Visitas de la última semana a la página

martes, agosto 30, 2005

El espejo de la diosa lunar


Una noche de luna llena pasó frente a mi ventana una joven de piernas lechosas manchadas de barro a la altura de las pantorrillas. Llevaba consigo un espejo de cristal biselado y marco de oro, lo llevaba de costado y en la claridad de la noche sus senos de pezones rosados se balanceaban suavemente. Ocultábale el rostro un velo que la confundía con la Virgen o con ciertos excesos de Venecia, no estaba claro aquello. Abrí la ventana y estiré la cabeza lo más que pude; era todo tan paradisiaco en aquellos años, mi casa se erguía en medio del bosque, había un lago del que me llegaba el rumor de sus aguas cristalinas y un hogar de fuego crepitante y brasas perfectas. Shostakovich no se conocía aún en Occidente, de modo que la melancolía de los atardeceres lluviosos era acompañada con los 24 preludios de Chopin y las sonatas de Schubert en discos de vinilo. Cada día una mujer diferente colmaba mis apetitos y yo en ese tiempo las prefería burdas, vulgares, faltas de seso. Me gustaba que no se dieran cuenta, las engañaba con subterfugios baratos a pesar de tener todo el poder sobre ellas. Me eran enviadas cada mañana por Salomón Velasco, el poderoso del pueblo. El pueblo se llamaba Villa Rica y no era lo que es ahora, un montón de hoteles, hostales, residenciales, campings, restaurantes, casas de cambio, supermercados, oficinas de turismo aventura. Villa Rica era una pura calle con una bomba de bencina. Yo tenía la costumbre de mandarlas a buscar leña a lo más húmedo del bosque para que volvieran sucias y así las pudiera meter a la bañera. Ellas intentaban convencerme de que se podían bañar solas y a mí eso me gustaba porque mi razonamiento las dejaba mudas. Esto les decía: "Si entras caminando se manchará el piso". Entonces las levantaba en brazos y las sentaba en mi pene mientras ellas se desvestían. Yo les aseguraba que había cerrado los ojos y no veía nada, pero los tenía abiertos y ellas no se daban cuenta porque estaban de espaldas. Cuando terminaban de sacarse la ropa las metía al agua y las dejaba solas. A veces inventaba que tenían mal olor y las mandaba al baño a lavarse y yo miraba por un hoyito porque sabía que el chorro del vidé les gustaba bastante.
Era una joven de belleza serena, su cuerpo no emitía casi ruido al desplazarse entre los arbustos y bambúes acorralados por las lengas. Se parecía a Diana, la diosa lunar, y era demasiado ilógico que portara un espejo de tan hermosa factura. Fijé mi vista en el cristal y me maravillé de lo que vi: no mi figura sino el retrato de mis crímenes. Yo nunca temblé al cometerlos pero ahora temblaba ante la terrible lista. ¿Era eso ser malo? ¿Era temblar ante los crímenes cometidos? Pero cometerlos no era ser malo, ¿o era sádica, provechosa, la maldad?
No es que me estuviera arrepintiendo, sólo temblaba. La diosa lunar se había perdido entre los matorrales pero me quedaba aún la imagen del espejo. Era todo tan raro, ¿cómo pude ver ese retrato si ella estuvo siempre en movimiento? Tal vez fue el espejismo de una noche de verano en Villa Rica. Porque alucinación de curado no fue; esa noche no había tomado pisco.
(Ilustración: Sergio Mardones)

viernes, agosto 26, 2005

Días tristes

En días como éstos me empinaba a mirar la lluvia desde la ventana del comedor. Mi cabeza no llegaba entera al marco, pero sí alcanzaba para mis ojos, que dirigían la vista hacia los cientos de globos que formaban las gotas al caer al charco. Las gotas eran proyectiles teledirigidos que despedazaban los globos flotantes para formar otros nuevos. Los globos eran ciudades encapsuladas al estilo de Krypton o algo así. Pero esa guerra, esos mundos, que debían ser emocionantes, culminaban en un abrupto amargor que actuaba como tapón para el vaciadero de emociones más explícitas.
Mi madre solía aparecer bajo la nubazón protegida a medias por un paraguas damnificado por el tiempo; era todo tan triste y falto de sentido. Abriría la puerta, pasaría varias veces los zapatos por el trapo, me abrazaría y me besaría y de nuevo el silencio y la oscuridad en pleno día. No habría ni siquiera una radio que escuchar, yo volvería a mi guerra y ella prepararía la once.
Hoy tengo proyectos y he logrado vencer al vacío: en unas horas más iré a mirar por la ventana a la mujer que se desviste con lascivia. Le tocaré el vidrio y ella hará que no ha escuchado pero profundizará en detalles. Su sonrisa trocará en un mentiroso gesto de dolor; ahí quizás esté perdido, pero sabré salir del paso.

