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lunes, octubre 01, 2007

Conversaciones con una momia

Entré a la fosa una noche en que Pisagua estaba oscura y Playa Blanca, vacía de picapedreros, policías y curiosos. Había luna nueva y las tenues lucecillas del puerto eran míseros candiles que no proyectaban ni una sombra. En Playa Blanca sólo se intuia un leve cambio en la tonalidad de las mareas, se veía apenas el espumoso vaivén que pisa las uñas del desierto desde hace miles de años. Pero no se escuchaba nada, ni siquiera el graznido de las gaviotas que me sobrevolaban.
Caminé por dentro del enorme receptáculo, sobrecogido por el silencio. Pisaba la tierra blanca, recién removida, cuando sentí un ruido y un aliento a mis espaldas.
-No busque más, amigo, se los llevaron a todos -me susurró una voz de hombre.
Era una voz ajada, de madera apolillada y jirones de tela, acompañada de un aliento a tierra seca. Como la voz de un muerto desenterrado y el hálito que desprenden las fauces subterráneas de los museos.
Me volví bruscamente para ver a ese hombre, pero sólo pude contemplar su silueta. Correspondía a la de una persona de mediana estatura, cabellos desgreñados y ropas gastadas, casi diría pasadas de moda. Las solapas de su vestón se intuian anchas. Las piernas del pantalón eran patas de elefante.
-Perdone usted, andaba curioseando -le expliqué.
-No se le dé nada; mire tranquilo, amigo, pero ya se los llevaron a todos. Aquí no queda nadie -respondió.
-¿Mucho tiempo que se los llevaron?
-No ha mucho. Unos días.
-¿Usted los vio?
-Claro, estaban sequitos, pero se conservaban bien.
-Perdone mi indiscreción -me atreví- pero ¿quién es usted?
-Un guardia...
El hombre parecía querer decirme algo. Nos habíamos quedado parados en medio de la fosa, la misma que durante años escondió tantos cadáveres de fusilados a raíz del golpe militar. Su lenguaje, tan lacónico, me enviaba ráfagas de imágenes alucinantes y violentas. Sentía, cada ciertos segundos, un estallido de balas y una opresión en el tórax, un pañuelo en la frente y un sudor frío detrás de las orejas. A través de esa voz intuia remolinos de miedo que volaban por el aire seco de la fosa.
Miedo. Aquel ente prehistórico que no tiene forma de nada y que acecha nuestro pasado y nuestro futuro, los únicos tiempos que son.
-Venga, amigo, por aquí -me dijo el hombre.
Salimos de la fosa y caminamos en dirección al cementerio. Antes de llegar se paró en un promontorio y me indicó:
-Aquí hay más...
Le pregunté:
-¿Está seguro?
-Venga mañana -me dijo, y siguió hacia el camposanto, nunca tan oscuro como esa noche...
Yo volví a la fosa. Algo atraía a mi alma hasta esa matriz geográfica. Nuevamente en su interior reparé en una falla lateral pobremente disimulada por una superficie circular de cartón. Apenas la retiré hubo un ligero derrumbe que dejó al descubierto un orificio paralelo, un pequeño túnel más negro que la oscuridad de la noche, y que sin embargo se adivinaba largo y sinuoso. Entré y me arrastré muchas horas por las profundidades de la tierra, pero no logré dar con nada en el otro extremo.
A la noche siguiente me encontré nuevamente con el hombre. Estaba cavando en el promontorio y llevaba muy avanzada su tarea. Desde arriba se escuchaban las suaves paladas. La tierra subía como un rocío de bellotas que volaban para depositarse nuevamente en el suelo, en declive. El hombre advirtió mi presencia en un descanso de su labor, y me llamó:
-Venga, amigo, ya casi llego...
Bajé, más bien salté a la nueva fosa, y traté de ayudarle; pero no había más palas. Y en ese momento las palmas de mis manos no servían. En la profundidad de la noche, el desconocido intentó darme ánimo:
-No importa, amigo. Sigo solo. Yo sé que hay más, debe haber más.
Lo interrumpí:
-Perdone usted. Acompáñeme a la otra fosa.
-¿Sabe algo? -preguntó.
-Creo que descubrí un túnel -le dije.
Ya en la fosa le mostré el orificio, mucho más pequeño de lo que recordaba. Él intentó penetrar, pero las articulaciones de sus piernas se lo impidieron. Echó una humilde maldición y se devolvió. Tomó la pala y comenzó a agrandar la circunferencia del túnel.
-Usted no es un guardia -me aventuré a reprocharle, al reparar en la obsesión con que desarrollaba su tarea.
-¿C-cómo lo sabe?
-No sé, no lo parece.
-Es cierto -admitió-. Llevo mucho tiempo aquí.
-¿Cómo dice?
-Aquí debe estar la sangre de mi sangre.
Comprendí.
-¿Su hijo?
-Mi hijo.
-¿No apareció en la fosa?
-No venía entre los cuerpos.
Dicho esto siguió excavando, con serena furia, con porfía, hasta que se vislumbró, más allá de la negra camanchaca, el frío amanecer.
No lo volví a ver durante varias jornadas y supe que había abandonado su imposible misión. Pero una noche, de repente, me llamó desde la otra fosa:
-¡Amigo, venga, toco algo!
Corrí hasta el hueco improvisado.
-Hay un cofre, ayúdeme a sacarlo -me pidió.
Bajé y traté de asir la caja de metal, pero resultó muy pesada para mí. El hombre, que tenía fuerza, se la robó a la tierra y el armatoste se posó en el suelo, levantando una cortina de polvo. Abrió la caja y extrajo un montón de papeles sin valor y unas viejas cajas de fósforos. En su interior no había nada más.
-¡Cómo!, ¿no lo advierte? -le pregunté.
-¿Qué?
-Están abajo, hay cuatro cuerpos.
Qué extraño, el hombre no reparaba en ello y yo los veía claramente debajo de la tierra, a unos pocos centímetros de nuestro alcance. Al borde de uno de los cuerpos se hallaba el otro extremo del largo túnel.
Escuchaba sus lamentos a flor de tierra. "Sácame, sácame, sácame, que quiero descansar", suplicaban.
-Siga cavando -le pedí.
-No, amigo, yo llego hasta aquí.
-Siga, por favor.
Por primera vez lo advertí irritado.
-Mire, amigo, no sé quién es usted, pero yo hasta aquí no más llego. Si sigo en este hoyo me voy a volver loco, me voy a chalar. Continúe solo, si quiere; tome, aquí tiene la pala.
En la profundidad de la noche, el hombre me pasó la pala y la pala cayó a la tierra. No la tomaron mis manos y el hombre percibió aquello.
-¿Dónde está, dónde se ha ido, amigo? -preguntó, nervioso.
Tomó un fósforo y encendió uno de los papeles sacados del cofre. De su rostro me saltaron facciones conocidas, familiares. Él, a su vez, alumbró mi cara. Mi alma retrocedió. Por instinto, diría.
El hombre desfiguró su rostro ante la visión de mi falso cuerpo y lanzó un horroroso grito. Salió de dos zancadas de la fosa y se perdió más allá de las tumbas del cementerio, en dirección a la carretera. Intenté alcanzarlo y le grité: "¡Espere un poco, lléveme con usted!". Pero se trataba de una persecución imposible. Mi radio tiene un límite, del que no puedo apartarme demasiado. La fosa, hasta hoy, sigue siendo mi centro de gravedad.
Ahora sigo esperando que alguien aparezca y me haga descansar. Mientras no suceda eso mato el tiempo comentando con los demás el lento paso de las noches. Reflexionamos sobre el graznido sordo de las gaviotas y el invisible ondular de las mareas. Nos preguntamos si más allá también se percibirán esas sensaciones. A veces nos desplazamos por el túnel. Unos con otros. Vamos y venimos como centellas, como fuegos fatuos, sin levantar una sola partícula de polvo. Si pudiésemos dormitar aunque fuese un par de segundos al año, todo sería tan diferente. Pero tal parece que mientras no nos saquen de aquí eso es mucho pedir...

miércoles, septiembre 26, 2007

Chocolate y kuchen de arándanos

Vargas le hizo un gesto a su mujer y al llegar a una capilla se salió del camino. El automóvil ingresó por un sendero de gravilla y se estacionó al fondo, frente a un café. Afuera hacía frío y llovía.
Bajaron y caminaron hacia el local. Era una casa de madera nativa. Aún no daban las once de la mañana y en cierto modo ya estaban cansados. Venían de inspeccionar terrenos que se acomodaran al último sueño de Vargas. Desde hacía un año se le había antojado terminar sus días en una parcela del sur, una parcela frente al lago, una parcela que tuviera una casa blanca de dos pisos, con una gran chimenea, piso de tabla, alfombras, música y un escritorio, su escritorio, por fin, donde nacerían para el mundo las más grandes de sus creaciones. Era un futuro de felicidad madura, de intelecto y arte, de severa mirada del mundo desde un perdido pueblito de la zona de los lagos. Su mujer, a quien la idea no le terminaba de fascinar, lo acompañaba en este periplo, aunque ya le había adelantado que si la compra se materializaba no se iría con él más que unos meses en el año, los meses de verano, idea que tácitamente pareció agradarles a ambos en aquel momento.
Entraron al café. Los recibió la música de un disco de Camilo Sesto. Eran los únicos clientes, nada raro para un día de semana de invierno del sur, camino a Ensenada, pero eso no les agradó. Desde siempre, y aún hoy, relacionaban los alegres cafés repletos de gente hablando y riendo con tazas humeantes y aromas exquisitos. Hubo de transcurrir un largo minuto para que un muchacho, de seguro hijo de los dueños, apareciera desde una pieza interior y les llevara la carta. La leyeron con cierto desdén y ordenaron chocolate caliente y kuchen de arándanos. Al centro de la sala las lenguas de fuego de la chimenea de doble cámara rebotaban furiosas contra el vidrio y transmitían un calor que después de unos minutos se les hizo sofocante.
Miraban ambos la lluvia, el césped brillante de agua y la capilla. No tenían gran cosa que decirse. El chocolate estaba demasiado dulce y de rebote, tibio. Las semillas de los arándanos se le metieron a Vargas entre las muelas y se exasperó. El muchacho leía una revista. Al pedir la cuenta descubrieron que la suma excedía con creces lo que habían imaginado. Vargas pagó de mala gana y su mujer se retiró del lugar murmurando. Subieron al auto y continuaron buscando terrenos. Pocos kilómetros al oriente un obrero vestido de amarillo los hizo parar con un disco rojo. Estuvieron detenidos hasta que el disco giró y se hizo verde. El hombre les hizo un saludo con la mano y ambos continuaron el trayecto. Otros trabajadores con sus palas y picotas los miraron desde la orilla y la vida siguió.
Dos meses después, una noche cualquiera, Vargas recordó esa escena mientras contemplaba el antejardín desde la ventana de su casa, en Santiago. A esa hora no había mucho que ver, salvo las ligustrinas, el farol callejero y las ventanas iluminadas de los edificios contiguos. Su mujer aún no llegaba. De vez en cuando el paso de un transeúnte alborotaba a su perrita, que se lanzaba ansiosa hacia la reja. Allí paraba las patas en el soporte y meneaba la cola. Luego volvía a sus asuntos.
No es que ahora estuviese en el infierno, ni mucho menos. Descansaba en su hogar luego de una jornada más de trabajo. Ya había cenado y se sentía satisfecho; sobre la mesa de centro reposaba una copita de menta que Vargas hacía durar. No es que estuviera malhumorado, ni ansioso, ni desganado, ni deprimido. No era nada de eso. Se sentía bastante bien, dentro de todo, a pesar de esa ligera intranquilidad que le brotaba de los celos. Pero al recordar esa mañana, ¡esa mañana!, tuvo la sensación de haber rozado la felicidad. Y recién ahora lo comprendía perfectamente.
Volvió con su memoria a ese día en el sur. Adentro, la calidez de un espacio cerrado, de un café amigable, hecho para ellos. Él y su mujer, únicos clientes, tomados de la mano, sin nada que decirse. Un muchacho detrás de la barra, leyendo una revista. Él y ella inmersos en un tiempo detenido, buscando sin prisa el terreno donde habrán de edificar una casa. Una paz, un silencio abrumadores.
Recordó detalles que en ese momento le habían parecido insignificantes: la araña que salía de su nido en la altura para aprovechar las ondas de calor de la chimenea, las manos tibias de su esposa, la carta de precios usada y manoseada tantas veces, el sosiego del joven, el sabor del chocolate en la boca, la textura del pastel, las migas en la mesa, el picor de la soda al entrar a la garganta. Afuera, una capilla vacía de paredes blancas unida a un minúsculo cementerio de lápidas grises, limpias, mojadas. Y la naturaleza, la naturaleza salvaje que se les ofrecía en una y mil formas: la de una enredadera que subía por el tronco del árbol nativo hasta disputarle sus primeras ramas, la del césped cubierto por gotitas que despedían brillos titilantes como de estrellas en una noche de luna nueva, la de un gallo chico y fantoche que daba órdenes de sultán a sus hembras en el pequeño corral, la de un perro resignado a guarecerse bajo el alero de la bodega, la del agua gris del lago unida por las nubes con el cielo, la de la gama de grises de las nubes, la del viento que mecía suavemente las copas de los pinos. La vida se les manifestaba con toda su sencillez y su grandeza, tanto adentro como afuera, pero Vargas no había sido capaz de interpretar ese mensaje. Había necesitado tiempo y perspectiva para eso.
Estuvo al lado de la felicidad, pudo rozarla, olerla y disfrutarla y no lo hizo. Ahora que la recordaba pensó si aquello que vivió había sido lo real o lo real era esto, el recuerdo. El vaso medio lleno le decía que la felicidad existe y que sólo basta darse cuenta de que se está inmerso en ella para sentirla. El vaso medio vacío le decía que la felicidad es un espejismo, que nada de lo que se vive puede constituir dicha, que nada es perfecto, paradisiaco, que el paraíso sólo está en el inicio de los libros sagrados y en el inicio, en el anteinicio de la vida.
La vida es demasiado compleja para contener además un paraíso, concluyó provisoriamente al inclinar su cuerpo hacia la mesa para tomar la copita, echando de paso una mirada de reojo hacia la calle.

