La primera vez que me fijé en la casa fue una tarde fría de invierno. Pasaba por ahí y miré hacia adentro: un hombre leía un libro alumbrado por una lámpara de bronce. Sobre la mesita circular de arrimo reposaba una copa de cerveza a medio beber. La sensación que me dejó aquella escena me acompañó un buen rato. Cuando entré a mi propia casa aún se mantenía en mi mente.
Pasaron varios días. Había olvidado el asunto, así como la ubicación de la casa en el plano del trayecto entre mi trabajo y mi hogar. Entrada la noche volvía despreocupado, ansioso de probar algo contundente que me quitara el hambre, tras una jornada algo cansadora, no sé si tanto por la labor cumplida como por lo rutinario que se torna el día a día, cuando inconscientemente miré a la derecha, acaso seducido por la suave luz que emanaba de una ventana: era la casa; allí estaba el hombre, sentado en su cómodo sillón, concentrado en su libro, la copa de cerveza al alcance de la mano en la mesita de arrimo. Llevaba años haciendo la misma caminata tras bajar del metro, y era la segunda vez que la veía.
Mientras disfrutaba de mi propio coctel en la intimidad de mi hogar, con la vista en el vacío, tratando de retener los sabores del Wild Turkey en el paladar, dos pensamientos se me dejaron caer desde las alturas de lo que sea que haya dentro de la cabeza, siendo el primero el misterio de la atracción que iba sintiendo por esa escena que se me cruzaba de vuelta del trabajo; y el segundo las líneas del artículo que entraban a mis ojos, escritas por alguien que sostenía que la maestría del Gatopardo estribaba en que la melancolía del príncipe de Salina era una melancolía que no caía en el vacío, sino que se traducía prodigiosamente en los cambios que sufría Italia en ese entonces, cambios que al final de cuentas harían que la situación quedara igual que antes, de modo que las sensaciones del príncipe terminaban convirtiéndose en una metáfora de la sociedad italiana, y era eso lo que alumbraba la novela, cosa en la que, si estuviese de acuerdo, me irritaba. Yo, que también me sentía un escritor, nunca había aspirado a reflejar mi tiempo; al contrario, diría que despreciaba ese motivo y que escribía para reflejar, cuando mucho, mis estados de ánimo. Por lo demás, ¿qué graves cambios, qué trascendentales hechos podía estar viviendo mi país como para escribir sobre ellos, un país preocupado de escándalos de poca monta, que se amplifican con el único objetivo de esconder la paz grisácea que ensombrece el cotidiano devenir? Desde otro punto de vista, ¿qué sentido le daba la marea de inmigrantes al segundo principio de la termodinámica, entendido para esta pregunta como la máxima de que todo sistema tiende a llegar al equilibrio?; o bien, ¿por qué no había sido capaz de anticipar ese fenómeno para haberlo llevado al papel? Es más, ¿qué nuevos cambios se estaban gestando ante mis narices?
Llegó la hora de la cena. Mi mujer apareció con una bandeja. Mi mujer suele subir con una bandeja mientras yo veo las noticias y nunca tomo suficientemente en cuenta ese gesto. Pero no todo estaba escrito esa noche. La mesita en que se instaló la bandeja tenía una pata suelta; bastó un movimiento involuntario para que se cayera la pata y con ella la mesa entera y la bandeja, con las dos copas de vino y los platos, que rodaron por el suelo, junto con los pensamientos literarios y detectivescos que aún deambulaban en la guarida de mi entendimiento. La ira se apoderó de mí, eché blasfemias de grueso calibre contra la mesa, ya que no había motivo para echarlas contra mi muer, y así acabó la velada.
Al día siguiente, delimitada convenientemente la ubicación de la casa que había llamado mi atención, ya no quedaban dudas de eso, comencé a fijarme en algunos detalles. No había visto alarmas de ningún tipo y la separaba de la acera una baranda de madera demasiado baja; era llegar y encaramarse para entrar a la propiedad, posibilidad nada insólita para estos tiempos; sí para aquellos en que había sido edificada. Era una valla blanca, gastada por los años, de endeble estructura. Cada madero, de unos 15 centímetros de ancho, terminaba en una punta de flecha que servía de adorno antes que de advertencia protectora. Como solía apreciarse en otras casas parecidas de la vecindad, por la parte interior crecían pegadas a la valla plantas de dudoso propósito y mediocre mantenimiento, en un estilo algo así como a la que te criaste, especies que parecían replicarse en los muros con no mayor suerte. Sin dejar de caminar eché otro vistazo hacia adentro: el hombre leía su libro; en lugar de la cerveza había una copa de vino tinto y sobre una mesita en la que antes no había reparado, una mesita de centro, de patas bajas, emplazada frente al sillón, destacaba un computador personal en cuya pantalla brillaba una página de internet que el hombre no miraba.
Seguí mi camino.
Daba la impresión de que la casa, de un piso, nunca había cambiado de dueño; pero mi mujer me comentó, más bien las emprendió contra mi distracción, que los dos frecuentemente nos topábamos, al pasar frente a esa propiedad, con una anciana barriendo el antejardín y atendiendo las plantas, una anciana de vestido gris, floreado, cubierto en parte por un viejo delantal. Barría con una escoba de ramas y sus uñas siempre se veían sucias por el contacto con la tierra. ¿Que no te acuerdas? No. En todo eso ella se había fijado y para el escritor, para el supuesto observador que debía ser yo, blanqueaba la memoria al tratar de fijar el recuerdo de la casa antes de que apareciera el hombre detrás de la ventana.