miércoles, agosto 24, 2005

El pastor

Para ir de un villorrio a otro a veces me tocaba sortear la Cordillera de la Costa, nada del otro mundo, pero de todas maneras un trayecto fatigoso. Atardecía cuando me llamó la atención un movimiento entre las sombras. Era un pastor que fornicaba con una oveja. Lo dejé hacer y luego, cuando el animal enfiló al corral guiado por un perro, me acerqué a él.
-Eh, tú, dame agua.
El pastor se sorprendió y me miró con miedo. Mi abrigo negro y mis zapatos puntudos debieron provocarle ese efecto. Luego me confesaría que fueron mis ojos de fuego.
-Señor, venga por aquí, por favor.
Me ofreció agua del manantial y un pedazo de charqui, que devoré en segundos.
-Usted no parece un hombre malo -le dije, una vez satisfecho.
Me miraba de reojo.
-No entiendo, señor -me decía.
-No es necesario que entienda. Hablo más bien para mí mismo.
El pastor me ofreció alojamiento en su casucha hecha de troncos de ciruelo, cartones y fonolita. Dormir bajo las estrellas resultaba lejos la mejor opción, pero el hombre no lo veía así, porque me asignó su rincón habitual, cambiándose él al sector de la cocina. De noche lo escuchaba vociferar y alzar los brazos, como si llamara a su perro. A veces le sentía mascullar un nombre, algo así como Figenia. La mayor parte del tiempo resoplaba de tal modo que el aire salía hacia arriba expelido por su labio inferior en forma de cucharita, y el resoplido le hacía vibrar las aletas de la nariz. Yo no podía dormir por eso de las pulgas, pero a él le venían bien.
Me fui unas dos horas antes de que aclarara. Antes de perderme en un vaivén del cerro giré la vista y gracias a que la luna acababa de vencer a un manojo de nubes, vi lo siguiente: un puñado de arbustos secos, una casucha pequeña que asemejaba una joroba negra en la ladera, y un corral hecho de barro y pedruscos. El perro me ladraba sin cesar.

(Ilustración: Sergio Mardones)

lunes, agosto 22, 2005

Imágenes

Una brisa helada que se cuela por la sombría vereda roza las mejillas y provoca estremecimientos. Un grito tardío: ¡Cuidado! La multitud camina entrechocando hombros, a veces pidiendo disculpas, otras pasando de largo. María Ernestina Gómez cruza la calle con su hijita. Microbuses compiten por cortar boletos y llegar antes a destino. Semáforo cambia de luz, de amarilla a roja. La lluvia se anuncia de nuevo. Hernán Carrasco, vendedor de maní, baja la vista mientras tuesta su producto en la esquina. Sergio López Arias, desocupado, compra una entrada para la próxima función de Los cuatro fantásticos. Dos escolares conversan de pie, afirmadas en las manillas de los respaldos de los asientos de la micro veloz. El chofer Braulio Ocaña aprieta el freno, imagina lo peor. Dos cuerpos revientan en la calzada. Uno más acá. Otro más allá. Jennifer, la más baja de las dos, solloza tímidamente: la han dejado. Viviana Orrego compra un paquete de 300 pesos, calentito. Carrasco se lo entrega y mira sobre el hombro de la mujer. Grita ¡cuidado! Tres palomas levantan vuelo con el estampido. Kenita, la más alta, se suelta y vuela hasta golpear a Montenegro, obrero de brazo fuerte. López Arias se da vuelta al oír un ruido, antes de meterse al cine. Ulula una sirena. Jennifer reemplaza su pesar por uno nuevo. La multitud se arremolina. "¡Pobrecita!". El cabo Ovalle detiene el tránsito y el cabo Verdugo va por dos plásticos azules que cubran los cuerpos. Imágenes reemplazan los viejos argumentos. Gritos de locura y de terror maldicen a Ocaña. Unos hablan con otros. Comentan en voz baja, excitados. Y miran antes de que lleguen los plásticos. Yo uno de ellos, observador invisible, desfilo entre la carne, sobre el cemento, a través de las vidrieras.

