Neverlestingou, mejor dicho Never Let Me Go, o Nunca me abandones, es una canción de mentira de la cantante de mentira Judy Bridgewater, ideada por el Nobel británico de ascendencia japonesa Kazuo Ishiguro. Esa canción, favorita de la joven protagonista, que la escucha una y otra vez, y la baila abrazada a una almohada que simboliza el hijo que jamás habrá de tener, da origen al nombre de su novela. Como podía esperarse, tras el éxito comercial del libro fue compuesta y cantada de verdad. Hoy se puede escuchar por Spotify y hasta ver la carátula del disco con la cantante de los años cincuenta, sentada con su amplio escote y la boquilla del cigarrillo entre los dedos, tal como la describe el autor en su novela.
Me veo obligado a hacer un paréntesis. Mientras escribo estas líneas me llega la noticia del fallecimiento de Mario Vargas Llosa. Rindo homenaje a su claridad, a su amenidad, a su pasión por la vida, a su valentía y a su inteligencia superior. No soy un especial admirador de sus novelas, a las que reconozco indudable maestría en el estilo y la arquitectura; me quedo con sus magníficos ensayos, el último de los cuales, "La llamada de la tribu", recomiendo encarecidamente. En lo político, su pueblo optó por Fujimori. Él bebió el sabor amargo de la derrota, pero la aceptó con hidalguía. Ya es tarde para llorar sobre la leche derramada. ¡Salud por el descanso de tu alma, noble escribidor!
Vuelvo a mi libro.
No es mi propósito analizar su tema de fondo. A mi juicio, es lo menos logrado de la obra y ya, a veinte años de su publicación, deja entrever cómo el paso del tiempo va oxidando ciertas propuestas que pudieron parecer innovadoras en su momento. La ciencia y la tecnología avanzan demasiado; no es prudente jugar con ellas.
Lo que quería destacar es la manera en que fue escrita, siempre yendo para atrás. Eso equivale a afirmar que Ishiguro confeccionó detalladamente un plan y lo fue cumpliendo paso a paso; de otra forma esa opción habría sido imposible de acometer en forma tan perfecta. No puede uno entrar en un detalle de una discusión y luego retroceder en el tiempo para que se entienda el contexto en que se están diciendo esas palabras, sin haber antes bosquejado la trama total de la obra. Un cliente manda a construir su casa; uno de los maestros de la empresa constructora comete un error en la instalación de las cañerías y meses más tarde la casa hace agua. El gerente hace entrar al cliente a su oficina y ante la presencia del maestro, que el cliente no esperaba, le explica que el día de la instalación el trabajador había sufrido un grave problema familiar, pero que aun así había insistido en presentarse a la obra. Si fuera ese el caso, que no lo es, porque el ejemplo es burdo, Ishiguro habría comenzado por el ingreso del cliente a la oficina donde ya están el gerente con el maestro, y luego habría retrocedido al día de la instalación de la cañería y luego tarde al desperfecto de la cañería con sus consecuencias, para desembocar en la reunión, de la que saldrá algo nuevo.
A menudo leo entrevistas en que afamados escritores sostienen que van creando sus obras sin saber lo que vendrá más adelante, como si se dejasen llevar por el crecimiento de sus personajes. Otros admiten seguir un plan preestablecido. En ambos casos el resultado puede ser tanto horrible como magnífico. Ishiguro en esta obra es de los que siguen un plan.
Cada vez estoy más convencido de que las grandes creaciones destacan por su profusión de detalles; esto vale para novelas psicológicas como podrían ser El proceso o El lobo estepario, tanto como para obras totales que construyen un universo, como Los miserables o Guerra y paz. El escritor, el gran escritor, debe llevar consigo una sana dosis de obsesión y locura, de otro modo etcétera.
En cuanto a la protagonista, todo lo relata como si estuviese presentando un informe. Ya es un logro que sea una mujer, y que sea creíble, considerando que el autor es un hombre. Como lector no sentí una clara empatía con ella; más bien me supo a chica sabelotodo, aunque sin vanidad, sin proponérselo. Imaginé que representaba el sentido común, aquel que prima en las conversaciones de compañeros de oficina, por ejemplo.
Ishiguro contiene a sus personajes, cuando lo lógico sería que hubiese un cuestionamiento y hasta asomos de rebeldía de ellos por la situación a la que han sido destinados. No queda claro por qué lo hace, ya que los personajes parecen tener alma y conciencia, como los seres normales. En vez de eso los presenta a todos con una resignación serena, y hasta una pequeña alegría por cumplir con aquello para lo que se los preparó.
Tal vez la gran diferencia, lo que los separa completamente de nosotros, sea la naturalidad, casi diría la frialdad con que se toman las relaciones sexuales. No diciéndolo, Ishiguro lo explicita: no hay cortejo, no hay celos. Y si una joven le confiesa a su interlocutor que sintió de pronto ansias desmedidas por hacer el sexo con cualquiera, el autor lo dice con esas palabras, con cualquiera, el interlocutor le contesta que no se preocupe, que eso les pasa a todos, aunque no lo digan.
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