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viernes, julio 11, 2008

Impresiones de un encuentro con el diablo

Eran cerca de las 11 de la mañana cuando volví a encontrarme con el diablo. A Dios gracias lo había dejado de ver hace un tiempo, pero como sucede con el diablo, por una u otra rendija me recordaba de cuando en cuando su existencia. Esta mañana vestía suéter gris y como de costumbre, me saludó con cariño.
Lo que impresiona del diablo es su desfachatez. Una característica propia de los ángeles caídos es ser desfachatados. Aunque bajo el microscopio son bien poca cosa. Pero eso no les aproblema porque los ángeles caídos no tienen Dios ni ley: viven para pisotear a los demás.
Hay ángeles a los que se admira. A otros se les teme. Si se le teme demasiado a alguien, entonces se le invitará a la mesa. Eso me sucedió con el diablo. Y mientras el diablo hablaba con naturalidad, yo me deshacía en pensamientos rápidos. Todo el mundo cree que los bloqueos mentales paralizan la mente y es al revés: la activan a niveles prodigiosos. La mente, en ese estado, se transforma en una máquina de pensamientos y de recuerdos que permiten fabricar inusitadas asociaciones, única forma de hacerle frente al enemigo. Es tal el trabajo interno, que generalmente se pierde el contacto con la verdadera realidad del momento y por eso se dice que la persona está bloqueada. No oye, o más bien no asimila lo que escucha, responde brutalidades, pregunta insensateces.
Dentro de ese estado yo debía ir al ritmo vertiginoso de su charla, no podía quedarme atrás; es más, debía anticiparme a sus pensamientos y la única forma de lograrlo era preguntar y preguntar. De la boca del diablo salían códigos desconocidos, nombres que me sonaban, lugares nunca visitados. Yo no pensaba en otra cosa que en caer bien, decir inteligencias. El diablo, desenvuelto, me miraba en menos, reparaba en detalles increíbles, hablaba desde la cuesta y yo sube que sube...
-Conque has vuelto a las andadas -me dijo.
-Así es -asentí. Era mi forma de venganza.
Más tarde, con el estómago revuelto, de retorno al hogar de la normalidad aunque herido aún, mi mente tramaba asesinatos, reacciones brillantes pero tardías, imposibles. Recién entonces tomé conciencia de haber estado con el diablo y la conciencia me pesó, pues asumí con dolor y rabia que una vez más le había hecho una reverencia.

miércoles, julio 02, 2008

Pequeñas dudas acerca de la locura

Estoy por creer que realmente soy un loco, lo que me llena de asombro. ¿Son así los locos, los temidos locos que moran en mi subconsciente? Porque si fuesen así, entonces, como dice la gente, no es tan fiero el león como lo pintan.
Varios me han llamado loco en los últimos días. Mi mujer, porque elevé la voz. Mis colegas, por los comentarios que hago o las cosas que escribo. Mi nieta, quien utilizó otra palabra para decir lo mismo (me dijo nervioso). Yo mismo debo admitir que de vez en cuando desarrollo conductas no habituales. Si se pusieran éstas últimas en un saco y se vendieran en la feria quedarían a la vista esas desconocidas facetas de mi locura. Pero como corren cada una por su cuenta por las calles o dentro de cuatro paredes, entonces nadie puede hacer la relación. Y qué decir del plano ético, aquél que separa los campos de la existencia, dándoles a uno un nombre bíblico y al otro un aborrecible disfraz de pintura cubista. Y qué decir del amor, verdadera escuela de la locura.
Hasta hoy me sentía muy seguro de mi criterio, pero con estas señales que surgen pierdo la fuerza. ¿Estoy haciendo lo correcto o mi actitud momentánea es una prueba más de mi enajenación? Si guardo la compostura, ¿acaso no hago más que reprimir mi yo más íntimo y real? Y si soy yo mismo, ¿debo aguantar el chaparrón o tengo derecho a réplica? ¿Pero no ha sido siempre la réplica de un loco el mejor acicate para la burla ajena?
Son pequeñas dudas que alguna vez tendrían que ser sometidas al escrutinio público.

