palabras tuve que debatir con mi conciencia el partido que iba a tomar en esta crucial disyuntiva, la de la erudición o la vida, una vez que comencé a dudar sobre lo que daba por sentado, y que era mi inclinación hacia la vida.
Tuve un compañero de trabajo de apellido Gambetti. Apenas lo conocí me di cuenta de su erudición, de las potencialidades que guardaba su cerebro privilegiado. Hablaba sobre todo tipo de materias con profundo conocimiento, desde lo nimio hasta lo de mayor complejidad. Se sabía la raíz de las palabras, óperas completas frase a frase, los términos latinos de las plantas, la vieja mitología etrusca o mesopotámica. Como si fuera poco escribía bastante bien, en un estilo clásico, les daba sabor a las palabras, hacía que uno se quedara con ellas en la boca, paladeando las oraciones vertidas al papel. Legendaria fue una de sus "joyitas" del día jueves en que reflexionó acerca de una bola de espejos de una discoteca que yacía moribunda a la orilla del Mapocho, bajo el puente Pío Nono. Dijo tantas cosas en tan poco espacio, llegó tan al alma de esa pobre bola hoy miserable antes victoriosa que ese día me pregunté seriamente si acaso yo estaba en condiciones de aspirar a algo más que escribir notas policiales. Por esos tiempos acuñé una máxima que él celebra hasta nuestros días, cada vez que me envía algún mensaje de apoyo a mis afanes novelescos. En la sala de redacción de pronto levantaba la voz para que me escucharan todos y proclamaba: "A los 20 años quise escribir como Cervantes. A los 30 aspiré a igualarme a Manuel Rojas. Ahora que tengo 40 solo desearía acercarme a los lindes de Gambetti". El mundo, el país, el compañero de banco. No sé si advertía la ironía, a la vez mi acta de capitulación firmada por el paso de los años, pero le hacía tanta gracia que su rostro adquiría un tono purpúreo; las venas le brillaban en las mejillas y su generosa papada resplandecía de placer. Entonces yo lo miraba y solía decirle "quiero escribir como usted, amigo cabeza de chancho", epíteto cariñoso que lo sacaba de sus casillas al punto de que me pellizcaba los brazos y me los dejaba morados.
Siempre me referí a él como si hablara de un erudito, a pesar del rechazo que provocaba mi juicio entre los amigos míos que también lo conocían.
Una tarde Gambetti llegó al diario impresionado. Durante un almuerzo periodístico había conocido a una autoridad que lo alucinó por su rapidez mental, sus chispazos de inteligencia. "Le disparé y me contestó con dos tiros. Contraataqué y respondió con una ametralladora. Me dejó con la boca abierta", confesó. No era otra cosa que la directora de una compañía azucarera. Y lo había dejado boquiabierto.
Cierto día en que yo daba clases en una universidad privada un alumno me comentó en la sala: "Es que usted, profesor, sabe demasiado. Es impresionante la de cosas que sabe". Lo decía un alumno de nota 4. Yo me reí para mis adentros.
Un compañero de trabajo me dijo un día: "Lo que pasa, colega, es que usted es un genio". Me lo decía un periodista del montón, a mi juicio. Pero él a su vez hacía clases y sus alumnos lo tenían en alta consideración.
Me inclino a pensar que esto de la erudición se parece a la definición de la justicia, siguiendo la Suma Teológica de Santo Tomás: a cada uno lo suyo.
Borges era un erudito indiscutible. Creció y vivió entre libros, diríase que los libros se alimentaban de él, le estorbaban sus pasos por la acera, por la vida. Y sin embargo, tras leerlo, se repite. Su universo resulta limitado y sus espejos, que expanden sus imágenes hasta más allá de cualquier galaxia numerada, desembocan inevitablemente en el punto de partida. Vargas Llosa es un erudito. Uno piensa, al leer sus ensayos, cómo ha leído tanto, todo lo ha leído, cómo retiene su memoria los detalles y la sustancia del documento que analiza, qué tiene en la cabeza este cristiano, y sin embargo su literatura no logra despegar, se queda anclada en la tierra, en el tiempo de los hombres. Saul Bellow fue un erudito, difícil que alguien supiera más que él. George Steiner es un erudito de tomo y lomo, un erudito redomado, llega a ser exagerado de erudito. Y sin embargo no logró entender a cabalidad a Heidegger, el filósofo del tiempo de los nazis, y hasta se concedió unas buenas páginas para enrostrarle su silencio cómplice. ¿Se repiten también todos ellos? ¿Insisten en lo mismo? ¿Sucumben ante poderes superiores? Cómo podría saberlo alguien que más bien se identifica con la parte de la balanza en que se pesa la vida, y que mira con curiosidad y envidia el platillo reluciente ubicado al otro lado.
No está dentro de mis pretensiones llenarlos de ejemplos, queridos oyentes, pero sí plantearles aquí, en este punto de la exposición, un asunto delicado: todo erudito trabaja dentro de una frontera de límites imposibles de sortear. A cada erudito le corresponde cargar con el karma de su origen.
De otra parte está la vida, la fuente de la vida, el regalo de Dios, el misterio más grande de todos; la vida y el amor, su sentido de ser. ¿Qué diferencia habría entonces entre un bosque y un mendigo? ¿Alguno de los dos está aprovechando mejor la misión que se les dio al nacer? Mientras escribo estas palabras, el murmullo del agua que baja por las formas musgosas de mi pequeña pileta me habla de la vida. El agua fluye, cae a la base y un motorcito interno la hace subir nuevamente por un tubo, para volver a caer, toda una metáfora acerca del paso del hombre por la tierra. El murmullo es agradable, adormecedor, no podría estar mejor mientras escribo este discurso de aceptación del Doctorado Honoris Causa, a horas de embarcarme en el avión que cruzará el océano y me llevará donde hoy me encuentro, a este cálido recinto caracterizado por ubicarse en el lugar 289 del ránking universitario estadounidense dado a conocer recientemente por "The Wall Street Journal". Y sin embargo, qué hago yo aquí, en qué me debato, qué he logrado a mis años con la erudición y qué he logrado a mis años, qué ventana me ha abierto la vida. La erudición me enseñó que cada gramo de conocimiento expande el horizonte, que cada página de un libro va haciendo al hombre más grande y más ignorante, que cada autor rellena con sus obras el granero semivacío alojado en el cerebro. Justo entonces se monta un grillo en mi antebrazo, un animalito ocre, desorientado, desprotegido, frágil, confiado entre los vellos y los lunares de mi extremidad izquierda, un animalito que parece descansar antes de reemprender el camino, antes de proseguir la jornada. He guardado un minuto para verlo. Es mínimo y precioso, no hay otro como él y se muestra gustoso de llevar la vida que lleva. No le tocó tan brutalmente, como a otros, vivir para devorar o ser devorado, vivir en los rincones oscuros, vivir bajo el manto de la tierra, en los roqueríos, entre bloques de hielo a la intemperie, escarbando basura, saliendo a especular por las noches sobre sus reales posibilidades, alojarse entre los dedos de un pie para poder vivir, o dentro del vino fermentado. Le tocó cantar, cantarle a la vida. Ahora resbala y cae al asiento. Lo recojo con mis dedos y lo expongo al sol. Mueve nervioso sus patas, salta y se va.
Hablando de seres vivos, entes que palpitan y consumen energía, el emblema de la erudición hoy en día está en la computadora. Lo sabe todo, al instante, su memoria se acerca a lo infinito. Antes lo fue la biblioteca, pero la biblioteca no es más que un mero depósito de la cultura humana, una extensión del hombre. Carece de vida propia, salvo que contáramos los ratones que corren por entre los libros para alimentarse de ellos. Las computadoras ya nos gobiernan y hasta nos están quitando la razón de vivir, si la vida no fuese algo más que abrir los ojos para mirar a nuestro alrededor, hablar con nuestros hermanos, tocarnos con los dedos y las manos.
Mi amigo Eduardo Jiménez, obstinado postulante a concursos literarios, se inclina, lejos, por la vida. Hace casi exactamente un año caminaba por el centro de Madrid, no tan a gusto que se dijera, porque Jiménez solo se halla a gusto mientras se ha citado a sí mismo a su escritorio para llenar hojas de papel, cuando sufrió un patatús. Lo había invitado su hija azafata a pasar el año nuevo con su mujer. Los dolores lo llevaron a una clínica, donde le recetaron aspirinas y lo mandaron para la casa. El regreso a Santiago fue un calvario, especialmente la escala en Sao Paulo. Luego de haber salido de la UCI nos contaba en la UTI de la clínica Dávila, lleno de tubos, con un pie en el cajón, que durante el viaje le dolía todo y pensaba que se iba a morir. Había sufrido una trombosis coronaria y el clímax lo vivió en pleno vuelo. Salvado, pero aún convaleciente, volvió a poner los pies en la calle y subió a su departamento en el piso 22 del céntrico edificio que lo acoge con una vieja idea, esta vez convertida en resolución: se dedicaría por entero a escribir lo que le quedara de vida. De modo que en Jiménez se da la siguiente paradoja: entre la erudición y la vida se queda, lejos, con la vida. Pero la vida es escribir. Y escribir no es vivir, sino crear vida recordando la vida. Escribir es el pasado y el futuro. La vida no conoce más estado que el presente. Escribir, lo digo yo, es apelar a la erudición, aunque para Jiménez, escribir es apelar a la vida.    
¿La erudición o la vida? Roberto Meza Antognoni, el Pelado Meza, también llamado el Loco Meza, solía cazar incautos como yo en los pasillos de "El Mercurio", mientras sacaba la vuelta en su trabajo para la sección Economía y Negocios.
-¡Qué es mejor! -inquiría abruptamente- ¡El tamaño o la técnica!
-Mmm... la técnica, era la respuesta indiscutible.
-¡Otro huevón con el pico chico!, exclamaba ante la algarabía general.
Uno de sus compañeros de correrías era Canelo. Ambos eran periodistas y ambos exhibían grandes dotes musicales. Un día me enteré por casualidad que figuraban en un programa de la sala América de la Biblioteca Nacional. "Hoy: canzonettas italianas, con Roberto Meza y Enrique Canelo", decía el programa. Me enteré al día siguiente, un rasgo común en mí. Traté de averiguar cómo había resultado la función y no recibí información completa, apasionada. Me comentaban que "habían estado bien", y eso era todo.
Otra noche los escuché debatir en estos términos:
-¿Leíste "Ravelstein"?
-Sí.
-¿Y te gustó?
-Sí.
-Ravelstein leía a Tucídides, a Platón y a Maquiavelo en griego.
-¿A Maquiavelo en griego? ¿No sería en italiano?
-¿De qué te asombras? ¿Acaso Maquiavelo no tiene derecho a ser leído en griego?
Lo que me lleva a recordar al finado parlamentario allendista Mario Palestro. En pleno y apasionado debate en la Cámara de Diputados se mandó una filípica que terminó con estas palabras: "... por todo lo cual les advierto que la espada de Pericles pende sobre la cabeza de la Patria". Un diputado momio se burló de él: "Su Señoría habrá querido decir Damocles". Fue entonces cuando Palestro patentó su famosa máxima: "¿Así que Pericles no tenía derecho a usar espada?".
Otro erudito fue don Ernesto Rodríguez y ahora que hago memoria, Lafourcade. Sabía muchísimo de todo, pero en sus últimos días no podía recordar ni su nombre. Imposible, para el que se lo propusiera, resultaría rebatir la calidad de erudita de la doctora Carla Cordua, filósofa autora de una veintena de libros, miembro de la Academia Chilena de la Lengua y Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales. La integrante del grupo de Bloomsbury Virginia Woolf tampoco lo hace nada de mal. Y además escribió libros famosos. Sobre ellas no hay nada más que decir, salvo que una era cuerda y la otra era loca. A todo esto habrán notado, distinguidos asistentes, la escasez de mujeres sobre las que he hecho referencia en esta clase magistral. Esto se debe a mi marcada predilección por el género masculino, del que se me ha enseñado que formo parte. En fin, un personaje que no alcanza la erudición, pero que se le acerca, es mi amigo Valenzuela. Algún día lo definí como "especialista en generalidades" y se molestó, pero creo que en el fondo le gustó.
Peña y los del CEP se las dan de eruditos, pero me temo que todo es una faramalla; se han puesto de acuerdo tácitamente para leer y hablar de los mismos autores. Son señas que se mandan, y después discuten por los medios, compiten como cabros chicos por el título del más inteligente. Porque he aquí que hemos desembocado en otra cuestión dramática: ¿es el erudito más inteligente que el vividor, por llamarlo de esta forma?
Si la asamblea me atosiga ante dicha controversia, si la asamblea me apura, como se estila decir ahora, yo no cortaría el nudo gordiano, como lo hizo con tanta inteligencia Alejandro Magno, sino que respondería: comme ci, comme ça. Los vividores suelen ser mejores para los negocios que los eruditos, tanto más cuanto menos saben; les bastan las cuatro operaciones. Del otro lado, a los eruditos les va mejor en la PSU, en consecuencia son más inteligentes, pues siempre se dijo que la PSU medía la inteligencia. Los vividores andan con los ojos más abiertos y es raro que se caigan bajando una escalera, mientras que la estadística registra innumerables casos de eruditos que se han fracturado un tobillo por ir leyendo un libro al bajar una escalera. Sin ir más lejos, un Premio Nacional de Historia murió atropellado a la salida del Campus Oriente de la Universidad Católica. No se puede negar tampoco que los eruditos se pasan la vida sentados en tanto que los vividores se lo llevan caminando; esto sería prueba de que los eruditos son más inteligentes. La casuística revela que los vividores les levantan las minas a los eruditos, signo de inteligencia; sin embargo la misma casuística confirma que hay más cornudos entre los vividores que entre los eruditos, porque los vividores son descuidados y los eruditos, serenos. Y si seguimos esa misma línea veríamos que los eruditos son personas de grandes pasiones, mientras que los vividores son más de acciones, lo que los dejaría empatados, creo yo. Así que para desempatar habría que meterse al territorio de la fama, donde hay ejemplos para lado y lado. Arturo Prat quería ser erudito pero llegó a la gloria por vividor; don Andrés Bello dio ejemplo de vividor cuando se pescó a la empleada y su señora lo pilló y le dijo me sorprendes Andrés Bello, ante lo cual don Andrés le respondió te equivocas mujer el sorprendido soy yo; de modo que realmente pasó a la historia como erudito. Un vividor innegable fue Leonel Sánchez y un recordado erudito fue Rodolfo Oroz. El primero entró al salón de la fama como goleador del Mundial del 62 y el segundo por ganarse el Premio Nacional de Literatura sin haber escrito un solo verso, le bastó ser erudito. Qué tal.
Observo que estos primeros especímenes os han dejado indiferentes, salvo los gestos de afirmación de uno que otro erudito presente en la sala. De allí que anteponiéndome a vuestro lógico desconocimiento de la historia de Chile he buscado casos atingentes o atinentes, vale de las dos maneras.
El estado de Oklahoma brinda ejemplos notables de vividores y eruditos. Entre los primeros figuran sin asomo de duda el indio Jerónimo, hasta hoy citado por los paracaidistas; los actores James Garner y Brad Pitt - vividores por partida doble, especialmente el segundo que se mandó al pecho a Angelina Jolie y que fue injustamente calificado de "fleto" por el diario "La Época" en su sección Efemérides-. Charles "Pretty Boy" Floyd, como recordarán y veo que muchos inclinan la cabeza para dar su visto bueno, fue un ladrón de bancos en la época de los gángsters, un vividor de siete suelas, pero tal como otros destacados forajidos de la época terminó cayendo bajo el peso profético del plomo. Tal vez el máximo ejemplo de grandes y famosos vividores de Oklahoma se encarne en Sam Walton, nacido cerca de Kingfisher. En 1962 fundó un negocito llamado Walmart. Treinta años más tarde, Walmart contaba con 1.900 supertiendas, más de 430 mil empleados, ventas por 55.000 millones de dólares y ganancias por 2.000 millones. Sam Walton fue un fanático observador de la realidad, un vividor por antonomasia. En su juventud observó que la mayoría de los locales se organizaba alrededor de los mostradores; él les permitió a los clientes comparar productos en los estantes para luego acercarse a la caja con los artículos seleccionados. Y así pasamos, a través de este ejemplo, a plantear el tercer gran dilema de esta dicotomía: ¿es más creativo el vividor que el erudito, o viceversa? Pero antes, y tal como lo prometí, me encargaré de recordar a grandes eruditos del estado que en esta jornada nos acoge, con su correspondiente contribución a la humanidad. Uno de los que no se puede escapar de la lista es Richard E. Berendzen. Nacido en Walters, este brillante científico, profesor de astronomía y relacionador público fue presidente de American University, a la que hizo crecer cuatro veces. Su currículum se nubla con la acusación de efectuar llamadas telefónicas obscenas, por las que recibió tratamiento psiquiátrico en el instituto Johns Hopkins. Como consultor de la Nasa organizó la conferencia "La vida más allá de la Tierra y la mente del hombre". Otro erudito fue el oklahomino Ralph Ellison, autor de "El hombre invisible", quien tras recibir el National Book Award se convirtió en el escritor negro más importante de su generación. A Ellison se le incendió su casa; dentro de ella estaba el manuscrito de su nuevo libro, que debió empezar de nuevo y no alcanzó a terminar. Cornel West, nacido en 1953 en Tulsa, es filósofo, autor, crítico, activista de los derechos humanos, demócrata radical, intelectual de renombre y profesor en Princeton. Un erudito con mayúsculas, y de yapa aparece en la saga Matrix interpretando al consejero West. A Jane Anne Jayroe no habría cómo calificarla. Nacida en Laverne, esta Miss Oklahoma 1966 y Miss América 1967 entraría al saco de los vividores por la calidad de su pellejo. Pero como mujer ancla en TV News, secretaria de turismo y autora de numerosos libros también podría encajar en la categoría de los eruditos, de allí que a última hora decidí eximirla del debate. Acabo de reparar tardíamente en que este párrafo estaba tachado.
De este modo me enfrascaré a continuación en la duda más relevante de todas, ya enunciada: ¿es más creativo el vividor que el erudito, o viceversa?
Se cuenta que hace muchos años un vividor que por haber vivido mucho dudaba de todo, incluso de aquello, arribó al palacio del lama en el Tíbet en busca del secreto de la vida. Lo esperó en la puerta 14 días seguidos, a sol, a sombra y a nieve, hasta que gracias a su majadería consiguió que lo hicieran pasar. Lo recibió el Panchen lama, ya que el Dalái lama se hallaba en una de sus giras políticas. Se arrodilló ante él y le preguntó al fin cuál era el secreto de la vida. El octogenario lama le respondió, entre una nube de incienso y con una voz casi imperceptible: "La... vida... fluye". El vividor se quedó pensando y replicó: ¿Pero fluye o no fluye? El viejito erudito giró su cabeza hacia un hombro, desconcertado, y exclamó: "¿Ah, que no fluye?".
En "La vuelta al mundo en 80 días", Picaporte hace las de Sancho y muchas cosas le enseña a su amo. Tal como en Don Quijote, da la impresión de que está para cuidarlo, que se las arreglaría perfectamente sin él, que sería incluso más feliz desobedeciendo las normas, lo que no sucedería en el caso inverso. Y sin embargo lo necesita, el obrero necesita a su patrón, porque su amo es poderoso. Picaporte, Sancho y todos los de su clase se arriman al poder, así como lo hicieron Da Vinci, Miguel Ángel, Rafael, Bach, Mozart, Pelé y tantos otros. Sin ellos, poco habrían sido, debe asumirse esta verdad que duele. La luz de los creativos se apagaría, ni siquiera se encendería, si no fuera alimentada por el poder de alcance de los eruditos, quienes constituyen una secreta cofradía académica que se ha apropiado del planeta. Es esta una idea que lanzo al final de mi brillante exposición, la de la erudición asociada al poder y el creador como limosnero del erudito; concedo que es una idea que merece ser explorada, ampliamente desarrollada, mirada desde todos sus puntos de vista, rebatida, negada y reafirmada. Pero eso denotaría demasiada energía y a esta altura no estoy para esos lances. De modo que he decidido dar por concluida mi clase magistral, llevarme el diploma bajo el brazo, dejar la toga y el birrete porque son prestados y volar lo más pronto que pueda a mi pueblo, habiendo visto que este estado recibe bien a los forasteros inofensivos que solo conoce de oídas y que les pueden acrecentar su poderío, no así a personajes como yo, por esencia riesgosos y que caen en el olvido a la primera de cambio.
Muchas gracias.
(Clap... clap... clap...).

