No pretendo erigirme en juez de la Inquisición, pero al notar la escasa asistencia hubiese deseado tener más poder que aquella insignificancia que alguna vez alentó mi vanidad. Dado tal caso, habría aplicado merecidos correctivos a los remolones, displicentes, indiferentes y un cuantuay de epítetos que se me alojaron en la cabeza esa acalorada mañana de febrero, dentro del cinerario del Parque del Recuerdo, mientras se presentaban a mi memoria los rostros de la ausencia. Cubierto con túnica blanca y capuchón, escucharía peticiones de súplica desde un trono ficticio; oiría juramentos, vanas excusas del montón de arrepentidos que se niegan a ser conducidos, tiritando de miedo, a la sala de tormentos, una vez pillados en falta.
La imaginación me juega malas pasadas. Más que tirria me domina una sensación de sorpresa, de incredulidad ante lo que, se me figura, debió ser una inolvidable ceremonia, un apoteósico momento. Y entonces casi lo puedo sentir dentro de su féretro, sereno, al Amigo Bigote, soltando una de sus estentóreas carcajadas y recriminándome con estas mismas palabras, o muy parecidas:
-¡Zanahoria, usted no escarmienta ni siquiera en esta grave instancia! Deje enfrentar solo este momento a su egregio amigo; un emperador no precisa de apoyos destemplados. Si hiciese gala de una agudeza que parece serle tan esquiva, daríase cuenta de que yo mismo he escogido esta suerte de despedida. Están los que están, es lo que vale, y los que no asistieron habrán tenido sus justificadas razones. No pretenda constituirse en mánager del Tribunal del Santo Oficio, por Dios. Por lo demás, como no puedo hablar, como no puedo aportar al debate, como no puedo confrontar esta vez a mis ilustres contradictores, este rito me da casi lo mismo.
De modo que los que no han venido, no vinieron no más. Febrero es mes de vacaciones, el sábado es día de cambio de aires. Ya no es tiempo de afectos entre colegas de oficina. Y si alguna virtud poseen los palogruesos, esa es posar de olvidadizos.
Para alguien como yo, de pocas luces, desentrañar, siquiera bosquejar la compleja personalidad del Amigo Bigote se torna un desafío que dan ganas de no afrontar. Me culpo de haber cerrado la boca en el momento de la despedida, aunque no hacía falta hablar: las palabras de Olivia, su mujer, pronunciadas por su sobrina, lo reflejaron en su esencia: fue un hombre completo, un marido amoroso y leal.
A pesar de todo, sin embargo, no quedaría en paz conmigo mismo si sumara esta nueva deuda en mi hoja de vida, de modo que escribiré lo que me vaya saliendo acerca de su figura.
Está, para empezar, el tema del conocimiento, del vuelo, de las ramificaciones de su conocimiento. Del carácter enciclopédico de su conocimiento. No es que fuese Heidegger o Goethe, o el Dante, como hubiese preferido al hablar de parecidos, o semejanzas. Y sin embargo, con cuántas sorpresas salía al calor de una conversación matutina rumbo al café, ese café que le hacía el quite al trabajo oficinesco que es también el del periodismo; o durante un regado almuerzo, o una cena, o en cualquier momento del día que compartiera con nosotros. La singularidad de una planta cualquiera que divisaba en un jardín cercano, a la que se refería por su nombre científico; la letra completa en italiano o en dialecto siciliano de una ópera de Mascagni; los orígenes perdidos en el tiempo de un plato de garbanzos con tocino, la marcha equívoca de la sociedad, las trampas dialécticas del comunismo, las cumbres literarias. Todo lo sabía, o aparentaba saberlo, que ya es mucho, al punto de que uno se preguntaba, de que yo me preguntaba, ¿cuándo aprendió tanto? Porque nunca lo vi leer nada. ¿O leía, y en qué momento? ¿Estudiaba? ¿Y cómo fue que yo nunca supe nada de esas cosas que hablaba? ¿Es que todo ha pasado ante mis ojos, sin darme cuenta? ¿Es que no tuve tiempo de aprender, enfrascado como estaba en otros asuntos? O lo peor, ¿traté de aprender y no me resultó? Sea lo que fuere, he allí el primer misterio que nos ofreció su vida.
Enseguida vendría la contradicción.