Debo admitir que a menudo me blanquea la memoria, que muchas veces constato haber hecho trayectos que no recuerdo para nada; he recorrido cuadras enteras sin tenerlas en cuenta. Son minutos ocupados en viajes invisibles por los fondeaderos del alma, tránsito lento por los obstáculos que ponen las obsesiones y de vez en cuando, nuevos argumentos para mis escritos. Envidio a los niños, que todo lo ven por primera vez, envidio a los turistas que visitan ciudades extrañas, a los brasileños que levantan la cabeza ante la Escuela de Derecho y que se fotografían en el puente Pío Nono con el edificio de la Telefónica y la cordillera de los Andes como telón de fondo.
De modo que entonces la casa ha de tener un nuevo dueño, le dije a mi mujer; ella se encogió de hombros y retomó el libro que la comenzaba a atrapar, "Cerebro de pan", del doctor David Perlmutter.
Hecho el silencio me senté ante el computador para dar comienzo a un nuevo relato sobre un tema que me perseguía hace varias semanas. Pero mi mujer quiso participarme de su quehacer y distrajo mi atención leyéndome en voz alta algunos párrafos del libro, que subrayaban lo nefasto que resultaba para el organismo el consumo de trigo en todas sus variedades, como pan, sobre todo pan, mi pasión, voracidad de mis tardes atrasadas, sueño hecho realidad, pan amasado de rescoldo con chicharrones, dobladitas, hallullas, colizas peruanas, marraquetas humeantes con mantequilla, pero también pasteles, queques, tortas, kuchen de manzana, pastas, pizzas. No me lo dijo con palabras crueles, pero sí me dio a entender que mis hábitos me estaban condenando a un futuro de cardiopatías, diabetes, alzhéimer, demencia senil, artritis reumatoidea, hinchazón intestinal, ansiedad y estrés crónico, depresión, sobrepeso y si la cosa iba para grave, síndrome de Tourete...
Comas lo que comas te vas a morir; y si no comes también morirás; no es entonces la comida la causa de la muerte, intervine otra vez iracundo, ante el ataque que se desprendía de ese párrafo venido de los Estados Unidos y que a la postre, retorcíase mi razón en silencio, estaba destinado a cambiar mi vida. El asunto podría entonces reducirse a que comas lo que comas, morirás antes o después, y si dejas de comer morirás casi siempre a la cuenta de dos a tres meses, de lo que se desprende que si queremos vivir más debemos comer mejor. Eso es precisamente lo que dice el libro, me replicó. Pero no es tan cierto, porque la vida no está sujeta solamente a la calidad de la alimentación. Eso no se discute, dijo a media voz.
Hubiese querido interrumpirla a mi vez abriendo debate sobre el tema que ocupaba mis sentidos, pero ¿cómo explicar que la misión que me autoimpuse es arrancarle rastrojos de belleza a la vida cotidiana, sin ahondar en la vida cotidiana sino en la belleza que puede extraerse de ella? Ni yo mismo estaría de acuerdo en una tesis como aquella, menos podría desenredar en una charla un tema así, sin caer a la primera en graves contradicciones que terminarían por abrumarme y aumentar aún más la sensación de estar siendo incomprendido.
Volvió el silencio; retomamos cada uno lo que estábamos haciendo.
No he hablado con suficiente fuerza, por no decir con ninguna fuerza, sobre el conjunto de detalles que contribuyen al misterio de esa casa, comenzando por el hecho de que sus defensas luzcan tan débiles, signo de negligencia o desapego por parte de sus propietarios, aunque también la escuálida valla podría traducirse en la notificación de ausencia de riquezas materiales en el interior de la vivienda, lo que suena a embuste, pues una casa así, situada donde está situada, no podría no guardar al menos un par de objetos de valor, la sencilla prueba está en el computador personal del hombre detrás de la ventana, que a ojo de buen cubero debería rendir unos cincuenta mil pesos como mínimo en el mercado de los reducidores, puesto que se trata de una marca de cierto prestigio; y sin ir más lejos en la lámpara de bronce, pues un objeto como ese no cuesta menos de ciento cincuenta mil pesos en un local de antigüedades, de manera que no puedo sino concluir que los nuevos propietarios, quienes según mi mujer se han hecho hace poco de la casa, no disponen del dinero necesario para iniciar labores de remodelación y protección, digo remodelación porque me ha parecido ver la pintura descascarada en parte de los muros y sobre todo en el cielo de la sala de estar. Es curiosa la similitud de estos detalles con los de mi propia casa; lo enuncio a propósito del desacertado comentario emitido por mi amigo Valenzuela, quien la única y última vez que fue invitado por nosotros a cenar se fijó en fallas como las indicadas y al día siguiente festinó con su observación ante mis demás amigos de la barra del café, a quienes comentó graciosamente que con quince millones de pesos "la pocilga quedaría flamante", generando grandes carcajadas que crisparon a mi mujer -ya molesta con un par de dichos homofóbicos que Valenzuela se había mandado en la cena- una vez que por la tarde escuchó de mis labios la anécdota.