jueves, diciembre 27, 2018

El personaje

El personaje se angustiaba en el cuarto cerrado. Pelear consigo mismo hubiese sido una forma clara y rotunda de definir su situación, sin embargo esa imagen no cabía en la escena, de modo que no se trataba de un debate espiritualmente individual, sino con el destino de su ser. Quería intentarlo todo y allí estaba, con las manos vacías, echando brazadas de ciego contra un entorno que a veces se le imaginaba inmenso, otras reducido y otras insignificantemente gris, gris en el sentido de mediocre, vacío, insustancial. Qué hacer, cómo entender el marco que me da la vida eran sus preguntas, la síntesis de su martirio. Recordó a los marineros naufragados en el anonimato más espantoso, el que se halla debajo de las olas y que baja y baja hasta dar con las jaibas hambrientas de materia muerta, anónima. Si hubo gloria en ellos solo ellos la vivieron; mas lo más probable es que no la desearan, no la imaginaran ni la sintieran como una llaga en la espalda, algo ajeno pero que se va pegando al cuerpo.
Había un gato que dormía en un rincón, parecía agradarle el sol en la piel y la temperatura de la madera del piso. El suyo era puro placer; sin embargo, al personaje no lo seducía el gato. El gato no era suyo ni era él, apenas formaba parte de un aspecto secundario de su papel en la escena que representaba en el cuarto cerrado. Su gran tema, el tema central del personaje estaba lejos de hacerse carne en la figura de un gato, ni siquiera en la suya, y lo sabía, y eso era lo que lo tenía en ese estado. Quería penetrar en el conocimiento, comprender por qué estaba allí, resolver una simple fórmula, asegurarse sobre lo que debía decir y debía hacer, pero lo que deseaba sobre todo era saber si su presencia en la sala encerraba algún significado, y qué significaba ese significado.
El cuarto se hallaba plagado de signos, imposibles de traducir. Las paredes cubiertas de retratos parecían burlarse de sus ojos atentos, pero blancos. Se le figuraba que de esas miradas brillaban sanos consejos o que de los labios de aquellos profetas de la literatura brotaban balbuceos dirigidos solo a él, y se le antojaban murmuraciones incomprensibles, angustiantes.
La solución del problema estaba detrás de las paredes o entre las paredes, no así fuera del cuarto. Del interior de la materia le llegaban ecos vagos, anuncios de superioridad, los grandes acuerdos de la inteligencia, las reglas del canon.
Desprovisto de concepto no tenía otra opción que pasearse por el cuarto cerrado. Nadie veía nada en él; el resplandor de la belleza radica en las vestimentas, y el personaje no las tenía. No es que estuviese desnudo, lo que ya habría sido algo. Sencillamente, sus ropajes no eran capaces de ser traducidos al lenguaje superior de los hombres, porque eran ropajes desprovistos de adornos, sencillos, a un paso de la pobreza.
Y sin embargo, visto con ojos nuevos, infantiles, el personaje era hermoso en sí mismo; era bello su conflicto, la candidez de su angustia, los estrechos límites que cercaban su existencia.
Ningún ensayo abordaría su destino, pero eso era lo de menos. Jamás un tratado académico pudo navegar dentro de las venas de la vida.


