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lunes, abril 26, 2010

La danza macabra

Durante unos años y por su condición de gruero, mi padre tuvo tres turnos, que le iban cambiando cada 15 días: el de la mañana, que empezaba a las 7 y terminaba a las 3. El de la tarde, entre las 3 y las 11. Y el de la noche, que empezaba a las 11 de la noche y terminaba a las 7 de la mañana y que de repente no desempeñó más, al parecer por un acuerdo que tomó con uno de los damnificados restantes. Cuando quedó con dos turnos nuestras preferencias se inclinaron por el de 7 a 3, porque lo teníamos más en casa. Además, como no salía del trabajo junto con el choclón de las 5 de la tarde había menos posibilidades de que se pasara "a las tomas".
Calculo entonces que cuando bailé la danza macabra él estaba trabajando en el turno de las 3 a las 11, porque si hubiera andado en las tomas, esa noche mi mamá, el Vitorio y yo habríamos estado deprimidos, más bien silenciosos, alertas, sin ánimo de disfrutar de números artísticos, fuese en calidad de protagonistas o de espectadores.
Por esos mismos días mis papás habían estrenado el tocadiscos y en la colección destacaban long plays de Ray Conniff, Bert Kaempfert, Ray Colignon, Ella Fitzgerald y Eugene Ormandy, éste último doble, y el que más me gustaba. Se trataba de una selección de grandes hits de la música clásica interpretados por la Orquesta de Filadelfia, que adoraba escuchar tendido en el sofá, entregado a las más diversas ensoñaciones. Mis temas favoritos eran la Obertura de la ópera Carmen, el Vals de las flores, la Rapsodia húngara número 2, el Aprendiz de brujo y la Danza macabra. El Cisne de Tuonela no le gustaba a nadie. Mi mamá prefería la Toccata y fuga en re menor de Bach; decía que era lo más grande que se había hecho en la música y todos le creíamos, pero ahora intuyo que se dejaba influir demasiado por los comentarios que escuchaba durante los juegos de canasta en la casa de la tía Gloria, a los que acudía lo más granado del magisterio femenino y de la clase media de Rancagua, lo que se sobreentiende que es un decir cargado de piadosa ironía. En fin, y volviendo al disco, cuando el surco llegaba al Cisne de Tuonela nadie decía nada, todos queríamos que pasara rápido.
Hace unos días escuchaba una radio finlandesa por internet y una pieza me estremeció de tal modo por su aire melancólico y delicada belleza -distinguí claramente unos violines angustiados en medio de la niebla- que apreté los audífonos al oído cuando llegó el momento de que el locutor diera su nombre. Era el famoso Cisne de Tuonela, que en esos días rancagüinos yo leía con pertinacia el Cisne de Tuanola.
Siempre me he preguntado por qué me pasmé musicalmente, considerando que tenía tan buen oído. La verdad es que no lo sé, pero sospecho que se debió a que mis papás no siguieron incrementando la colección de música clásica, a que nunca estudié seriamente un instrumento, pero sobre todo a que mi disposición frente a la música y por qué no admitirlo, frente a la vida, es y ha sido más bien pasiva. Por último, tan buen oído no pude haber tenido si me desconcentraba cuando la aguja del tocadiscos llegaba al Cisne de Tuanola.
Esa noche, pues, estábamos los tres en el living y sonaban los temas de la Orquesta de Filadelfia. En un momento me desaparecí y me encerré en el baño. Lo tenía todo calculado. Disponía de dos piezas musicales, alrededor de diez a doce minutos, para disfrazarme de la Muerte. Mi corazón palpitaba mientras me dibujaba ojeras con el lápiz de mi mamá. Con el rouge labial esbocé hilillos de sangre que corrían por las comisuras de mis labios. El disfraz acabó cuando me puse la bata azul de mi papá, que me llegaba al suelo, y un pañuelo de seda de mi mamá en la cabeza. Así esperé hasta que un enérgico violín anunció el comienzo de la Danza macabra. Salté entonces al living y tanto mi mamá como mi hermano se echaron bruscamente para atrás en el sofá de la impresión. Había producido el efecto deseado, pero aún les faltaban largos minutos a mi espectáculo.
Entonces salió a flote lo que doy en llamar "la parte brillante de mi personalidad" o "el aspecto lúdico de mi personalidad", que se exhibe al mundo contadas veces, casi siempre sólo ante los niños, y que consiste en el puro deleite de jugar a vivir la vida. Mientras liberaba una energía esencial, ausente de vergüenza y de prejuicios, y me volvía consciente de la realidad de poseer un cuerpo que se mueve, salta, se estira y se recoge, bailé seis a siete minutos seguidos, lo que dura la pieza musical, improvisando muecas extrañas y pasos nunca dados, aterrorizando a mi hermanito y llenando de un miedo feliz a mi mamá. Les bailaba y les recordaba que la Muerte es un juego que se juega amando, amándose, gozando de las migajas que nos concede el Tiempo. Durante diez minutos fui por fin yo mismo, transfigurado, explorando inocentemente los mismos dominios que con el correr de las hojas del calendario se convirtieron en pecados que hoy me provocan hastío y me llevan finalmente a ser quien soy, aunque trate de disfrazarlo.
Pero la escena había tenido otro testigo: la Tato, hija menor del tío Isidoro.
Días después nos contó que pasaba esa noche por la casa y que antes de tocar a la puerta se asomó por la ventana y miró hacia adentro. Cuando vio a la Muerte salió arrancando, despavorida.
-¡Me dio más susto el Hugo! -dijo.

1 comentario:

La Lechucita dijo...

Qué bueno dejar fluir el ser lúdico que se lleva dentro....¿por qué no mas amenudo?

Me habría encantado ver la escena.

Un abrazo