Cuando hablo de misterios solo quiero expresar que no cuento con los elementos suficientes para armar el rompecabezas que me viene planteando hace ya varias semanas esa casa, y sobre todo ese hombre detrás de la ventana. Cuántas veces lo inexplicable, lo fantasmal deriva en evidente, como sucedió en mi niñez con un episodio protagonizado por una gota de agua; esto creo haberlo escrito antes en otro de mis cuentos, la tarde que entré a la cocina y hallé un charco en la baldosa. El agua parecía no venir de ninguna parte, ya que sobre el cielo no corrían cañerías, solo la techumbre. Sin embargo, una gota que caía con exactitud matemática en el centro del charco y que habría terminado por inundar la pieza entera planteaba un misterio de categoría mayor al raciocinio de mis diez años. El misterio se tornó simple al cabo de unos minutos: alguien había dejado una taza sucia bajo la llave del lavaplatos; atravesaba la taza de un lado a otro de su circunferencia una cuchara de excelente concavidad, colocada por descuido como si fuese un puente, de forma tal que la gota que caía de la llave tomaba impulso al entrar en la cuchara y salía disparada hacia el centro de la cocina.
De misterios como esos está lleno el mundo; si no existieran no se hablaría de ovnis, entierros ni perros con ojos de diablo corriendo al lado de un automóvil en un bosque nocturno.
Otro de los misterios estriba en la presencia de dos vehículos en el estacionamiento a la entrada de la casa, vehículo el primero que casi se puede tocar con la mano, marca Suzuki; lo que redobla el enigma de la falta de defensas; y un segundo vehículo, al fondo, del que no he logrado ver la marca, aunque ninguno de los dos bajaría de cinco millones en el mercado de la compra y venta de automóviles usados. ¿Por qué se empeñan en permanecer estacionados dos vehículos, en circunstancias de que jamás he visto otro ocupante de la casa que no sea el hombre detrás de la ventana? Sería absurdo, imagino, que los tuviera para sortear los días de restricción vehicular, aunque tampoco es un ardid descabellado; hay personas adineradas que lo hacen. Sin embargo mi olfato me sugiere que allí no reside la solución del misterio. He acabado por convencerme de que el hombre se separó de su mujer y de que esta dejó su auto "en garantía", para "marcar presencia", como se dice, imprimiendo a fuego la señal de que alguna vez podría volver con él. Pero por qué se separaron o cuál de los dos tomó la decisión, esos sí que son misterios que con suerte me atrevería apenas a abordar. Podría ser que se tratara de las mentadas diferencias irreconciliables, como se estila hoy en día; esto es, fatiga de material, enfriamiento de la sangre, mas eso se parecería demasiado a la rutina que mantengo con la razón de mi vivir, la que no da para separación, ya que después de todo nos llevamos bastante bien, al menos así lo pienso y de ella no he oído algo diferente, salvo cuando clama al cielo ante algunos de mis exabruptos, como por ejemplo la burrada de la mesa de la pata coja. Volviendo a la otra casa, no descarto que la mujer del hombre de detrás de la ventana sea de pareceres diferentes a los míos y a los de mi mujer.
Pero ya va siendo hora de que me concentre en el mayor de los misterios: el misterio del hombre detrás de la ventana.
Días atrás pasé delante de la casa y no estaba él en su lugar. La lámpara derramaba su luz de siempre, pero sobre la mesita no había copa alguna. La habitación se encontraba vacía. Al día siguiente se repitió el cuadro. Mientras continuaba mi camino observé que en la segunda habitación, la que sigue a la puerta de entrada, puerta que las separa a ambas, digo que en la segunda habitación, en la que no había reparado hasta entonces, allí sí estaba el hombre, ahora no exactamente detrás de la ventana, sino sentado al fondo de la pieza, ante un escritorio sobre el que se hallaba su computador encendido. El hombre escribía, acompañado por una taza de café. No quiero pensar que se tratara de té o agua de manzanilla, a mí me suena mejor la taza de café, pero concedo que el contenido de la taza se agrega a los misterios, misterio de categoría menor en todo caso, que poco sumaría a la historia si lograra ser dilucidado.
Seguí a mi destino con la imagen del hombre escribiendo dentro de la casa, imagen que tantas veces habrán percibido diversos peatones al pasar frente a mi propia casa y levantar la vista hacia el segundo piso, en cuya terraza cubierta y calefaccionada con una estufa a gas licuado suelo escribir mis cuentos, relatos que por a, be o ce motivos nunca me dejan satisfecho, debe ser por mi tendencia a echar afuera todo lo que se acumula en mi mente, imagen similar al paso del camión de la basura los lunes, miércoles y viernes; así es la mente, siempre está llena de basura que si no se botara quizás qué sucedería.
Ignoro cómo hacen otros con ese lastre; en mi caso no he descubierto cosa mejor hasta el momento, lo que no quiere decir que sea la mejor o que la recomiende. A mí se me figura, por ejemplo, que el hombre de detrás de la ventana hace mucho tiempo decidió que la solución perfecta a sus problemas consiste en hacer lo que realmente anhela, no como yo, que sueño con ser un escritor profesional pero en el intertanto me he pasado la vida trabajando en algo que no me gusta, más bien por inercia que por placer, y también para llevar el sustento al hogar y darle un buen pasar a mi mujer, a pesar de que ella también trabaja, debo decir que mucho más a gusto que yo, porque lo hace con vocación de maestra. Se nota en cambio que el hombre sentado detrás de la ventana es un escritor hecho y derecho, un intelectual de sweater de cachemira con cuello de tortuga y barba casual, muy bien trabajada, encanecida por los años, lentes redondos de sobrio marco opaco, blancas manos gruesas, cuidadas hasta el exceso, digo que es un escritor mesurado, importante, un escritor de ensayos, un escritor de carácter, ajeno a bromas adolescentes y jugarretas de niños a las que yo soy tan proclive; un escritor concentrado en ideas que se toma muy en serio y que encamina con resolución matemática hacia un planificado objetivo en el que podría caber, por qué no, la locura, puesto que un verdadero escritor, un escritor de fuste, no lo es si no lleva dentro una chispa de locura.
