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martes, diciembre 15, 2009

¡Huasca atrás!

Por las noches salíamos a esperar las victorias. Subían por Ibieta hacia el centro; venían de la estación, de la Braden, de los bares aledaños a la Braden, de los prostíbulos de Maruri. Me fijaba en sus números, mi favorito era el 53. Cuando cumplí 53 años recordé esos coches de mi niñez y podría decirse que el 2006, entero, fue para mí un año de nostalgia. A los ocho años, mientras esperaba con mis primos la aparición de las victorias, jamás habría imaginado llegar a esa edad. Cuando tuve 18 recuerdo que elaboré una sentencia, nunca supe destinada a qué: vivir más allá de los 40 es gastar oxígeno, todo lo que suceda después de los 40 está de más. Ahora me parece que tener 53 no es ser tan viejo y que los 40 sencillamente son la plena juventud. De haber sabido que los 53 quedarían incluso atrás y se mirarían con envidia y que mis mejores años están siendo precisamente estos, me habría otorgado a mí mismo el título de viejo conformista, que anda demasiado cerca del otro, viejo de mierda. Tal vez con no poca razón.
¿Cuándo se es más feliz? ¿Cuando se aspira a oír el sonido de un huascazo que a la vuelta de la esquina anuncia la aparición de la victoria o cuando se recuerda ese momento?
Hay dos grandes tipos de felicidad. La de una emoción que hace latir el corazón es insuperable, mas la que vivo en este instante, sentado ante las teclas, diría que casi la iguala. Construir frases reviviendo momentos me hace inmensamente feliz, pero esos momentos me recuerdan, oh paradoja, que la vida que provoca emociones está afuera y depende de la relación que surja entre mi persona y las demás, entre yo y los árboles, yo y el lago, yo y el crucifijo, yo y la memoria. Se vuelve entonces al sano aislamiento, lo exterior desaparece y el hombre se consume en sus fantasías.
Sospecho que el lector quiere acción. Y la tendrá. Decía que con mis primos esperábamos a las victorias, de preferencia en las noches de verano. Intercambiábamos frases con el Amadeo y el Mosta, los vecinos de la casa del frente, y nos disputábamos la acera con las cucarachas que salían a ramonear. No nos daba asco pisarlas con las sandalias para ver fluir su sangre blanca, la leche le llamábamos. Sentados ante la puerta veíamos desfilar a los últimos transeúntes con ese paso urgido que suena más fuerte, cuando de pronto nuestro corazón experimentaba un vuelco. Aunque invisibles, las que se oían de lejos eran indiscutiblemente pisadas de herraduras contra el cemento. El destino se decidía al final de la cuadra: el coche podía continuar por San Martín hacia el norte o enfilar por Ibieta hacia el centro. Si pasaba de largo, experimentábamos una ligera frustración; si doblaba, no había tiempo que perder. En segundos estaba ante nosotros y el cochero, que era hombre avezado, adivinaba nuestra intención con sólo echarnos una ojeada. Había que correr detrás, saltar a la suspensión de las ruedas traseras, afirmarse en esa combinación de travesaños y comenzar a disfrutar del viaje hasta un máximo de cincuenta a cien metros, para de allí devolverse al puesto de guardia.
Los cocheros se asemejaban a lo que no debía ser la mujer de César: no eran hombres malos, pero lo parecían. Creo que cuando escuchaban de otros niños el grito "¡huasca atrás!" se sentían obligados a representar su papel. Una de esas noches en que viajaba de contrabando en el soporte, el huascazo me dio de lleno en la cara, pero hasta hoy me suena a un golpe dulce, aunque sorpresivo: el miedo me hizo saltar a la calle y volví lamentándome, sobándome el rostro y haciéndome la víctima, ante la risotada general.
Mi hermano tenía un compañero de curso que era hijo de un cochero. Era como decir el hijo del carbonero. Al hijo del carbonero le decíamos Papá barata y era un niño gordo y feo y extremadamente bueno y dulce, todos lo queríamos. El hijo del cochero creo que se llamaba Toro y su padre lo convertía el día de la fiesta de disfraces en el personaje de la Escuela 1. Lo hacía desfilar sobre un caballo lujosamente ataviado y lo vestía de árabe con joyas y turbante. Los 364 días restantes del año era el hijo del cochero, pero ese día, ante tan desmedida representación, no cabía otra que doblar la cerviz.
Una noche sentimos el ruido de una motoneta. El conductor paró ante nosotros, se sacó el casco y nos invitó a dar una vuelta a la manzana, uno por uno. ¡Era el tío Isidoro!, que pasaba a lucir su nueva adquisición. No era una Vespa ni una Lambretta, sino una más grande, lo que concordaba perfectamente con su estilo.
Cuando llegó mi turno me puse el casco, me agarré a su cuerpo, rugió el motor y salimos disparados. El viento silbaba en torno a mí, la motoneta se tragaba de un bocado al mundo tenebroso que nos rodeaba y amenazaba con matarnos, se inclinaba en las esquinas con real desprecio a las leyes físicas y a la vida, adelantaba fácilmente a las ridículas victorias y de pronto estuve abajo, ante la puerta, intentando pensar en lo que había sucedido.

