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miércoles, agosto 29, 2007

El valle del tiempo universal

Me había hecho siempre la idea de que la muerte era algo sencillo: respirar una última vez y después no respirar; reventarme en el pavimento y luego nada más, ni siquiera gorrioncillos mirando con envidia el alpiste de los canarios. Bueno, y eso hice un buen día, si quieren saberlo. Me subí a un edificio y me lancé de la vida. Estaba aburrido, desencantado de todo; aunque lo que digo es un decir. (Esta cosa del honor no se la puede sacar uno nunca de encima, qué sensación tan molestosa. La verdad es que los acreedores me acosaban y esa tarde ya los divisaba desde la azotea).
Me tiré y vi blanco. No sentí dolor. Es curioso: recuerdo ese chispazo de sonido. Algo extraordinario. Cómo uno puede retener en la memoria una milésima, cómo no es posible prolongar dicho recuerdo, porque el cerebro choca con una muralla infranqueable (léase esto último en forma metafórica o literal).
Me tiré y me morí, se entiende. Pero nunca la felicidad puede ser completa: no contaba con la claustrofobia, ni menos con la escandalosa ineficiencia del honorable cuerpo médico, que ahora se da el lujo de entregar cuerpos a los buitres sin siquiera revisarlos. ¡Yo no había muerto y a nadie le importaba!
Desperté en la oscuridad más absoluta y no tardé en darme cuenta de que un cajón rectangular me rodeaba por los cuatro costados. ¿Dónde estaba?
Había tres posibilidades:
1.- Mi cuerpo reposaba en la morgue.
La descarté de inmediato. Si mi cuerpo estaba en la morgue, eso quería decir que estaba a la espera de ser recogido por mis familiares. En ese caso sería sólo una suma de vendas y trapos y rellenos mentirosos sin capacidad de pensamiento. Si lo que me rodeaba no era el cajón de madera, como pensé en un primer momento, sino el nicho en que los cuerpos son mantenidos a baja temperatura hasta que los estudiantes de medicina llegan por la mañana, al abrir los ojos yo hubiese visto algo de luz, aunque fuese un destello. Habría sentido frío. Y habría captado el olor de la formalina. Así que nones, no estaba en la morgue.
2.- Me estaban velando con el vidrio del cajón tapado para que no se viera mi ex rostro convertido en papilla.
Luego de un par de minutos también eché esta posibilidad al tarro de la basura. No había olor a flores ni murmullos del rosario, aunque cabía la opción de que el olor de las flores no se filtrara por los resquicios del cajón sellado y de que la iglesia estuviese cerrada y mis deudos, durmiendo en sus casas. Pero esto era fácil de comprobar. Estiré mis huesos violentamente y el cajón ni se movió: era indudable que éste se encontraba sobre una superficie sólida, no sobre cuatro patas rodeadas de hambrientas velas.
3.- Estaba dentro de la tumba.
Me pareció que esta posibilidad era más que razonable y terminé por aceptarla, ya que no había argumentos realmente sólidos que se interpusieran en su camino. Contrariamente a lo que se pudiese desprender de dicha situación, la imagen de mi cuerpo en una cripta me dio seguridad. Ahora que conocía el problema estaba en condiciones de proceder a buscar su solución.
Ustedes se reirán, pero lo primero que me puse a pensar fue si mi cuerpo estaría depositado en el mausoleo del Círculo de Periodistas (ya que en vida yo fui periodista, ¡qué digo, vamos, aun soy periodista! ¡No es momento para pesimismos!). Es bien sabido -para redondear la idea- que si un colega entra en posición horizontal al mausoleo del Círculo es desalojado a los tres años con viento fresco (¿o a los cinco? Corríjame por favor, señor Presidente) situación que en diversas sesiones me ha hecho levantar la voz para denunciar esta injusticia, ‘‘la más grande de todas las que se conocen, pues impide al socio, señor Presidente, asumir su propia defensa cuando llega el momento y deja su suerte echada en otras manos. Imagine al pobre cadáver, señor Presidente, cotizando a duras penas los precios de las tumbas; imagine la cara que le pondrían los vendedores de tumbas. ¿Cree por un momento que le otorgarían un crédito? Así que dejo estampada mi más enérgica protesta, señor Presidente’’.
