Visitas de la última semana a la página

miércoles, abril 30, 2025

Segundo libro

Llevo varios meses corrigiendo el texto de mi próximo libro, de allí la escasez de entregas en este blog. Ofrezco mis disculpas, si cabe hacerlo. Corregir es tal vez el trabajo literario fatigoso que más disfruto, fuera de aquel que implica la creación de la obra propiamente tal (el momento en que se le da sentido, el momento en que de la nada surge algo). No pocas veces me he levantado de la cama, agitado por la inspiración, para cambiar o agregar algo del trabajo creativo del momento. Intuyo que el giro preciso que ha brotado en la comodidad del lecho debe quedar estampado en la libreta de apuntes, de lo contrario a la mañana siguiente lo habré olvidado. Me vuelvo a acostar, y entonces, en un nuevo rapto de genialidad, surge otra corrección, y vamos levantándonos de nuevo. Finalmente, ya tranquilo con mi conciencia de escritor, me entrego a los brazos de Morfeo. No se crea que esto que narro es habitual; me sucede muy de vez en cuando, la mayoría de las veces tecleo y quedo conforme con lo escrito... hasta el momento de la ineludible corrección.
La primera señal de verdadera inspiración la sentí alrededor de los dieciocho años. Nunca había escrito nada que pudiese ser llamado ficción con propiedad. Serían las once de la noche y me hallaba acostado en mi dormitorio, en Rancagua, con la luz apagada. De pronto me sobrevino una especie de fiebre, una agitación incontrolable que me hizo sudar. Era, con todo, una emoción agradable; era como un soplo de vida que me llenaba los pulmones. Sin que mediara una explicación racional, había ideado cinco cuentos, y recuerdo que sentí que debía escribirlos, que no podía dejar de escribirlos, que tenía que escribirlos apenas me levantara al otro día. Y efectivamente, apenas desperté al día siguiente me senté ante la maquina de escribir y me di a la tarea de llevar los cinco cuentos al papel. Los titulé "Relatos breves y descabellados" y constituyen la base de buena parte de mi obra literaria (sé que estoy pareciendo algo pedante, sobrado, aun soberbio al contar lo que estoy contando, pero lo que digo con las palabras que digo, lo digo porque lo siento de verdad). Se trataba, desde luego, de narraciones de aficionado, pero había algo mío en ellas. Allí estaba mi estilo, para bien o para mal.
Como he manifestado más de una vez, hay ciertos relatos que por más que los corrija siguen siendo pobres, débiles, mediocres. Leídos meses más tarde de la "corrección definitiva", sus fallas surgen como un ventarrón a la vuelta de la esquina que nos echa a la cara ráfagas de bochorno. Los llamo relatos malditos, y lo peor es que cada cierto tiempo retornan a mi mente, para desafiarme. Ahora sí, me digo, ahora sí que le agarré el hilo. Y comienzo otra vez.
El nuevo libro se titulará "Parábolas del dr. Vicius. Segundo Libro". Es la nueva versión de mi primera obra, publicada hace 25 años, cuando no cumplía los cincuenta y mi sangre aún bullía de pasión, resentimiento y ganas de sobresalir. El personaje necesitaba esa sangre para abrirse paso con sus crímenes, tal como el mismo personaje precisa hoy una sangre más fría, espesa, lenta. No hay más diferencia que esa, y esa es la gran diferencia. Una obra escrita a los 47 años versus la misma obra acometida a los 72. Espero editar no más de treinta ejemplares, ejemplares de colección, numerados. Me conformaría con vender unos veinte para financiar tal vez el 30 por ciento del costo del diseño y de la imprenta. El tiempo dirá cuál de las dos versiones fue la más acertada, estéticamente.


miércoles, abril 23, 2025

Los ensayos apuntaban hacia eso

Salió a tantear el acontecer que le deparaba la nueva era. Ya se sentía diferente, pero le faltaba comprobar la actitud de los demás. No quiso ver antes las noticias; se le antojó que era mil veces preferible vivir la diferencia en carne propia. 
El cambio anunciado era el siguiente: libres de ataduras, los seres humanos se comunicarían de hoy en adelante simplemente a través de su yo más íntimo. Dirían lo que piensan y expresarían lo que sienten. La hipocresía, la mentira y el pecado desaparecían de la faz de la tierra y le abrían las puertas a la luz, el amor y la verdad. 
Sentado en un banquillo de la plaza aguardaba ser testigo de una fiesta de abrazos, los ensayos apuntaban hacia eso; algo cercano a la felicidad invadió su corazón al comprobar cuántas personas compartían en una esquina sus experiencias con sonrisas en las caras, cómo se palmoteaban las espaldas y canturreaban viejos temas populares. Gestos de buenas intenciones se multiplicaban por doquier, aunque varias calles más allá, proveniente de un espacio invisible a sus ojos, le pareció percibir una ligera humareda; sin casi darse cuenta un reguero de sangre le llegó a los pies.