6 comentarios:

mentecato dijo...

¡Qué maravilla! Después hago el correspondiente comentario.

En mi pueblo también había una victoria del "Huasca atrás".

Un abrazo, doc.

mentecato dijo...

Querido doc:

He releído el "¡Huasca atrás!". Hermosísimo texto.

Y nostálgico para mí.

Luego retorno, doc.

mentecato dijo...

Querido doc:

La victoria siempre bajaba por nuestra calle Bulnes (desde la estación del ferrocarril) hacia el centro de la ciudad. Nosotros éramos unos felinos entonces y nos subíamos al eje posterior (al igual que ustedes los rancagüinos). Sí recuerdo de una vez que la huasca me dio en la mano (el dolor fue insoportable). Solía cantar ahí colgado "Stranger in paradise" en la versión de "Los cuatro ases" (existe una hermosa interpretación de Bing Crosby del año 53). Era entonces, por las noches, en que con un primo mayor nos íbamos remando silenciosamente río arriba hasta el lugar en que estaban anclados los faluchos que navegaban al norte (los guachimen dormían a pata suelta borrachos). Nuestro objetivo era robar sandías que las embarcaciones llevaban, porque en el norte valían oro. Una noche de luna (¿fue mi imaginación?) vi flotar río abajo una niña con el vestido de primera comunión. Tiritando, se lo conté a mi primo, pero él (un agnóstico furibundo) no vio nada y se rió. Nunca más quise repetir las rapiñas nocturnas...

Un abrazo, doc.

mentecato dijo...

Querido doc:

A propósito de la niña que flotaba río abajo, una vez vi al diablo. Fue espantoso. Le cuento: unos primos mayores construyeron columpios, colgando de unos ciruelos, casi colindando al sitio de un vecino. Cierto atardecer, me subieron a un columpio y me amarraron a él, pues yo frisaba los cuatro años. Ya de noche seguíamos en el vaivén alado. De pronto, aparece la cabeza del diablo sobre la pandereta: sus ojos eran de fuego y su rostro terrorífico. Todos huyeron espantados y yo, por estar amarrado, cada vaivén me acercaba al rostro de Satanás. Lloraba a moco tendido. Uno de mis primos mayores, Manuel (después un intrépido capitán de falucho), heroicamente, me desamarró y corrimos desbocados a la casa...

Aún recuerdo el rostro infernal.

Sin duda alguna, que el vecino se disfrazó como demonio y nos hizo una gran charada.

Pero vi al señor del averno en mi párvula existencia de los cuatro años.

Un abrazo, doc.

Fortunata dijo...

Me hizo recordar las películas de Fellini

Por fin encuentro tiempo para leerle.... ya me voy poniendo al día

Un abrazo

Fortunata dijo...

Por aquí siempre hay premio, dos por uno.... Debió ser terrible ver el diablo a tan tierna edad.