viernes, diciembre 14, 2018

El Lucho, el reloj de oro

Entramos a la pieza donde el Lucho convalecía de su operación. El Lucho veía televisión, un programa de la National Geographic. Lucía animado, pero pálido.
-¡Luchizo!
-¡Huguisus!
No habíamos tomado asiento cuando se levantó la camisa del pijama y nos mostró la cicatriz, un tajo rotundo que le atravesaba el pecho de arriba abajo. Fue lo primero que comentamos con la Paty y con la Coni al abandonar la habitación, apenas cerramos la puerta, antes de llegar al ascensor.
-Íbamos recién entrando y se levantó el pijama.
-Parecía orgulloso.
-Y después bajó las sábanas.
-Yo pensé qué irá a mostrar ahora.
-Pero se veía bien.
-Qué bueno.
Subimos al auto, riendo. Dejamos el estacionamiento y enfilamos por la avenida Las Condes hacia el poniente, buscando un lugar donde matar la tranquila tarde del domingo.
¿Somos los únicos así, se ríen otros de estas cosas? Al menos yo soy portador del legado que me dejó mi madre, esa alma entre festiva y sádica, entre inocente y cruel. La Coni, hija mía, no heredó la parte sádica; diría que se quedó con lo bueno, agregándole a su carácter un toque fuerte, seco, agitanado. La Paty, mi mujer, tributa a otro legado, y por eso su reacción fue más de asombro que de chisme.
El Lucho acababa de salir de la UTI. En la habitación del hospital me paré y le di la espalda, para mirar hacia afuera. Se apreciaban los demás pabellones, había personas de blanco sentadas en oficinas.
-¿Qué hay allí, Luchizo?
-Son las dependencias antiguas.
-¿Y allá?
-Las oficinas de la administración.
-¿Qué cerro es este?
-El cerro Calán. En la punta está el observatorio.
-Cuando estudiaba en la universidad me tocó ir una noche. Nos llevó el profesor Latorre, que enseñaba periodismo científico. Conversamos con un astrónomo y miramos los planetas.
A los muros del hospital les llegaba el sol de la tarde. Combinados con el verdor de los jardines y la placidez del día producían un efecto de sosiego adormilado, que no es la misma sensación de la muerte, sino una pariente, ni cercana ni lejana.
Entró una enfermera a tomarle la presión.
-Permiso.
-Adelante.
-Cómo se ha sentido.
-Bien... ¿Cuánto marcó?
-13 con 7. Normal.
-Yo tengo 11 con 7 -apuntó la Coni.
-Muy baja.
-Siempre la he tenido baja.
-Es mejor tenerla baja que alta.
-Es mejor, pero no tanto.
El Lucho dijo que le habían abierto el pecho con una motosierra. La Paty se burló. Entre el Lucho y la Paty se abrió un diálogo lleno de ambigüedades, nacía una tensión. El Lucho insistía en llevarle la contra, al filo de la ofensa. Ella le contestaba. Yo no intervenía, ni para uno ni para otro lado. En un momento dado la Paty mencionó una actividad académica. Deslizó el tema al pasar, a propósito de un comentario cualquiera, sin doble intención; el Lucho afirmó que él dejaría sorprendido al auditorio de la Paty, si fuese invitado a dar una charla. Lo que se estaba dando entre ambos era una guerra de sexos. El Lucho pugnaba por imponerse a la Paty, y la Paty no se dejaba vencer. Era todo un duelo, como los de antes. Mientras les daba la espalda intentaba recordar cuántas veces me había batido a duelo con una mujer; la memoria no me pudo convidar un solo ejemplo.
Entró la enfermera con la bandeja de la cena. Cena de hospital, a las seis de la tarde. El Lucho comía acostado en la cama.
-¿Quién se quedó con la cama de mi mamá, Luchizo?
-Víctor.
-Ah.
-¿Cuánto les costó, Huguisus? Porque acá compraron unas a 12 millones cada una.
-Es que estas son de última tecnología.
-Camas de hospital.
-La de mi mamá costó 1 millón 200. Yo mismo la fui a comprar a Rosen. La plata la puso mi mamá.
-Salió súper buena.
-Se levanta de atrás y de adelante.
-El Víctor la tiene en su pieza de alojados. Cuando las niñas se quedan con él duermen ahí.
Contra todo pronóstico, el Lucho se levantó. Aparté la bandeja para que pudiera incorporarse. Pensé que iría al baño, pero lo que quería era comer sentado.
-Ayer me sacaron los tubos.
-Quedaste con las marcas.
-Sí, tío. Quedó lleno de moretones.
-Sí, y de aquí de la pierna me sacaron un poco de arteria para los tres bypass.
-¿Cuánto duró a la operación?
-Siete horas. Cuando me abrieron y empezaron a operarme, las arterias del corazón se les deshicieron. Estaban tapadas de calcio. Igual como esos restos de cartílagos en las latas de jurel. Se deshacían solas. Así que no pudieron ponerme bypass artificiales; tuvieron que sacarme la arteria de esta pierna.
-¿Víctor ha venido?
-Vino cuando salí del pabellón y empezó a contarme chistes. Yo iba saliendo con los ojos cerrados pero los vi a todos. La Claudia estaba llorando.
-El martes pasado me dieron el premio por cuarenta años de servicio, Luchizo. Un reloj de oro.
-¿Un reloj de oro? Ese es premio. A mí, cuando cumplí cuarenta años en la Fach me dieron un galvano.
Lo dijo con naturalidad. Sin envidia. ¿Quién, por otra parte, podría envidiar un regalo así, un reloj de oro que no sirve nada más que para ver la hora? Solo un amante de los relojes, que son escasos, y un amante del estatus, que son más y hasta cierto punto el Lucho es uno de ellos. Pero el Lucho es así porque arrastra una pena ancestral. Necesita reafirmarse a través de signos de alcurnia. O tal vez yo estoy completamente equivocado. Nunca he asistido a un taller de psicología. Digo las cosas por intuición.
-Me lo entregó Edwards. Cuando dijeron mi nombre salí a recibirlo arrastrando las patas, pero al subir los escalones cambié de postura; me erguí.
Edwards está creído que sigo siendo de  izquierda. Nadie le ha dicho que el resto me toma por el más momio de los periodistas del diario. Cuando su padre estaba vivo y yo trabajaba directamente para él, sí lo era. Me quiso echar y se dice en la empresa que hasta los últimos días de su vida pensaba que los gerentes habían obedecido su orden. Pero por lo general los ejecutivos de alto rango se saltan ese tipo de órdenes y hacen lo que estiman mejor para la compañía; de lo contrario los echan a ellos. De modo que los gerentes estimaron que era mejor para la compañía cambiarme al diario más pequeño de su empresa, al tabloide. Determinaron no echarme, vaya a saber por qué, y en vez de eso trasladarme, "ocultarme" de su amplio campo visual. Desde luego hablo en forma alegórica. Con suerte Edwards padre habrá retenido mi apellido en su memoria a lo más dos o tres minutos. Edwards padre era un tipo contradictorio. Un amante del poder, más que del dinero, que no es lo mismo. Dejó caer muchas de sus empresas, pero afirmó a "El Mercurio". De pocas y malas palabras, vulgar, llevado de sus ideas, autoritario. Le encantaba humillar a los gerentes, editores y jefes delante de los subordinados. Al momento de su muerte, sin embargo, las loas lo encumbraron a los altares de la sensibilidad musical y artística. Alguien dejó escrito que una vez le pidió perdón de rodillas a un funcionario al que había denostado. Hubo también por esos días feroces detractores desprovistos de misericordia, pero de eso mejor no hablar, no quiero entrar a la arena política. Edwards hijo, el que me entregó el reloj, es un puzzle aun más complicado. No ama ni el dinero ni el poder. Ama la exactitud hasta exceder la frontera del espíritu anglosajón, ama con fría pasión las marcas de vehículos más extrañas, el detalle de cualquier novedad tecnológica. Odia la palabrería y la metáfora. Cierto día en que mi pluma se había asomado a la ventana de la noticia que se disponía a escribir, instalándose a sus anchas al no advertir moros por la costa, Edwards hijo, que todo lo vigila, habría comentado luego de eliminar de la noticia todo rastro de literatura barata: "Mardones pensará que lo queremos... y lo queremos".
Cuando dejé de arrastrar los pies y subí finalmente al estrado lo miré a los ojos, a unos siete metros de distancia. Eran ojos de alegría, y se veía realmente contento, como si de verdad me quisiera, aunque yo persistiera en mis ideas de izquierda. Luego de que la caja con el reloj de oro cambió de manos nos dimos un abrazo y nos tomamos una foto.
Ese payaseo, ese preludio de la recepción del premio me da vueltas una y otra vez. Lo que quise hacer fue un gesto entre lúdico e inteligente. Percibí algunas risas entre los aplausos, pero con los días me pregunto: ¿cuán inteligente fue ese gesto? ¿Qué grado exacto indica de C.I.? Era mi día, ¿qué mensaje busqué enviar? Fuera lo que fuese, en mi show se coló un detalle que tuve poco en cuenta, aunque fui consciente de él. Lo que estaba transmitiendo realmente a los demás era mi lugar en el conjunto, el de un hombre que ha dado todo de sí a su empresa durante cuarenta años, empresa que lo recompensa con un reloj de oro. Un hombre que arrastra las patas. Un arrastrado. Un hombre que a la hora de su premio, que en el día fabricado para él es aplaudido, felicitado y abrazado fugazmente por los Grandes, quienes le confirman con sus gestos lo hiciste bien, trabajaste duro para nosotros, ayudaste a engrandecernos mientras nosotros te dábamos a cambio un auto, un colegio para tus hijos, una casa, un doctor y un hospital...
-A mí el regalo de verdad me lo dio Luksic en la ceremonia del curso de reservistas. Una lapicera Montblanc de ónix.
-¿La conservas?
-Claro. La tengo en la parcela.
-Yo tengo la caja con el reloj en el velador. Ahí se va a quedar hasta que me entren a robar.
-Véndelo.
-No. Ya tiene un heredero. Se lo voy a dejar a Benicito. Está demostrando increíbles dotes. Es cuidadoso, piensa y ve más que los niños de su edad. Me lo imagino entrando a clases en segundo básico con el reloj de oro.
-Lo va a desarmar y lo va a tirar al water -dijo la Paty el domingo siguiente, cuando volvió a salir el tema en el café La Tranquera, junto a Carlos, mi cuñado. Carlos bajó los ojos y rió: él había hecho esa gracia a los nueve años. Recordábamos la historia a propósito del reloj de oro y la precocidad de Benicito, mientras las bicicletas nos esperaban a un costado.
-Bueno, Luchizo, te dejamos descansar.
Nos despedimos de beso y abrazo. No más cerrar la puerta empezaron los comentarios sobre el pijama y el tajo.
-Íbamos recién entrando y se levantó el pijama -dijo la Paty.
-Parecía orgulloso.
-Y después bajó las sábanas.
-Yo pensé qué irá a mostrar ahora.
-Pero se veía bien.
-Qué bueno.
Entramos al Tavelli de Manuel Montt; pero no nos gustó el ambiente y salimos. Subimos al auto, doblamos por Los Capitanes, tomamos Antonio Varas, giramos en Eliodoro Yáñez y volvimos a bajar por Manuel Montt. Andábamos buscando algo más provocador. En el local elegido ordenamos un tártaro de atún, un Manhattan y una copa de vino; la Paty pidió jugo. No logro recordar de qué hablamos, pero sí que estaba fresco y que a la vuelta tenía que regar el pasto.