miércoles, abril 16, 2025

"Las ruinas humanas"

No es casualidad que me hayan llamado la atención las últimas declaraciones que leí de Mario Vargas Llosa. A propósito de su muerte, las extrajo la prensa de sus archivos. 
"La muerte a mí no me angustia. La vida tiene eso de maravilloso: si viviéramos para siempre sería enormemente aburrida, mecánica. Si fuéramos eternos sería algo espantoso. Creo que la vida es tan maravillosa precisamente porque tiene un fin", dijo alguna vez.
He allí una frase acertada, como casi todas las que solía pronunciar. Aunque después, en otra entrevista, desliza un matiz. 
"Ser inmortal me parecería aburridísimo. Mañana, pasado, el infinito... No, es preferible morirse. Lo más tarde posible, pero morirse".
Lo más tarde posible, ha aclarado. Me recuerda un cuento de Maupassant que leí hará unos cuarenta años, en plena juventud. Un anciano acude regularmente al médico de su pueblo. Cada vez que el doctor lo ausculta, el paciente se las ingenia para derivar la conversación hacia el tema de las inevitables muertes que van ocurriendo en el pueblo. "Fulano murió de un ataque al corazón", le revela el médico; el paciente piensa, aliviado, yo estoy bien del corazón. "Zutano falleció de una obstrucción intestinal". Ah, qué bien, mi digestión es espléndida. "Perengano bebía demasiado y le falló el hígado". Yo no bebo, hago bien en no hacerlo. Un día le consulta sobre la reciente muerte de Mengano. "La verdad es que no tengo explicación para su muerte", le confiesa el médico. El paciente se intranquiliza. Pero cómo no va a tener explicación. "Así es, mi querido amigo, no me la explico". Pero una causa tiene que haber, doctor. "Si me pone entre la espada y la pared, tendría que admitirle que simplemente murió de viejo". Ah... de viejo... murió de viejo, reacciona el paciente, aliviado, y se marcha.
Qué curioso. Maupassant falleció a los cuarenta y dos años, hace 133; el viejito de su cuento sigue vivo.
Viene la frase final de Vargas Llosa, la que me impresionó especialmente.
"Lo que yo detesto es el deterioro. Las ruinas humanas. Es algo terrible, lo peor que podría pasarme".
No es casualidad haberle puesto atención a dicho enunciado, como decía. A esta edad, afirmaciones como esas cobran vital importancia, porque me siento identificado con ellas. Diez, quince años atrás, quizás me habrían provocado un bostezo, o derechamente las habría pasado de largo. El caso es que lo que estoy diciendo vale para cualquier persona, y de cualquier edad. Uno se fija en lo que le interesa y lo demás tiende a obviarlo, salvo que pueda sacar provecho del conocimiento recibido o sufra un castigo por no asimilarlo.

domingo, abril 13, 2025

Never Let Me Go (honor a Vargas Llosa)