Está bien, era una enciclopedia viviente. Pero entonces, ¿por qué no se elevó al pináculo dorado desde el cual la intelligentsia imparte sus mandatos? ¿Qué lo hizo quedarse con nosotros, simples mortales que acaso viven para satisfacer apetitos y necesidades? (estoy por decir burguesas). Intentaré una hipótesis para explicar este segundo misterio al final de mi tributo.
Otro gran misterio, revelador, que da para profundo estudio, es la frase que escogió, de entre otras miles, para advertirle al mundo que nadie lo heriría impunemente. En alguno de mis cuentos sostuve que cada ser humano rige su vida basado en un episodio que lo marcó en su más temprana infancia y que está perdido en la memoria. Convertido en una frase, esa frase es inamovible, gobierna a la persona para bien o para mal, y está en cada uno de nosotros descubrir cuál fue la que elegimos para afrontar la existencia. Como postula Leibniz, al decir de Borges, cada ser contiene al mismo tiempo lo que fue, lo que es y lo que será. Nemo me impune lacessit ("nadie me hiere impunemente" o dicho en forma más coloquial "no te metas conmigo") es el lema oficial del reino de Escocia y Edgard Allan Poe lo utiliza como epígrafe de su cuento "El barril de amontillado". El Amigo Bigote alguna vez confesó que lo había sacado del clásico relato del maestro del horror. Bastaba con tratarlo superficialmente para comprobar que no solo lo hizo suyo, sino que lo practicó, lo hizo carne, como se dice. Dos ejemplos. Cierta mañana se desayunó con una nota escrita por una colega de su misma sección en el diario, una colega muy inteligente pero bien poco agraciada, hay que decirlo. La nota criticaba gratuitamente y con fría ironía ciertas intervenciones o dichos, no lo recuerdo con exactitud, de la Miss Chile del momento, amiga de nuestro personaje. O sea, y aunque fuese discutible, podía tomarse como un flechazo venenoso e indirecto a su persona. Por esos días el Amigo Bigote, además de su reporteo para la sección de Espectáculos, escribía una columna semanal en la página de Redacción, y dio la casualidad que su joyita, como la llamaba, debía publicarse al día siguiente. La tituló "La rana que le cantó a la Luna". No más publicarse, los desprevenidos alabaron su estilo, caracterizado por la perfección en el uso de las palabras (dejaban en el espíritu del lector un gusto delicioso tras paladearlas) y cierta inclinación hacia el barroquismo. Había algo de melancolía en esos párrafos, algo de literatura pastoril en la aspiración imposible de un batracio por alcanzar desde su charco pestilente, acercarse aunque fuese, a la diosa pálida y eterna que lo gobernaba desde el firmamento. Solo a quien estaba dirigida la columna, y a su círculo cercano, les fue dado comprender y sufrir la picada de La Araña, su pseudónimo de aquella época. Tal acierto en la elección de las metáforas -"El sapo que le cantó a la Luna" habría denotado crueldad, por ejemplo, y vulgaridad- acarreó entre las consecuencias dictadas por la lógica una de carácter sustancial: nadie pudo acusarlo de nada. El Amigo Bigote sabía mejor que nadie que las interpretaciones son siempre subjetivas, ya que las palabras semejan telarañas que atrapan en sus redes un montón de equivalencias y hasta perdidas analogías. La venganza se había concretado, cabe especular si secundada o no por la justicia.
A propósito de esta anécdota, ya sería hora de desmentir una vez más la creencia asentada en nuestra sociedad, especialmente entre los hombres, de que las mujeres bonitas son tontas y las mujeres feas son inteligentes. Aceptando el supuesto caso de que la belleza evita trabajo, de lo que se desprende que ciertas facultades cognitivas podrían aletargarse en las mujeres que nacieron bonitas; y la fealdad lo exige, lo que implica el desarrollo de numerosas fuerzas supletorias, ningún otro factor, que yo sepa, apoyaría tal creencia.
El segundo ejemplo, más revelador aún que el anterior, pues demuestra la fragilidad escondida debajo de una engañadora y aparente arrogancia, me fue dado conocerlo de primera fuente en tiempos en que yo integraba la directiva del sindicato de periodistas de la empresa. El Amigo Bigote, que no era dado a arrimarse al árbol gremial, posiblemente porque sus ideas conservadoras consideraban que tan buena sombra no daba, me confesó discretamente que había recibido un llamado del director y que todo indicaba que su valioso aporte periodístico a la empresa estaba a las puertas de llegar a su fin. Me pidió algunos consejos, mejor dicho algunas aclaraciones, y se las di. Quedamos de hablar a la salida de la reunión.