martes, agosto 02, 2005

Un maestro, de falso pene inmenso

Pero un día hubo una que me siguió. Ojos verdes, tetas prodigiosas, lengua ardiente no por el deseo sino por las ganas de hablar. La metí a mi cama varias veces y al final se las canté claritas.
-Por qué me sigues.
-Me gusta aprender de usted.
-Desadaptada social, eso es lo que eres. Una imbécil. Síguete a ti misma, desciendes varios escalones si vas desplazándote al alero de mi sombra.
Me respondió entonces algo que me dejó pensando. Me preguntó cómo ella podría aprender de la vida si no seguía a alguien. Me recordó que todas las cosas que había aprendido, como sentarse a cagar en la taza del baño, o leer, fueron gracias a alguien que se las enseñó. Me dijo finalmente que si no se ponía a la cola de un maestro nunca podría desarrollar su propia creatividad. Ja ja ja ja ja le respondí, sin saber qué más agregar. He allí el drama de la vida, concluí luego de unos minutos.
La sometí entonces a una de mis bajas pasiones y noté que le agradaba imaginar que yo tenía el pene inmenso. Yo sabía cómo hacerlo para que se lo creyera y así procedía, otorgándole grande placer, repetido, como a ciertas mujeres les gusta. El largo y el grosor del miembro masculino tienen que ver con la maternidad y la prolongación de la especie. Ella lo sabía, pero en forma inconsciente. Vivía buscando vergas como troncos de árbol, pues creía desde su estadio primitivo que esos espolones son signo de fuerza y virilidad y aseguran una buena cría. Creería que yo pensaría lo mismo de los atributos femeninos, pues abultaba sus senos con sostenes fabricados para eso.
-¡Mira! -le ordenaba yo, obligándola a llevar la vista a la pantalla mientras continuaba arremetiendo- ¡Mira, he allí tu ambiciosa maternidad y tu prolongación de la especie: putas alternando con cafiches forzudos en un programa de farándula!

martes, julio 19, 2005

Por qué resolví ser malo

Yo tenía dos años y medio cuando resolví ser malo. Fue un día equis, no podría decir hoy si de invierno o de verano pero más me parece que de verano, por aquello de los postigos. Jugaba en el piso de tierra del living de mi casa y la ventana estaba cerrada con postigos cuando de pronto se coló un rayo de sol por una rendija y me dio de lleno en los ojos. Fue cosa de dos minutos, luego quedó de nuevo la pieza a oscuras y yo continué con mi juego. Pero el golpe de sol a la retina cobró una víctima: por culpa de mi ceguera temporal pasé a llevar un jarrón de cristal y lo quebré en dos.
He dicho tres veces dos. Ahora entiendo que nada es casual. El asunto fue que eché el jarro a la basura, una forma de ocultar mi delito. ¿Por qué lo hice? Recuerdo perfectamente que en ese momento se me presentó por primera vez en mi vida un dilema ético de proporciones monstruosas, inabarcables. Asocié la quebrazón con un futuro castigo de manos de mi padre. Mi padre llegó a ser un acaudalado comerciante que hizo su fortuna en la compraventa de fierro viejo, pero en esos tiempos era tal vez algo menos que un don nadie, con su clásico overol azul manchado de grasa. Mi madre dependía completamente de las decisiones que tomara él, de modo que para esta situación no me serviría como escudo. Tenía entonces una sola posibilidad, ya que no cabía el arrepentimiento: ocultar el delito. Comprendí enseguida que para que la maniobra resultara exitosa debía proceder friamente. ¿Es posible que aquello que describo pueda ser concebido en los oscuros recovecos de la mente de un niño de dos años y medio? Yo digo que sí.
Tomé los dos trozos del jarro, los envolví cuidadosamente dentro de un diario, fui al patio y arrojé el envoltorio a la basura.
Mi padre llegó esa tarde contento. Después de comer encendió un cigarrillo Cabañas especial y fumó, complacido. Mi madre le rellenaba el vaso de vino continuamente y los dos se iban entusiasmando. Yo temblaba de miedo. Me acordaba del rayo de sol; maldecía la luz que me había dejado ciego y que me había convertido en un malo. Mi padre de pronto reparó en la ausencia e hizo la pregunta de rigor. Yo rompí en llanto y le grité en su cara que lo odiaba, me habían descubierto, que lo odiaba como nunca un ser humano había odiado.
No lo dije con esas palabras pero así lo sentí y hoy pienso que tenía razón. Creo que la verdadera naturaleza del mal radica en el odio hacia el padre. Y eso está bien, pues de la frustración nace la pasión y de la pasión nace la acción.