No fue sino días después de que el libro llegara a mis manos cuando resurgió uno de mis caros recuerdos de infancia, imagen anclada entre la capacidad de observación y la manía. Eran los tiempos en que entraban fuerte las canciones en inglés de ídolos rockeros del estilo de Paul Anka, Neil Sedaka, Frankie Avalon, Connie Francis, Brenda Lee, Ricky Nelson, con la excepción de Elvis Presley, a quien los niños de nuestro tiempo ya considerábamos pasado de moda. Mi oído hizo suya una de las frases más repetidas de esas canciones y permanentemente la susurraba al dirigirme a la escuela, o en los recreos, o por las tardes, en cualquier momento, hasta convertirla, sin entender qué quería decir, en una de mis palabras favoritas: Neverlestingou. Parecido al caso de Mai drims comtrú o Guan suponetaim, Neverlestingou era una palabra en inglés, larga, que sonaba bonita y remataba, después de tanta e, en una especie de chasquido eléctrico. Años después vine a caer en cuenta que esa palabra trillada, ese lugar común, se pronunciaba Never Let Me Go y sobre todo, en que reforzaba la idea que ya iba teniendo del asunto; esto es, que las letras en inglés podían ser tanto o más frívolas que las letras en español, con la diferencia que no se entendían y sonaban raro; o sea, le daban un aura de prestigio a la canción.
Neverlestingou, mejor dicho Never Let Me Go, o Nunca me abandones, es una canción de mentira de la cantante de mentira Judy Bridgewater, ideada por el Nobel británico de ascendencia japonesa Kazuo Ishiguro. Esa canción, favorita de la joven protagonista, que la escucha una y otra vez, y la baila abrazada a una almohada que simboliza el hijo que jamás habrá de tener, da origen al nombre de su novela. Como podía esperarse, tras el éxito comercial del libro fue compuesta y cantada de verdad. Hoy se puede escuchar por Spotify y hasta ver la carátula del disco con la cantante de los años cincuenta, sentada con su amplio escote y la boquilla del cigarrillo entre los dedos, tal como la describe el autor en su novela.
Me veo obligado a hacer un paréntesis. Mientras escribo estas líneas me llega la noticia del fallecimiento de Mario Vargas Llosa. Rindo homenaje a su claridad, a su amenidad, a su pasión por la vida, a su valentía y a su inteligencia superior. No soy un especial admirador de sus novelas, a las que reconozco indudable maestría en el estilo y la arquitectura; me quedo con sus magníficos ensayos, el último de los cuales, "La llamada de la tribu", recomiendo encarecidamente. En lo político, su pueblo optó por Fujimori. Él bebió el sabor amargo de la derrota, pero la aceptó con hidalguía. Ya es tarde para llorar sobre la leche derramada. ¡Salud por el descanso de tu alma, noble escribidor! 
Vuelvo a mi libro.
No es  mi propósito analizar su tema de fondo. A mi juicio, es lo menos logrado de la obra y ya, a veinte años de su publicación, deja entrever cómo el paso del tiempo va oxidando ciertas propuestas que pudieron parecer innovadoras en su momento. La ciencia y la tecnología avanzan demasiado; no es prudente jugar con ellas.
Lo que quería destacar es la manera en que fue escrita, siempre yendo para atrás. Eso equivale a afirmar que Ishiguro confeccionó detalladamente un plan y lo fue cumpliendo paso a paso; de otra forma esa opción habría sido imposible de acometer en forma tan perfecta. No puede uno entrar en un detalle de una discusión y luego retroceder en el tiempo para que se entienda el contexto en que se están diciendo esas palabras, sin haber antes bosquejado la trama total de la obra. Un cliente manda a construir su casa; uno de los maestros de la empresa constructora comete un error en la instalación de las cañerías y meses más tarde la casa hace agua. El gerente hace entrar al cliente a su oficina y ante la presencia del maestro, que el cliente no esperaba, le explica que el día de la instalación el trabajador había sufrido un grave problema familiar, pero que aun así había insistido en presentarse a la obra. Si fuera ese el caso, que no lo es, porque el ejemplo es burdo, Ishiguro habría comenzado por el ingreso del cliente a la oficina donde ya están el gerente con el maestro, y luego habría retrocedido al día de la instalación de la cañería y luego tarde al desperfecto de la cañería con sus consecuencias, para desembocar en la reunión, de la que saldrá algo nuevo.
A menudo leo entrevistas en que afamados escritores sostienen que van creando sus obras sin saber lo que vendrá más adelante, como si se dejasen llevar por el crecimiento de sus personajes. Otros admiten seguir un plan preestablecido. En ambos casos el resultado puede ser tanto horrible como magnífico. Ishiguro en esta obra es de los que siguen un plan. 
Cada vez estoy más convencido de que las grandes creaciones destacan por su profusión de detalles; esto vale para novelas psicológicas como podrían ser El proceso o El lobo estepario, tanto como para obras totales que construyen un universo, como Los miserables o Guerra y paz. El escritor, el gran escritor, debe llevar consigo una sana dosis de obsesión y locura, de otro modo etcétera.
En cuanto a la protagonista, todo lo relata como si estuviese presentando un informe. Ya es un logro que sea una mujer, y que sea creíble, considerando que el autor es un hombre. Como lector no sentí una clara empatía con ella; más bien me supo a chica sabelotodo, aunque sin vanidad, sin proponérselo. Imaginé que representaba el sentido común, aquel que prima en las conversaciones de compañeros de oficina, por ejemplo.
Ishiguro contiene a sus personajes, cuando lo lógico sería que hubiese un cuestionamiento y hasta asomos de rebeldía de ellos por la situación a la que han sido destinados. No queda claro por qué lo hace, ya que los personajes parecen tener alma y conciencia, como los seres normales. En vez de eso los presenta a todos con una resignación serena, y hasta una pequeña alegría por cumplir con aquello para lo que se los preparó. 
Tal vez la gran diferencia, lo que los separa completamente de nosotros, sea la naturalidad, casi diría la frialdad con que se toman las relaciones sexuales. No diciéndolo, Ishiguro lo explicita: no hay cortejo, no hay celos. Y si una joven le confiesa a su interlocutor que sintió de pronto ansias desmedidas por hacer el sexo con cualquiera, el autor lo dice con esas palabras, con cualquiera, el interlocutor le contesta que no se preocupe, que eso les pasa a todos, aunque no lo digan.