miércoles, junio 18, 2008

Variaciones fallidas sobre un cuento corto de Graham Greene

Graham Greene no peca de falsa modestia al declararse una especie de aprendiz del cuento corto. "El cuento corto es una forma literaria exigente que no he practicado nunca en debida forma", declara. En ese mismo comentario, escrito antes de dar a luz sus obras maestras, el escritor británico considera a los cuentos cortos como "productos subsidiarios de la carrera de un novelista". Yo creo, por lo tanto, en esa declaración. No obstante, su relato "El inocente" es una obra maestra y podría figurar en cualquier antología del género. No es el mejor que produjo su pluma (creo que "Una salita cerca de la calle Edgware" es aún más brillante, aunque en la segunda lectura lo hice bajar un escalón) lo que me da pie para detenerme a experimentar en él. De paso, debo admitir que relatos suyos posteriores a los que he mencionado me decepcionaron vivamente.
¿A qué aspiran los cuentos cortos? ¿A qué aspiran los cuentos? Creo que a tumbar al lector con un golpe de nocaut, y a dejarle marcado el recuerdo del golpe. Hay cuentos cortos que logran ese efecto noqueador, como los de Maupassant, que la memoria retiene a pesar de los años. Su secreto es la fuerza de la anécdota. Otros actúan por lenta demolición, por adormecimiento (valga la paradoja) como sucede con los relatos de Kafka. Creo que los relatos borgianos, tan cerebrales, están construidos para deslumbrar y allí se les va un poco la fuerza. La sinceridad que les falta, esa impresión que dan de que Borges ocultara su verdadero yo detrás de estos fuegos artificiales, es la que le sobra a Rulfo, quien parece jugarse la vida en cada historia. Chejov y la bandita norteamericana comandada por Salinger y Carver figuran también en el ránking de los mejores. Al ruso le basta una página para hacer llorar. Salinger estremece, sin desperdiciar una sola coma. Carver lo deja a uno atónito, pensando en lo fácil que parece ser escribir de nimiedades. En fin, Boccaccio, Chesterton, Chaucer, las mil noches y una noche... es prudente detenerse.
Un cuento corto ideal debería cambiar en algo la vida del lector. A mí "El inocente" me cambió la vida. Me devolvió por unos minutos a mi niñez provinciana, a mi primer enamoramiento. Me hizo comparar la sensibilidad del autor con la mía, me hizo comparar su técnica cuentística con la mía, me obligó a escribir este ensayo de ensayo. Me ha hecho variar por un momento el curso que les quiero dar a estas Memorias. Por todo aquello le rindo el tributo de estas variaciones fallidas.
"El inocente" es un cuento que se compone de tres o cuatro elementos, dispuestos con precisión matemática y ascendente. Un adulto joven ya corroído por los años retorna a su pueblito natal, a petición de su amante, una atractiva pero insensible meretriz que desea gozar de un fin de semana en el campo. No más descender del tren el protagonista se da cuenta de su error. Pudo escoger otro lugar, "otro campo" para satisfacer el capricho de su compañera de turno, pero el primero que se le vino a la cabeza fue ése, el suyo. Los coches en la estación, el mismo cerro de arena a la salida, las primeras casitas, apenas modificadas por una ampliación o una nueva mano de pintura, le devuelven de golpe a la memoria sus años de niñez. Ella está decepcionada, él desearía estar solo. Alquilan una habitación en el viejo hotel, bajan al bar, un parroquiano lo mira con envidia desde su mesa solitaria. Acicateado por la emoción, por ese refresco de imágenes olvidadas, él sale a recorrer el pueblo a solas (¿No te molestaría que lo hiciera?, le pregunta antes a su amante). Ella acepta y se queda en el bar.