lunes, septiembre 24, 2007

Un día en la vida de Ulises Pereira

La mañana

A las ocho diez de la mañana Ulises Pereira levantó la cabeza y miró hacia el despertador, ubicado en el velador de su mujer. Juzgó conveniente no seguir durmiendo más de dos minutos, pues ya era hora de levantarse. Su mujer se había marchado al colegio al menos 20 minutos antes. Cuando volvió a mirar el reloj eran las ocho y cuarto. Me pasé en tres minutos, pensó y de un movimiento quedó sentado al borde de la cama. Hacía meses que se ponía de pie en dos tiempos: el primero para decirle adiós al descanso nocturno, si se podía llamar descanso, y el segundo para dirigirse al baño sin sentir mareos ni ver puntitos negros. Una vez, no hace mucho, se levantó de un salto y vio puntitos negros.
No había sido, efectivamente, una buena noche. Al insomnio entre las cuatro y las cinco de la mañana, que ya se estaba tornando habitual, se le había agregado una imagen más que habitual: la de la araña de rincón que se le interpone bruscamente ante sus ojos, le cierra el paso, amenaza con írsele encima o derechamente le aterriza en la cara. Pesadillas de amanecida que lo despertaban con esa sensación de inquietud inscrita desde su nacimiento en su escudo de armas.
Tras meterse al baño se sentó en la taza y esperó: de lo que sucediera entonces dependería su día entero. No había que apurarse; se podía estar atrasado, pero para aquello necesitaba todo el tiempo que fuese necesario. De pronto los intestinos le respondieron, no como hubiese querido, pero le respondieron. Tiró la cadena y se miró al espejo el cuerpo desnudo, como todas las mañanas. No había señales nuevas de nada, las cosas estaban más o menos en su lugar. Persistía la puntada al costado del estómago, pero si no hubiese estado pensando en ella desde que se levantó no la habría percibido. El fin de semana sí que estuvo fuerte, recordaba una y otra vez.
El día de Ulises Pereira estaba comenzando con la esperanza de que aún le quedaba un buen poco de vida. Las señales se disipaban, los colores eran buenos, pero ya venían repitiéndose demasiadas señales falsas, pensó frente al espejo; hay algo que realmente no anda bien.
Su mano derecha se le fue al sexo. Jugueteó un poco. Aún hay tiempo, pensó, maniobrando, pero como tardaba más de la cuenta abrió la ducha para terminar allí lo iniciado. Para obtener el alivio hubo de recurrir a su colección de fantasías, que se reducían más y más. Al momento del orgasmo tensó los glúteos y abrió los ojos para observar el color del semen que brotaba. Estaba bien. Más que una acción masturbatoria se parecía a un examen médico. La observación del color de la orina al caer a la tina corroboró esta vocación de laboratorista descubierta en el último tiempo.
Duchado, afeitado y vestido bajó a la cocina. En una mano llevaba la ropa usada el día anterior, que dejó en un canasto de mimbre, y en la otra una bolsita con los papeles sucios del inodoro, que su mujer y sus hijos se empeñaban en arrojar dentro de un tacho en vez de echarlos a la taza. Él jamás hacía eso; los echaba a la taza y tiraba la cadena. ¿Por qué limpiar la basura de otros? Y sin embargo lo hacía todas las mañanas y no le molestaba hacerlo.
Camino a la cocina miró la pieza del primer piso y vio que su hija menor dormía. A esa hora debía estar en clases. Furioso, la despertó. Ella miró el reloj. Él la recriminó por floja. Ella le dijo que le dolía el estómago y que entraría más tarde. Pereira le respondió que era una mentirosa; le recordó que el sábado le había mentido a su madre, yéndose sin decir la verdad a la casa de un chico.
En la cocina estrujó un pomelo y se lo sirvió de un trago; luego comió cereales, lo único capaz de regularle medianamente la digestión. Echó un vistazo a la pieza y comprobó que su hija se había levantado. Pensó que una buena retada les hace bien a veces a los adolescentes, pero era evidente que su hija no creía lo mismo. Pasó por la cocina con su mochila, abrió el portón y desapareció de su vista.
Sus dos hijos mayores también dormían. Eso tampoco le gustaba, pero a estas alturas no los podía recriminar. Si ambos habían elegido profesiones artísticas alguna culpa tendría él mismo de ello, eternamente pensando, hablando o intentando hacer algo de arte. Pero ser artista no necesariamente es ser bohemio; el mundo de hoy exige más acción, más sacrificio. Eso era lo que lo ponía inquieto.
Salió a la calle en un estado de inquietud, que le nacía de dos hechos: como todos los días, iba atrasado a su trabajo unos minutos, sólo unos minutos, los suficientes para ponerlo intranquilo; y como casi todos los días iba a la aventura. Nada grave, nada que no pudiera remediarse por ahora; todo relativamente manejable, mas a Pereira se le antojaba de pronto como si él fuese San Cristóbal llevando en hombros a Jesús, lo que equivale a decir un peso descomunal, inapropiado para su pobre humanidad de cristiano pecador. Caminaba hacia el paradero del microbús bajo unos gigantescos castaños mientras desfilaban ante su vista vecinos paseando a sus perros y empleadas domésticas yendo a sus trabajos. Él lo veía todo pero no sentía nada, salvo el maravilloso frescor de la mañana, al que no le dio importancia. Desde la mente le surgían punzantes aguijonazos acerca del destino incierto de la jornada laboral por comenzar, combinados con el acorde inicial del concierto para violín de Korngold, del que hace varios días no se podía despegar. No eran sensaciones placenteras. La música no es placentera sino cuando se la escucha con los problemas solucionados. La música puede ser un premio o una evasión. Para él, en ese momento, era una pobre evasión.
Desde el paradero observó la mueblería. Le llamaba la atención el sofá detrás de la vidriera, un sofá blanco de brazos redondeados y patas de madera, repetido exactamente en el frontis del local por un artista anónimo. Ambas obras estaban a no más de dos metros una de la otra, pero no lograba entender por qué la pintura era más bella que el objeto que la había inspirado.
Hizo parar un bus, pero la máquina pasó de largo. Algún día le haría frente a esa displicencia de los conductores ubicándose en la calle misma con su brazo levantado, para que éstos aprendieran la lección de una vez por todas. El chofer de turno, ante la visión del peatón loco, tendría que desviar la dirección en el último segundo, para no atropellarlo, pero eso le costaría un choque con los vehículos que vendrían del otro lado de la calzada, un choque con heridos, tal vez con un par de muertos. En la comisaría diría que un imbécil se le atravesó en la calle. Pereira respondería que tuvo que hacerlo para que el bus se detuviera. El juez, adivinó de antemano, lo dejaría preso a él y liberaría de cargos al conductor. ¡Esas son las cosas que tienen mal a este país! -se dijo, internamente. Si existe una norma claramente establecida y la gente la infringe como si nada, el perjudicado, el modesto ciudadano, no podrá hacerse justicia por sus manos porque entonces le caerá "todo el peso de la ley" encima. Aún así, algún día se las ingeniaría para darles su merecido a los reyes de las calles.
Subió y marcó su tarjeta, justo cuando la máquina hizo un giro imprevisto que lo obligó a agarrarse de lo que tuviera a mano. Al tomar asiento se recordó agarrado a la manilla y esa imagen ridícula de sí mismo lo sumió en hondo desaliento. Hacía ya un buen tiempo que las caras y contornos que le devolvían el espejo, las fotos, las cámaras de vigilancia, las vidrieras, no eran las que hubiese deseado. Acaso por eso mismo le estaba pasando que a menudo, en un lugar cualquiera, tomaba conciencia de sus expresiones decadentes sin espejo alguno que las reflejara, como si fuese otra persona la que lo estuviera observando. Entonces se sentía muy próximo a la desintegración.
En el microbús había puestos vacíos. Estaba de suerte. Comenzó a contemplar la vida desde un asiento al lado de la ventana y entonces, de la nada, le surgió una sensación reconfortante, acaso la primera del día, a la segunda o tercera cuadra de andar: su mujer y sus hijos eran buenos, su familia a pesar de todo era una familia buena; con problemas como todas las familias, pero esencialmente buena, de buenos sentimientos. Nadie de los suyos pasaría de largo frente a un pasajero en la calle si fuese chofer, ninguno de sus hijos se enriquecería ilícitamente, a nadie en su casa se le cruzaría por la cabeza aserrucharle el piso a un compañero para conseguir un ascenso laboral. El estricto era él, era Pereira; la culpa de que el ambiente se enrareciera a su alrededor -o de que él lo percibiese siempre así- era sólo suya. Y eso volvió a hundirlo en una leve sombra porque, concluyó, a esa altura de la vida las cosas ya no se pueden cambiar.
A su lado iba una mujer rubia, de unos 60 años, bien vestida, probablemente una extranjera. Sus ojos azules se concentraban en las páginas de un libro. Pereira miró sus arrugas y le entraron ganas de enamorarse de ella; también de sacar su propio texto del portadocumentos. Tenía tres para elegir: "Las nubes", de Cernuda, que llevaba siempre consigo, como un tesoro; "Relatos españoles de piratas", que acababa de pedir a préstamo en el Café Literario, de donde era socio; y "Diario de un loco", de Akutagawa, que había comprado días atrás, habiendo devorado ya de dicho escrito la Carta a un viejo amigo, donde el escritor japonés anuncia su suicidio. Optó por dejarse llevar por la agradable sensación de ir sentado en una micro en un día de primavera, al lado de una rubia que leía, mirando él por la ventana, ignorando al mundo, concentrado en sí mismo, en los mensajes que llegaban a su cuerpo y a su mente. La mujer bajó, como casi todos, en la avenida Providencia. Tenía un culo más voluminoso de lo que se imaginó en un principio, un culo que a pesar de su relleno alargado y un tanto rectangular no le restaba elegancia a su figura de escandinava culta. ¿La volvería a ver? ¿La habría visto antes? ¿Si la viera de nuevo, la reconocería? ¿Sería capaz de hablarle alguna vez, de intentar enamorarla? Eran preguntas que se había hecho tantas veces, casi a diario, preguntas por hacerse preguntas, ya que la única respuesta a todas ellas la conocía desde la niñez: las mujeres atractivas son sujetos de temer, a los que da susto acercarse porque pueden hacer algo, hacer un daño inmenso, irreparable, un daño que consiste en ignorar, menospreciar, burlarse de uno. Las mujeres atractivas son sujetos para ser vistos de lejos o de cerca con disimulo, sujetos para ser espiados, para ser deseados a la distancia, por último para ser comprados. La conquista de la mujer es una empresa mayor que sólo habrá de acometerse con prudencia y cálculo y sobre todo sin dar pasos en falso, ya que es demasiado lo que está en juego: el amor propio, y a fin de cuentas, la dignidad, lo único que parece tener valor en esta vida. ¡Ay de los rechazados, de los humillados, que de ellos será el reino de los cielos y sobre ellos caerán en la tierra los tormentos del infierno!
Le extrañó volver a pensar en ello, siendo él esposo de una mujer atractiva, padre de dos hijas atractivas y abuelo de una nieta atractiva. Su historia era la de un hombre que ha vivido rodeado de mujeres atractivas, comenzando por su difunta madre. Y sin embargo ellas seguían siendo un misterio insondablemente... atractivo.
Tocó el timbre y esperó. Si estaba de suerte el rojo del semáforo haría detener al microbús en la Plaza Italia y el chofer le abriría la puerta como un favor; de otro modo le pararía en la cuadra siguiente. Cara: semáforo en rojo. Sello: paradero. Fue cara. La segunda parte de la mañana comenzaba bien. Bajó y cruzó casi corriendo otros dos semáforos y el puente Pío Nono. Pasó frente a la Escuela de Derecho, les miró las piernas a las muchachas sentadas en la escalinata y llegó al último semáforo. Sólo faltaba cumplir un ritual y ya estaría adentro. Calculó que la saliente de metal ubicada en la vereda estaba para el taco de su zapato derecho y marchó confiadamente hacia ella, pero unos 20 pasos antes de llegar se sintió incómodo. Intuía que llegaría con el otro pie y la intuición se hizo realidad a unos tres o cuatro metros del puntito brillante de fierro, lo que lo obligó a modificar groseramente el ritmo del desplazamiento, aún a riesgo de que lo quedaran mirando. El taco de goma del zapato derecho registró el momento diario, el momento de la buena suerte, y así, ansioso pero no tanto, dominador del mundo con su par de ojos, expresamente encorvado para dar la apariencia de cansancio, de derrota, de insecto que se hace el muerto para engañar a sus depredadores naturales, Ulises Pereira ingresó a su trabajo, como todos los días, sin novedad.