lunes, noviembre 19, 2018

El día más feliz

Los jugadores corrían por la cancha; yo los seguía con la mirada alerta, de pie entre los dos atados de ropa que hacían de arco, un arco inventado en una franja de la cancha municipal, vistiendo flamantes rodilleras. Los nuestros dominaban al adversario, de modo que mi rol se reducía a ser testigo de pases y disparos a lo lejos; pero cuando entró el grandulón del Ogaz, que se había atrasado, las acciones se equilibraron y comencé a trabajar con esa angustia placentera que solo experimentan quienes defienden un pórtico.
Antes de que terminara el primer tiempo empecé a sentir las corvas, por la presión de los elásticos. El latido punzante iba creciendo minuto a minuto en esa zona, pero una barrera de goce se interponía ante el dolor cada vez que caía al pasto o me estiraba para la foto con la pelota en las manos.
Influenciado por las fotos de la revista Estadio -la Araña Negra volando de palo a palo; Sergio Fuentealba desviando el balón con los puños, Misael Escuti atajando un penal- había vaciado la alcancía para comprar las rodilleras en una tienda deportiva de la calle Brasil y esa tarde las estrenaba oficialmente. Parado sobre el césped, sin tomar conciencia de la brisa que me deshacía el jopo sobre la frente ni de las nubes de primavera que corrían por el cielo ni de los álamos que se bamboleaban a un costado de la cancha, apenas preocupado de la hora que marcaba el reloj, vivía el día más feliz de mi vida; más bien, el que durante la semana ideé que sería el más feliz. Se trataba, como en otras ocasiones ya lo había intentado, de adelantar la felicidad para vivirla muchas veces, tantas que la verdadera pasara a segundo plano.
Las hileras en altorrelieve de las blancas rodilleras adquirían el típico tono verdoso del que se apropia un objeto que se desliza contra el césped, esa mancha tan rebelde al momento del lavado. Decidí  que era hora de quitármelas. Habían cumplido su misión, me habían hecho feliz por un momento, habían justificado con creces el vaciamiento de la alcancía. Ahora que la conciencia evaluaba, diríase que ponía en la balanza del sentido común la ilusión de incorporar a la vida propia un objeto versus la realidad de tenerlo, la expectativa se diluyó y primó el deseo de sentirse bien, el deseo de liberar las corvas de la presión inaguantable a la que habían estado sometidas. Inmerso en ese tenso vacío que vive todo arquero antes del ataque del adversario, intuía haber perdido algo importante, pero me sentía libre. El segundo tiempo lo jugué sin las rodilleras y no creo haber sufrido rasmillones. También, debo ser fiel al sentido que le doy a esta literatura, no tengo el más mínimo recuerdo del resultado de esa pichanga de escuela, si es que hubo un resultado.
En el paradero esperé la liebre, no para volver pronto sino para disfrutar la rara sensación de viajar en un vehículo motorizado. Desde un asiento que daba a la ventanilla iba mirando la calle, las casas y la gente de Rancagua. Nada parecía cambiar; todo era lo mismo, chato, tranquilo, bajo, pueblerino, silencioso, siempre algún borracho durmiendo en la acera. Había trechos sombríos, cuadras completas en las que no transitaba nadie. Las tardes de sábado eran así. Con la excepción de los teatros Rex, Apolo y San Martín, que recibían a sus fieles visitantes para cumplir con el sagrado rito de la proyección de la vida, la ciudad se recogía dentro de sí misma. La vida verdadera, la vida invisible se daba dentro de las casas y en las cantinas. Una radio a todo volumen, una madre castigando a sus hijos, un choque de vasos era de lo poco que lograba traspasar los muros.
Pasado el quiosco del tío Pablo, caminando por Bueras, ya en plena población Rubio, a metros de mi hogar, pasé a jugar un taca-taca. En el local zumbaban las moscas. Era un local pequeño, de unos cuatro por tres metros. Constaba de dos mesas de juego y un mesón cubierto de revistas usadas de historietas reservado para la ubicación del dueño, que las hacía de cobrador. El lugar se hallaba vacío. En el rincón de la derecha había una puerta que daba al patio de una casa, la casa del dueño. Di varios golpes, dos veces, hasta que me salió a abrir. Le compré una ficha y esperé que apareciera algún compañero para jugar. El hombre volvió a su casa y dejó la puerta entreabierta.
No lo conocía. Nunca había cruzado una palabra con él. Era un hombre lampiño, de nariz bulbosa, flaco, de vientre abultado. Vivía solo y no se le conocía otro oficio que arrendar las mesas de taca-taca y cambiar sus revistas por otras. Volvió a los pocos minutos y se instaló detrás del mesón, mientras yo seguía esperando un compañero de juego. Sentí que me miraba fijamente.
-¿Estái solo?
-Sí.
-¿Querís jugar conmigo?
-Bueno.
La mesa se tragó la ficha y aparecieron las pelotas. El partido duró poco; mi contendor giraba los muñecos de la barra con furia, hacía saltar la pelota por los aires, como si hubiese aguardado mucho tiempo el momento de vaciar su hastío. Durante un par de minutos el local se convirtió en un campo de tiro que se agigantaba con el eco de los disparos. Acabado el juego se retiró al patio sin decir palabra y el local volvió a quedar vacío, sereno y silencioso.
No habían dado las cinco de la tarde cuando entré a mi casa. Caminé por el living oscuro, sorteando los sillones morados de resortes vencidos; crucé el comedor luminoso y llegué a la cocina, donde se hallaba mi mamá. Me abrazó y me besó con el cariño de siempre, esa alegría y esa capacidad de asombro que mantuvo hasta los últimos días de su vida. Le entregué mi bolso con las rodilleras y el traje de arquero y le pregunté por el Vitorio. Me dijo que había ido al rotativo del cine San Martín. Luego le pregunté por mi papá.
-No llegó de la Braden -dijo en un tono enfático, grave, pesimista.
No había para qué entrar en detalles; ambos sabíamos lo que eso quería decir. Entonces se agachó y abrió el horno.
-Preparé un kuchen. ¡Mira!
Sacó el kuchen humeante y me lo enseñó.
-Vamos a tomar una rica once -dijo.
Me fui a sentar al sofá. Mi madre preparó la mesa y cuando estuvo lista me llamó al comedor. Ella se sirvió pan francés con mantequilla, tostado, y café con leche; yo, kuchen con una taza de leche con Milo. Después de la once, al filo del atardecer, sacó un Ópera de la cajetilla que guardaba en su cartera y lo encendió; hizo anillos de humo, fumando sin hablar, y hundió la colilla en el cenicero, la hizo pedazos.

domingo, noviembre 04, 2018

Después del sueño

El sueño se iba disipando y deseaba extenderlo, a sabiendas de que el proceso se regía por leyes propias. Tendido en la cama, protagonizaba a su pesar una pequeña batalla perdida. Abrió los ojos en el estertor de la noche y miró a su alrededor. Su pieza era la misma; bañada en ese momento por  una atmósfera lechosa. Su mujer dormía, plácidamente. Se levantó y caminó al baño, desnudo; desde el pasillo contempló la ventana que daba a las casas vecinas y a la cordillera de los Andes. Su cuerpo entero estaba impregnado del retumbar de las bombas. Los ecos de la conflagración nuclear lo acompañaban como ángeles exterminadores.
No sentía miedo ni pesar; se hallaba, sobre todo, aturdido.
Tiró la cadena, se lavó las manos y la cara, salió del baño y se paró nuevamente ante la ventana, sin querer sacarse el sueño, que aún sentía más real que el piso, las paredes grisáceas, las últimas estrellas de la noche. Los cerros macizos, tan serenos a esa hora que sin dar señal alguna anuncia el alba, remarcaban algo trivial, de sobra conocido, que sin embargo por primera vez entraba directamente a su alma. Todo era frágil, la vida era frágil y la Tierra era frágil. Frágiles eran sus intestinos y el techo que lo cobijaba; su memoria y sus seres queridos. Bastaba un ligero accidente, una ligera falla humana o planetaria para deshacer la obra. Estar de pie, vivo, ante la ventana que le devolvía el cielo imperturbable en la noche de primavera no era para alegrarse ni para alarmarse. Era para tenerlo en cuenta.
Con esa sensación y ese presagio volvió a la cama, cerró los ojos y aprovechó lo que quedaba de sombra para dormir.

viernes, noviembre 02, 2018

Un tren de carga en el horizonte

Debíamos llegar al depósito nuclear a las seis y media de la tarde, a más tardar, ni un segundo después. Ya habían dado las seis y el tiempo se medía en megatones. Cinco minutos antes de cumplirse el plazo la realidad nos golpeó a la cara con la fuerza de un martillo y nos confirmó, reloj en mano, que no alcanzaríamos el objetivo. La puerta de reja se hallaba cerrada con candado y de la entrada al comando de operaciones, a los botones diseñados para desatar el pánico, restaban no menos de siete minutos, tantas veces habíamos hecho ese recorrido que lo conocíamos de memoria. De modo que a nuestro pesar, muy a nuestro pesar, con el embajador de la nación enemiga determinamos deshacer el convenio y devolver nuestros pasos por el camino de tierra flanqueado de arbustos secos, para sortear cada uno como pudiese el momento del desenlace. Era nuestra culpa y el planeta entero pagaría las consecuencias.
Cerca de las diez de la noche corríamos desesperados por el valle inmerso en una sombra blanquecina. Por la ladera del cerro, que apenas se recortaba bajo el horizonte, un tren de carga nos dio la señal. El convoy descarrilló y estalló en chispas y llamas ante la ondulación de la tierra, producto de las bombas que liberaban su energía. Todo a nuestro alrededor era una gran vibración, ante la que resultaba casi imposible sostenerse en pie. Mirada desde el espacio, la Tierra vivía un momento estelar; los rojos y amarillos se encendían como remolinos que surcaban la superficie azul y la dividían en tres, cuatro fracciones.
A la mañana siguiente conseguí entrar a un pabellón gris repleto de camas de dos plazas, donde me reencontré con la vida humana. Los sobrevivientes, recostados con la ropa puesta, dos y tres por cama, aguardaban noticias sin hallar qué decirse entre ellos. La pieza gigante era una muestra de desaliento colectivo, de ese silencio que nace de la incertidumbre y el desasosiego. Al menos no se vivían manifestaciones de violencia histérica; la situación aún no llegaba a ese nivel.
De pie, una niña de vestido de encaje color marrón volvió el rostro sereno hacia mi altura y dio la señal de que se podía incursionar.
Salimos en un camión a enfrentar lo que viniera; la ruta polvorosa era cerrada y curvilínea, la radiación se nos hacía soportable. Al girar de las ruedas iba tomando conciencia con desánimo de que las grandes instituciones habían caído. Mis ahorros de toda una vida ya no servían de nada. Se habían esfumado; me hallaba igualado a la suerte de mis pares.
Desde un tanque bajó Marcos Vergara, quien llevaba las riendas de la crisis. Fui corriendo a pedirle explicaciones; el viejo conocido me confesó con gran amabilidad que la situación era sumamente delicada.
De una máquina ubicada en un alto del camino repartían helados de barquillo y panes de dulce a la gente. No hube de hacer fila para recibir lo mío.
"El control se ha intensificado en todas las naciones. Te daré un ejemplo: si tú oprimes con los dedos el pan que tienes en la mano eres fusilado de inmediato, así están las cosas", dictaminó con cálida sutileza.