Así, y a pesar de mi tendencia a la dispersión, creo haber resuelto al fin el misterio de la casa con el hombre que se exhibe sentado detrás de la ventana. Era tan simple como la historia de la gota en la cocina: una oscura y fría tarde de invierno vi a un hombre que inconscientemente hallé parecido a mí, a mis aspiraciones, producto de lo cual se me fijó en la memoria, al punto de comenzar a estudiarlo, a admirarlo, a desearlo, a incorporarlo a mi persona como se incorpora el pan que se come al desayuno. Me llevó tantas semanas descubrirlo, hasta que me cayó la teja: el segundo auto pertenecería a otro hombre, creo estar casi seguro, me parece haber visto con mis propios ojos una imagen sombría cruzando la segunda habitación, certeza que no constituye ni por asomo una proyección desviada, como diría algún especialista si leyera mis escritos. Nunca he sentido inclinación hacia mi propio género, ni en mis ensoñaciones durante el día ni en mis sueños eróticos, que los tengo como todos en medio de la noche. No se trata de eso, aunque si se tratase de eso pasaría por una tendencia inocua y demodé, no se trata de lo que llaman una transferencia, que a mi modesto juicio vendría siendo la incorporación de características ajenas a las propias con el fin de conformar una sola personalidad, de modo de completar por fin en vida lo que a uno le falta como hombre. Se trata, y aquí sí que reside el quid del misterio, se trata de que mido en todo sentido menos de lo que quisiera; se trata finalmente de una cuestión de números, de una cuestión matemática, irrebatible, haberlo sabido antes, todo residía en la estatura, en el largo del zapato, en el coeficiente intelectual, en todo tipo de medidas...
Mi nombre no tiene importancia, mi edad tampoco. Sólo diré que mi título de Vicioso y Hombre Malo me fue conferido, tras estudiar la vida entera en su academia, por una milenaria formalidad ideada naturalmente por los hombres. Y que si de algo soy testigo es de un derrumbe moral que me ataca por todos los flancos y me obliga a sumarme a él, en el entendido de que la verdad no es otra cosa que aquello que todos tratan de ocultar.
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martes, agosto 28, 2018
sábado, agosto 25, 2018
Desde la barra del café
Trato de entender la vida mirando las caras de la gente, desde la barra del café.
La gente se mueve; la vida se mueve.
Transitan solos, o en grupo, la sensación general es la de un conjunto de hombres y mujeres que se cruzan, se mezclan ante el rojo de los semáforos y luego se separan, pero siempre reunidos; la vida es así.
Están rodeados de altos edificios construidos por ellos mismos, el cemento los atrapa y los constriñe; la vida actúa parecido. Algunos vuelan por los aires; la vida le ha entregado esa misión al polen de las flores.
El hormigueo mental que sobrevuela las cabezas no se percibe, pero se adivina; como el brote de la vida.
A pesar de sus edades, de sus cuerpos, se aprecian todos sanos. Si surge una excepción la vista tiende a clavarse en ella, y sin embargo es cosa segura que más de uno de los que he visto pasar en este rato morirá antes de un año; así es la vida.
No se ven difuntos en las calles; la vida se reserva ese derecho para el momento adecuado.
La gente se mueve; la vida se mueve.
Transitan solos, o en grupo, la sensación general es la de un conjunto de hombres y mujeres que se cruzan, se mezclan ante el rojo de los semáforos y luego se separan, pero siempre reunidos; la vida es así.
Están rodeados de altos edificios construidos por ellos mismos, el cemento los atrapa y los constriñe; la vida actúa parecido. Algunos vuelan por los aires; la vida le ha entregado esa misión al polen de las flores.
El hormigueo mental que sobrevuela las cabezas no se percibe, pero se adivina; como el brote de la vida.
A pesar de sus edades, de sus cuerpos, se aprecian todos sanos. Si surge una excepción la vista tiende a clavarse en ella, y sin embargo es cosa segura que más de uno de los que he visto pasar en este rato morirá antes de un año; así es la vida.
No se ven difuntos en las calles; la vida se reserva ese derecho para el momento adecuado.
martes, agosto 21, 2018
Una casa de verano con vista a las estrellas
Regocijo ante la incertidumbre. ¿Vendrán tareas nuevas? Es un territorio de baja densidad, pero aun en esas zonas hay desacuerdos, graves denuncias, hasta crímenes. La casa, cercana a la cima de un cerro de espinos y pasto seco, no es tan grande, pero cuenta con una soberbia vista al cielo. He dormido hoy en el segundo piso viendo las estrellas desde mi cama. Como el techo cubre solo parcialmente el dormitorio, las estrellas se lucen sobre mi cabeza. Hay algunas profundamente lejanas y misteriosas, semejantes a focos de automóvil vistos a lo lejos; destacan en la noche azulada, me llaman a compartir su verdad desde su lugar en el firmamento.
Esta tarea de ser sheriff de un lugar así me llena de ansiedad. Como ya he dicho, el condado se aprecia tranquilo, poco menos que desierto. Desde el dormitorio, que tampoco posee muros, domino casi todo el panorama. Me asomo a la orilla; bajo mis pies corren aves silvestres y de corral que se esconden entre los arbustos, en el barro sombrío. Un chorro débil de orina cae a la tierra y la salpica.