La tarde

El saludo de los guardias, que como siempre lo trataron de "Don", le prestó a su figura un aire que interiormente estaba lejos de asumir. Por fuera, un cuerpo satisfecho y algo cansado. Por dentro, un atado de nervios. ¡Qué sabían los guardias! ¿Se imaginarían que estaba escrito que en cualquier momento su nombre iba a ser pronunciado en voz alta por una secretaria, quien lo conduciría suavemente y hasta con gracia al cadalso para depositar su cabeza debajo de la guillotina? ¿Osarían pensar que, como suele suceder, sería uno de sus mejores amigos el que antes de cerrar la breve conversación con palmotazos y parabienes de rigor haría rodar la cabeza, la contemplaría con sincera compasión, la envolvería en un paño y la mandaría a dejar a su casa acompañada de una nota inteligente y sensible? Había, desgraciadamente, tantas razones en la vida para ser desconfiado y actuar siempre alerta, que su actitud de hombre que se hacía el satisfecho casi le pareció inocente, cándida. Le bastaron cinco pasos desde que entró para comprender que tras el saludo respetuoso, aquellos cerebros vestidos de uniforme pensaban realmente -y como si fuera poco- al unísono: hombre muerto.
De manera tal que cuando ascendió por las escalas y se ubicó finalmente en esa especie de anfiteatro en que habían convertido su trabajo, lo que habrían mirado los demás, si se hubiesen tomado la molestia de hacerlo, era efectivamente un cadáver ambulante.
Presa de una ciega ansiedad no visible agarró desde una máquina un vaso de plástico y lo llenó de agua fría, que bebió mientras se dirigía al único punto que le daba un poco de seguridad en todo ese potrero sembrado de computadores: su escritorio, su silla, su pc. Saludó como si lo hiciese al viento y encendió el aparato mágico. Llenó la pantalla de ventanas, abrió todos los correos y esperó a ver los mensajes: nada. Actualizó: nada. Mala señal, mala antesala de lo que se aprestaba a vivir, que era el momento crucial de la jornada, el momento que lo aterraba desde hacía tal vez 15, 20, 28 años: el momento de la orden. Hubiese sido mejor haber hallado un mensaje de cariño para enfrentar ese episodio, algo que le otorgara fuerzas extras. Actualizó: nada. Veía en tanto cómo en los demás escritorios otros proponían, jugaban a trabajar, con bromas y sonrisas. Ulises Pereira se sentía tan lejano a esa forma de enfrentar las cosas que se imaginaba que muchos de sus colegas captaban el mensaje que su cuerpo les enviaba y lo iban aislando, como al elefante viejo de la manada. "Viejo leproso, se autoflagelaba, ya tienes demasiadas canas, pasó tu tiempo, qué haces aún aquí, vives de prestado".
Habría sido fácil levantarse y proponer un tema para el día. Después de todo, su mente era un torbellino de ideas. Pero el caso era que no deseaba proponer nada. El caso era, como hace tantos años, el caso era que ansiaba que le propusieran algo fácil, un tema que le tomara poco tiempo, que además lo gratificara y que encima le devolviera su autoestima. Ulises Pereira era periodista, y por milésima vez esa palabra que tanto amaba le pasó la cuenta y por eso la maldijo en voz baja. ¿Qué es ser periodista, hoy por hoy? ¿Estar atrozmente informado, conocer al dedillo lo que pasa en Chile y el mundo, partiendo de la base de que lo que pasa es lo que algunos provocan con malas artes que pase? ¿Recordar hechos acaecidos hace semanas, meses, años, con nombres y apellidos? ¡Al diablo, a la mierda el periodismo! Yo sólo quiero el café de la mañana, yo sólo quiero hablar y escribir de la gente y de sus vidas, yo sólo quiero escribir de mi propia vida, la única punta de iceberg que conozco, pensaba mientras lo mandaban llamar, a él, al rebelde Ulises, al que nunca agacha el moño, al que escribe con trampas y camina por el filo de la navaja y encanta a los lectores, al loco Ulises...
El diálogo fue breve y cortante: una sugerencia amistosa del tema que reportearía ese día y una propuesta de entrevista a un personaje del mundo político para el fin de semana. "Bien, manos a la obra", respondió luego de intentar un par de alcances inteligentes que le hicieran ver al editor no sólo que conocía el tema sino que además tenía sumo interés en él. Volvió entonces a su nido de araña con una leve sensación de bienestar. La orden le había sido dada y no resultaba tan dolorosa: debía cubrir una conferencia de prensa. La suerte estaría echada antes de almuerzo. No habría necesidad de pisar el asfalto caliente ni de bostezar en largas antesalas, ni de pegarse plantones, ni de correr tras un divo escurridizo, ni de lanzar manotazos al aire ante un caso peliagudo, ni de contradecir a nadie, ni de pedirle majaderamente opiniones a un entrevistado que no desea hablar. Sólo debía tomar un radiotaxi, llegar al lugar de los hechos, colocar su grabadora en la mesa de la conferencia, hacer dos preguntas, observar algo de los muros, las voces y las ropas y luego, por la tarde, escribir sobre aquello "con su maestría habitual".
Acudió al lugar, hizo lo que había que hacer y quedó desocupado minutos antes del mediodía. Por primera vez en la jornada experimentó una intensa felicidad. Tan intensa, que al tomar conciencia de ella se le cruzó como un rayo una sensación de angustia, que nubló por unos segundos su oasis aparecido como espejismo en el centro de Santiago.
En la barra del café se unió a su grupo de siempre, conformado por hombres brillantes, descreídos, románticos, apasionados y perdedores. Cada uno busca la horma de su zapato, concluyó con inesperada autocomplacencia, y mientras pensaba le brotó una especie de necesidad de amor y de servicio, que se reflejaba en palabras juguetonas a la mesera, divertidas a sus amigos. Estaba disfrutando del mejor momento del día y quería prolongarlo a como diera lugar, pero el café se iba consumiendo dramáticamente y la conversación comenzaba a derivar hacia tópicos que no le interesaban en lo más mínimo, de modo que bebió el último trago, amargo, sin azúcar, se despidió y se marchó a darle un mejor destino a esta hora muerta. Fue así como al minuto siguiente miraba con ojos hipnóticos títulos de obras y autores en el salón clásico de la Feria del Disco. No era una rutina diaria, pero el hecho de que lo saludaran no bien hacía su entrada indicaba claramente que Pereira era un buen cliente del local.
La felicidad había desaparecido y una nueva sensación se instalaba en sus sienes, que eran las que le avisaban los cambios. Era una sensación de "castigo estético", que venía de eludir el trabajo con la excusa de la evasión en el mundo de las artes. Contribuía a ella el refinado y silencioso ambiente, en el que sólo se escuchaban las notas del cello de Jacqueline du Pre, la finada mujer de Barenboim, acompañadas de pasos en la alfombra. No era el silencio salpicado de ecos de una iglesia en penumbras, sino un silencio seco y severo de sala académica. En la estantería se sumergió en Bach. "La pasión según san Mateo", de Herreweghe, lo venía provocando durante meses, pero Ulises, mejor dicho el bolsillo de Ulises, conseguía escapar del llamado de esa sirena. Saltó a Schumann, Schubert y Shostakovich. Buscó el concierto de violín de Korngold, la Cuarta de Dvorak y el opus 65 de Prokofiev, música para niños. No los halló, pero en cambio se topó a boca de jarro con Elisabeth Schwarzkopf y la legendaria versión de las "Cuatro últimas canciones" y otros lieder, bajo la dirección de George Szell. Se puso los lentes y cuando llegó al número 13 su corazón dio un salto. ¡Morgen!... ¡Morgen!... Cuánta dulzura, melancolía le despertaba ese título, esa promesa de amor, acaso la única capaz de sacarle una lágrima, porque sabía en el fondo que era una promesa vana, la promesa de ver, mañana, sólo ver, aunque fuese ver, ni siquiera tocar, apenas ver, a una maravilla de poeta, a una quimera que le abrió el cielo una tarde desde la isla del país de Nunca jamás.
Fue a la caja y pagó el disco. Salió del local con una vaga tristeza, que por profunda que fuera se fue quedando en un lugar indeterminado entre los cientos de transeúntes que se le cruzaban por el paseo Ahumada y el paseo Huérfanos, entre colores de vestidos, taconazos y frases como "yo le dije que le dijera a su mamá, pero no le dijo...", "la cuantía de la inversión...", "se nota que te gusto...", "me duelen las rodillas...", "como a las nueve puede ser..." y otras que iba captando por la calle, como si sus oídos fuesen el fondo de un caleidoscopio o una placa radiográfica de la sociedad. Las frases escuchadas al pasar, descubrió, dicen más que las noticias, y con ese convencimiento entró al Dominó y ordenó un completo ají verde y una Fanta bien helada.
Cuando volvió al nido de araña y redactó el informe que contenía su propuesta de tema se dio cuenta enseguida de las debilidades que exhibía su noticia: una sola fuente, declaraciones rimbombantes pero vacías, intrascendentes y lo peor, ya a esas alturas, apenas tres horas después de hechas, extemporáneas. Había caído una vez más en la trampa que él mismo había urdido y los hechos no tardaron en darle el martillazo de la razón: una voz cálida y firme le comunicó atentamente que la noticia, su noticia, no iría en la edición del día siguiente. No se publicaría. Ni en esa edición ni en ninguna. No se publicaría nunca. Ni siquiera serviría para envolver pescado. El suyo había sido trabajo perdido.
Ulises Pereira lo tomó con naturalidad, como diciendo "gajes del oficio, comprendo perfectamente; es más, esperaba algo así", pero por dentro se sentía aniquilado. Otra vez en la basura, de nuevo pisoteado por gusanos trepadores que se iban alimentando de su savia para llegar al cielo. Otro porrazo del maestro. Del maestro chasquilla.
Con el odio y el resentimiento a flor de piel comenzó a idear primero escapatorias, luego temibles venganzas. Abrió sus blogs, ese vicio que carcomía su espíritu reporteril desde hacía dos años y que le estaba resultando tan caro -considerando el único aspecto de su imagen dentro de la empresa- y se largó... metafóricamente hablando. Mientras los demás escribían para la merluza, la reineta y la corvina, Él, Ulises Pereira, el hombre superior, aprovechaba este regalo de la Compañía para echarse a volar por mundos ficticios que algún día serían expuestos como la luz del paraíso a lectores descuidados, negligentes, mundos que sólo una imaginación como la suya era capaz de concebir. ¡Ah, qué manera de gozar!, de revolcarse en el barro de la náusea, qué de sufrimientos se precisaban para hacer nacer del reino de las letras un feto deforme, resbaloso pero ¡tan oscuramente bello!
Sin embargo, Pereira sabía perfectamente que el acto de escribir ficción en pleno trabajo era un boomerang de vuelta larga pero de vuelta al fin y al cabo. Todo el mundo en la oficina reparaba en su hobby, como al pasar, como si se tratara de un hecho sin importancia. Mientras escribía le iba naciendo al mismo tiempo la certeza de que algun día, junto con los palmotazos y parabienes de rigor antes de envolverle la cabeza en un paño, su jefe superior le recordaría entre otras realidades y con esa amabilidad que le caracteriza estas jornadas dedicadas a la literatura. De modo que la ficción de Ulises no era una ficción limpia y literaria sino una ficción llena de culpa, de tropiezos y angustias, una ficción cuasi terapéutica tanto así que a esas alturas, desatada la pequeña paranoia típica de las tardes vacías, se le hacía imposible escribir de otra cosa que de sí mismo. Sus tramas en desarrollo se replegaron y entonces surgió, como si fuese lo más natural del mundo, el argumento de un relato en que el protagonista sería él, pero no en una situación ficticia sino en su detalle más ínfimo y banal, él en su vida diaria, él viviendo un día completo, mañana, tarde y noche, como el Ulises de Joyce; sí, como el Ulises de Joyce, que con su grandeza polimorfa y su genialidad rebajarían aún más a Ulises Pereira, como persona y aspirante a literato. Se preguntó entonces hasta dónde cabía escribir y qué cosas se debían esconder; en otras palabras, dónde terminaba el artista y dónde comenzaba su entorno. Se masturbaba como todo el mundo, era verdad, pero, ¿debía decirlo? ¿Y su mujer debía saberlo? Odiaba el sector y rango al que había sido confinado luego de brindarle sus mejores años a la Compañía, pero ¿era ésa la forma de notificárselo a sus jefes, quienes tarde o temprano accederían a sus escritos, aunque fuese por una suerte de curiosidad enfermiza ante el personaje tambaleante de la oficina, ante el elefante que camina rumbo al cementerio? Y aquellos pecados, aquellas fantasías que inundaban incluso las verdes zonas de lo permitido y lo sagrado, convirtiéndolas en ciénagas, ¿debían emerger a la luz, desnudándolo y liberándolo por fin de tan lóbregas amarras? Ulises dudaba, como también dudaba acerca del barniz que merecía recubrir al personaje: ¿lastimero?, ¿seco?, ¿cínico?, ¿piadoso?... En el fondo se estaba enjuiciando él mismo y el juicio no era ya el de sus 20 años, sus 30, sus 40, incluso sus 50. Descubrió entonces, nada más escrita la tercera línea del relato, que a estas alturas de su vida empezaba a tenerse un poco de afecto. A pesar de todo. Tal vez incluso se amara en sus bajezas y en sus cándidas esperanzas, en su neurosis ególatra y en sus aspiraciones de justicia; tal vez se amara como supuso que se amaría cualquiera de los mortales con los que se había cruzado ese día, con un amor desconocido para todos menos para el que lo siente y lo vive internamente, un amor al estilo del que predicaba el Maestro en los evangelios, un amor que anunciaba un destino, una grandeza personal que sólo uno y nadie más que uno podía adivinar, del mismo modo que los padres y sólo los padres pueden captar la belleza de sus hijos.
Imposibilitado de continuar escribiendo, preso de una emoción repentina, de una necesidad de dar y recibir amor, Ulises se levantó del escritorio e invitó a uno de sus viejos colegas a compartir un momento en la cafetería de enfrente, invitación que fue aceptada de inmediato, en el entendido de que ese momento rompía la monotonía de una tarde que parecía no acabar.
La taza de café y la conversación de su amigo lo pusieron nuevamente en su sitio: si se quería era porque tres minúsculas líneas lo habían dejado satisfecho. Eso era todo. No era amor lo que sentía hacia sí mismo. Lo que amaba era su capacidad, su talento. Pero bastaba que aflorara un talento superior, como el de su colega, para que él volviera a sentirse humillado. No querido. Bastaba un café, un par de datos ingeniosos y desconocidos para él, venidos de otra mente, para que se convirtiera otra vez en un insecto, una barata chica de pisada fácil. Y tal como al mediodía, el último sorbo del café se le hizo amargo y con él, el resto de tiempo que pasó en la oficina, un tiempo, si se pudiera decir, engañoso, vacío, inútil, que a la manera de "La montaña mágica", transcurrió con la vertiginosa velocidad que le brinda lo conocido, la rutina.
 