martes, octubre 09, 2018

Llamado telefónico

Me llamó el sr. Smith. En un lenguaje poco claro, pero abundante, como nunca lo había oído, me dio a entender que se me extraña en la barra del café. Como seguía hablando, y su voz reiteraba la esperanza del reencuentro, como insistía en afirmar que nadie tenía nada en mi contra, o que si por casualidad había alguien no era él, me vi obligado a intentar unas mentiras verdaderas para tranquilizar su espíritu. Le dije que había cambiado de hábito y que hoy estaba destinando esa hora y media a la lectura, lo que es cierto. Añadí que yo tampoco tenía nada en contra de nadie, lo que también es cierto, y que les mandaba saludos a todos.
Pero la verdad es que el llamado del sr. Smith me dejó pensando, como ocurre con las cosas importantes de la vida. Al recapitular sobre las causas de mi retiro voluntario al café de la mañana detecté que el tema se iba profundizando a medida que pasaban los días, hasta desembocar en un abismo de sustancia, en el más íntimo y antiguo de mis males, la sensación de desamparo. Cómo le iba a decir a mi querido amigo el sr. Smith que aunque los hechos al menos lo desmientan, ese problema me lleva a buscar el desequilibrio y debilita mi seguridad. Cómo le iba a decir que busco incansablemente el reconocimiento a través de la creación de belleza, metiéndome por caminos torcidos.
El resultado científico de este retiro ha devenido en horas de caminar sin rumbo fijo, horas que cerraron la válvula de la niñez accionada por mí cada mañana en el café, válvula que al abrirse hace más mal que bien pero refuerza el ego, esa parte burlesca que caracteriza al ego y que provoca disturbios, rechazos, acaloradas discusiones que llevan a sentirse vivo, a decir aquí estoy y aquí les dejo mi presencia; pero ¿acaso aquellas no son las verdaderas horas perdidas? Se me antoja, en refuerzo de tal convencimiento, que más vale transitar sin rumbo fijo, incluso sin mirar nada de lo que me rodea, antes que alimentar a ese diablillo...
Otra cosa muy diferente es el gasto de dinero y otra aun más diferente el cambio de hábito alimenticio. Porque en cuanto a lo que hablo, ese caminar sin rumbo me lleva a las pastelerías, a las cafeterías y a los locales de comida rápida; a los puestos callejeros de venta de huevos duros, y así mi consumo habitual de frutas al almuerzo ha trocado en un desorden de cosas que van entrando al buche.

miércoles, septiembre 26, 2018

La corrupción

La corrupción es nuestra compañera fiel; y debemos ir a su encuentro. Aparece del modo menos esperado y la miramos de reojo. Seguimos de largo, postergamos la cita.
La corrupción se pasea por la plaza y se ofrece a los débiles, y los débiles caen ante la tentadora visión.
Su boca es demasiado grande; se traga con facilidad a los mortales.
Tiene alas y vuela de pueblo en pueblo, rozándose a los ángeles. Solo un saludo entre las razas, un saludo o un desdén.
El calor corrompe las aguas estancadas; por las mañanas la sombra hiede y llama como un espejo quebrado detrás de los juncos. Si asoman rostros de deseo la réplica viene de los ángeles: cámbiense de acera y vayan a mirar los ojos entornados de la virgen, de no hacerlo la degradación hará lo suyo en un carnaval de frenesí.
Obsceno poderío, guarda su oro negro en una cloaca ubicada a veintitrés metros de hondura; se accede bajando por una escalera de caracol camuflada en un almacén de venta de escaleras.
Cae la lluvia de septiembre sobre un gorrión muerto en el tejado; el pájaro rígido no evoca nada, lleva demasiado tiempo muerto. La casa se pudre por dentro, cuesta caminar en ella, las barandas del segundo piso huelen a traición, las goteras caen en el dormitorio y en los vestidores. Cuando el mundo era antiguo, el caos reinaba en los montes, en los ríos y en los mares; hoy reina dentro de la casa.
La quimera levanta magníficos estadios; todo el mundo promete visitarlos el día de mañana.

viernes, septiembre 21, 2018

Work Café

Eligiendo un tema
Todos los temas son interesantes
Observando al enemigo
Todo el mundo es un enemigo
Invitando al cliente
Todo cliente contiene una bolsa de dinero
Planificando un asalto
Todos los asaltos son violentos
Preparando un café
Todos los cafés demandan trabajo
Mirando hacia el pasaje
Todos los transeúntes van a alguna parte
Aguardando la noche
Todos los días terminan en la noche
Escribiendo un poema
Todos los poemas persiguen la belleza

Cada elección es un dilema
Gracias mi buen Dios
El guardia ve enemigos
Gracias mi buen Dios
El banco ve dinero
Gracias mi buen Dios
El asaltante ve violencia
Gracias mi buen Dios
La empleada ve trabajo
Gracias mi buen Dios
Los transeúntes ven caminos
Gracias mi buen Dios
Las noches ven los días
Gracias mi buen Dios
El poeta ve palabras
Gracias mi buen Dios

El tiempo es una suma de puntos infinitos
En todos los puntos está Dios
Todos los dioses son el tiempo

miércoles, septiembre 12, 2018

La figura tentacular

No bien surgió de la tierra, la sustancia tentacular fue rodeada por unos brazos serpenteantes venidos de lo alto. Sobre el planeta de tres soles caían rayos de silicato de sodio, lo que fue interpretado como un buen signo de su nacimiento. El planeta nocturno se hallaba plagado de seres tentaculares, tardó la forma en darse cuenta de eso, y cuando tomó conciencia se sintió alegre pues, en dicho planeta, por muy extraño que parezca, la alegría sí tenía cabida, al igual que la aprensión, la negligencia y el miedo, no así sentimientos como la envidia, la serenidad, la rabia o sensaciones como el dolor y el cansancio, de modo que el planeta no se regía por principio moral alguno, aunque tampoco había tenido lugar jamás una guerra.
Con los primeros tintes de la alborada levantaron vuelo los pájaros de fuego; se elevaron hasta que se perdieron de vista en el cielo, rumbo a la primera estrella. Solo habría una alborada en sus vidas y la aguardaban con ansias, agazapados bajo las rocas, buscando evitar la lluvia ácida. Cuántos de ellos no vieron jamás la luz a la que estaban destinados, víctimas de su desidia. Al tiempo que las aves se elevaban los seres tentaculares desaparecían de la faz de la tierra y se refugiaban en sus escondrijos subterráneos, temerosos de la luz. El día les llegaba en el primer tercio de sus vidas.
De ordinario los seres tentaculares se agrupaban en pequeños conjuntos que se repartían el poco espacio que dejaban las estrías que conducían al centro de la tierra. Los tentáculos de un organismo abarcaban los brazos que iban naciendo y también aquellos convertidos en estropajos flácidos que se arrastraban por el suelo, como babosas reptilianas. Estos últimos seres, por su condición, se destinaban a limpiar el piso. La figura tentacular debía administrar su energía por decreto, pues ninguna ley moral lo obligaba a ello. Una vez que sus propias extremidades iban perdiendo fuerza era incorporado a los tentáculos que antes le eran una carga; estos a su vez recogían los tentáculos que brotaban de la tierra, lo que generalmente ocurría en la segunda noche de sus vidas.
Así dispuesta la existencia, esta se desenvolvía con normalidad en el planeta. Habrían de pasar millones de fases antes de que el primer sol dejara de alumbrar. Sabido era que en tal momento todo habría de cambiar, a pesar de mantenerse la reserva de los soles restantes; de allí que, a la espera de ese día trágico, la atmósfera aprensiva deviniese en asfixiante, un canto de alegría ante la desgracia inminente.
Los seres tentaculares se alimentaban de sierpes de carbonato de litio que mantenían en depósitos aéreos para que adquirieran tonalidades verdosas. El cambio de color significaba que ya habían incorporado a sus pieles retorcidas y escamosas los nutrientes de la atmósfera. Con el paso del tiempo se habían convertido en expertos en ese tipo de crianza, de modo que no precisaban de otra comida para vivir; y en cuanto a las sierpes, estas morían alegremente al ser absorbidas por los tentáculos, puesto que formaban parte de la misma pregunta que las hacía renacer desde las profundidades.
Cuando los tres soles, uno al lado del otro, dejaban caer sus rayos, el planeta se volvía una masa de arena ardiente, sobre la que maduraban flores de uranio. Al desintegrarse sus pétalos, el estallido se mezclaba con las risas de los seres que aguardaban en el fondo de la tierra. Reían de alegría, convertidos en abrazos tumorales, pegados entre sí, dispuestos en grupos que de cuando en cuando se tanteaban con las ventosas extremas de sus tentáculos, más bien para comprobar que todo acaecía como lo dictaba el libro.
En condiciones tan paradisíacas como las que se describen era inimaginable atisbar una disputa, por mínima que fuese, ya sea entre los seres tentaculares como entre ellos y el entorno. Sin embargo, en el apéndice del libro quedaría registrado un desarreglo que pudo haber cambiado la suerte del planeta. Ocurrió al iniciarse la estación del ocaso, entre la decimosexta y la decimonovena era. Los seres tentaculares se hallaban en plena instalación de sus cultivos aéreos y los primeros brotes de serpientes enroscaban sus escamas en los alambres de titanio cuando de la nada surgió un pájaro de fuego que se tragó a una de ellas, mientras emprendía vuelo al primer sol. Ninguno de los tentáculos fue capaz de llegar a sus alas; de las bocas escondidas manaron risas nerviosas que sonaron como chirridos de frenos. Evidentemente se trataba de un ave tardía, de esas que se daban una vez cada quinientas temporadas, de allí que el libro las clasificara en la categoría de los signos funestos. Y en efecto, los brotes se secaron y la consecuencia pasó al libro con el nombre de "la noche de la hambruna". Cientos de miles de seres tentaculares desfallecieron y quedaron esparcidos en la arena, separados unos de otros, cada uno entregado a su suerte. Las raíces de silicio se alimentaron de sus restos descompuestos y fueron creciendo a profundidades monstruosas. Las aprensiones de los pocos cuerpos tentaculares que quedaban aumentaron una vez llegado el tiempo de la luz, al constatar que sus escondrijos se habían cubierto de raíces enmarañadas, raíces que se habían alimentado de los ejemplares de su raza.
Pero esa fue solo una excepción dentro de aquel ambiente bucólico. Los seres tentaculares pudieron sobreponerse al miedo y el planeta volvió a ser testigo, llegada una vez más la estación de las sombras, del rebrote de sus miembros.
De tal modo pasaban los días, y duraban una eternidad; mejor dicho 11 mil días de los nuestros cada día del planeta, días consagrados al nacimiento, la conformación de grupos, el refugio ante la luz, la exposición alegre a la noche, el desarrollo tentacular y su ocaso. El ciclo se daba por  cumplido en el momento en que la forma hacía entrega al planeta de los retoños anudados a su cuerpo y uno de ellos a su vez lo incorporaba al suyo, hasta que sus tentáculos gastados caían a la tierra junto con su humanidad entera, donde eran devorados por las raíces, como ya se ha dicho.
De por sí, nadie se rebelaba ante tal sistema. ¿Por qué habrían de hacerlo si la felicidad era completa, la alegría, intensa, y solo se le temía a la profecía del libro, que algún día habría de cumplirse inexorablemente y destruir su paraíso, como estaba escrito?
Las cosas debían ser así porque así estaba bien y no había chispa alguna en el alma de esos seres que incitara al cambio. Nada suponía desgaste, de nada se quejaban y nada más necesitaban; en tal sentido se asemejaban a nuestros animales, aunque ellos poseían, diríase, una inteligencia superior.    
¿Por qué escribo todo esto, si el ciclo no hace más que repetirse una y otra vez hasta el cansancio?
Guardo, en el fondo de mi alma, el recuerdo de un ser tentacular que marchó al exilio luego de haber sido castigado por sus semejantes a raíz de una acción diversa que se leyó como traición. No fue un asunto mayor; se trataba de una interpretación ambigua acerca de hechos que disponían al conjunto a ir hacia una dirección, en circunstancias de que ese ser insistía, no en un afán rebelde sino de ingenua desorientación, en marchar en la dirección contraria. Más allá de los montes de arena, poco antes de la llegada de la estación de la luz, el pronóstico era incierto, aunque el grupo había decidido la ruta. El ser tentacular se desprendió de los demás brazos y se guardó en un escondrijo; los demás siguieron su camino y aquellos que quedaron huérfanos fueron reincorporados a otros cuerpos. Al perderse el clan de vista salió a la superficie y se dispuso a vivir su nueva vida indeseada. Sintió de inmediato la pérdida de peso, una sensación de levedad, brusco alivio, la noción de incertidumbre falsa que había comprendido sus acciones históricas, mas también se asomó a sus ojos el fantasma de la identidad, y con todo aquello descubrió una nueva forma de experimentar el peso de la noche, soslayando los  miedos a través del ejercicio espiritual de la locura o cantando alegremente, casi con desprecio, a las apariciones de las tormentas de ácido sulfúrico. Así reinició sus quehaceres en la soledad de las frías arenas, idas las sierpes con su raza, cuando apareció la segunda ola  de emigrantes y lo halló, lo juzgó y lo condenó a un día de trabajos forzados, un tercio de su vida, en la isla de las miríadas. Vagó el ser tentacular en su superficie ante el insólito espectáculo de las manchas refulgentes que a no más de treinta centímetros de altura nacían y morían en cuestión de momentos, formando una suerte de cielo en la tierra a la que se hallaba condenado. Era visto desde lejos y los límites de sus pretensiones terminaban en alambradas, por los cuatro costados. Lo estaban enseñando para que sintiera algo que jamás había experimentado y que por tanto no sabía cómo definir.
Al aproximarse la alborada fue trasladado a su antiguo grupo, donde se le asignó un cuerpo al que pronto se anudó. Nadie hizo preguntas y el periplo continuó en la faz del planeta.      