sábado, julio 02, 2005

"Dr. Vicious ahora liquida a jubilado"

Hubo un tiempo, recuerdo, tal vez sesenta, setenta años atrás, en que hacía por deslumbrar. Grandes crímenes para deslumbrar, para poner de cabeza a los sabuesos de la BH. Para leer en los quioscos titulares del estilo de dr. Vicious ahora liquida a jubilado o dr. Vicious se ensaña con colegialas o dr. Vicious mata a horquetazos a familia entera en San Vicente de Tagua Tagua, título difícil de haber leído éste último en la portada de un diario dado lo extenso de la oración, pero la idea era ésa.
Hubo ese tiempo. Pero ese tiempo ya pasó.
Pasó cuando me di cuenta de que me acercaba a la vejez. A los viejos la sangre ya no nos alimenta el ego. A la sangre los viejos le tomamos el gusto, simplemente. La sangre se convierte en obsesión, placer desviado, tema a desarrollar, planificación, esperanza, vivencia, sabor, color, arquitectura, concepto, descontrol, tónico, pasión, densidad, orgasmo, disculpa, leit motiv, todo ello separado o junto si se quiere, pero no lucimiento. No vanidad.
Mis actuales homicidios son discretos; a veces deslizo arañas de rincón por el cuello de mujeres de estola que cenan en un restaurante de lujo, otras veces empujo suavemente a niños que esperan el metro más allá de la línea amarilla, pero lo que me fascina realmente es emborrachar a corredores de bolsa y luego hacerlos beber cloro al 78 por ciento. En medio de los dolores más atroces me miran a la cara como si vieran al diablo y expiran entre ataques de tos y escupitajos... de sangre.
Todavía más discretos son mis asesinatos de imagen. Deslizo rumores a la prensa y por la noche veo en las noticias a los perros farsantes entrando a Capuchinos con una sonrisa en los labios. Pobres de ellos. Si supieran...

jueves, junio 30, 2005

Volviendo a las andadas

A mí me gustaba el concierto 4 de Rachmaninov; a ella la balada 2 de Chopin, esa que empieza lenta, que sigue con un entremedio de voluptuosidad y locura y que termina lenta. A mí me gustaba Rulfo, Kafka, Poe y un pequeño lote más; a ella Schiller, Byron, Hölderlin y otros miles de autores para mí desconocidos como un tal Calasso y otro tal Lem. Creía ver en esas pequeñas diferencias, en esos ligeros desniveles (para mí gigantescas diferencias, gigantescos desniveles) un solo mundo extraño y ajeno que nos pertenecía, un refugio desesperado en la tierra del romanticismo de verdad, no el romanticismo de las teleseries ni el de Ramón Aguilera o tal vez Barrios, Prieto, Gatica, Miguel, Serra Lima, que conforman el romanticismo del pueblo. Fui su héroe, fui su efebo, fui su adoración, fui su objeto de culto, día a día me elevaba al Olimpo y yo a ella tanto la amaba que me hacía llorar de sólo saber que existía, que era mía. Me decía que el primero que muriese esperaría en el paraíso al otro, y si aquel otro no estaba allí en el momento de la unión eterna no habría gloria alguna, como le canta Turiddu a Lola.
Pero el tiempo se encargó de demostrar que todo era una farsa, que el amor es imposible, que no dura más que un tiempo, apenas un par de años, y que la libertad lo aniquila, los celos lo aniquilan, la imposibilidad de unir lo que está dividido lo aniquila.
Fue entonces, creo, cuando volví a las andadas. Me parece recordar que ésa fue la misma semana en que entré al Mall Plaza Vespucio y liquidé a medio centenar con la metralleta UZI que les robé a unos narcos de La Victoria. Lo hice por el puro gusto de ver chocar sesos en las vidrieras, pero de eso no quiero hablar hoy día. No me siento muy bien de ánimo. Como que me quiere dar influenza.

domingo, junio 26, 2005

Las putas son leales. Si no hubiese que matarlas...