Recordé entonces con alivio que alguna vez había firmado en la oficina un seguro de vida que, entre muchos beneficios, se hacía cargo de mis funerales. Becerra, Baltierra, no, Varela; ¡sí, Viviana Varela se llamaba la chica que me vendió el seguro! Viviana me había mostrado un plano donde se ubicaría mi tumba, pero yo no le había prestado atención, pues mis ojos se concentraban en el triángulo negro del calzón que ofrecían sus piernas cruzadas. Ella se reía, sabía que lo que vendía era su calzón transparente y yo firmé sin chistar. Ahora, en esta triste situación, me recriminaba por haber sido tan hot y no haber retenido en la memoria el recuerdo completo de la ubicación de la tumba en el plano. Ahora, que necesitaba recordar, el maldito calzón se metía en el dibujo en papel cuché que enseñaba las bondades del ‘‘bien raíz’’.
Buen momento para razonar. ¿Me servía de algo conocer el plano? ¿mi deseo acaso no había sido morir? ¿No me había lanzado de la vida yo mismo? Era cosa, entonces, de sentarse a esperar, digo acostarse a esperar y listo, en unos minutos se va el oxígeno y buenas noches los pastores. Pero ¡lo que son las cosas!, siempre había padecido de claustrofobia y si hay algo que aún no puedo soportar es el encierro. De lo que se desprende que no fue el súbito amor a la vida lo que me llevó a salir del sepulcro, sino el miedo a morir enterrado vivo dentro de un cajón, como cuando yo era chico me contó mi abuelita que le había pasado a la señora Auristela. Así que estaba decidido: primero había que salvarse. Ya llegaría el momento de discurrir una nueva forma de quitarse la vida.
Algo me acordaba de un arbolito y una calle. La flamante sepultura se ubicaba en una calle bien transitada del cementerio (las otras, dispuestas a los pies de discretos pasajes y añosos árboles, plenas de silencio y tranquilidad, eran bastante más caras). Mi tumba debía de estar a unos cincuenta centímetros bajo la superficie y si la suerte me acompañaba, aún era posible que los sepultureros no hubiesen completado su trabajo. Me costó llevarme las muñecas a la vista y accionar el Citizen luminoso, que por suerte mi esposa me había puesto a la hora de los quiubos. Eran las tres de la tarde del día XX; o sea, dos días después de ‘‘mi muerte’’. ¡Había despertado a buena hora! ¡Tenía esperanzas! La cripta, la fosa o lo que fuera tendría que estar abierta. Con suerte, mis deudos aún estarían encima mío, echando lagrimones, coronas de flores y paladas. Descubrí que con toda seguridad lo que me había despertado había sido el brusco choque del cajón contra la base del nicho reluciente (¿o de la tierra pelada? La reseña de Viviana Varela ya no me era clara. ¿Dónde estaba, a fin de cuentas? ¿En un depósito rectangular de un edificio de cemento? ¿Bajo la tierra? ¿Bajo un lindo prado que ocultaba laberintos internos de concreto construidos por el hombre, cual prehistórico gusano?).
Aspiré el aire que quedaba dentro de ese espacio de la verdad y grité con todas mis fuerzas, mientras daba de golpes al féretro:
-¡Abran el cajón! ¡Abran el cajón! ¡Estoy vivo! ¡Abran el cajón por la chucha!