domingo, septiembre 09, 2018

El violín y la voz

El día del vino es otro de los inventos nuevos; se celebra tomando vino más barato que el que se vende los demás días, no tanto como para que no les convenga a los bares y restaurantes, y así las parejas y los amigos concurren a sus locales favoritos y ordenan sendas copas con un acompañamiento ordinario, por ejemplo un platón de papas fritas cubiertas de queso. Se trata de que la plata fluya siempre de mano en mano y así la vida prosiga su curso.
Un dúo de artistas quería entrar al local a tocar sus melodías, eran estos un violín y una voz que procuraban hacer la ganancia del día, mas sus intentos resultaron vanos, de modo que se conformaron con tocar desde afuera. A la salida recibían de los clientes alguna moneda huacha, que alcanzaba justo para no abandonar sus ambiciones. En cuanto a los transeúntes, casi todos pasaban mirando; uno que otro se agachaba al estuche forrado de terciopelo negro, gastado, brilloso, y echaba una gota de agua al océano.
Cerradas las puertas del bar repartieron las contribuciones, se besaron y separaron sus caminos. El violín subió a la micro, sin pagar, y a los veinte minutos llegó a una casa cubierta de rejas; rejas en el antejardín, en la puerta, en las ventanas, en los balones de gas, detrás de las cuales lo esperaban una mujer, sus tres hijos y su padre. El viejo lo miró, sin reconocerlo. El violín lo besó en la frente, dejó el estuche en lo más alto del estante y se sentó a la mesa, donde la mujer le sirvió un vaso de jugo en polvo y un plato de porotos hasta los bordes, como al violín le gustaba. ¿No hay bebida? Se acabó, y ella giró la cabeza hacia el cuarto de los niños. Los niños miraban la televisión y peleaban; la mayor le dio un coscorrón a la del medio y el niño, que terciaba en la disputa, se echó a llorar tras recibir un castigo inesperado de las dos, quienes al segundo se apiadaron de él y lo hicieron dormir entre ambas, al medio de la cama.
Se apagaron las luces de la casa y se hizo el silencio. ¿Cómo se portaron los niños? Bien. ¿Y el viejo? Hoy estuvo tranquilo, ni se movió. ¿No le dio por arrancarse? No, estuvo tranquilo.
La mujer le habló al oído.
Tái llegando con poca plata, búscate un acompañante y te va a ir mejor.
Sí, lo estaba pensando.

lunes, septiembre 03, 2018

Del cielo y del infierno

Y así ocurrió. Demasiadas atenciones me atrasaron; eran las 10:25 de la mañana cuando encaminé mis pasos al trabajo, que como bien sabía todo el mundo, quedaba muy lejos, cerca de La Dehesa. Los dueños de casa ofrecieron llevarme en auto al paradero más cercano, pero se trataba solamente de una oferta de buena crianza y la deseché. Un chofer que esperaba a la salida me dio a entender que iba partiendo, aunque se daba la casualidad que se dirigía al otro extremo de la ciudad.
Me vi obligado a esperar la micro. Me servían dos líneas, que se estaban demorando una eternidad. Caminaba por la amplia avenida de ripio, prácticamente sin esperanzas, cuando percibí entre las arboledas una manifestación que se tomaba el camino. Yendo hacia ese lado estaba perdido; cualquier vehículo de la locomoción colectiva debería detenerse, atrapado en su circuito. Me devolví, busqué otra calle y la encontré, pero de allí venía hacia mí otra marcha, aun más compleja que la anterior. Yo iba demasiado bien vestido a mi trabajo y pensé de inmediato en cómo ocultar la billetera, asomándose como primera opción esconderla dentro de los calcetines, como había hecho en más de una ocasión real. La descarté; siempre descartaba por necio todo lo que se iba presentando a mis posibilidades; se trataba esta vez de una maniobra que hubiese quedado al descubierto en cuestión de segundos. Resultaba evidente que la masa encabritada se abalanzaría para despojarme de mis pertenencias, si es que no de mi preciada vida.
La mente reacciona a la velocidad del rayo en circunstancias como estas, y no es extraño que surjan decisiones geniales. Ante la masa había que buscar protección y la hallé en la casa de una vecina que atendía un local de abarrotes y bebestibles, vecina de pelo ensortijado y cuerpo maduro y simpático, mandado a hacer para ocasiones como estas: me hizo entrar a su morada y me ofreció gratuitamente un escondite. No se trataba de una traidora, pero fue como si lo hubiese sido. Era imposible dar con una pieza de guardar en un laberinto de escaleras de caracol como el que caracterizaba su vivienda, y no pasaron ni cinco minutos cuando tuve ante mi vista los primeros rostros de la masa. Eran bustos de caras graves, silenciosas y extrañadas, como si las figuras de cera pudiesen cobrar vida.
Solo me restaba una posibilidad, que escogí sin meditar: refugiarme en la casa de mi viejo amigo.
Allí estaban él y su familia. Sus hijos, que habían crecido; su esposa, que asumía impasible la serenidad del desengaño en que se traducía su vida toda, aparentando la figura de las personas que ansían huir de lo que no se puede huir. Me acerqué a ella y la abracé. Se acordaba de mí, me lo dio a entender con la mirada. Los hijos estaban grandes, pero mantenían sus características. El mayor ya lucía barba y continuaba siendo el más alto de todos. Los demás eran los mismos de antes, pero más grandes. Dentro de esa habitación de piso de fléxit y decoración empobrecida me hallaba por lo menos a salvo. En pocos minutos se partiría la torta de bizcocho; me dio la impresión de que la habían comprado para mí.
Al salir de esa atmósfera nostálgica y pisar la calle desierta repasé mis apuntes y busqué en mi celular la dirección que requería, pero de la nada apareció Villena y se empeñó en interrumpir mi trabajo, porque todo esto era un trabajo, y lo hacía por... no diría obligación, sencillamente era mi deber hacerlo.
-Acompáñame, quiero mostrarte algo -me insistía, con su característica simpatía escondida en sus párpados caídos. Yo le respondía que no, y hasta quise pedirle que me dejara tranquilo, pero eso hubiese sido un signo de mala educación. Al final me tomó del brazo y me llevó a su esquina. Bueno, algo habrá de salir de esto, algo me querrá decir; lo escucharé y tomaré la decisión que me convenga. Pero entonces sucedió lo que me temía: nos hallábamos ante la puerta abierta de una librería de libros usados, era allí donde quería conducirme con su modo alambicado. ¡Ven, hay ofertas increíbles! ¡Mira! ¡Estos libros están a cuatrocientos pesos!, libros botados en el piso, muy interesantes, dignos al menos de un vistazo. Y qué gana él con su encerrona, pensaba, sabía que pasaría esto, se trataba de una trampa y de seguro yo habría de salir del local con una o dos ofertas bajo el brazo.
Ya me iba entusiasmando.
Pregunté por el libro de Swedenborg, Del cielo y del infierno, agotado hacía años en las librerías chilenas; para mi buena suerte el dependiente no debió ni dar un paso para sacarlo de un estante y ponerlo en mis manos. Era un volumen precioso, antiguo, de tapa de cuero azul, cubierto de polvo, como corresponde. Lo examiné y pregunté su precio. Me dijo mil novecientos setenta y ya me disponía a comprarlo cuando otra voz dijo cuarenta mil. Era demasiado caro para mi bolsillo, aun más caro que los veintisiete mil que pedía por él la Feria chilena del libro, aunque ahora no lo tenía porque se encontraba discontinuado, como he dicho.
Mientras pensaba, el dependiente le sacaba el polvo con un paño, dejándolo lustroso. Pero al abrirlo noté que había telarañas. Era un libro extrañísimo, con las páginas debajo de un enrejado que dificultaba leerlas, aunque se notaba que las palabras contenidas encerraban un tesoro.
Consideré que el precio era demasiado para mí, y sin que se diera cuenta deposité el libro en el estante, haciéndome el leso, y abandoné la librería.