No puedo creer que la casa sea así. Si lloviera, por ejemplo, se mojaría mi cama. Pero ya es tiempo de mandar a buscar a los míos.
Me llama por teléfono Alexis Jéldrez. Dice que está con Saval y que ambos ocupan una casa similar, en un condado vecino. ¿A cuánto tiempo están?, les pregunto. En auto, por los caminos de tierra que atraviesan los cerros, serán unos 25 minutos, me responden. Ambos, contentos, me hacen ver que tendremos todo el verano para disfrutar de nuestros puestos. No debo preocuparme, porque el cargo de sheriff es simbólico; el verdadero lo desempeña otra persona.
Esta tarea de ser sheriff de un lugar así me llena de ansiedad. Como ya he dicho, el condado se aprecia tranquilo, poco menos que desierto. Desde el dormitorio, que tampoco posee muros, domino casi todo el panorama. Me asomo a la orilla; bajo mis pies corren aves silvestres y de corral que se esconden entre los arbustos, en el barro sombrío. Un chorro débil de orina cae a la tierra y la salpica.
No puedo creer que la casa sea así. Si lloviera, por ejemplo, se mojaría mi cama. Pero ya es tiempo de mandar a buscar a los míos.
Me llama por teléfono Alexis Jéldrez. Dice que está con Saval y que ambos ocupan una casa similar, en un condado vecino. ¿A cuánto tiempo están?, les pregunto. En auto, por los caminos de tierra que atraviesan los cerros, serán unos 25 minutos, me responden. Ambos, contentos, me hacen ver que tendremos todo el verano para disfrutar de nuestros puestos. No debo preocuparme, porque el cargo de sheriff es simbólico; el verdadero lo desempeña otra persona.
viernes, agosto 17, 2018
268 lugares comunes en la noche que cantó Gardel
El destacado periodista se encaminaba a cumplir su noble misión en un vehículo de alquiler que sorteaba una densa neblina. Volaba a reportear el dantesco incendio de una fábrica, originado en una falla garrafal que provocó un cortocircuito de funestas consecuencias. Al llegar al sitio de los hechos le llamó poderosamente la atención la magnitud de la catástrofe, ocurrida en un abrir y cerrar de ojos, que superaba toda expectativa. Por cierto, el destacado periodista se hallaba ante una tragedia de proporciones.
En las inmediaciones del lugar volaban plumas y se vivían escenas de honda aflicción nunca antes vistas. Visiblemente emocionado, el destacado periodista constató que tres operarios de la fábrica habían pasado a mejor vida y que más de una docena habían sufrido heridas de diversa consideración, tras ser rescatados por bomberos que debieron hacer uso de una fuerza hercúlea para llevar a cabo su magna tarea más allá de todo cálculo. Una hilera de ambulancias cobijaba en su interior a otros cinco trabajadores marcados por un trágico sino, por lo que se aguardaba de un momento a otro un nuevo desenlace fatal. Igual sus seres queridos hacían caso omiso de los controles y los miraban con sus propios ojos a través de las ventanillas de los coches del nosocomio, llorando a moco tendido, al tiempo que el equipo de psicólogos designados para contenerlos tiraba la toalla, sin pena ni gloria.
En las inmediaciones del lugar volaban plumas y se vivían escenas de honda aflicción nunca antes vistas. Visiblemente emocionado, el destacado periodista constató que tres operarios de la fábrica habían pasado a mejor vida y que más de una docena habían sufrido heridas de diversa consideración, tras ser rescatados por bomberos que debieron hacer uso de una fuerza hercúlea para llevar a cabo su magna tarea más allá de todo cálculo. Una hilera de ambulancias cobijaba en su interior a otros cinco trabajadores marcados por un trágico sino, por lo que se aguardaba de un momento a otro un nuevo desenlace fatal. Igual sus seres queridos hacían caso omiso de los controles y los miraban con sus propios ojos a través de las ventanillas de los coches del nosocomio, llorando a moco tendido, al tiempo que el equipo de psicólogos designados para contenerlos tiraba la toalla, sin pena ni gloria.
Para colmo, los amigos de lo ajeno hacían de las suyas con una violencia pura y dura, logrando apropiarse de la caja fuerte y otras numerosas especies de valor de lo que quedaba del inmueble, dándose a la fuga con camas y petacas en dos vehículos de alta gama. Caerían varias hojas del calendario antes de que la policía uniformada hiciera entrar en vereda con todas las de la ley a los sujetos, a quienes tenía entre ceja y ceja. Todavía estarían tomando el sol a cuadritos si Su Señoría no los hubiese dejado en libertad por falta de pruebas, que fue lo que ocurrió. Raya para la suma: había consenso unánime en que la fábrica sufría el más duro revés de su historia; desde luego, una historia plagada de laureles bien guardados en el baúl de los recuerdos.
