La temperatura ambiente era, por decirlo de algún modo, ideal. Además, no corría ni una brizna de viento, ese viento helado del sur que obliga a los hombres a recogerse en sus guaridas; tampoco estaba el sol, ese sol que de tan directo y fuerte quema el rostro en minutos. Delicadas nubes servían de telón de fondo al volcán, a los frondosos árboles, a los pastos resecos del verano, a los zorros que se dejaban caer desde el cerro; una música suave y melodiosa le llegaba a sus oídos desde dentro de la cabaña.
Reparó entonces en que su cuerpo estaba viviendo como si no existiera, oh paradoja. Nada lo hacía sentirlo, ningún reclamo le llegaba desde ninguna zona suya, oídos, articulaciones, aparato digestivo, ojos, cuello, garganta, cabeza. Sentirse en un cuerpo así es un prodigio, rarísimas veces ocurre ese fenómeno. Y el inquilino lo estaba experimentando.
Lo más grande de todo era que su mente se hallaba tranquila; por arte de magia no la atacaba tribulación alguna. Las noticias que le llegaban de sus seres queridos eran buenas; sus preocupaciones económicas, especialmente aquellas relacionadas con el porvenir, se habían refugiado en algún cajón secreto de su estantería. Era un momento sin pasado ni futuro.
El inquilino no lograba comprender lo que estaba sintiendo, atendido el caso de que el momento por el que pasaba no tenía nada de extraordinario, aunque alcanzaba a advertir que era algo bueno. Lo extraño de la situación era que bajo circunstancias similares podía ser, y había sido, presa de sensaciones de angustia, de tedio, de malestar, de rechazo a la vida.
Tanto mejor que lo ignorase: esta vez se trataba de un destello de felicidad que atravesaba su ser, lo más sencillo del mundo, como ocurre en algún instante con todas las criaturas de este reino, en el lapso que va de un minuto a otro.
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