La noche

Abatido, guardó sus enseres profesionales en el cajón del escritorio (una grabadora, una libreta de apuntes y un lápiz pasta), cerró con llave, miró de reojo al despacho de sus jefes, se levantó y se fue. ¿Para qué despedirse? ¿Acaso había existido para ellos? ¿Había cruzado una palabra, una sola, con ellos? No. Ulises Pereira había sido durante toda la jornada el Hombre invisible que deja pasar los rayos luminosos para que la gente importante pueda mirar a través de su grasa, sus músculos y sus huesos. Las decisiones que habían afectado a sus colegas y en lo más íntimo de su ser a él habían sido tomadas entre cuatro paredes (por muy de vidrio que fuesen, seguían siendo paredes) y las personas encargadas de ejecutarlas habían sido informadas a través del conducto regular encarnado en la figura del recadero. Y así, con la sensación vergonzosa -ininteligible para los que gobiernan- de haberse ganado el jornal sin haber escrito una miserable línea en una profesión denominada justamente escribidor de líneas, el bueno de Ulises, el viejo de Ulises, el abatido Ulises caminó entre el potrero de computadoras con el mismo falso aplomo con que había entrado en la mañana, intuyendo que le restaba lo más difícil de la jornada: el retorno al hogar.
Los guardias lo miraron también con la misma respetuosa displicencia con que lo recibieron, a pesar de que no se trataba de los mismos custodios, ya que el turno de ellos había cambiado a las tres de la tarde. Al traspasar el umbral y sumergirse en la vorágine de la ciudad les dedicó un último pensamiento: "Cuídense de mí, que mañana me verán de nuevo", pensamiento que lo llevó a otro relacionado -"¿en qué consistirá el día más provechoso del guardia, el gran día del guardia? ¿Será aquél en que entregó su turno sin novedad o será, por el contrario, ése en que debió enfrentar heroicamente a una pandilla de borrachos y drogadictos que pretendía rayar los muros exteriores de la empresa?"- idea que quedó sin desarrollo, pues se fue desvaneciendo hasta ser fagocitada por los mil estímulos nuevos que recibía su mente.
El aire fresco, primaveral, le golpeó el rostro y terminó llevándose de golpe su jornada laboral. Se sintió bien, repentinamente, aunque la saliente roma de metal que ahora pasó de largo, sin pisar, le obligó a repasar la jornada. ¿Había sido un día de suerte? ¿Le sirvió de algo esa cábala? No, pensó con un dejo de lástima y sarcasmo hacia sí mismo. Sin embargo, bien miradas las cosas, al menos seguía vivo y eso ya era algo bueno, ¿o no?
Al atravesar la calle Pío Nono, rumbo al puente que cruza el Mapocho, le pareció haber vivido un día entre fantasmas que no eran ni espíritus demoníacos ni serafines, sino simplemente fantasmas, formas borrosas, sombras incorpóreas incapaces de hacer daño. Al tomar conciencia de esa sensación se ruborizó. ¿Soy de verdad tan débil como para dejarme abatir por ese tipo de seres?, se decía mientras llegaban a su olfato los olores que trasladaba el río. Una mujer que cruzaba en sentido contrario lo miró intensamente a los ojos y sus labios sonrieron al mismo tiempo: los suyos y los de ella. Cuánto habría dado Ulises por una pasión violenta, instantánea, cómo necesitaba ahora mismo un poco de consuelo y cómo se le iba el cuerpo entero hacia esos labios, pero se aferró a su mástil. Ya había pasado la hora de las aventuras con sirenas y hechiceras y debía enfrentar la realidad del retorno.
En el microbús lo atacó una ráfaga de pánico. Cuando le dio por primera vez, haría unos 25 años, creyó que se volvería loco. Fue una noche en que postergó la hora del reposo para engañarse a sí mismo frente a la pantalla de TV, mirando una película que empezaba con una ambulancia desbocada, médicos de la posta de urgencia en plan de acción y un enfermo grave que trasladaban en camilla al hospital. Diez minutos después decidió irse a dormir. Al acostarse sintió de pronto los pies de su mujer junto a los suyos. El roce le provocó una oleada de terror, sin mediar motivo alguno. Al minuto siguiente su corazón latía con desenfreno y una sudoración intensa lo bañaba por entero. Se horrorizó de la nada y quiso huir de la pieza. Se contuvo, estudió la situación. Concluyó que no había nada que estudiar y decidió que lo mejor era esperar que la sensación se fuera y le diera paso al sueño. "Mañana será otro día", pensó esa vez, pero al despertar el pánico seguía más vivo que nunca. Esa gracia venida del cielo le costó dos años de tratamiento siquiátrico, que culminaron al menos con una conclusión positiva: no era de los que se vuelven locos de repente. Lo demás se resumió en otros dos años, destinados a cubrir las deudas con la institución de salud. Ahora, cada vez que le sucedía algo así, sabía que había que esperar, igual como se espera con cautela y temor que pasen los temblores y los terremotos. Y así como iba el de esta ocasión en la micro su diagnóstico le hablaba de un sismo grado 2 a 3 en la escala de Mercalli. Con una cabezadita podía pasar, de modo que inclinó la barbilla sobre el pecho, cerró los ojos y se entregó al sueño ligero que sobreviene en los asientos de la locomoción colectiva cuando se tiene la suerte de no viajar de pie. En cosa de segundos se le apareció una extraña morada con relojes antiguos que marcaban al unísono un monótono tic tac. Ulises los contempló con la confusa fascinación propia de los sueños, corrió a mirarlos por detrás, de modo que sin querer su cuerpo se ubicó dando la espalda a una ventana abierta. Afuera había un terreno recién cultivado sobre el que descansaba un caballo de tiro amarrado a un palo. El caballo se acercó a la ventana y le relinchó al oído. Ulises Pereira saltó en el asiento, miró a su vecina y le pidió disculpas con un gesto. La mujer sonrió y volvió la vista a la ventana. Por las calles todo iba de un lado a otro, todo se movía y lo poco que se estaba quieto eran la materia muerta utilizada por el hombre para levantar ciudades y los mendigos que dormían a deshora echados en el suelo; lo demás era una sinfonía de movimiento, no un movimiento frenético ni alocado sino un movimiento que se le antojaba en cierta medida melancólico: el movimiento nocturno del recogimiento, de la vida que intuye que se apaga a pesar de que prácticamente el mundo entero a su alrededor diga lo contrario. Tomó conciencia entonces de que la sensación que lo embargaba era de una vaga tristeza, pero no de pánico: la cabezadita había servido de algo.
Somos un montón de fórmulas misteriosas, de ácidos y compuestos circulando por la sangre como los vehículos circulan por las arterias de la ciudad; de moléculas y átomos que giran sin cesar con el único propósito de mantenerse unidos, cambiando segundo a segundo pero unidos, unidos hasta el momento en que todos juntos pasen a mejor vida, unidos por la desesperación de ignorar qué otra cosa hacer, concluyó al bajarse de la máquina y emprender el último trayecto a casa, notablemente el más hermoso. Miró hacia el oriente: pequeñas nubes ocultaban a medias el inmenso globo amarillento que salía desde la Cordillera de los Andes, macizo imponente cuando se está con los ojos bien abiertos para admirarlo. Los castaños de siempre le abrieron el paso y le ofrecieron sus brazos. Sí, se dijo entonces, es posible la mesa de diálogo con los hermanos vegetales, aunque parta coja. Ellos nos contemplan desde arriba con envidia mientras nosotros envidiamos su destino sedentario. Ellos nos piden sólo agua; nosotros les pedimos belleza, frescor y oxígeno; qué mal inclinada esa balanza, pero aún así no hay críticas ni marchas ni revoluciones, ni siquiera llantos ni lamentos. Intuyen que el mundo se ha construido hablando, gritando y destruyendo y ellos no hablan, gritan ni destruyen: sólo están.
Dos mujeres rubias, las mismas de siempre a esa hora paseando a su perrito lanudo, lo sacaron de su estado y le recordaron lo cerca que estaba de su hogar. Desde los ventanales más diversos de los edificios le llegaba el choque de tenedores y cucharas con platos de loza, acompañados de aromas húmedos, tibios, salados y eso le despertó el apetito. Apresuró el paso y cuando escuchó ladrar a su perra, que lo había reconocido 30 metros antes de llegar, sintió que ya estaba allí.
La noche se había apoderado de todo y las luces de su casa estaban encendidas, pero eran demasiadas. La de la cocina, sin ocupantes; la del comedor, sin ocupantes. Adivinó que su mujer ya se había recogido al dormitorio y que su hija menor escribía en el computador del segundo piso. Cada diez segundos le llegaba desde arriba el típico acorde del sistema messenger, acompañado a veces de frescas carcajadas. Se lavó las manos, subió a saludar a su mujer, la saludó con un suave beso en los labios; ella se quejó de cansancio y le comenzó a contar su extenuante jornada. Ulises sintió un poco de envidia y de rabia. Su mujer había trabajado mucho, era cierto. Había sido útil a la sociedad por un día. Él no había hecho nada. Pero por otro lado su mujer, sentía él, lo ignoraba una vez más. ¿No tenía razón para irritarse si al entrar al hogar nadie se preocupaba un comino de la que había sido su suerte? ¿O es que él era espantosamente sensible a esos gestos?
La atmósfera de distanciamiento ya estaba instalada de nuevo entre ambos. Ulises Pereira escuchó las quejas y problemas de su esposa, que intuyó, sin ironía alguna, eran el prólogo de lo que podía llegar a ser una linda conversación entre marido y mujer. Pero no estaba de ánimo para comprobarlo: dijo "ah", hizo un par de comentarios y bajó al living, dejándola casi con las palabras en la boca. Abrió el refrigerador, sacó el gin y se sirvió una copa. La llevó a la sala de estar, la dejó en la mesa de centro, abrió la revista del cable y se puso a revisar la programación del día. El primer sorbo lo sorprendió leyendo la sección de filmes y el segundo, la de arte y música clásica. Descartó la TV y escogió un disco: sonatas tardías de Beethoven.
El hambre se le había instalado en el centro del estómago; el órgano aquel gobernaba ahora todas sus acciones, con cierta prisa. Entró de nuevo al refrigerador y seleccionó con cautela, pensando en el pecado de los kilos y en esas horribles profecías científicas que han sabido instalar los nutriólogos en la cabeza de la gente. Queso de cabra y nada más. De la despensa, nueces, almendras, maní. Para completar la dieta, tres hojas de lechuga y dos rebanadas de pepino que devoró allí mismo, sin aliño, "por cumplir". Fue entonces a la panera y la halló vacía. Eso era sagrado: el pan. Recordó el primer día que volvió a casa, el primer día luego de la luna de miel. Aquella vez, hace más de 30 años, fue también a la panera y la halló vacía. Discutieron, ella intentó disculparse, él fue duro. Hubo un asomo de llanto y las cosas se arreglaron a medias, pues algo inconcluso quedó flotando en el ambiente, un problema tan pendiente que ya se prolongaba por más de 30 años en la vida de Ulises Pereira; y no era la falta de pan al regresar a casa, o bien sí era, acompañada de la sensación permanente de que él no interesa, él es un punto vago en la vida familiar, un proveedor de alimento, techo y bienes materiales, una persona de la que incluso en ocasiones se burlan, alguien indigno de la menor consideración, del menor detalle de amor. ¿No había sido toda su vida así, en todos los aspectos? ¿No se había sentido mínimo y abandonado desde la más tierna infancia, desde aquella vez en que fue injustamente reprendido y se escondió en su dormitorio, en su pieza oscura que daba a un naranjo que le tapaba el sol, ese dormitorio que compartía con su hermano menor y en el que los rayos podían colarse de manera oblicua solamente las tardes de invierno en que la brisa movía las ramas? ¿No se encerró allí ese lejano día y lloró bajito, y no sólo lloró, sino que se juró a sí mismo que de ahí en adelante lloraría bajito ante las injusticias del mundo; las que aguantaría estoicamente pero sólo en la apariencia, pues por dentro gritaría de rabia, como lo hizo esa vez y como lo hacía ésta de hoy?
-¡No hay pan! -gritó hacia el segundo piso.
-¡Ay, ya empezaste! -le contestaron.
Estaba ofuscado, pero comprendió que a esa hora, con las panaderías cerradas, no había nada que hacer. Sentado en el sofá intentó pasar el trago amargo. El gin empezaba a hacer sus efectos, que se fueron hacia el lado del bienestar, no de la camorra. Buen signo. Las nueces y las almendras no necesitan pan, el queso de cabra sí, pero puede obviarse su ausencia. Y Beethoven le recordaba a cada momento las vicisitudes, las contradicciones, la tragedia y la belleza de la vida. Comiendo y bebiendo, oyendo, se sintió inesperadamente bien. Pasaron el disgusto y el rencor y vino una sensación de placer sensorial que se concentró en la lengua, el paladar, el oído, la emoción. Rellenó el vaso, no sin antes reflexionar sobre si realmente debía hacerlo, y luego de arrasar con la comida se concentró en las notas tocadas por Kempff. Cogió un libro y abrió sus páginas. Eran las fábulas de La Fontaine. ¡Los genios tenían tanto que enseñarle! Verdades ocultas pero a la vista de todos, notas musicales que descifraban los aspectos más oscuros e inalcanzables de la existencia, estados anímicos que deben superarse en pro del ideal superior, que es el triunfo sobre la muerte a través del amor. A medida que leía, su cerebro se disparaba a mil por hora. De las imágenes y argumentos del francés le iban naciendo sus propias historias, algo absurdas pero propias, únicas. La gota y la araña se transformó en El hombre y la araña. Imaginó que un hombre leía un libro y una araña salida de sus páginas lo mordía y le causaba la muerte. El hombre ordenaba que se escribiera en su lápida: El gran enemigo es fuerte y el pequeño es venenoso. Buscó un papel y anotó primero esta última frase, antes de olvidarla. Luego escribió la idea central de su propia fábula. Un hombre muere víctima de la lectura y se da cuenta de que los verdaderos enemigos, los venenosos, son los pequeños, los que no se ven, los que no se toman en cuenta. ¿A qué enemigo pequeño no le estaba prestando atención Ulises Pereira? O mejor dicho, ¿a qué le estaba prestando atención, además de a sí mismo? ¿No había en su vida demasiados enemigos venenosos, no había llegado la hora de limpiar las páginas de su círculo vital, si realmente quería vivir unos años más?
Un sentimiento de amor venido de la nada lo inundó, por primera vez en el día. No se asociaba a la pérdida, como en su Morgen de la casa de discos, sino a la constancia de que él formaba parte del todo, era aceptado y bienvenido por el todo. Sí, ¡lo vio tan claro! Ulises no era el niño abandonado, burlado, menor, sucio, pecador, solitario. Ulises Pereira era ese granito, esa célula individual que hacía que las estrellas brillaran un poquito más cada noche, que el cansado sol acumulara ganas de salir a dar la batalla diaria de la luz, que sus hijos tuvieran sueños, que él mismo soñara con un mundo diferente, completo, perfecto, con ese mundo irreal de gelatina que raras veces se le aparecía, verdoso y transparente, en sus propios sueños.
Había, pues, un mundo verdadero. Y se encontraba en este rinconcito de la noche, al que tanto le había costado llegar y del que tan fácilmente podía desviarse. Amar era lo bello y lo más noble. Amar era la dulce exigencia y quien amaba así como él lo hacía ahora estaba no sólo protegido de cualquier enemigo -de carne o de hierro, de espíritu o de materia, vivo o muerto- sino en paz. Amar lo era todo. Amando, todo era perdonable. La estupidez humana, digna de piedad. La estupidez propia, objeto de cariño. Los pecados del mundo, mochila que cargar con alegría. Todo esto lo hizo concluir que, no necesitando razones, el amor alojado en el alma no era una consecuencia de la voluntad. Amar era un estado de gracia, amar incluso podía ser el engañoso resultado de una porción de alcohol en la sangre. Eso implicaba una tragedia. ¿Podía ser realmente, pues, este sentimiento la única verdad durante el día de la vida de un hombre? ¿No se reducía, como Ulises lo había detectado, tan complacido antes, tan engañado, a un minúsculo par de minutos? ¿No era el amor en buenas cuentas sólo el éxtasis del amor?
Apagó la radio, apagó las luces, se lavó los dientes y se metió a la cama. Su mujer refunfuñó, cambió de postura y volvió a dormirse. El mañana era incierto; el presente, felicidad que se esfumaba con la misma velocidad con que movía la cabeza en la almohada para quedarse dormido: de un lado a otro, con una regularidad pasmosa, directo al abismo del sueño, sin marcha atrás. En el torbellino desfilaron entonces las imágenes más importantes del día, la casa de discos, Las nubes de Cernuda, la mujer del puente, la gota y la araña, la araña y el hombre. Los ojos cerrados, el vaivén en la almohada, la pierna derecha fuera de las sábanas, todo hacía que su mundo se fuese apagando. De las tinieblas surgieron voces, aullidos de mujeres saliendo de una cueva en la montaña, imprecaciones de un dictador en un teatro gigantesco. Grandes enfrentamientos, batallas nunca antes vistas, motocicletas imposibles, respiraciones agitadas, antesalas del cielo y del infierno, todo fenómeno era esperable y deseable en aquel momento crítico, definitivo, en el que por fin Ulises Pereira se desnudaba, disuelta ya su unión con el vigilante que lo mantenía alerta, para entregarse a lo desconocido.

