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jueves, diciembre 06, 2007

El álamo

Siempre un árbol se escapa. Hay que estar atento a su sombra. Lo dejas de mirar un segundo y ya es otro.
Tanto que caminamos esas vacaciones para llegar a él. Hacía calor en el campo y no daban ganar de coger moras. De vez en cuando nos inclinábamos a beber en el arroyo, pero era una misión difícil la que había emprendido mi padre, nosotros detrás de él.
Cuando llegamos sacó el cortaplumas y marcó el tronco. Era un tronco delgado, de álamo nuevo. Era un álamo entre tantos álamos, era difícil de recordar.
Al año siguiente emprendimos el mismo viaje: de la casa de campo al pie de la montaña, al bosque de álamos. Refrescándonos en el arroyo, cogiendo moras.
Se inició en el bosque una especie de juego de escondidas, en este caso de encontradas. Al final, uno de nosotros dio con el árbol marcado. Creo que fue mi padre o tal vez mi primo Julio, que era el más despierto. Se produjo una algarabía en torno al esquivo ejemplar. A mí me dio una especie de malestar estomacal causado por la emoción: la marca estaba tan arriba, había crecido tanto el álamo.
Nos descuidamos un segundo y casi lo perdimos.
Al tercer año no hubo vacaciones en el campo. Algo pasó.
Al cuarto año tampoco hubo vacaciones. Estuvimos mirándonos las caras en la casa de Rancagua el verano entero. Eran días largos, larguísimos. Duraban más que los días del campo.
Al trigésimo año las vacaciones fueron en un lago de la zona central. Aparté dinero de la gratificación y llevé a los niños de camping. Éramos relativamente felices. A veces me daban ataques de angustia. Una tarde mis hijos estaban al borde del lago y yo tomé una piedra, casi una roca, y por jugar la lancé al agua. La mano se me fue y la piedra pasó rozando la cabeza de mi hija. Me dio un susto terrible. De regreso pasamos a alojar a la casa de mis padres. Mi mamá nos recibió con un bistec con ensalada de tomates y cerveza helada. Mi padre no dijo nada, pero puso cara de satisfacción.
Al cuadragésimo quinto año fuimos con mi mujer a un lago del sur. Alojamos en un hotelito, cerca de Frutillar. Los niños se quedaron en Santiago. Prefirieron disfrutar con sus amigos.
Anoche tuve un sueño extraño. Desde la ventana de nuestro hotel en el cuarto piso mirábamos a Putin, el Presidente de Rusia, que hablaba desde el edificio de enfrente, elegante, también cuarto piso. Estábamos al mismo nivel. A su lado, flameaba la bandera. Me incliné y miré hacia abajo: el líder de la oposición gesticulaba en la calle. Cortaba la calzada una barricada de autos. Más allá, los soldados iban y venían con sus armas y desde el horizonte surgían luces como de fuegos artificiales. Por la televisión Jerry Lewis daba a conocer los acontecimientos de Rusia. Alguien en nuestra pieza dijo de pronto que la bomba estallaría en cualquier momento. Entonces me encogí.

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