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martes, octubre 07, 2014

Una leyenda de los montes Urales

I
El asno que corre con la zanahoria por delante no es el único caso conocido. Viejos escritos en idioma mansi, anteriores al misterio del Paso Diatlov, hablan de un personaje de los montes Urales, del lado ruso, obsesionado con atrapar al tiempo. Vivía en las faldas de la montaña Otorten; allí había levantado su hogar, en la aldea de Vizhai. Por las mañanas, no más bajar de la cama, montaba su caballo en dirección a las estepas para cazar la noche, llevando en su bolso de piel de oso armas tan ingenuas como una cesta para recolectar la murtilla de los pantanos, un cuchillo, un trozo de queso de cabra y una hogaza de pan de centeno. Merendaba a la sombra de los abedules, junto a un arroyo cristalino que tributaba sus aguas al río Beriózovaya. La brisa fresca procedente de los montes Urales y los audaces saltos de los peces para atrapar su comida voladora resbalaban por su mente, solamente alerta a los acechos nocturnos. Mientras su caballo pastaba él dormía la siesta; al caer la tarde, con el cesto lleno de murtilla y admitiendo que otra vez la noche se le había escapado, debido justamente a su proximidad, subía a la cabaña para planificar la captura de la madrugada. Para sentirse vivo, en el camino de vuelta imaginaba los dulces años que vendrían. Tras la cena, cuando todos dormían bajo un mismo techo, se arrimaba al fuego de la chimenea con la botella de vodka y unos papeles llenos de fórmulas extrañas que sacaba del armario. La atraparía con las manos en la masa, sí lo haría esta vez, escribía y dibujaba en los bordes, porque había descubierto el flanco débil de la madrugada. Pero llegaba el momento irremediable en que las estrellas más ancianas y enfermizas empezaban a difuminarse en el fondo de la bóveda celeste y del negro cielo surgía un tinte de esperanza; entonces se iba a la cama y se rendía al sueño. En el letargo lo visitaban infinidad de demonios; se despertaba sobresaltado en mitad de la noche, con una sensación de angustia, y volvía a dormirse. Lo visitaban un anciano con gatos secos, un hombre sin oreja, un tuerto idiota, un hombre sin cabeza y otro con la cabeza estirada, un joven común y corriente que hacía preguntas difíciles, unas aldeanas que repartían lágrimas de pena, lágrimas de amor y lágrimas de esperanza, un hombre que no sabía qué hacer con dos besos que llevaba en la maleta. El fantasma que más se le repetía era el de un bebé feliz que aún no aprendía a caminar, al que acurrucaba entre sus brazos y besaba en las mejillas.
Al despertar, entrada la mañana, no era tiempo de lamentos: la noche lo estaba aguardando qué rato, llamándolo a su encuentro, encubierta entre los bosques.

II

Tiene dos beldades traviesas que lo llaman papá, papaíto, y su mujer hacendosa es de sueño apacible. La aldea lo aprecia y él no lo sabe. Lo han solicitado para alcalde y se ha negado. De todos modos no habría triunfado en la contienda electoral, fue la petición de un partido de minoría.
Lo que se recordará de él cuando se vaya a la tumba será el día en que mató al oso pardo que hoy aprovecha como bolso y como alfombra. Combate encarnizado en medio del bosque, se dirá, en que el oso llevaba las de ganar. La bestia hambrienta olfateó la murtilla y se lanzó rabiosa al cesto, su caballo huyó despavorido; él la dejó comer para aplacar su furia, pero el hambre no pasó, era un hambre de oso que salía de la hibernación, hambre acumulada, de modo que no miró entonces al hombre como enemigo sino como banquete. Cuando volvió a la aldea con la piel sangrienta en sus espaldas y la cabeza del animal sobre la suya parecía un monstruo bicéfalo y los niños huyeron a esconderse debajo de las camas, mas, a pesar de las exigencias que nacen del alcohol en la taberna, esa noche no quiso contar la historia en su detalle, apenas le pudieron sacar que de los dos seres que lucharon por su vida uno solo vería el siguiente amanecer, que del oso se guardó la piel, el filete y la sabrosa carne de las patas y que el resto se lo dejó a los lobos y a las aves de rapiña. La hazaña quedó envuelta en un manto de misterio que dio para toda clase de interpretaciones.

III

Hubo un invierno helado en grado extremo. Desaparecieron los pájaros y de la nieve brotaron cuchillas, el viento se quedó guardado en los montes por temor a contraer pulmonía y el Sol, en vez de regalar su luz, despedía rayos gélidos. Durante esa estación calamitosa la más pequeña de sus beldades enfermó de gravedad. La madre se vistió de oso y bajó a la aldea a ponerla en manos de alguien. El poblado quedaba poco más abajo que su casa, pero los metros se habían vuelto leguas y tras desesperados intentos, intentos de madre, hubo de retornar con la niña a la cabaña para verla morir. El hombre que quería atrapar al tiempo departía con sus demonios y evitaba mirar a los ojos a su hija muerta, tendida en la cama con unas hojas de sauce en el pelo, a falta de flores. Los demonios se habían hecho carne y acompañaban a su amo alrededor del fuego. Se veían más desolados que él; apenas intercambiaban una palabra que otra y ni siquiera tomaban asiento, preferían echarse en el piso como perros, sobre todo el de la cabeza alargada.
Durante los tres días del velorio el hombre que quería atrapar al tiempo tuvo al tiempo entre sus manos, pero no hallo qué hacer con él.

IV

Con los años se fue poniendo viejo, como le sucede a todo el mundo. Perdió pelo y energía, varias veces estuvo a punto de caerse del caballo y evitaba los pantanos traicioneros del atardecer. Sin haber para qué, por las mañanas le anunciaba a su compañera que partía a cazar la noche, pero era mentira; lo que hacía era gastar el día en la hierba recordando a sus beldades, la muerta y la ausente amancebada con un hombrecito de Kazajistán, del otro lado de los montes. Sus ansias de atrapar al tiempo iban careciendo de sentido, ahora vivía concentrado en repasar el camino andado y sobre todo en rescatar las palabras que se internaban a cada rato en el laberinto de su mente. En cuanto a sus demonios, se desgastaban como el género usado hasta romperse en pedazos y si se dejaban caer en sus pesadillas nocturnas lo hacían como mero acto de presencia.
El tiempo nunca se enteró de sus desdichas; seguía hacia adelante con su paso matemático y el peso del mundo al hombro.

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