viernes, septiembre 07, 2007

El sabio, las seis personas, lo fundamental, Dios y su Mentor

Un día un viejo sabio reunió a la mesa a seis personas. Las invitó a comer y a beber y las hizo hablar de las más variadas cosas durante un buen rato. Durante ese tiempo el sabio se limitó a observar. Luego habló:
Queridos amigos, les dijo, ustedes no me conocen y yo a ustedes tampoco los conocía hasta hoy. Ahora que se puede decir que los conozco los siento mis amigos.
Las seis personas le dieron las gracias y apartaron los platos. Un mozo ofreció café.
El sabio habló:
Usted, el más gordito, es inteligente y nació con un talento innato para las matemáticas. Sus excesos con la comida y la bebida alguna vez le pasarán la cuenta, más temprano que tarde. Pero en usted lo fundamental no es eso, sino la torpeza para relacionarse con la realidad a la hora de hacer negocios. Planifica sobre la base de ilusiones y de números y como la realidad no son los números, eso le ha hecho morder el polvo de la quiebra muchas veces.
El gordito bajó la vista y asintió.
El sabio le habló a una mujer:
Usted es hermosa. Tiene labios carnosos, que brillan e invitan a otros labios a dejar allí su huella. Ha demostrado ser una buena esposa, ha dejado pasar buenos partidos, hombres verdaderamente enamorados del enloquecedor aura que se desprende de su cuerpo, en aras de la fidelidad. Pero en usted lo fundamental no es eso, sino que no ha tenido la suficiente fuerza para orientar por buen camino a su marido. Se ha dejado llevar por él y sus deschavetados sueños y ambos viven hoy a sobresaltos. Eso no puede durar mucho más.
La bella mujer bajó la vista y asintió.
El sabio le habló a un hombre de edad:
Usted es un hombre de memoria suprema y cultura refinada, lo que lo hace mirar en menos a los demás. Su exquisita sensibilidad le conduce, cada vez que se inspira, a añorar tiempos idos, y de allí surge siempre para el mundo algo de rara belleza. Pero lo fundamental no es eso, sino que usted le tiene horror a la pobreza y vive prisionero de su vicio. Eso no puede continuar mucho tiempo más.
El hombre bajó la vista, enfurruñado. No le había gustado lo que escuchó.
El sabio le habló a un hombre calvo de mediana edad:
Usted es ambicioso, obsesivo y buen padre de familia. Maneja muy bien las relaciones de grupo, lo que lo ha llevado lenta pero sostenidamente a empinarse en un pedestal de bonanza económica, aunque su ambición no le deja ver aquello como debiera. Mas lo fundamental en usted no es eso, sino su extraordinaria debilidad de espíritu. A la hora de la caída el dolor será tan inmenso que es posible que no pueda aguantarlo.
El hombre asintió y quedó sumamente preocupado.
El sabio le habló a un hombre alto:
Usted vive pensando en hacer bien su trabajo y lo hace bien, pero tan bien, que el resultado es una constante insatisfacción. Suele ver a la gente a la medida de su conveniencia, o sea como objetos que le puedan servir a su propósito de lucirse en el trabajo. Mas lo fundamental en usted no es eso, sino que detrás de eso no hay nada, y yo si fuera usted me preocuparía y trataría de arreglarlo.
El hombre tendió a encogerse de hombros, pero la idea le quedó dando vueltas.
El sabio le habló a una mujer madura:
Usted es sensual y deseada, a la vez sumamente responsable del trabajo y del hogar. El voraz apetito por las cosas carnales la ha llevado a buscar un amante, con el que se refocila dos veces por semana. Además, siente que envejece. Mas lo fundamental no es eso, sino que siempre las cosas deben ser como usted piensa que deben ser, según la norma de sentido común que usted misma se fijó y que universalizó, sin tomar en cuenta las variables de la locura. No lo olvide.
La mujer no estuvo de acuerdo.
Veintidós años después, cuando el sabio arribó al reino de los cielos, Dios lo recibió con reservas. El sabio estaba extrañado.
Dios habló:
Dime cómo te fue con lo que te encomendé.
El sabio dijo:
El gordito no me hizo caso y vivió al tres y al cuatro hasta que se murió. La mujer de labios carnosos no fue capaz de guiar por buen camino a su marido, quien terminó culpándola a ella de su mala suerte. Nunca fueron totalmente felices. Aún así, no lo lamentó. El hombre de edad murió a causa de su vicio, en envidiable situación pecuniaria, temiendo hasta el último minuto que la debacle económica se cerniera sobre él. El hombre calvo se las ingenia para continuar con su exitosa vida profesional, pero de un momento a otro caerá sobre él la espada de Damocles, y lo ignora. El hombre alto continúa destacándose sobre la base de su más absoluto vacío. La mujer madura se ha hecho francamente vieja, aunque trata de disimularlo, pero nadie le saca de la cabeza que las cosas tienen que ser como ella piensa. Fracasé en las seis misiones.
Dios habló:
Fracasaste en la misión fundamental. Nunca te pedí que cambiaras la historia. Yo sólo te dije: ¿Ves a esas seis personas? Invítalas a comer y a beber y me cuentas.
Es verdad, respondió el sabio.
Ahora ve al infierno, dijo Dios.
Cuando el Verbo retornó a su origen, Dios fue llamado a rendir cuentas. No había satélites ni planetas, no había estrellas en el universo. No había universo. Estaban los dos solos en una pequeña sala oscura: Dios y su Mentor.
El Mentor habló:
Ya que has acabado tu tarea, te invito a fumar un habano.
Dios le dio las gracias y aceptó, pero tenía sus dudas. Íntimamente sentía que no lo había hecho del todo bien, que no había resuelto lo fundamental. El Mentor adivinó sus pensamientos y le dijo:
No te preocupes, ya no hay nada que hacer.

martes, septiembre 04, 2007

Monólogo de una apestosa rata andrógina echada en el diván de su siquiatra, el doctor Sigmund Ratóid