El aire se acababa y me moría, ahora sí que me moría de verdad y en la peor de las circunstancias, encerrado en un cajón, vislumbrando la posibilidad de vivir varios años más, de caminar por las calles de Santiago aunque fuese como pobre mendigo pero al fin y al cabo haciendo sonar los tacos contra la calzada y percibiendo ese ruido seco tan agradable, sobre todo cuando uno va por un callejón y el muro del frente envía un eco: tac tac... tac tac... tac tac... caminar con hambre o caminar con frío, pero caminar, moverse, desplazarse, abrir los brazos a la lluvia mientras los demás pasan presurosos o se guarecen en improvisados aleros, todos vivos, todos rumiando su destino de mala suerte pero vivos, vivos...
Escuché murmullos y un rumor creciente que me hizo recordar el momento en que los mozos convidan canapés luego del lanzamiento de una novela. ¿Sería posible? Las voces se convirtieron en gritos y algo como un chuzo comenzó a destruir el cajón por fuera. ¡Estaba salvado! Ni siquiera había tenido tiempo de angustiarme demasiado; el sudor apenas bañaba mi rostro. El chuzo sonaba y sonaba, cada vez más cerca, y las voces ya se me hacían casi familiares. Reconocía, por ejemplo, la del colega Aladino Barrera diciendo ‘‘más fuerte, más fuerte’’ o la del pelado Carrasco, gritando ¡putamadre! mientras abría el cajón con sus manos de fierro. Y yo, acostado, como si el trabajo tuvieran que hacerlo otros por mí, sin mover un dedo, apenas gritando ‘‘¡un poco más, que ya no puedo respirar!’’
Mientras esperaba ver de nuevo la luz me sentí repentinamente decaído: ¿saldría de nuevo a la misma tonterita, a darme mi merecido debajo de las ruedas del Metro, o era el momento de iniciar una nueva vida, admitiendo honestamente mis debilidades para construir desde ahí? Una súbita y desconocida esperanza me asaltó, junto con los primeros haces de luz y el ruido creciente de la multitud que corría a salvarme de las garras de la parca.
-La vida... -dije- la vida...
Al salir fui objeto de dos sorpresas: una grande y una chica. La chica fue constatar que mi cuerpo abandonaba el cajón depositado en el Mausoleo del Círculo. ¡Pero cómo, pensé! ¿Y el seguro? ¿Qué pasó con el seguro?
Inferí que como yo me había suicidado, la famosa letra chica anulaba todo el contrato -en lo que se refiere a su cumplimiento, no a su pago- por ese sólo hecho. ¿No lo advertí yo mismo en su momento, señor Presidente? ¿Ve? ¡Ya empezaron los problemas! (‘‘¿Y qué tengo que ver yo con eso, colega? -me diría él- ¿acaso usted mismo no se metió en el lío cuando se lanzó del edificio?’’ Y yo le respondería: ‘‘¡No se corra, Presidente, el problema no es ése! ¡El problema es que nos echan a los tres años y dentro de poco me va a tener cotizando precios a cabeza gacha!’’)
La sorpresa grande fue lo que sucedió a continuación.
Salido del cajón no me recibieron ni Aladino Barrera ni el pelado Carrasco ni el titular de la Orden. En vez de pisar el cementerio, mi cuerpo se alejaba de él y del recinto del Círculo, como traspasándolo, bajo un sol intenso y un calor otoñal. Una extraña forma, parecida a la cola de una lagartija, me tendió sus manos y me incorporé. De la imagen nunca vista fluyeron otras miles, cientos de miles, iguales a ella, como un abanico de vapor. Toda la realidad que me rodeaba era una especie de movimiento fotográfico sucesivo. Nada era único, todo estaba repetido. Nada era igual, todo era diferente.
-¿P-pero qué pa-pasa? ¿Dónde están todos? ¿Dónde me lle-llevan? -quise gritar, pero no me salió la voz. Miré mis pies y no vi nada. Miré mis manos y no vi nada.
Así que no estoy vivo, así que no me salvé -concluí, finalmente, resignándome de pronto a mi extraña suerte de principiante, sin ánimo de discutir ni menos de presentar contienda-. Bueno, entonces qué le vamos a hacer, habrá que apechugar en el reino de los muertos.
Qué curioso. Estaba tranquilo. Los nervios habían quedado atrás, así como la rabia contra el Presidente.