Entró a la oficina, donde lo esperaban el director, el gerente general y el jefe de personal. La plana mayor. Treinta minutos después abandonó el despacho sonriente y relajado. Camino al café me fue contando que, en efecto, le habían solicitado la renuncia, pero acompañada de una oferta más que digna en términos económicos, considerando sus más de cuarenta años de servicio, oferta que había aceptado gustoso. De yapa le ofrecían continuar la crítica gastronómica en calidad de colaborador. En otras palabras, una buena tucada, la merecida pensión otorgada por el antiguo sistema previsional, pues nunca se cambió a una Afp, más un estipendio mensual por visitar los mejores hoteles y restaurantes y escribir sobre ellos. Qué mejor. El sueño del pibe. Agradeció mis escuálidos servicios de dirigente sindical, resaltando que no serían necesarios. Entendí que yo había cumplido el papel de un porsiacaso y en el fondo agradecí haberme quitado ese eventual peso de encima. Fue entonces cuando lo traicionó la sensación de bienestar que lo dominaba, y dejó escapar una extraña confidencia. Dijo: "Iba preparado, Zanahoria, llevaba en el bolsillo mi camarita fotográfica para retratarlos si las cosas no salían bien, pero no tuve necesidad de usarla". ¡Vaya, el Amigo Bigote revelando que estaba asustado!, temía una artimaña, una traición proveniente de las altas esferas, una traición de aquellos con los que se codeaba en cenas de gala, en empingorotados hoteles cinco estrellas, en aniversarios de fuste. ¿Cómo pudo haber siquiera imaginado la posibilidad de que ello sucediese? Ni al más desconfiado de los mortales se le habría ocurrido. Concluí que la respuesta se hallaba en lo más recóndito de su alma: Nemo me impune lacessit.
El Amigo Bigote no siempre fue el Amigo Bigote. En sus mejores tiempos, tal vez los de La Araña, aquellos tiempos en que el periodismo se hacía a mata caballo, en que los periodistas llegaban con noticias que los jefes se limitaban a ordenar en las páginas, en que el diario parecía no obedecer a línea editorial ni propósito alguno, y sin embargo era muchísimo más coherente que el actual, que todo lo dicta desde las alturas y, vaya paradoja, postrándose ante los gustos de la gente; decía que en sus mejores tiempos el Amigo Bigote usaba una barba candado, cuando el único que la utilizaba era el actor español Fernando Rey, con quien guardaba cierto parecido. Pero bastó que las barbas candado se pusieran de moda, por allá por los noventa, para cortársela y modificar su rostro con un bigotillo a la antigua, que le dio un toque de Leo Marini o Hércules Poirot. Para mí pasó a ser entonces el Amigo Bigote. Y para él yo quedé convertido en El Zanahoria, en honor a un personaje de un comercial de los noventa. En los últimos años se atrevió a experimentar con una colita que le sobresalía de la nuca. Sus amigos lo tomamos como una humorada y más de alguno le exigió un aro, pero hasta ahí no más llegó. Con Castelli lo vimos días antes de su deceso, con el pelo al viento, animado, flaco y rotundo como siempre. Esa mañana nos ofreció una clase magistral sobre el cerro Manquehue, a la vista desde la ventana de la clínica. La colita ya no tenía la menor importancia.
Compleja, como decía, la personalidad de Rodolfo Gambetti, el Amigo Bigote. Tan querido de los demás no era. Había que descubrirlo, atreverse a entrar en su mundo para admirar el jardín que cultivaba para sus conocidos y para cualquier persona que quisiera internarse en él, sin pisotearle las flores, claro está. Una vez en confianza, a sabiendas de que no sería agredido, se convertía en un hombre de gran corazón, generoso y compasivo. Solo con unos pocos entraba en chanzas, juegos absurdos, como torturar al compañero pegándole en los brazos, agarrándolo del cuello hasta dejarlo sin aliento o practicándole una llave. Huelga contar las caras de espanto que ponían las colegas recién llegadas al diario o las estudiantes en práctica testigos de aquellas escenas insólitas. Saval, Camilo Lardinois, el Negro Paredes y el Amigo Bigote ofrecieron episodios inolvidables de esas chiquilladas, en plena sala de crónica de Las Últimas Noticias.