-Adelante, pase usted.
-Gracias, doctor Ratóid.
-Siéntese en el diván y eche la cola para el lado, con toda confianza.
-Gracias, doctor.
-¿Un caramelo?
-Bueno.
-¿De fruta o de menta?
-Prefiero de menta.
-¿Tiene problemas de aliento? Yo también. Debe ser por mi afición a los riñones de perro muerto y a la caca de alcantarilla.
-A mí también me encanta, doctor. Ayer rescaté un verdadero manjar, justo antes de que el ducto lo mandara al Mapocho. ¡Estaba a punto de caer! Lo agarré con las patas delanteras y me lo llevé al hogar. Fue una caza perfecta. ¡Viera la cara que me pusieron cuando abrí la puerta!
-¿Y con qué la preparó?
-Con ajo y cebolla que había recogido en la Vega.
-¿Y para beber?
-Agüita del Mapocho.
-A mí me gusta acompañar la caca con pañales de guagua. Esa combinación tan delicada de sabores que se parecen y al mismo tiempo se distancian uno del otro por la edad del productor... ¡es deliciosa! Pero tenga, sírvase un caramelo.
-Gracias, doctor Ratóid.
-Y ahora, comience. Y recuerde que la hora cuenta desde que echo a andar el cronómetro.
-Gracias, doctor.
-¡Corre cronómetro!
-Esta vez quiero hablarle de mi vida andrógina.
-¿De su vida andrógina? ¿Es rata andrógina usted, se siente andrógina? No se le nota. Yo la veo como una rata hecha y derecha.
-De eso le quiero hablar, doctor. Le ruego que no se ofenda por esta pregunta tan básica, pero ¿qué entiende usted por ser una rata?
-Bueno... ser una rata es ser rata. Y una rata es una rata. Usted es una rata, yo soy una rata. Usted tiene la cola pelada, yo tengo una cola más graciosa, pero las dos colas son de rata. Sobre eso no hay dos opiniones, por así decir.
-Veo que ambos estamos de acuerdo en lo fundamental, doctor, y me alivia escucharlo de sus labios. Sin embargo hay algo que me tiene molesto desde hace un tiempo. Pero será mejor que empiece por mi más tierna infancia.
-Como corresponde...
-Comienzo entonces. ¿Corre cronómetro?
-¿A ver? Qué le puedo decir... ya había... cómo se lo explico... pero bueno, está bien... ¡Corre cronómetro!
-A los dos o tres años mi mamá me sentaba en la bacinica. Hacía zurullos largos que al enroscarse terminaban finalmente en una puntita que me hacía cosquillas. Eso me gustaba mucho.
-¿Le preocupa eso? Yo jugaba con la caca. Es más, le puedo confesar entre estas cuatro paredes que metía la cola dentro de la bacinica y después me la chupeteaba igual que a un loly. Aún lo hago. Nostalgias del tiempo perdido...
-No me preocupa, doctor. Le digo que me gustaba. Con el tiempo me dejó de gustar. Creo que coincidió con que crecí y en vez de sentarme en la bacinica ya lo hacía por mis propios medios en el escusado. Me pasó entonces lo que les pasa a todas las ratas a esa edad: mi vida era jugar y hacer tareas en la escuela, pero ¿amor de ratas con ratas? Nada. Eso duró varios años hasta que un día, sin que viniera al caso, me enamoré. Y no sólo eso: por la noche soñaba con lindas ratitas y despertaba excitado. Me vi luego buscando ratas que me hicieran compañía, ratas tiernas, que me entendieran. Parecía que todo formaba parte de un proceso. Durante el catecismo el cura nos daba largos sermones acerca del verdadero amor entre ratas y a la hora de la confesión, ¡pobre del que hubiese hecho el amor con una rata! Se le sindicaba como si fuese un asesino. Pero todo aquello servía para bien, pues definía una moral: mi camino estaba claro. Me sentía rata, ansiaba pecar como todas las ratas de mi edad y, lo más importante: me gustaban las ratas; diría que en el fondo quería formar mi hogar con una rata.
-Me está contando la historia de la vida de la rata en la faz de la tierra...
-Espere, doc. Quiero decir que hasta allí estaba todo claro. Tuve amores y me casé finalmente con rata de suave bigote, uñas largas, lomo suave, pelo corto y dientes de conejo, que como usted sabe, son los más preciados. Formé una familia. Tuvimos 26 lindas ratitas. Mi hogar prosperó y así fue como los regalos de Navidad fueron cambiando de paquetes de queso suizo a televisores plasma y nintendos con juegos de humillación a gatos subnormales. Pero junto con eso, junto con el paso de los años vino algo... inexplicable, que se fue convirtiendo en enemigo de la voluntad. Satisfechas las necesidades primarias a las que toda rata aspira me fui convirtiendo en una rata cínica y ansiosa, buscadora de placeres. Las fantasías normales se hicieron turbias, pero lo peor es que la sociedad entera se fue haciendo turbia junto conmigo, o a mi pesar, daba lo mismo. Estaba cayendo en un espiral valórico sin fondo.
-Eso ya es más interesante. Prosiga, que anoto.
-Un día me pregunté, a solas, qué suma de factores objetivos hacían que yo fuese una rata. Concluí que mi apariencia, tal como usted me lo dijo recién, era la de una rata hecha y derecha. Eso me llevó a la conclusión siguiente: si mi apariencia era la de una rata hecha y derecha, resultaba forzosamente natural que mi preferencia sexual se dirigiera a las ratas del sexo contrario. Y de hecho, la naturaleza había logrado ese efecto en mí: me gustaban las ratas del sexo contrario. Era, en buenas cuentas, una rata heterosexual que gozaba la cópula con otra rata heterosexual. Pero eso no me dejó conforme, pues de pronto me pareció que mis gustos pudieron haber sido determinados por la sociedad ratera en la que vivía. Un día, para probar, me probé el vestuario de mi pareja: al mirarme al espejo observé en el piso una horrible pata de laucha. Sin embargo las dudas crecían. Una noche, ante el televisor de plasma, dieron un programa acerca de los vicios del Imperio romano en el canal History Channel. ¿Lo vio usted?
-En realidad, veo poco ese canal. Prefiero HBO, en especial Los Soprano. Siga, por favor, pero vaya resumiendo, que ya le queda poco...
-En la pantalla las ratas cometían todo tipo de excesos y perversiones. ¿Sabe lo que acompañaba las imágenes? Pues era una voz fuera de cámara que decía que esas conductas no eran consideradas pecaminosas y no generaban sentimiento de culpa alguno, pues se las aceptaba de buen grado. No eran delito. No estaban prohibidas. Eso me dejó pensando largas horas y me hizo ver mi entorno con otro cristal. Y así, me vi a mí misma con otros ojos. Me pregunté si de verdad era una rata o al contrario, era una asquerosa rata andrógina. Usted me entiende. Traté de llevar la duda a la mente, de alejarla del cuerpo, del deseo. Es la mente la que desea y no el cuerpo, y basta que el deseo de mi mente se oriente hacia el camino que yo quiero darle para que el deseo del cuerpo la siga. Basta que ciertas obsesiones tomen una dirección prohibida para que la rata tenga derecho a hacerse la pregunta. Intenté entonces hacer varias pruebas un poco más audaces que la de la pata de laucha, pero no se me dieron bien los resultados. Descubrí que, o mi deseo estaba demasiado anclado en los laberintos de mi subconsciente o que, sencillamente, mi naturaleza era la de una rata común y corriente. También podía ser que los deseos de la mente tuviesen su fuente en la niñez, más bien en los ejemplos que la rata infantil ha observado en ratas maduras, ratas viciosas, ratas de sociedad. En fin, sigo preguntándome si no seré una apestosa rata andrógina, de ésas que se han puesto de moda.
-¿Le teme usted a eso?
-Sí, doctor. Le temo. Pero no sé por qué. No sé si es por los sermones de infancia, por la imagen autoimpuesta o por la desviación que lleva al vacío más profundo que rata alguna haya vivido jamás: el vacío existencial. De allí que desde hace un par de semanas, preso de angustia, me haya puesto a leer "Las confesiones de San Ratonil", padre y doctor de la Iglesia; así como a la sabia rata china Lao-Ratotsé, quienes a través de sus enigmáticos escritos intentan guiarme por el camino de la moral, del espíritu, el abandono y la debilidad, pero mientras más leo más me caliento, doctor, y creo que tal como se están dando las cosas, lo más conveniente...
-¡Suena cronómetro!
-¡Pero cómo!... justo ahora... ¿No puedo... completar la idea... o al menos escuchar su dictamen de rata siquiatra de cola larga?
-Lo siento. Son las reglas que tan bien conoce usted. Y ahora tenga la bondad de tomar hora con la secretaria.
-¿Al menos me dará pastillas, doctor?
-¿Quiere otro caramelo de menta?
-Sí, por favor.
-Sírvase. Y llévese dos para la casa.
-Gracias, doctor.
-Gracias a usted. Buenas tardes.
(Se va. La rata siquiatra toma el citófono).
-¿Secretaria?... ¿Secretaria?... ¡Secretaria!...
-¿Sí, doctor?
-¿Hay más pacientes?
-No queda nadie, doctor.
-¿Puede apagar la luz de la sala de espera y venir a mi despacho?
-Enseguida, doctor...