Tuve oportunidades, no puedo negarlo; bastantes, quizá demasiadas. Primó sin embargo la temperatura de mi sangre, ese resentimiento primitivo contra todo aquello que oliera a poder. Y no es que fuese un fanático de la derrota; al contrario, yo he sido también poderoso y debí estar siempre en el bando de ellos. Pude ser El guía, un faro austral, el mesías que se viene echando de menos desde 1810 o desde los tiempos de Almagro. He preferido aguardar mi momento pasando las noches en estaciones de ferrocarril de ramales de provincia, amasando pan en villas periféricas, cortejando prostitutas. Las prostitutas son las mujeres más leales, decentes y baratas del mundo. Como no conocen la fidelidad no se les puede exigir fidelidad. Dan lo que prometen y cuestan menos que las otras. Si no hubiese que darles muerte, a manera de entrenamiento, digo, serían perfectamente imbéciles. Pero esas miradas con que se quedan, tan abiertas, melancólicas, como si pensaran en la ambición perdida, en el martillazo del juez de garantía, en las puertas del infierno; esas miradas, repito, lo hacen a uno pensar en misiones heroicas; esas miradas, insisto, aumentan la pasión que con tanto ahínco he ido ahorrando para el día final.
No deseo ponerme tremebundo. Otro día les contaré mi historia. Ahora debo ausentarme. Ha vuelto el momento de la acción.

viernes, junio 24, 2005

Mi primer crimen

Mi primer crimen lo cometí una mañana de agosto. Ya a las once hacía un calor espantoso y la gente, vestida de invierno, sudaba en las micros, en el Metro, en los restaurantes al paso. Vi a una chica que se paseaba por la Plaza de Armas. Tenía unos 19 años y caminaba con aire inocente y pantalones de cotelé negro alrededor de un fotógrafo de cajón.
-¿Qué haces? ¿Eres modelo barata? -le pregunté.
-No señor -me respondió con timidez- Yo... atiendo caballeros.
-Pues, atiéndeme.
Me miró, asustada, y me pidió que la acompañara.
-¿Que nunca has visto a un hombre de zapatos puntudos?
Me hacía callar.
-Shhh... -me rogaba.
-¡Ah, meretriz, no sabes con quién te metes!
Estaba aterrada. En el camino me informó su tarifa. Saqué dos billetes arrugados y los traspasé de mano.
-No... aquí no. Arriba...
Subimos a un ascensor y marcó el piso 7. Yo le presionaba las nalgas con mi humanidad. Ella chocaba una de sus mejillas contra el espejo.
-¡Caballero! -me suplicaba- así no lo atiendo.
-Tú eres la única mujer que habrá muerto dos veces -le vaticiné.
No entendió. Ya en la habitación procedió con su acostumbrado show, que me arrancó carcajadas.
-¡Ja ja ja ja ja ja ja!
-¿De qué se ríe?
-¡Ja ja ja ja ja ja ja!
Estaba semi desnuda sobre una cama vulgar de colcha vulgar y lámpara vulgar de calle San Antonio desde donde, abriendo las ventanas, se divisaba un enorme muro gris. Vestía un colaless blanco y olía a jabón.
-Date vuelta.
Se dio vuelta. Sus nalgas eran monumentales, redondas y apretadas. Su piel morena tenía la textura de una pelota de básquetbol.
-Échese encima -me sugirió.
Entonces le hundí el estilete por debajo del omóplato, atravesándole pulmón y corazón, de tal forma que la punta parecía un iceberg en su pecho. Su cuerpo me regaló unos estertores antes de morir encima de la colcha vulgar, que se iba tiñendo de rojo.
-Eres la única mujer que ha muerto dos veces en esta pieza -le susurré al retirar la cuchilla.
Nunca les susurro a los muertos. Pero esa vez lo hice. Es fácil matar pobres. A los pobres no les alcanza para abogado. Este crimen fue cometido hace cuatro años. Ni siquiera salió en los diarios.