El destacado periodista marchó al diario ipso facto para despachar la noticia, mientras el conductor del radiotaxi seguía un partido por la radio. Decir de paso que el encuentro de marras resultó ser de campanillas y se jugó con los dientes apretados; hubo acciones de riesgo en ambos pórticos, y la visita cayó por la cuenta mínima en las postrimerías de la brega, con un tanto dirigido al rincón de las arañas que hizo inflar las redes y delirar a la afición. ¡Justicia divina!, gritó el hombre del micrófono, pues minutos antes se había cobrado un dudoso penal a favor del conjunto visitante. Fue ejecutado desde los doce pasos y el golero se lució con una magistral intervención: voló hacia atrás como un Caravelle, atenazó el balón con las dos manos y se hizo un ovillo en el césped de nuestro principal coliseo deportivo. Por si fuera poco en los descuentos se armó una tole tole y el colegiado, que no estuvo a la altura de la confrontación, se metió en camisa de once varas repartiendo tarjetas a diestra y siniestra. Al momento del pitazo final el punta de lanza de la visita se perdió un gol cantado ante el arco desguarnecido. Agregar que se trató de un pleito no apto para cardíacos y que el estadio se hallaba repleto en sus dos terceras partes: más de cuarenta mil almas colmaban las aposentadurías.
Cabe destacar que el destacado periodista ardía en deseos de sentarse ante la computadora para sacarle trote a su afamada pluma, la que no escatimaría en recursos para describir la épica batalla de los caballeros del fuego. De un tiempo a esta parte, sin embargo, sentía menguar su proverbial sabiduría. “Tal vez me está llegando la hora de colgar los guantes, pues si bien es cierto aún me quedan fuerzas, no es menos cierto que los años no están pasando en vano para mí, aunque ni más ni menos que lo que pasan para todo el mundo”, reflexionaba en el asiento de atrás del mencionado coche de alquiler, con esa filosófica profundidad que caracteriza a los discípulos de Camilo Henríquez, entre un mar de dudas y el trasfondo del llamado a los cuarteles de invierno, bajo una lluvia torrencial que se había dejado caer con una furia patagüina. Y pensar que el día anterior reporteaba bajo un sol radiante. "En fin, volvió a filosofar, al mal tiempo buena cara".
Llegó al diario y despachó la nota en un dos por tres. En lo que era la sala de Crónica no volaba una mosca, reinaba un silencio sepulcral. A su lado, el colega Carloncho, de la sección Deportes, fumador empedernido, escribía con meridiana claridad sobre el cotejo recién finalizado, dándole el protagonismo de su joyita al silbante. "Fútbol, pasión de multitudes" murmuraba con el pucho en los labios mientras destacaba la volada de palo a palo del guardavallas, sacándole chispas al teclado. Mientras, el colega Canelo, de Economía, se mandaba al pecho una exclusiva sobre la crisis del gigante asiático, en que ponía en tela de juicio a aquellos que habían borrado con el codo lo que habían escrito con la mano y el colega Díaz, apodado el "Cabezón", lo hacía acerca del masivo éxodo de santiaguinos que gastarían sus morlacos el fin de semana largo para darse la vida del oso. El colega Quiroz, del Obituario, más conocido como el "Vampiro", abordaba el sensible fallecimiento de un renombrado hombre público que había pasado al más allá víctima de una larga y penosa enfermedad. Enterado Carloncho del deceso largó una de sus frases para el bronce: "¡Pero si lo vi la semana pasada!". El destacado periodista interrumpió a título de escopeta: "Hice una crónica para ponerla en un marco, pero por falta de espacio tuve que dejar afuera lo mejor". El colega Vega, de Policía, redactaba una jaita en que les doraba la píldora a los sabuesos de la BH, quienes asumiendo una orden perentoria y sin dar su brazo a torcer, tras una ardua investigación habían dado con una nueva arista del caso que los condujo a la semilla de maldad, un mocoso que resultó ser el autor del crimen y cuyo porvenir ahora pendía de un hilo. Apelando a su sexto sentido, Vega sospechó desde un principio que el mocoso no era más que una cortina de humo levantada por un potentado de alto rango a través de un testaferro, destinada a echarle tierra al caso... pero siguió escribiendo. En el escritorio contiguo, el colega Martínez, de Tribunales, despachaba la nota de portada sobre un fallo lapidario de la Corte Suprema, que al vulgo le sonaba a volador de luces pues, se comentaba entre bastidores, el supremazo distraía la atención del respetable ante cierto contubernio que se habría descubierto en el tribunal más alto de la república. "Viejos de mierda", mascullaba entre dientes, sin pelos en la lengua mientras tiraba las manos, hecho un quique. En cuanto al colega Urzúa, apodado el "Caballo", se limitaba a hacer acto de presencia, acabada su crónica política sobre los convenios truchos que habían salido a flote en unas fundaciones que dejaban harto que desear, escándalo que se había transformado en una papa caliente y que mantenía en vilo a la nación. La única reportera del lote, de apellido Alegría, despachaba para la sección de Espectáculos los avatares del reality del que hablaba medio mundo y donde el quid del asunto radicaba en si una pareja había o no hecho de las suyas debajo de las sábanas, como lo aseguraban ciertas lenguas viperinas. Las demás colegas del sexo débil se habían retirado qué rato, tras cumplir con sus deberes. En un momento dado los periodistas se dieron una rápida mirada cómplice y continuaron escribiendo, total y absolutamente concentrados, mientras afuera seguía lloviendo a cántaros.