martes, agosto 28, 2018

Una casa con un hombre sentado detrás de la ventana

La primera vez que me fijé en la casa fue una tarde fría de invierno. Pasaba por ahí y miré hacia adentro: un hombre leía un libro alumbrado por una lámpara de bronce. Sobre la mesita circular de arrimo reposaba una copa de cerveza a medio beber. La sensación que me dejó aquella escena me acompañó un buen rato. Cuando entré a mi propia casa aún se mantenía en mi mente.
Pasaron varios días. Había olvidado el asunto, así como la ubicación de la casa en el plano del trayecto entre mi trabajo y mi hogar. Entrada la noche volvía despreocupado, ansioso de probar algo contundente que me quitara el hambre, tras una jornada algo cansadora, no sé si tanto por la labor cumplida como por lo rutinario que se torna el día a día, cuando inconscientemente miré a la derecha, acaso seducido por la suave luz que emanaba de una ventana: era la casa; allí estaba el hombre, sentado en su cómodo sillón, concentrado en su libro, la copa de cerveza al alcance de la mano en la mesita de arrimo. Llevaba años haciendo la misma caminata tras bajar del metro, y era la segunda vez que la veía.
Mientras disfrutaba de mi propio coctel en la intimidad de mi hogar, con la vista en el vacío, tratando de retener los sabores del Wild Turkey en el paladar, dos pensamientos se me dejaron caer desde las alturas de lo que sea que haya dentro de la cabeza, siendo el primero el misterio de la atracción que iba sintiendo por esa escena que se me cruzaba de vuelta del trabajo; y el segundo las líneas del artículo que entraban a mis ojos, escritas por alguien que sostenía que la maestría del Gatopardo estribaba en que la melancolía del príncipe de Salina era una melancolía que no caía en el vacío, sino que se traducía prodigiosamente en los cambios que sufría Italia en ese entonces, cambios que al final de cuentas harían que la situación quedara igual que antes, de modo que las sensaciones del príncipe terminaban convirtiéndose en una metáfora de la sociedad italiana, y era eso lo que alumbraba la novela, cosa en la que, si estuviese de acuerdo, me irritaba. Yo, que también me sentía un escritor, nunca había aspirado a reflejar mi tiempo; al contrario, diría que despreciaba ese motivo y que escribía para reflejar, cuando mucho, mis estados de ánimo. Por lo demás, ¿qué graves cambios, qué trascendentales hechos podía estar viviendo mi país como para escribir sobre ellos, un país preocupado de escándalos de poca monta, que se amplifican con el único objetivo de esconder la paz grisácea que ensombrece el cotidiano devenir? Desde otro punto de vista, ¿qué sentido le daba la marea de inmigrantes al segundo principio de la termodinámica, entendido para esta pregunta como la máxima de que todo sistema tiende a llegar al equilibrio?; o bien, ¿por qué no había sido capaz de anticipar ese fenómeno para haberlo llevado al papel? Es más, ¿qué nuevos cambios se estaban gestando ante mis narices?
Llegó la hora de la cena. Mi mujer apareció con una bandeja. Mi mujer suele subir con una bandeja mientras yo veo las noticias y nunca tomo suficientemente en cuenta ese gesto. Pero no todo estaba escrito esa noche. La mesita en que se instaló la bandeja tenía una pata suelta; bastó un movimiento involuntario para que se cayera la pata y con ella la mesa entera y la bandeja, con las dos copas de vino y los platos, que rodaron por el suelo, junto con los pensamientos literarios y detectivescos que aún deambulaban en la guarida de mi entendimiento. La ira se apoderó de mí, eché blasfemias de grueso calibre contra la mesa, ya que no había motivo para echarlas contra mi muer, y así acabó la velada.
Al día siguiente, delimitada convenientemente la ubicación de la casa que había llamado mi atención, ya no quedaban dudas de eso, comencé a fijarme en algunos detalles. No había visto alarmas de ningún tipo y la separaba de la acera una baranda de madera demasiado baja; era llegar y encaramarse para entrar a la propiedad, posibilidad nada insólita para estos tiempos; sí para aquellos en que había sido edificada. Era una valla blanca, gastada por los años, de endeble estructura. Cada madero, de unos 15 centímetros de ancho, terminaba en una punta de flecha que servía de adorno antes que de advertencia protectora. Como solía apreciarse en otras casas parecidas de la vecindad, por la parte interior crecían pegadas a la valla plantas de dudoso propósito y mediocre mantenimiento, en un estilo algo así como a la que te criaste, especies que parecían replicarse en los muros con no mayor suerte. Sin dejar de caminar eché otro vistazo hacia adentro: el hombre leía su libro; en lugar de la cerveza había una copa de vino tinto y sobre una mesita en la que antes no había reparado, una mesita de centro, de patas bajas, emplazada frente al sillón, destacaba un computador personal en cuya pantalla brillaba una página de internet que el hombre no miraba.
Seguí mi camino.
Daba la impresión de que la casa, de un piso, nunca había cambiado de dueño; pero mi mujer me comentó, más bien las emprendió contra mi distracción, que los dos frecuentemente nos topábamos, al pasar frente a esa propiedad, con una anciana barriendo el antejardín y atendiendo las plantas, una anciana de vestido gris, floreado, cubierto en parte por un viejo delantal. Barría con una escoba de ramas y sus uñas siempre se veían sucias por el contacto con la tierra. ¿Que no te acuerdas? No. En todo eso ella se había fijado y para el escritor, para el supuesto observador que debía ser yo, blanqueaba la memoria al tratar de fijar el recuerdo de la casa antes de que apareciera el hombre detrás de la ventana.
Debo admitir que a menudo me blanquea la memoria, que muchas veces constato haber hecho trayectos que no recuerdo para nada; he recorrido cuadras enteras sin tenerlas en cuenta. Son minutos ocupados en viajes invisibles por los fondeaderos del alma, tránsito lento por los obstáculos que ponen las obsesiones y de vez en cuando, nuevos argumentos para mis escritos. Envidio a los niños, que todo lo ven por primera vez, envidio a los turistas que visitan ciudades extrañas, a los brasileños que levantan la cabeza ante la Escuela de Derecho y que se fotografían en el puente Pío Nono con el edificio de la Telefónica y la cordillera de los Andes como telón de fondo.
De modo que entonces la casa ha de tener un nuevo dueño, le dije a mi mujer; ella se encogió de hombros y retomó el libro que la comenzaba a atrapar, "Cerebro de pan", del doctor David Perlmutter.
Hecho el silencio me senté ante el computador para dar comienzo a un nuevo relato sobre un tema que me perseguía hace varias semanas. Pero mi mujer quiso participarme de su quehacer y distrajo mi atención leyéndome en voz alta algunos párrafos del libro, que subrayaban lo nefasto que resultaba para el organismo el consumo de trigo en todas sus variedades, como pan, sobre todo pan, mi pasión, voracidad de mis tardes atrasadas, sueño hecho realidad, pan amasado de rescoldo con chicharrones, dobladitas, hallullas, colizas peruanas, marraquetas humeantes con mantequilla, pero también pasteles, queques, tortas, kuchen de manzana, pastas, pizzas. No me lo dijo con palabras crueles, pero sí me dio a entender que mis hábitos me estaban condenando a un futuro de cardiopatías, diabetes, alzhéimer, demencia senil, artritis reumatoidea, hinchazón intestinal, ansiedad y estrés crónico, depresión, sobrepeso y si la cosa iba para grave, síndrome de Tourete...
Comas lo que comas te vas a morir; y si no comes también morirás; no es entonces la comida la causa de la muerte, intervine otra vez iracundo, ante el ataque que se desprendía de ese párrafo venido de los Estados Unidos y que a la postre, retorcíase mi razón en silencio, estaba destinado a cambiar mi vida. El asunto podría entonces reducirse a que comas lo que comas, morirás antes o después, y si dejas de comer morirás casi siempre a la cuenta de dos a tres meses, de lo que se desprende que si queremos vivir más debemos comer mejor. Eso es precisamente lo que dice el libro, me replicó. Pero no es tan cierto, porque la vida no está sujeta solamente a la calidad de la alimentación. Eso no se discute, dijo a media voz.
Hubiese querido interrumpirla a mi vez abriendo debate sobre el tema que ocupaba mis sentidos, pero ¿cómo explicar que la misión que me autoimpuse es arrancarle rastrojos de belleza a la vida cotidiana, sin ahondar en la vida cotidiana sino en la belleza que puede extraerse de ella? Ni yo mismo estaría de acuerdo en una tesis como aquella, menos podría desenredar en una charla un tema así, sin caer a la primera en graves contradicciones que terminarían por abrumarme y aumentar aún más la sensación de estar siendo incomprendido.
Volvió el silencio; retomamos cada uno lo que estábamos haciendo.
No he hablado con suficiente fuerza, por no decir con ninguna fuerza, sobre el conjunto de detalles que contribuyen al misterio de esa casa, comenzando por el hecho de que sus defensas luzcan tan débiles, signo de negligencia o desapego por parte de sus propietarios, aunque también la escuálida valla podría traducirse en la notificación de ausencia de riquezas materiales en el interior de la vivienda, lo que suena a embuste, pues una casa así, situada donde está situada, no podría no guardar al menos un par de objetos de valor, la sencilla prueba está en el computador personal del hombre detrás de la ventana, que a ojo de buen cubero debería rendir unos cincuenta mil pesos como mínimo en el mercado de los reducidores, puesto que se trata de una marca de cierto prestigio; y sin ir más lejos en la lámpara de bronce, pues un objeto como ese no cuesta menos de ciento cincuenta mil pesos en un local de antigüedades, de manera que no puedo sino concluir que los nuevos propietarios, quienes según mi mujer se han hecho hace poco de la casa, no disponen del dinero necesario para iniciar labores de remodelación y protección, digo remodelación porque me ha parecido ver la pintura descascarada en parte de los muros y sobre todo en el cielo de la sala de estar. Es curiosa la similitud de estos detalles con los de mi propia casa; lo enuncio a propósito del desacertado comentario emitido por mi amigo Valenzuela, quien la única y última vez que fue invitado por nosotros a cenar se fijó en fallas como las indicadas y al día siguiente festinó con su observación ante mis demás amigos de la barra del café, a quienes comentó graciosamente que con quince millones de pesos "la pocilga quedaría flamante", generando grandes carcajadas que crisparon a mi mujer -ya molesta con un par de dichos homofóbicos que Valenzuela se había mandado en la cena- una vez que por la tarde escuchó de mis labios la anécdota.
Cuando hablo de misterios solo quiero expresar que no cuento con los elementos suficientes para armar el rompecabezas que me viene planteando hace ya varias semanas esa casa, y sobre todo ese hombre detrás de la ventana. Cuántas veces lo inexplicable, lo fantasmal deriva en evidente, como sucedió en mi niñez con un episodio protagonizado por una gota de agua; esto creo haberlo escrito antes en otro de mis cuentos, la tarde que entré a la cocina y hallé un charco en la baldosa. El agua parecía no venir de ninguna parte, ya que sobre el cielo no corrían cañerías, solo la techumbre. Sin embargo, una gota que caía con exactitud matemática en el centro del charco y que habría terminado por inundar la pieza entera planteaba un misterio de categoría mayor al raciocinio de mis diez años. El misterio se tornó simple al cabo de unos minutos: alguien había dejado una taza sucia bajo la llave del lavaplatos; atravesaba la taza de un lado a otro de su circunferencia una cuchara de excelente concavidad, colocada por descuido como si fuese un puente, de forma tal que la gota que caía de la llave tomaba impulso al entrar en la cuchara y salía disparada hacia el centro de la cocina.
De misterios como esos está lleno el mundo; si no existieran no se hablaría de ovnis, entierros ni perros con ojos de diablo corriendo al lado de un automóvil en un bosque nocturno.
Otro de los misterios estriba en la presencia de dos vehículos en el estacionamiento a la entrada de la casa, vehículo el primero que casi se puede tocar con la mano, marca Suzuki; lo que redobla el enigma de la falta de defensas; y un segundo vehículo, al fondo, del que no he logrado ver la marca, aunque ninguno de los dos bajaría de cinco millones en el mercado de la compra y venta de automóviles usados. ¿Por qué se empeñan en permanecer estacionados dos vehículos, en circunstancias de que jamás he visto otro ocupante de la casa que no sea el hombre detrás de la ventana? Sería absurdo, imagino, que los tuviera para sortear los días de restricción vehicular, aunque tampoco es un ardid descabellado; hay personas adineradas que lo hacen. Sin embargo mi olfato me sugiere que allí no reside la solución del misterio. He acabado por convencerme de que el hombre se separó de su mujer y de que esta dejó su auto "en garantía", para "marcar presencia", como se dice, imprimiendo a fuego la señal de que alguna vez podría volver con él. Pero por qué se separaron o cuál de los dos tomó la decisión, esos sí que son misterios que con suerte me atrevería apenas a abordar. Podría ser que se tratara de las mentadas diferencias irreconciliables, como se estila hoy en día; esto es, fatiga de material, enfriamiento de la sangre, mas eso se parecería demasiado a la rutina que mantengo con la razón de mi vivir, la que no da para separación, ya que después de todo nos llevamos bastante bien, al menos así lo pienso y de ella no he oído algo diferente, salvo cuando clama al cielo ante algunos de mis exabruptos, como por ejemplo la burrada de la mesa de la pata coja. Volviendo a la otra casa, no descarto que la mujer del hombre de detrás de la ventana sea de pareceres diferentes a los míos y a los de mi mujer.
Pero ya va siendo hora de que me concentre en el mayor de los misterios: el misterio del hombre detrás de la ventana.
Días atrás pasé delante de la casa y no estaba él en su lugar. La lámpara derramaba su luz de siempre, pero sobre la mesita no había copa alguna. La habitación se encontraba vacía. Al día siguiente se repitió el cuadro. Mientras continuaba mi camino observé que en la segunda habitación, la que sigue a la puerta de entrada, puerta que las separa a ambas, digo que en la segunda habitación, en la que no había reparado hasta entonces, allí sí estaba el hombre, ahora no exactamente detrás de la ventana, sino sentado al fondo de la pieza, ante un escritorio sobre el que se hallaba su computador encendido. El hombre escribía, acompañado por una taza de café. No quiero pensar que se tratara de té o agua de manzanilla, a mí me suena mejor la taza de café, pero concedo que el contenido de la taza se agrega a los misterios, misterio de categoría menor en todo caso, que poco sumaría a la historia si lograra ser dilucidado.
Seguí a mi destino con la imagen del hombre escribiendo dentro de la casa, imagen que tantas veces habrán percibido diversos peatones al pasar frente a mi propia casa y levantar la vista hacia el segundo piso, en cuya terraza cubierta y calefaccionada con una estufa a gas licuado suelo escribir mis cuentos, relatos que por a, be o ce motivos nunca me dejan satisfecho, debe ser por mi tendencia a echar afuera todo lo que se acumula en mi mente, imagen similar al paso del camión de la basura los lunes, miércoles y viernes; así es la mente, siempre está llena de basura que si no se botara quizás qué sucedería.
Ignoro cómo hacen otros con ese lastre; en mi caso no he descubierto cosa mejor hasta el momento, lo que no quiere decir que sea la mejor o que la recomiende. A mí se me figura, por ejemplo, que el hombre de detrás de la ventana hace mucho tiempo decidió que la solución perfecta a sus problemas consiste en hacer lo que realmente anhela, no como yo, que sueño con ser un escritor profesional pero en el intertanto me he pasado la vida trabajando en algo que no me gusta, más bien por inercia que por placer, y también para llevar el sustento al hogar y darle un buen pasar a mi mujer, a pesar de que ella también trabaja, debo decir que mucho más a gusto que yo, porque lo hace con vocación de maestra. Se nota en cambio que el hombre sentado detrás de la ventana es un escritor hecho y derecho, un intelectual de sweater de cachemira con cuello de tortuga y barba casual, muy bien trabajada, encanecida por los años, lentes redondos de sobrio marco opaco, blancas manos gruesas, cuidadas hasta el exceso, digo que es un escritor mesurado, importante, un escritor de ensayos, un escritor de carácter, ajeno a bromas adolescentes y jugarretas de niños a las que yo soy tan proclive; un escritor concentrado en ideas que se toma muy en serio y que encamina con resolución matemática hacia un planificado objetivo en el que podría caber, por qué no, la locura, puesto que un verdadero escritor, un escritor de fuste, no lo es si no lleva dentro una chispa de locura.
Así, y a pesar de mi tendencia a la dispersión, creo haber resuelto al fin el misterio de la casa con el hombre que se exhibe sentado detrás de la ventana. Era tan simple como la historia de la gota en la cocina: una oscura y fría tarde de invierno vi a un hombre que inconscientemente hallé parecido a mí, a mis aspiraciones, producto de lo cual se me fijó en la memoria, al punto de comenzar a estudiarlo, a admirarlo, a desearlo, a incorporarlo a mi persona como se incorpora el pan que se come al desayuno. Me llevó tantas semanas descubrirlo, hasta que me cayó la teja: el segundo auto pertenecería a otro hombre, creo estar casi seguro, me parece haber visto con mis propios ojos una imagen sombría cruzando la segunda habitación, certeza que no constituye ni por asomo una proyección desviada, como diría algún especialista si leyera mis escritos. Nunca he sentido inclinación hacia mi propio género, ni en mis ensoñaciones durante el día ni en mis sueños eróticos, que los tengo como todos en medio de la noche. No se trata de eso, aunque si se tratase de eso pasaría por una tendencia inocua y demodé, no se trata de lo que llaman una transferencia, que a mi modesto juicio vendría siendo la incorporación de características ajenas a las propias con el fin de conformar una sola personalidad, de modo de completar por fin en vida lo que a uno le falta como hombre. Se trata, y aquí sí que reside el quid del misterio, se trata de que mido en todo sentido menos de lo que quisiera; se trata finalmente de una cuestión de números, de una cuestión matemática, irrebatible, haberlo sabido antes, todo residía en la estatura, en el largo del zapato, en el coeficiente intelectual, en todo tipo de medidas...

