Un enorme muro geológico, imposible evadirlo, de extraña belleza, casi pura roca fría adornada de plantas que dicen tantas cosas cuando vibran por el aire agitado.
Desde abajo elevaban la vista, angustiadas, dentro de una tinaja de agua caliente que las adormecía. Las palabras de los seres que amaban se iban desvaneciendo. Sólo quedaban el muro y la tinaja.
La felicidad del cuerpo, la infelicidad de la mente.
Los arrieros que lo surcan por las noches, ateridos, que lo conocen como la palma de la mano mientras ellas, dentro de las aguas, los imaginan.
Mi nombre no tiene importancia, mi edad tampoco. Sólo diré que mi título de Vicioso y Hombre Malo me fue conferido, tras estudiar la vida entera en su academia, por una milenaria formalidad ideada naturalmente por los hombres. Y que si de algo soy testigo es de un derrumbe moral que me ataca por todos los flancos y me obliga a sumarme a él, en el entendido de que la verdad no es otra cosa que aquello que todos tratan de ocultar.
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