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lunes, diciembre 21, 2009

Mirándome al espejo

Tal como lo reflejan ciertos mitos, mirarse al espejo es un acto en último término femenino, porque en su esencia lo femenino es belleza y lo masculino, energía o acción. La belleza es pasiva, ha sido creada, es un fruto que se contempla, se admira y en lo posible se devora; la acción es un toro que acomete, puja y crea, no mira hacia los lados. No por nada el Dios de la Biblia hizo primero a Adán y de su costilla, a Eva. Si la mujer hoy se ha masculinizado y el hombre feminizado, se debe a que la mujer desarrolló su enérgico potencial creativo y el hombre colgó la espada y cayó en la tentación de sentirse objeto digno de contemplación y deseo. Un autorretrato es la síntesis de los géneros.
¿A qué viene todo esto? A que esta mañana asumo mi parte femenina, mi neurótica parte femenina, y parto mirándome al espejo.
Estoy bonito. Me vuelvo hacia un lado y al otro. Me encuentro viril, interesante; si me pintara los labios la imagen sería aún más interesante, por lo grotesca.
El vidrio refleja una mirada certera y la luz del baño no proyecta sombras demasiado intensas bajo los ojos, de tal forma que esas bolsas que me han aparecido últimamente no deforman mi rostro maduro. Definitivamente puedo salir a la calle sin problemas.
En el Metro me veo otra vez y aún me gusto más, porque las ventanas de los carros nuevos proyectan una figura alargada, y yo creo que me veo mejor alargado que normal. Pienso que los obesos tendrán la misma opinión mía al mirarse, castigados como están desde hace décadas por la sociedad.
En el trabajo acudo al baño y al momento de lavarme las manos me topo de nuevo conmigo. Ahora estoy asombrosamente feo, aunque mi esencia no ha variado. Las luces cambiaron, es verdad, y el pelo lavado se me secó. Pero no es eso. Es algo más, indescriptible, lo mismo que hace que no me reconozca en una fotografía o en una grabación con mi voz, a pesar de que todos los demás digan lo contrario. Esto querría decir que yo no soy yo o que el verdadero yo no es tal como yo creo, sino como dicen los otros. Por ejemplo, cuando me miro al espejo ¿soy yo, realmente, o soy quien quiero ser? ¿Esa mirada es la que siempre ando trayendo, o está fabricada especialmente para mirarme al espejo? Yo sé que soy bueno, pero los demás ¿lo saben? ¿Cómo sé con tanta seguridad que los demás son pesados o superficiales, o que son feos? ¿Por qué dictamino sobre la faz de la Tierra y digo este es feo, este es bonito? ¿Acaso los que yo dictamino que son feos se sienten feos? ¿No se sentirán también como yo, bonitos de mañana, feos por la tarde, bonitos en la noche? ¿Habrá una legión de hombres y mujeres que siempre se sientan bonitos, bonitas? ¿Habrá una legión de hombres y mujeres que siempre se sientan feos, feas? ¿Podría vivir normalmente alguien que siempre se sintiera feo? ¿O la naturaleza impuso para estos casos la fórmula del espejismo? Si fuese así entonces todos, creyéndonos lindos, seríamos realmente feos.
Aunque respondiera a esas preguntas no solucionaría el dilema de este momento. Algo pasó en mi cara que en la mañana era bonito y en la tarde soy feo y posiblemente en una hora vuelva a ser bonito. Los labios sensuales ahora son parte de una boca de poto. Los ojos inyectados de furia se volvieron globos blancos, marchitos, de viejo pusilánime. Las líneas de carácter, huellas de carreta que anuncian la muerte. Y ese pelo, ¡tan blanco!, ya no es el de un galán cincuentón, sino hilos cosidos a una calavera abandonada en un cementerio de provincia.
Tenía nueve años cuando una tarde, apurado entre juego y juego, entré al baño oscuro y me miré al espejo. Anhelaba ser mayor, como los oficinistas del banco, pero nunca crecía: cara redonda, ojos grandes, pelo de chuzo, siempre igual. Chico. Me lavé las manos, me eché agua al pelo y salí de nuevo a correr.
Ese recuerdo me dejó marcado porque logré detener la vida durante unos segundos. Casi cincuenta años después, cumplido el sueño, me pregunto, Hamlet de tercera mano ante el espejo: ¿Era esto a lo que aspiraba de niño?
Pero esa no es la duda. La duda es, llegada la noche, nuevamente solo ante el espejo: ¿Por qué a veces feo y otras bonito? ¿Por qué me miro tanto?

1 comentario:

La Lechucita dijo...

Es cierto ¿por qué? ¿Por qué a ratos querriamos que la vida no se acabara nunca y otras la entregariamos con un simple chasquido de los dedos? ¿por qué nuestra percepción del mundo es tan fragil y voluble?

Un abrazo