De pronto y sin mediar provocación alguna, el colega Carloncho gritó, desaforado: "¡A las siete canta Gardel!". Vega replicó: "¡Pan para hoy, hambre para mañana!". "El salario del miedo", comentó el Caballo Urzúa. "Donde putas vamos", dijo Canelo. "A matar la gallina de los huevos de oro", propuso Díaz el "Cabezón". "¡Ay, chiquillos, las leseras que dicen!", cerró Alegría. Finalmente, con la honda satisfacción del deber cumplido, los viriles colegas provistos de dinero contante y sonante en sus bolsillos se pusieron las zapatillas con clavos y partieron a pasos agigantados al restaurante Don Quijote para disfrutar de una opípara cena de mantel largo. En el camino, al destacado periodista le asaltó una duda, puesto que no había alcanzado a apersonarse a la caja, que a esa hora estaba cerrada bajo siete llaves. Extrajo la billetera y se le vino la noche: estaba planchado, los piticlines brillaban por su ausencia. En resumen: el descubrimiento de hallarse al tres y al cuatro le cayó como balde de agua fría. "Calma y tiza, compipa; yo le empresto, mañana nos arreglamos", le ofreció el colega de Economía. "Una vez más mi compadre responde a las expectativas", caviló el destacado periodista. Acto seguido le volvió el alma al cuerpo, jurándose a sí mismo que a la mañana siguiente y contra viento y marea pagaría la deuda de honor que había contraído, aunque no estuviese en su sano juicio por la segura resaca.
Satisfecho el pecado de la gula enfilaron a un discreto lugar en que las mujeres tratan de tú. Escrito estaba que harían las de Quico y Caco y echarían la casa por la ventana. Alineados los astros, la flor y nata del periodismo nacional entró en gloria y majestad donde Las Costureras, que así llamábase el lupanar al que los ilustres reporteros habían acudido a disfrutar del reposo del guerrero. En estricto rigor, el lenocinio no destacaba precisamente por ostentar un lujo oriental. Lucía un letrero hecho y derecho, visto hasta el cansancio por los parroquianos: "A nuestra distinguida clientela: se prohíbe terminantemente escupir en el suelo"; y más abajo: "Hoy no se fía mañana sí".
Como era fin de mes, en la mancebía no cabía un alfiler. Sobre el tabique adornado con papel mural, una pintura versallesca más falsa que Judas, de lujos y riquezas al alcance de la mano, representaba a miembros de las más altas esferas poniendo el mundo a los pies de una joven danzarina de los siete velos. Sin ir más lejos y en honor a la verdad, era la misma escena que tenía la suerte de disfrutar la concurrencia, traducida a la chilena: una mujer de dudosa reputación, entrada en carnes y de paño pifiado en su faz de baja estofa se despojaba de sus pilchas para ellos, algo así como el sueño del pibe hecho realidad. Dándose ínfulas, el colega Carloncho, caballero a carta cabal, se mandó otra de sus frases para el bronce: estás más bonita que de costumbre, le susurró a la meretriz, a quien se le iluminó el rostro ante la mentira descarada. En gustos no hay nada escrito, murmuró el "Caballo" Urzúa con una sonrisa sardónica de oreja a oreja. A la hora de los quiubos el Vampiro del Obituario, tacaño por naturaleza, clavó sus ojos inyectados de sangre en la minita más baratieri del salón. Martínez ironizó muerto de la risa: "¿Querís darle una puñalada de carne a esa diosa?". El Vampiro respondió al vuelo: "La necesidad tiene cara de hereje, viejito". A renglón seguido el "Cabezón" Díaz puso el grito en el cielo ante el cobro leonino de una asilada reguleque.
Dirían las malas lenguas que la remolienda habría de durar hasta altas horas de la madrugada, como Dios manda, pero se pisaron la huasca porque cuando los miembros del grupo ya estaban en calidad de bulto se encendieron las alarmas, al verse envueltos en un confuso incidente. Un sapo -luego se comprobó que era pagado por el alto mando- dateó a los tiras, los que tomaron cartas en el asunto e hicieron su ingreso a sangre de pato, acompañados ni más ni menos que por la Comisión, con bombos y platillos. Se los llevaron a todos a la casa del jabonero por posesión de cuatro gramos de la yerba que hace reír, y por ofensas a la moral y a las buenas costumbres, ya que tres de ellos fueron sorprendidos bailando en calzoncillos; a saber, los colegas Carloncho, Canelo y el borracho consuetudinario del Vampiro, transformado este último en el alma de la fiesta. A pesar de que se jugaron el todo por el todo y de que Vega amenazó con hacer valer su credencial, quedaron con los crespos hechos y aunque hicieron de tripas corazón les salió el tiro por la culata. Cuento corto: al final del día sufrieron un fracaso estrepitoso, pero la sacaron barata gracias a una gestión providencial de la vieja decrépita de La Regenta, quien, al darse cuenta de que la situación escalaba a cotas impensadas, sin previo aviso ingresó como un celaje, acusó que el allanamiento era un chivo expiatorio para desprestigiar a la prensa, tiró a la mesa viejos favores recibidos por los señores de la ley, amenazó con destapar la olla y en menos que canta un gallo los dejó libres de polvo y paja, evitando que la denuncia pasara a mayores. Ironías del destino: la multa les salió un moco de pavo y la pagaron religiosamente.