miércoles, agosto 29, 2007

El valle del tiempo universal

Me había hecho siempre la idea de que la muerte era algo sencillo: respirar una última vez y después no respirar; reventarme en el pavimento y luego nada más, ni siquiera gorrioncillos mirando con envidia el alpiste de los canarios. Bueno, y eso hice un buen día, si quieren saberlo. Me subí a un edificio y me lancé de la vida. Estaba aburrido, desencantado de todo; aunque lo que digo es un decir. (Esta cosa del honor no se la puede sacar uno nunca de encima, qué sensación tan molestosa. La verdad es que los acreedores me acosaban y esa tarde ya los divisaba desde la azotea).
Me tiré y vi blanco. No sentí dolor. Es curioso: recuerdo ese chispazo de sonido. Algo extraordinario. Cómo uno puede retener en la memoria una milésima, cómo no es posible prolongar dicho recuerdo, porque el cerebro choca con una muralla infranqueable (léase esto último en forma metafórica o literal).
Me tiré y me morí, se entiende. Pero nunca la felicidad puede ser completa: no contaba con la claustrofobia, ni menos con la escandalosa ineficiencia del honorable cuerpo médico, que ahora se da el lujo de entregar cuerpos a los buitres sin siquiera revisarlos. ¡Yo no había muerto y a nadie le importaba!
Desperté en la oscuridad más absoluta y no tardé en darme cuenta de que un cajón rectangular me rodeaba por los cuatro costados. ¿Dónde estaba?
Había tres posibilidades:
1.- Mi cuerpo reposaba en la morgue.
La descarté de inmediato. Si mi cuerpo estaba en la morgue, eso quería decir que estaba a la espera de ser recogido por mis familiares. En ese caso sería sólo una suma de vendas y trapos y rellenos mentirosos sin capacidad de pensamiento. Si lo que me rodeaba no era el cajón de madera, como pensé en un primer momento, sino el nicho en que los cuerpos son mantenidos a baja temperatura hasta que los estudiantes de medicina llegan por la mañana, al abrir los ojos yo hubiese visto algo de luz, aunque fuese un destello. Habría sentido frío. Y habría captado el olor de la formalina. Así que nones, no estaba en la morgue.
2.- Me estaban velando con el vidrio del cajón tapado para que no se viera mi ex rostro convertido en papilla.
Luego de un par de minutos también eché esta posibilidad al tarro de la basura. No había olor a flores ni murmullos del rosario, aunque cabía la opción de que el olor de las flores no se filtrara por los resquicios del cajón sellado y de que la iglesia estuviese cerrada y mis deudos, durmiendo en sus casas. Pero esto era fácil de comprobar. Estiré mis huesos violentamente y el cajón ni se movió: era indudable que éste se encontraba sobre una superficie sólida, no sobre cuatro patas rodeadas de hambrientas velas.
3.- Estaba dentro de la tumba.
Me pareció que esta posibilidad era más que razonable y terminé por aceptarla, ya que no había argumentos realmente sólidos que se interpusieran en su camino. Contrariamente a lo que se pudiese desprender de dicha situación, la imagen de mi cuerpo en una cripta me dio seguridad. Ahora que conocía el problema estaba en condiciones de proceder a buscar su solución.
Ustedes se reirán, pero lo primero que me puse a pensar fue si mi cuerpo estaría depositado en el mausoleo del Círculo de Periodistas (ya que en vida yo fui periodista, ¡qué digo, vamos, aun soy periodista! ¡No es momento para pesimismos!). Es bien sabido -para redondear la idea- que si un colega entra en posición horizontal al mausoleo del Círculo es desalojado a los tres años con viento fresco (¿o a los cinco? Corríjame por favor, señor Presidente) situación que en diversas sesiones me ha hecho levantar la voz para denunciar esta injusticia, ‘‘la más grande de todas las que se conocen, pues impide al socio, señor Presidente, asumir su propia defensa cuando llega el momento y deja su suerte echada en otras manos. Imagine al pobre cadáver, señor Presidente, cotizando a duras penas los precios de las tumbas; imagine la cara que le pondrían los vendedores de tumbas. ¿Cree por un momento que le otorgarían un crédito? Así que dejo estampada mi más enérgica protesta, señor Presidente’’.
Recordé entonces con alivio que alguna vez había firmado en la oficina un seguro de vida que, entre muchos beneficios, se hacía cargo de mis funerales. Becerra, Baltierra, no, Varela; ¡sí, Viviana Varela se llamaba la chica que me vendió el seguro! Viviana me había mostrado un plano donde se ubicaría mi tumba, pero yo no le había prestado atención, pues mis ojos se concentraban en el triángulo negro del calzón que ofrecían sus piernas cruzadas. Ella se reía, sabía que lo que vendía era su calzón transparente y yo firmé sin chistar. Ahora, en esta triste situación, me recriminaba por haber sido tan hot y no haber retenido en la memoria el recuerdo completo de la ubicación de la tumba en el plano. Ahora, que necesitaba recordar, el maldito calzón se metía en el dibujo en papel cuché que enseñaba las bondades del ‘‘bien raíz’’.
Buen momento para razonar. ¿Me servía de algo conocer el plano? ¿mi deseo acaso no había sido morir? ¿No me había lanzado de la vida yo mismo? Era cosa, entonces, de sentarse a esperar, digo acostarse a esperar y listo, en unos minutos se va el oxígeno y buenas noches los pastores. Pero ¡lo que son las cosas!, siempre había padecido de claustrofobia y si hay algo que aún no puedo soportar es el encierro. De lo que se desprende que no fue el súbito amor a la vida lo que me llevó a salir del sepulcro, sino el miedo a morir enterrado vivo dentro de un cajón, como cuando yo era chico me contó mi abuelita que le había pasado a la señora Auristela. Así que estaba decidido: primero había que salvarse. Ya llegaría el momento de discurrir una nueva forma de quitarse la vida.
Algo me acordaba de un arbolito y una calle. La flamante sepultura se ubicaba en una calle bien transitada del cementerio (las otras, dispuestas a los pies de discretos pasajes y añosos árboles, plenas de silencio y tranquilidad, eran bastante más caras). Mi tumba debía de estar a unos cincuenta centímetros bajo la superficie y si la suerte me acompañaba, aún era posible que los sepultureros no hubiesen completado su trabajo. Me costó llevarme las muñecas a la vista y accionar el Citizen luminoso, que por suerte mi esposa me había puesto a la hora de los quiubos. Eran las tres de la tarde del día XX; o sea, dos días después de ‘‘mi muerte’’. ¡Había despertado a buena hora! ¡Tenía esperanzas! La cripta, la fosa o lo que fuera tendría que estar abierta. Con suerte, mis deudos aún estarían encima mío, echando lagrimones, coronas de flores y paladas. Descubrí que con toda seguridad lo que me había despertado había sido el brusco choque del cajón contra la base del nicho reluciente (¿o de la tierra pelada? La reseña de Viviana Varela ya no me era clara. ¿Dónde estaba, a fin de cuentas? ¿En un depósito rectangular de un edificio de cemento? ¿Bajo la tierra? ¿Bajo un lindo prado que ocultaba laberintos internos de concreto construidos por el hombre, cual prehistórico gusano?).
Aspiré el aire que quedaba dentro de ese espacio de la verdad y grité con todas mis fuerzas, mientras daba de golpes al féretro:
-¡Abran el cajón! ¡Abran el cajón! ¡Estoy vivo! ¡Abran el cajón por la chucha!
El aire se acababa y me moría, ahora sí que me moría de verdad y en la peor de las circunstancias, encerrado en un cajón, vislumbrando la posibilidad de vivir varios años más, de caminar por las calles de Santiago aunque fuese como pobre mendigo pero al fin y al cabo haciendo sonar los tacos contra la calzada y percibiendo ese ruido seco tan agradable, sobre todo cuando uno va por un callejón y el muro del frente envía un eco: tac tac... tac tac... tac tac... caminar con hambre o caminar con frío, pero caminar, moverse, desplazarse, abrir los brazos a la lluvia mientras los demás pasan presurosos o se guarecen en improvisados aleros, todos vivos, todos rumiando su destino de mala suerte pero vivos, vivos...
Escuché murmullos y un rumor creciente que me hizo recordar el momento en que los mozos convidan canapés luego del lanzamiento de una novela. ¿Sería posible? Las voces se convirtieron en gritos y algo como un chuzo comenzó a destruir el cajón por fuera. ¡Estaba salvado! Ni siquiera había tenido tiempo de angustiarme demasiado; el sudor apenas bañaba mi rostro. El chuzo sonaba y sonaba, cada vez más cerca, y las voces ya se me hacían casi familiares. Reconocía, por ejemplo, la del colega Aladino Barrera diciendo ‘‘más fuerte, más fuerte’’ o la del pelado Carrasco, gritando ¡putamadre! mientras abría el cajón con sus manos de fierro. Y yo, acostado, como si el trabajo tuvieran que hacerlo otros por mí, sin mover un dedo, apenas gritando ‘‘¡un poco más, que ya no puedo respirar!’’
Mientras esperaba ver de nuevo la luz me sentí repentinamente decaído: ¿saldría de nuevo a la misma tonterita, a darme mi merecido debajo de las ruedas del Metro, o era el momento de iniciar una nueva vida, admitiendo honestamente mis debilidades para construir desde ahí? Una súbita y desconocida esperanza me asaltó, junto con los primeros haces de luz y el ruido creciente de la multitud que corría a salvarme de las garras de la parca.
-La vida... -dije- la vida...
Al salir fui objeto de dos sorpresas: una grande y una chica. La chica fue constatar que mi cuerpo abandonaba el cajón depositado en el Mausoleo del Círculo. ¡Pero cómo, pensé! ¿Y el seguro? ¿Qué pasó con el seguro?
Inferí que como yo me había suicidado, la famosa letra chica anulaba todo el contrato -en lo que se refiere a su cumplimiento, no a su pago- por ese sólo hecho. ¿No lo advertí yo mismo en su momento, señor Presidente? ¿Ve? ¡Ya empezaron los problemas! (‘‘¿Y qué tengo que ver yo con eso, colega? -me diría él- ¿acaso usted mismo no se metió en el lío cuando se lanzó del edificio?’’ Y yo le respondería: ‘‘¡No se corra, Presidente, el problema no es ése! ¡El problema es que nos echan a los tres años y dentro de poco me va a tener cotizando precios a cabeza gacha!’’)
La sorpresa grande fue lo que sucedió a continuación.
Salido del cajón no me recibieron ni Aladino Barrera ni el pelado Carrasco ni el titular de la Orden. En vez de pisar el cementerio, mi cuerpo se alejaba de él y del recinto del Círculo, como traspasándolo, bajo un sol intenso y un calor otoñal. Una extraña forma, parecida a la cola de una lagartija, me tendió sus manos y me incorporé. De la imagen nunca vista fluyeron otras miles, cientos de miles, iguales a ella, como un abanico de vapor. Toda la realidad que me rodeaba era una especie de movimiento fotográfico sucesivo. Nada era único, todo estaba repetido. Nada era igual, todo era diferente.
-¿P-pero qué pa-pasa? ¿Dónde están todos? ¿Dónde me lle-llevan? -quise gritar, pero no me salió la voz. Miré mis pies y no vi nada. Miré mis manos y no vi nada.
Así que no estoy vivo, así que no me salvé -concluí, finalmente, resignándome de pronto a mi extraña suerte de principiante, sin ánimo de discutir ni menos de presentar contienda-. Bueno, entonces qué le vamos a hacer, habrá que apechugar en el reino de los muertos.
Qué curioso. Estaba tranquilo. Los nervios habían quedado atrás, así como la rabia contra el Presidente.
Bajé del nicho y me interné con la figura dentro del Valle del Tiempo Universal. ¡Vaya nombrecito!, ‘‘Valle del Tiempo Universal’’. Por lo menos así estaba escrito en el portal de fierro oxidado, aunque ahora que lo pienso mejor, podría tratarse no de un nombre, sino de una marca. Es diferente que el reino de los muertos se llame ‘‘Valle del Tiempo Universal’’ a que exista una marca registrada con ese nombre. Lo primero revelaría una suerte de reino monopólico en el cual se incluirían las tres categorías clásicas (el Cielo, el Infierno y el Purgatorio). Lo segundo, en cambio, hablaría de una forma de reino de los muertos, que implicaría necesariamente la existencia de otras, desconocidas para mí. A este espíritu, entonces, le habría tocado -no se sabe por qué razón- esta forma de eternidad, que describo a continuación.
La figura me dio una palmadita en el trasero y me empujó y así fue como traspasé el umbral y ahora estoy aquí y soy testigo de lo que miles de sabios ni siquiera han vislumbrado.
Todo es tan simple, hay un solo espacio para varios tiempos y no existe el pasado ni el futuro, sólo el presente. El espacio está más allá del Universo y las almas son fuentes inmateriales que se desplazan sin generar campo gravitacional ni energía magnética. El término ‘‘desplazar’’ aquí sólo se usa como símil, ya que el movimiento, obviamente, no existe, así como tampoco el pensamiento. Cada acto es universal en sí mismo y la suma de ellos no es más que la suma de tiempos diferentes en un solo espacio. De tal modo, cada cosa está dividida para siempre y yo soy la repetición infinita de mi acto, mientras lo anterior o posterior también es el presente. Por eso el movimiento es nada más que sucesión de muertes eternas y da la sensación de un abanico de vapor que fluye a cada lado de la imagen.
No es que las cosas vayan muriendo cuando nacen. Eso no tiene sentido porque aquí no hay vida, sólo muerte. Cada ser ve las demás realidades que lo repiten. Ve también los actos de otros seres. Por decirlo en lenguaje terrícola, se ve a sí mismo durante todo el Universo y al presente y futuro de los demás en el mismo espacio.
Un grito de angustia no tiene principio ni fin, es eso y nada más. La luz no se mueve. Entonces, no es que yo vea lo que describo, sino que lo ‘‘vivo’’, mi ser está impregnado de eso, que no sé cómo llamar (¿sensaciones? ¿recuerdos? ¿unión con otros seres y las cosas?). Pero yo, a su vez, como ya dije, estoy dividido en cada acto y no tengo esencia. Yo soy, por ejemplo, una mirada de horror, o una boca abierta. O un simple hilillo de saliva. Es más, de ese simple riachuelo que corre desde la comisura de los labios, soy, separadamente, cada una de sus infinitas partes. La decisión y la voluntad no existen, ello supondría darle valor al tiempo. Lo que pensé recién pertenece a otro ser y después a otro y a otro. No hay relación en la idea, ni siquiera hay idea.
En apretada síntesis, queridos lectores, eso es, aquí, la eternidad. Disculpen si de pronto mi lenguaje pareció un poco raro, enredado. Lo que pasa es que en estas tierras hay que hacer algunas concesiones. Ganarse el Cielo, como se dice, ya que guardo la secreta esperanza de que algún día me pasen a otro valle, que no sea tan caleidoscópico, porque esto ya me empieza a marear.
Ustedes, que son curiosos, se preguntarán cómo puedo estar escribiendo esto, dadas las características del lugarcito que me tocó en suerte habitar hasta nunca jamás.
Elemental, querido Watson: el ente con cola de lagartija me dio permiso para salir un minuto del valle y contarles lo que he visto. Ahora, si me disculpan, tengo que entrar de nuevo. Me está llamando con sus tiernos ojos de buey. Sería todo por el momento.