Bajé del nicho y me interné con la figura dentro del Valle del Tiempo Universal. ¡Vaya nombrecito!, ‘‘Valle del Tiempo Universal’’. Por lo menos así estaba escrito en el portal de fierro oxidado, aunque ahora que lo pienso mejor, podría tratarse no de un nombre, sino de una marca. Es diferente que el reino de los muertos se llame ‘‘Valle del Tiempo Universal’’ a que exista una marca registrada con ese nombre. Lo primero revelaría una suerte de reino monopólico en el cual se incluirían las tres categorías clásicas (el Cielo, el Infierno y el Purgatorio). Lo segundo, en cambio, hablaría de una forma de reino de los muertos, que implicaría necesariamente la existencia de otras, desconocidas para mí. A este espíritu, entonces, le habría tocado -no se sabe por qué razón- esta forma de eternidad, que describo a continuación.
La figura me dio una palmadita en el trasero y me empujó y así fue como traspasé el umbral y ahora estoy aquí y soy testigo de lo que miles de sabios ni siquiera han vislumbrado.
Todo es tan simple, hay un solo espacio para varios tiempos y no existe el pasado ni el futuro, sólo el presente. El espacio está más allá del Universo y las almas son fuentes inmateriales que se desplazan sin generar campo gravitacional ni energía magnética. El término ‘‘desplazar’’ aquí sólo se usa como símil, ya que el movimiento, obviamente, no existe, así como tampoco el pensamiento. Cada acto es universal en sí mismo y la suma de ellos no es más que la suma de tiempos diferentes en un solo espacio. De tal modo, cada cosa está dividida para siempre y yo soy la repetición infinita de mi acto, mientras lo anterior o posterior también es el presente. Por eso el movimiento es nada más que sucesión de muertes eternas y da la sensación de un abanico de vapor que fluye a cada lado de la imagen.
No es que las cosas vayan muriendo cuando nacen. Eso no tiene sentido porque aquí no hay vida, sólo muerte. Cada ser ve las demás realidades que lo repiten. Ve también los actos de otros seres. Por decirlo en lenguaje terrícola, se ve a sí mismo durante todo el Universo y al presente y futuro de los demás en el mismo espacio.
Un grito de angustia no tiene principio ni fin, es eso y nada más. La luz no se mueve. Entonces, no es que yo vea lo que describo, sino que lo ‘‘vivo’’, mi ser está impregnado de eso, que no sé cómo llamar (¿sensaciones? ¿recuerdos? ¿unión con otros seres y las cosas?). Pero yo, a su vez, como ya dije, estoy dividido en cada acto y no tengo esencia. Yo soy, por ejemplo, una mirada de horror, o una boca abierta. O un simple hilillo de saliva. Es más, de ese simple riachuelo que corre desde la comisura de los labios, soy, separadamente, cada una de sus infinitas partes. La decisión y la voluntad no existen, ello supondría darle valor al tiempo. Lo que pensé recién pertenece a otro ser y después a otro y a otro. No hay relación en la idea, ni siquiera hay idea.
En apretada síntesis, queridos lectores, eso es, aquí, la eternidad. Disculpen si de pronto mi lenguaje pareció un poco raro, enredado. Lo que pasa es que en estas tierras hay que hacer algunas concesiones. Ganarse el Cielo, como se dice, ya que guardo la secreta esperanza de que algún día me pasen a otro valle, que no sea tan caleidoscópico, porque esto ya me empieza a marear.
Ustedes, que son curiosos, se preguntarán cómo puedo estar escribiendo esto, dadas las características del lugarcito que me tocó en suerte habitar hasta nunca jamás.
Elemental, querido Watson: el ente con cola de lagartija me dio permiso para salir un minuto del valle y contarles lo que he visto. Ahora, si me disculpan, tengo que entrar de nuevo. Me está llamando con sus tiernos ojos de buey. Sería todo por el momento.

1 comentario:

Thérèse Bovary dijo...

Qué cuento tan terrible.
La muerte es terrible, pero la vida es peor, sin duda.

Adiós Dr. Vicious
Le dejo mis besos y mi recuerdos.
Hasta la próxima muerte, entonces.

Therese