Salieron de la capacha entre gallos y medianoche. Aunque la calle era una boca de lobo, al rato ya entonaban a los cuatro vientos el Himno al estudiante, con voces estentóreas. El grupo se disolvía cuando el Caballo Urzúa sintió la imperiosa necesidad de ir a las casitas; a la postre terminó contentándose con el tronco de un plátano oriental. Mientras el Caballo echaba la corta, al colega Vega le salió la del curado que dice la verdad y lo acusó de ignorancia supina. A la mañana siguiente se disculparía diciendo que andaba con el gorila al hombro porque a la salida del calabozo se le borró la película, lo agarró el aire y le bajó un delirio de grandeza. Volviendo a la escena de los hechos, ante tan inesperado ataque a mansalva el Caballo reaccionó a la velocidad del rayo y le tiró a Vega un combo a la maleta que fue a dar a las nubes. Vega casi liquida la pelea por la vía del cloroformo, ya que le respondió con un gualetazo en l'hocico que dejó al Caballo medio groggy. "¡Salgamos afuera!", le espetó el Caballo, sin darse cuenta de que ya estaban afuera. El colega Martínez aprovechó el envión para acusar al Vampiro de arreglarse los bigotes con los mandamases de la empresa; el Vampiro contraatacó donde más duele, afirmando sin pruebas al canto que "al Martínez se le queda la patita". Si no ardió Troya fue por la salomónica intervención de Carloncho, referee de la noche. "¡Paren de huevear, que parecen cabros chicos! ¡Desen la mano (sic) y aquí no ha pasado nada!", les ordenó y todos los colegas acataron como mansos corderitos.
Eso es lo fundamental de este cuento. El resto es música.
Y nada.
Cambiando radicalmente de tema, el Bardo de Avon y el Manco de Lepanto, quienes debieron conocer sin asomo de duda el dicho de su contemporáneo Francisco de Sales, patrón de los periodistas, de que el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones, jamás imaginaron la de lugares comunes y aforismos del año de la cocoa que habrían de utilizar ciertos reporteros, noteros de matinales, locutores deportivos e informadores de cancha para contar sus historias. ¡Cómo se revolcarían en su tumba si alguien se los soplara al oído!
jueves, agosto 16, 2018
Ironías del destino
De joven
Fui de izquierda
Soñé con habitar una pocilga
Alejado de los bienes materiales
Desprecié el futuro
Vivía para amar
De viejo
Soy de centroderecha
Dueño de una espléndida casa
Vivo ahorrando plata
Pienso en puras desgracias
Amo para callado, como que me avergonzara amar
Fui de izquierda
Soñé con habitar una pocilga
Alejado de los bienes materiales
Desprecié el futuro
Vivía para amar
De viejo
Soy de centroderecha
Dueño de una espléndida casa
Vivo ahorrando plata
Pienso en puras desgracias
Amo para callado, como que me avergonzara amar
martes, agosto 07, 2018
Miedo a la vida
La charla menguaba; decidimos pedir la cuenta. Mis últimas palabras viraron hacia el asunto existencial. A mi amigo le brotó la voz con una especie de urgencia y declaró, ¿sabes?, ya no le tengo miedo a la muerte.
La frase venía, según propia confesión, de alguien que vivió bajo esa espada de Damocles. Luego de que se le detectara una grave enfermedad, hoy relativamente bajo control, había aprendido sin darse cuenta la lección.
Cada día que pasa es un regalo; eso no lo dijo él, lo pensé yo. Durante la semana había leído una nota sobre el alzhéimer que afecta a un famoso personaje de la TV y le admití que dicha lectura me despertó miedo, eso dije, aunque debí decir preocupación. Por qué, me preguntó, porque me quedan relatos por escribir y debo apresurarme antes de que la lotería de la vida coarte, o derechamente acabe, con mis capacidades.
Salimos del café y prometimos vernos pronto.
(Anticipas dramas, muerte
posibilidades en el espesor de la noche turbulenta
Amanece tu corazón agitado
todo es una suma de peligros, debes enfrentarlos
no se te ocurra esconder la cabeza como el avestruz
Así las cosas pasan entre líneas
Al atardecer buscas refugio en el alcohol
y algo consigues
la serenidad de la tarde cubre el riesgo
el calor del hogar
la música clásica
reconcilian a tu espíritu con el cosmos
y entras a la cama sigiloso
sumando recuerdos amenazas posibilidades).
Vuelvo a mis últimos días, en los que he rezado por uno de mis seres queridos. Postrado ante la Virgen del Carmen, ella me mira con sus ojos de vidrio entrecerrados y su carita de yeso se me torna humana. Su silencio me habla. Me dice: oigo tus ruegos.
La frase venía, según propia confesión, de alguien que vivió bajo esa espada de Damocles. Luego de que se le detectara una grave enfermedad, hoy relativamente bajo control, había aprendido sin darse cuenta la lección.
Cada día que pasa es un regalo; eso no lo dijo él, lo pensé yo. Durante la semana había leído una nota sobre el alzhéimer que afecta a un famoso personaje de la TV y le admití que dicha lectura me despertó miedo, eso dije, aunque debí decir preocupación. Por qué, me preguntó, porque me quedan relatos por escribir y debo apresurarme antes de que la lotería de la vida coarte, o derechamente acabe, con mis capacidades.
Salimos del café y prometimos vernos pronto.
(Anticipas dramas, muerte
posibilidades en el espesor de la noche turbulenta
Amanece tu corazón agitado
todo es una suma de peligros, debes enfrentarlos
no se te ocurra esconder la cabeza como el avestruz
Así las cosas pasan entre líneas
Al atardecer buscas refugio en el alcohol
y algo consigues
la serenidad de la tarde cubre el riesgo
el calor del hogar
la música clásica
reconcilian a tu espíritu con el cosmos
y entras a la cama sigiloso
sumando recuerdos amenazas posibilidades).
Vuelvo a mis últimos días, en los que he rezado por uno de mis seres queridos. Postrado ante la Virgen del Carmen, ella me mira con sus ojos de vidrio entrecerrados y su carita de yeso se me torna humana. Su silencio me habla. Me dice: oigo tus ruegos.
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