Muchos le temían, otros hablaban mal de él a sus espaldas; unos pocos trataban de competir con él de tú a tú, como el joven Yuri Rojo, entrador, oriundo de Ovalle, alma de minero, quien recién llegado al diario lo saludó con un "¡hola guatón Gambetti!".
"Me dejó descolocado. ¿Quién es este mocoso que se atreve a tratarme así? Tuve que hacer mis averiguaciones y cuando nos volvimos a encontrar lo llamé Ovallego", contaba.
Notable era su costumbre de dormir la siesta con la mano derecha agarrada al mouse del computador, después de un regado almuerzo. Una tarde un amigo lo alertó de que venía entrando Agustín Edwards Jr., director del diario. Como no advertía reacción alguna en el soñoliento le exigió que se despertara, casi al borde de la desesperación. Gambetti le contestó con una de sus genialidades: "¡Me importa un pico!".
El Amigo Bigote fue siempre un conservador de tomo y lomo; no cambió de ideas como tantos lo hemos hecho con el tiempo, por atendibles razones. Desde que ingresó a estudiar periodismo a la Universidad Católica se identificó con el ideario derechista, ignoro si el gremialista de Jaime Guzmán, tiendo a pensar que no, porque las suyas no eran propiamente ideas liberales, sino conservadoras, las de Franco, Pinochet; es más, del excomulgado arzobispo Marcel Lefebvre. Durante el velatorio tuve la oportunidad de conocer a su hijo, Rodolfo. Al advertir que se hallaba de muy buen semblante, deseoso de dialogar, le pregunté: ¿era creyente tu padre? Me respondió: "Buena pregunta. Mi papá era de misa en latín. Participaba enteramente de la ceremonia; se la sabía de memoria. Decía que con la fórmula instaurada por el Concilio Vaticano II se perdía".
Esta que presentaré a continuación es una hipótesis descabellada, lo confieso, pero sigo esperando que alguien me la rebata. Tal vez no dé ni siquiera para eso. El hecho es que me parece haber detectado que las personas a las que les ha ido bien en la vida, habiendo partido de una posición endeble, terminan inclinándose hacia la derecha. En cambio aquellas que no lograron despegar y viven en la cuerera, siguen siendo de izquierda o se van hacia la izquierda. El trasfondo de la hipótesis sería que es el dinero el que va modelando al hombre. Que en el fondo, todas las protestas sociales no tienen nada de románticas y su origen se halla no en la justicia social ni en la igualdad sino en el dinero. Deuda histórica: dinero. Reforma previsional: dinero. Listas de espera: dinero. Política habitacional: dinero. Educación gratuita: dinero. Por supuesto que hay ejemplos de izquierdistas a los que les ha ido bien y derechistas que no tienen donde caerse muertos, pero en tales casos mi defensa es que se trata de personas que piensan poco.
El Amigo Bigote era de pensamiento rápido, relampagueante. No había cómo ganarle una discusión. Llegado el caso, coronaba sus intervenciones con un doloroso sarcasmo, imposible de contrarrestar. No quedaba otra que retirarse con la cola entre las piernas. Pero al momento de explayarse, de justificar sus ideas, adolecía de cierta dispersión. No eran meridianamente claras sus disertaciones, tendía a confundirse y generalmente no redondeaba su argumentación.
Lo que duele con su partida es que con él se ha ido esa monumental personalidad y esa cantidad de conocimiento digerido imposible de hallar en internet o en las bibliotecas y librerías del mundo, pues llevaban implícito su sello personal.
Vuelvo finalmente al comienzo. Lo que pudo ser y eligió no ser. El Amigo Bigote se quedó entre nosotros, abjurando de la fama, el éxito y el dinero, porque el Amigo Bigote era más sabio que todos aquellos que se creen sabios. El Amigo Bigote prefirió mil veces compartir un pisco sour catedral con un ser de esta tierra que encerrarse a escribir una nueva teoría del conocimiento o a investigar las veleidades de la lingüística en los tiempos que corren, que dicho sea de paso detestaba. Gozador, término que no reconoce la Real Academia, es un adjetivo que por lo general desacredita a quien lo personifica. Para una persona cabal, de ambiciones, se prefiere trabajador, estudioso, investigador.
El Amigo Bigote era un gozador que contempló la vida desde su trono situado en la periferia del poder. Poder al que sin embargo nunca perdió de vista.