viernes, agosto 17, 2007

La casa de cambio Sullivan

Hice el viaje porque me contaron que acudía gente de todas partes. La casa de cambio Sullivan queda en el condado de Brown, Illinois, y durante 75 años fue dirigida por Mrs. Luvian Sullivan. Al morir la heredó su sobrino, Werther A. Sullivan, quien maneja el negocio con sentido empresarial. Mrs. Luvian Sullivan falleció a la edad de 97 años víctima de un estrangulamiento intestinal en su hogar de Mount Sterling, ubicado a dos cuadras de la casa de cambio. La casa de cambio es la estrella del pequeño condado de 6.950 habitantes. El turista no es discreto y eso acentúa los problemas. Lo primero que hace, no bien desciende del autobús interestatal, es preguntar dónde queda la famosa casa. El 34 por ciento de los visitantes del país son de la Costa Oeste, el 21 por ciento de la Costa Este y un 10 por ciento proviene del centro. Además, un 15 por ciento llega desde Europa, un 12 por ciento lo hace desde Asia, un 5 por ciento viaja desde Australia y el 3 por ciento restante proviene de Sudamérica, Centroamérica y El Caribe.
Cuando entré, la sala de espera estaba semivacía. No había más de 12 personas y sin embargo me tocó el número C-87. El visor apuntaba el número A-14. O sea, esa mañana el personal de Mr. Sullivan había atendido a 14 personas; quedaban 273 para que llegara mi turno.
Dicen que Mrs. Sullivan fue siempre una buena persona, pero otros comentan que al menos debió de pasar tres veces por las máquinas de la casa de cambio. En el hotel en que me alojé, la vieja Eleonise O'Hill viuda de R. F. Dormell, Cachimba Dormell, me aseguró que Mrs. Sullivan de joven era extremadamente impulsiva, una sombra de la mujer templada y bondadosa en que se convirtió después. Yo le argumenté que eso pudo deberse a los años, pero ella mantuvo su prejuicio:
-No, señor. ¡Ah, no, señor!
En este pueblo antes miraban a los turistas como yo de mala manera. Con el tiempo debieron acostumbrarse a nosotros, pero se me figura que ocultos en sus mentes se mantienen estratégicos bolsones con resabios de odiosidad racial, resabios sutiles, eso sí, como flechas enanas que se les fueran clavando siempre una tras otra en el cuerpo. Tal sospecha hizo que me hiciera la siguiente pregunta, cuando viajaba de regreso a Rubio, mi ciudad natal, ubicada en una de las regiones del centro de mi país: ¿Es que ellos, los del condado, no pasan o no han querido pasar por la casa de cambio con el fin de superar situaciones difíciles? La respuesta es muy simple; me surgió apenas me hice la pregunta: casa del herrero, cuchillo de palo. La forma en que resolví la duda fue el mejor indicativo de que en vano no había gastado mi dinero. Hace tan sólo una semana habría sido incapaz de hacerme una pregunta así. Hoy estaba analizando los sucesos de la vida con cierta ironía.
Pero ya va siendo hora de hablar de este mito viviente que es la casa de cambio Sullivan. Werther A. Sullivan, con su amplio sentido empresarial, la define en su página web como "el lugar en que sus pesadillas se transforman en sueños". Metáfora muy comercial, por lo demás, que le ha proporcionado pingües beneficios a la compañía que hoy dirige y que en 1983 ingresó con un éxito inusitado a Wall Street. Mrs. Sullivan siempre tuvo problemas con cualquier otro idioma que no fuera el inglés -muchos compatriotas comentaban en voz baja y con esa sorna tan ingenua y propia de los provincianos de los Estados Unidos que ella también tenía dificultades con cualquier otro acento que no fuese el de Illinois- por lo que era de común ocurrencia en su tiempo que algunos cambios no fuesen ni remotamente los solicitados por los clientes de habla no inglesa. Lo anterior provocaba molestos viajes de retorno a Mount Sterling a extranjeros disconformes, quienes volvían a tocar la puerta, no con el fin de solicitar la devolución de la mercadería sino para que se les practicara aquello por lo cual habían pagado. En este sentido, el cometido de Werther A. Sullivan es ampliamente superior aunque no tan prolijo como lo fueron los cambios que logró operar la descubridora del artificio, que fue su tía.
Precisamente en el hall un busto de Mrs. Luvian Sullivan llama la atención de los pacientes. Ella está mirando hacia abajo, con sus típicos párpados caídos y sus pómulos salientes. La barbilla casi toca su pecho. Muchos se agachan y se estremecen ante esa mirada severa y penetrante. Werther A. Sullivan, en cambio, destaca en carne y hueso por ese aire de elegancia fabricada expresamente para vender, para convencer. Usa camisa de cuello abierto acompañada de pañuelos de seda con lunares y habla siete lenguas. Inglés, alemán, francés, japonés, chino mandarín, italiano y ruso. Los clientes latinoamericanos pueden recurrir a un traductor -como yo lo hice- o chapurrear el italiano. Hay traductores en todas las esquinas, se negocia con ellos el precio, que varía según la cantidad de palabras que se requiera al momento de solicitar el cambio. Luego de cumplir su misión se marchan a sus esquinas y ahí permanecen, impertérritos, a veces días enteros, sin casi moverse, a menos que alguna necesidad los apremie o que crucen la esquina para convidarse cigarrillos y chicles. Lo que apenas acabo de narrar es un embrujo de los mil demonios, ya que el paciente, por ahorrar unos pocos dólares, marca las palabras mínimas, en realidad menos que mínimas, puesto que bien miradas las cosas una atención como ésa requeriría de una larga sesión, muy conversada. Incluso hay traductores que ofrecen el servicio extra de conseguir buenos números en el mercado negro; uno no les hace caso y termina esperando como yo. Por eso, mi primer consejo a los que vayan a la casa de cambio Sullivan es saber inglés. Mi segundo consejo es pagar en el mercado negro por un número.
Noto que me he vuelto a desviar. Cuando el visor marcó mi número dormía plácidamente en la silla de madera que está al costado izquierdo del busto de Mrs. Luvian Sullivan, mirada la silla desde la puerta que da a la calle. Habían transcurrido cerca de 17 horas y el reloj de mi teléfono celular marcaba las 05:34 AM. La casa de cambio no descansa, es una empresa demasiado próspera desde que Werther A. Sullivan, 88 años cumplidos, tuvo la visión de abrir la compañía a los accionistas anónimos. Sobre su sucesión se habla ya de una ligera disputa de hermanos: Werner F. Sullivan, Wagner F. Sullivan y Walt F. Sullivan El corto, quien aparece en el papel con las menores probabilidades debido a su defecto de nacimiento. Werther F. Sullivan Jr. falleció a la edad de 7 años y era considerado el sucesor lógico debido a su talento innato para los negocios, la sicología y las matemáticas, pero un camión de doble eje que traía madera desde Montana lo atropelló al cruzar la calle.
Pero bien. Lo que sigue es bastante extraño. Cuando me despertaron entregué mi número sin abrir los ojos. No dormía tan plácidamente como pensaba; estaba tenso. Creía que nunca llegaría el momento. "Welcome to Sullivan's changing house" me dijeron desde un parlante cuya amplificación provocaba una fastidiosa reverberancia. A mi lado se encontraba el traductor. Éramos solamente él y yo en una pieza tan similar a la anterior que si hubiese estado el busto a mi lado habría pensado que era la misma. Pudo suceder que durante mi estado de somnolencia se hubiesen llevado el busto junto con el número, aunque pienso que algo habría quedado en el suelo, como la marca cuadrada y lustrosa en el piso, algo así. No, la habitación no era la misma: era casi la misma.
El traductor se acercó al parlante. Yo le había pedido que tradujera "alivianar el peso del pasado", "demostrar mayor seguridad en mí mismo" y "hacer que la vida sea más llevadera". Él dijo en inglés: "Weight pass", "great self-confidence", "today dog's life". Al escuchar sus palabras textuales recuerdo que me horroricé. Fue demasiado parco; me habría gustado un diálogo fluido, con preguntas y largas respuestas. Cada una de esas frases necesitaba de un desarrollo, de una explicación que las hiciera inteligibles; realmente, tal como habían sido dichas, la casa de cambio podía entender cualquier cosa. ¡Ahora me explicaba las peripecias de Mrs. Sullivan! A continuación escuché del parlante palabras sueltas como "what", "very good", "well", "thanks". El traductor, a quien había pagado de antemano varios cientos de dólares, me comunicó entonces que su trabajo había acabado y se retiró. Me sentí estafado pero no le dije nada. Yo era un extranjero en territorio extraño. Cuando cerró la puerta advertí que su bota derecha tenía un hoyo en la suela.
Quedé solo. Pasaron diez, quince minutos. Eternos. De pronto el parlante volvió a hablar, ahora en imperfecto español: "Muchas gracias, señor. Casa de cambio Sullivan muchas gracias de preferir servicio casa de cambio Sullivan, no olvidar cierre de puerta saliendo. Adiós".
En la sala de espera vi a tres amigas que se notaba que venían de Hawai, amigas entre ellas, no mías. ¡Me miraban de arriba abajo, y con una picardía!, luego cuchicheaban en un inglés que se me antojó californiano; se veían tan alegres que no pude dejar de pensar en el motivo que las congregaba en la sala. Por más que pensara, no encontraba ninguno. Fuera de este trío de cierta edad la sala estaba vacía. Después de 18 horas salí a la calle defraudado y me fui a desayunar al Mc Donald's más cercano, tan cercano que era como contar hasta cuatro y entrar. De lo que me contaron allí entendí que el cambio ya había comenzado a operar. Era una chica de 17 años de nombre Alice Kupbern, quien "en su tiempo" había hecho una gira por Sudamérica que comprendió Machu Picchu, Isla de Pascua y la Antártida, periplo que le hizo ganar confianza en sí misma respecto del dominio del español. Se alegró de verme y comenzó a practicar de inmediato. Le pregunté cuál era "su tiempo"; a mí me daba la impresión de que aún no le llegaba. Me contestó: "Cuando yo ser joven". Deduje que el viaje lo había efectuado entre los 13 y los 14 años. Me invitó a que me escondiera detrás de la barra y allí se echó al suelo, sobre un charco de cerveza. Me atrajo hacia ella y cargó uno de sus muslos encima de los míos. "Esto no poder saber nadie, aquí hay fucking people que siempre voyeur", me dijo. Le expliqué lo que me acababa de suceder y no se sorprendió. "A veces llegan tipos like you, pero yo no les hago caso, pero usted me ha sentado bien, se ve cansado". Desde aquella vez, siempre me ha parecido que Alice Kupbern es una embustera, lo sigo sosteniendo. Se adivinaba en su rostro fino de niña mimada. Su sintaxis y su vocabulario eran imperfectos, pero dominaba a la perfección el uso de ciertos pronombres, como "les". En ese sentido me quedo con la intransigencia de la vieja Eleonise O'Hill.
La mejor definición de la casa de cambio Sullivan, mejor aún que la que proporciona Werther A. Sullivan en su página web, la leí en un paper escrito por el doctor Pernell H. Roberts, a quien no se debe confundir con el actor del mismo nombre que participó en la serie "Bonanza". Pernell H. Roberts es un académico de la Universidad de Iowa que investigó durante años el fenómeno de la casa de cambio. Producto de dicha investigación resultó un documento de dos páginas, que registra al menos 128 citas en el ámbito científico en el último año. Aclara Roberts que la casa de cambio no sería ni una estafa ni un número artístico de magia entre cuatro paredes. Agrega que pareciera haber allí un descubrimiento verdadero acerca de la transacción o intercambio de caracteres entre seres humanos. Roberts sostiene que si los caracteres nacen de las emociones; o sea, del temperamento, más que de la impresión que al ser humano le generan los hechos externos, entonces la casa de cambio intervendría resueltamente en zonas concretas del cerebro como el hipotálamo y el tálamo, que son las responsables de llevar a cabo respuestas emocionales integradas, proporcionando a la corteza cerebral la información requerida para poner en marcha los mecanismos cerebrales de conciencia de la emoción. Los especialistas se centrarían además en ciertos procesos fisiológicos del sistema linfático y en la acción endocrina de ciertas hormonas. A pesar de que no logra descubrir la técnica, supone que el cambio opera a partir del adormecimiento del paciente. En este punto de su trabajo descarta en absoluto cualquier tipo de intervención quirúrgica o la invasión del cuerpo con algún aparato eléctrico. En cambio especula con la posibilidad de un tratamiento químico a base de píldoras.
"Me sometí a la prueba tres veces y cambié de carácter tres veces. La primera vez la casa Sullivan me cambió el miedo, el rencor y la desmoralización por una suerte de intrepidez a la hora de usar la palabra; la segunda vez me cambió el despilfarro y la pereza por una actitud dubitativa mezclada con el interés constante por los fenómenos cotidianos; la tercera vez, a petición mía, me fue retornado mi carácter original", dice casi al finalizar el paper. ¿Su conclusión? La casa de cambio no es una superchería sino un instrumento efectivo de cambio de carácter del individuo. Opera a base de píldoras que se administran una sola vez, en estado de sopor, y que fueron fabricadas sobre la base de 727 tipos de caracteres clasificados en su momento por Mrs. Luvian Sullivan. La dosis sólo presenta dos efectos secundarios indeseables: halitosis crónica y tendencia al fanatismo deportivo, sea o no el sujeto amante de los deportes.
Hace unos días, ya en mi hogar, revisando internet, encontré una teoría similar, pero adjudicada a otros investigadores y referida a un tema diametralmente diferente ("Efectos colaterales de la morfina en personas desahuciadas"). He tratado de encontrar el curriculum del dr. Roberts pero me ha sido imposible. Una de las pocas menciones de su nombre se relaciona con la lista de accionistas de casa de cambio Sullivan, de la cual forma parte con un porcentaje ínfimo de papeles: 0,0007 por ciento del total, lo que equivale a unos 12 mil dólares canadienses, ya que el accionista Pernell H. Roberts ostenta dicha nacionalidad. Pero puede que no sea el mismo.
En Mount Sterling la publicidad es alarmante y todo gira en torno a la casa de cambio, como ya se ha dicho, lo que no significa que la gente del pueblo confíe en el método. Más bien no, íntimamente lo desprecian, como si estuviese dirigido a destinatarios de una raza débil. Mas por algo Mount Sterling es un pueblito de pragmáticos: lo realmente importante es que les sirve para llenar las arcas del condado y que con eso ya se está muy bien, sí señor. En primavera el Carnaval Sullivan, que compite con otros del mundo en cuanto a transformaciones, alude irónicamente a esta idiosincrasia. No utilizan disfraces, al menos en lo que a vestuario se refiere. Pero de que se disfrazan, se disfrazan. He aquí algunos de los textos de los diarios locales que acompañan a las fotos publicadas al día siguiente: "La pesimista Merli Stamps, de reflexiva", "Mr. Goldberg Matt, el animalito tímido, de testarudo". "Sanguínea Sharon Colomac, de rutinaria". Los mencionados aparecen retratados en medio de la calle, detrás de la banda, simplemente caminando.
El acápite sobre el vicio resulta sobrecogedor. En el condado existe la firme creencia de que la génesis del libre albedrío está en el vicio. La “sumisión a los mandatos del vicio” o la “ruptura de las cadenas del vicio” es el inicio obligatorio del sermón dominical del pastor C. S. Atchakerikis frente al púlpito. Acudí a un oficio religioso a la hora de abandonar el pueblo, pero mi nulo conocimiento del inglés me impidió desprender de su perorata si el pastor Atchakerikis estaba a favor o en contra de la existencia del vicio. La casa de cambio posee estadísticas que demuestran que el 44 por ciento de los clientes piden en primer lugar erradicar un vicio adquirido a temprana o mediana edad, pero al momento de la verdad retiran la demanda. Pareciera ser que las personas que acuden al condado a tratar sus males síquicos culpan de sus problemas a sus vicios. No toman en cuenta que sus vicios podrían ser la consecuencia de sus problemas. Cuando la casa de cambio, mediante alguna desconocida artimaña, los enfrenta a la realidad de vivir sin el vicio, la vida se les presenta amorfa, falta de brillo y cambian de parecer. Tal vez en ese instante el parlante les pregunta si efectivamente quieren erradicar su vicio o si prefieren seguir como están, del mismo modo en que las computadoras le consultan a uno por cualquier decisión que uno va a tomar. Pero una vez más, y para proteger su secreto, la compañía no informa cuál es el “momento de la verdad”; tal parece que casa de cambio Sullivan jamás revelará sus técnicas de tratamiento; he llegado a pensar que esto en alguna medida es como la fórmula de la Coca Cola.
Reparo en detalles que con los días están empezando a cobrar importancia. No deja de llamarme la atención, por ejemplo, esa dificultad que me ha nacido para sintetizar asuntos de fácil argumento. El mes pasado mi historia no me habría demandado más que dos o tres párrafos; ahora no hallo cómo contarla; siento a veces también que escribo como si me estuvieran traduciendo. Del mismo modo, se me está despertando una curiosa manía por las cifras y los porcentajes; por primera vez siento una gran ansiedad ante las próximas elecciones municipales. Regresando a casa escuché en el bus interestatal con destino a Nueva York, aeropuerto John F. Kennedy, escuché dos teorías de turistas peruanos sentados en el asiento de atrás. Uno le aseguraba al otro que le habían cambiado su forma de ver las cosas por la forma de ver las cosas del finado Sutherland Preiss, muerto la semana anterior, ya que era lo que en ese momento más se asemejaba a su pedido. El compañero de viaje rió de buena gana. "¡Te han metido cuco, Mario!... ¡Ja ja ja!". Entonces pasó a relatar una historia que había oído el primer día en el hotel, y que asumió irresponsablemente como una teoría científica, según la cual los caracteres se extraían al azar de personas que caminaban por las calles de Fresno, ciudad del estado de California que se venía usando como laboratorio experimental desde 1985, sin que sus ciudadanos tuvieran conocimiento de ello. Según la versión, las "víctimas" quedaban circulando sin carácter. "¿No has notado la cantidad de gente sin carácter que vive en Fresno?", le hizo ver, pero Mario le contestó que nunca había estado en Fresno y que le importaba "un carajo" lo que pasara con la gente de Fresno y ambos rieron de buena gana. Enseguida Mario le consultó a su amigo si recordaba la formación exacta de Alianza de Lima el día de la tragedia, le dijo que le había nacido una repentina urgencia por conocer la formación. El amigo empezó a enumerar los jugadores pero le faltaron dos. La ansiedad les impedía dar con los nombres, los repetían hasta el cansancio pero siempre les faltaban dos; incluso preguntaron a viva voz si alguno de los pasajeros del bus era peruano. Les dije que yo era chileno y les di los dos nombres de los jugadores de Colo Colo que reforzaron al equipo. "Pero eso fue después", se lamentaban, prácticamente al unísono. Deduje que Mario y su compañero de viaje habían sido hasta ayer seres pesimistas, necios y acaudalados.