sábado, agosto 25, 2018

Desde la barra del café

Trato de entender la vida mirando las caras de la gente, desde la barra del café.
La gente se mueve; la vida se mueve.
Transitan solos, o en grupo, la sensación general es la de un conjunto de hombres y mujeres que se cruzan, se mezclan ante el rojo de los semáforos y luego se separan, pero siempre reunidos; la vida es así.
Están rodeados de altos edificios construidos por ellos mismos, el cemento los atrapa y los constriñe; la vida actúa parecido. Algunos vuelan por los aires; la vida le ha entregado esa misión al polen de las flores.
El hormigueo mental que sobrevuela las cabezas no se percibe, pero se adivina; como el brote de la vida.
A pesar de sus edades, de sus cuerpos, se aprecian todos sanos. Si surge una excepción la vista tiende a clavarse en ella, y sin embargo es cosa segura que más de uno de los que he visto pasar en este rato morirá antes de un año; así es la vida.
No se ven difuntos en las calles; la vida se reserva ese derecho para el momento adecuado.

martes, agosto 21, 2018

Una casa de verano con vista a las estrellas

Regocijo ante la incertidumbre. ¿Vendrán tareas nuevas? Es un territorio de baja densidad, pero aun en esas zonas hay desacuerdos, graves denuncias, hasta crímenes. La casa, cercana a la cima de un cerro de espinos y pasto seco, no es tan grande, pero cuenta con una soberbia vista al cielo. He dormido hoy en el segundo piso viendo las estrellas desde mi cama. Como el techo cubre solo parcialmente el dormitorio, las estrellas se lucen sobre mi cabeza. Hay algunas profundamente lejanas y misteriosas, semejantes a focos de automóvil vistos a lo lejos; destacan en la noche azulada, me llaman a compartir su verdad desde su lugar en el firmamento.
Esta tarea de ser sheriff de un lugar así me llena de ansiedad. Como ya he dicho, el condado se aprecia tranquilo, poco menos que desierto. Desde el dormitorio, que tampoco posee muros, domino casi todo el panorama. Me asomo a la orilla; bajo mis pies corren aves silvestres y de corral que se esconden entre los arbustos, en el barro sombrío. Un chorro débil de orina cae a la tierra y la salpica.
No puedo creer que la casa sea así. Si lloviera, por ejemplo, se mojaría mi cama. Pero ya es tiempo de mandar a buscar a los míos.
Me llama por teléfono Alexis Jéldrez. Dice que está con Saval y que ambos ocupan una casa similar, en un condado vecino. ¿A cuánto tiempo están?, les pregunto. En auto, por los caminos de tierra que atraviesan los cerros, serán unos 25 minutos, me responden. Ambos, contentos, me hacen ver que tendremos todo el verano para disfrutar de nuestros puestos. No debo preocuparme, porque el cargo de sheriff es simbólico; el verdadero lo desempeña otra persona.

jueves, agosto 16, 2018

Ironías del destino

De joven
Fui de izquierda
Soñé con habitar una pocilga
Alejado de los bienes materiales
Desprecié el futuro
Vivía para amar
De viejo
Soy de centroderecha
Dueño de una espléndida casa
Vivo ahorrando plata
Pienso en puras desgracias
Amo para callado, como que me avergonzara amar

martes, agosto 07, 2018

Miedo a la vida

La charla menguaba; decidimos pedir la cuenta. Mis últimas palabras viraron hacia el asunto existencial. A mi amigo le brotó la voz con una especie de urgencia y declaró, ¿sabes?, ya no le tengo miedo a la muerte.
La frase venía, según propia confesión, de alguien que vivió bajo esa espada de Damocles. Luego de que se le detectara una grave enfermedad, hoy relativamente bajo control, había aprendido sin darse cuenta la lección.
Cada día que pasa es un regalo; eso no lo dijo él, lo pensé yo. Durante la semana había leído una nota sobre el alzhéimer que afecta a un famoso personaje de la TV y le admití que dicha lectura me despertó miedo, eso dije, aunque debí decir preocupación. Por qué, me preguntó, porque me quedan relatos por escribir y debo apresurarme antes de que la lotería de la vida coarte, o derechamente acabe, con mis capacidades.
Salimos del café y prometimos vernos pronto.
(Anticipas dramas, muerte
posibilidades en el espesor de la noche turbulenta
Amanece tu corazón agitado
todo es una suma de peligros, debes enfrentarlos
no se te ocurra esconder la cabeza como el avestruz
Así las cosas pasan entre líneas
Al atardecer buscas refugio en el alcohol
y algo consigues
la serenidad de la tarde cubre el riesgo
el calor del hogar
la música clásica
reconcilian a tu espíritu con el cosmos
y entras a la cama sigiloso
sumando recuerdos amenazas posibilidades).
Vuelvo a mis últimos días, en los que he rezado por uno de mis seres queridos. Postrado ante la Virgen del Carmen, ella me mira con sus ojos de vidrio entrecerrados y su carita de yeso se me torna humana. Su silencio me habla. Me dice: oigo tus ruegos.