Mi primera variación, pues, consiste en la relación que traba el parroquiano con la vistosa mujer. El apetito carnal de este hombre se despierta ante la posibilidad de una aventura, avalada por el descuido del protagonista. El choque de dos formas de vida, la de la banal y artificiosa mujer de la ciudad con la del simple hombre de campo, cede paso a la tensión física. Podría introducirse aquí un dato valioso: ella guarda un pasado similar y sueña con una casa rodeada de gallinas y cerditos. En los brazos de un desconocido del pueblo le dice entonces adiós a su pasado y le abre los brazos a su destino de granjera. Pero el parroquiano, ¿quedará con dudas o tendrá la valentía de hacer caso omiso de la historia de corrupción y bajeza que carga la que es a partir de hoy compañera de su vida? Dicho de otro modo, ¿ha renegado ella realmente de su vida licenciosa por el solo encuentro con un hombre en un miserable pueblito de campo? Si fuese así, no era la anterior su naturaleza, se escondía detrás de máscaras utilitarias. Pero si era esa su condición esencial, ¿qué lo anticipó en el relato? ¿O se trataba de una sorpresa que nos reservaba el autor? ¡Cuidado con las sorpresas en la literatura!
Pero hagamos cuenta que prostituta y parroquiano inician una relación sentimental. ¿Qué será entonces de ellos, lo sabremos? Si no lo sabemos estaríamos probablemente ante un cuento acerca del triunfo del amor primigenio. Si lo llegamos a saber, de un cuento sobre las consecuencias de una pobre transacción sentimental. Cualquiera de estas soluciones, que van surgiendo como consecuencia de erradas jugadas en el tablero, complican más de lo aconsejable una historia sencilla, profunda y efectiva.
También puede suceder que, a solas en el bar, la mujer ve en el hombre la posibilidad de ganarse unas libras extras. Entonces ambos suben rápidamente a la habitación y ella le satisface su deseo. El hombre, al bajar las escaleras, toma conciencia de que ha malgastado parte de los ahorros de meses destinados a la compra de animales. Ella se ríe íntimamente de la guinda de la torta que le sacó al fin de semana de campo. Pero tal opción argumental importa una grave falla: no es posible cambiar el tono del relato sin dañarlo. Si el protagonista se ha revelado como una persona sensible, inteligente, aunque decepcionada tempranamente de la vida, no es razonable que el cuento se transforme de pronto en un relato picaresco, a sus espaldas.
Nunca creo haber leído que un crítico haya considerado la constante bifurcación de senderos con que se topa el argumento de un cuento para destacar su majestad. Mi discernimiento, eternamente en busca del cuento perfecto, toma en cuenta ese aspecto antes que cualquier otro, descartado lo básico. Graham Greene no empleó ninguno de estos ejemplos de variantes, y se me antoja que pudo tener varias más en mente al teclear la máquina. Finalmente decidió dejar fuera toda posibilidad de desarrollo de los personajes secundarios. El parroquiano no volvió a aparecer y de la mujer sólo sabremos que en la noche, luego de hacer el amor con su compañero, se dio vuelta en la cama y se durmió.
Descuiden, queridos lectores: aún queda mucho cuento y por ende, muchas variaciones. La maestra de piano que da clases de baile daría para un final al estilo de Joyce, quien gusta cambiar la dirección del viento en el último tercio de sus relatos. El papelito en un agujero del portón me recuerda un cuento de la escritora española Marta González Acosta, titulado, si no me equivoco, "La tercera gestación". En ambas ocasiones el corazón de la vida parece estar encerrado en un perímetro microscópico: he allí otra posibilidad de cambio. Y en cuanto al dibujo obsceno de un hombre y una mujer... pero la prudencia me vuelve a llamar a su redil. Mejor abandono este fallido ensayo; lo dejo hasta aquí, sin más.

martes, junio 10, 2008

A mis lectoras y lectores

Menguan las lecturas de estas Memorias. Menguan los comentarios. Si eso me causa inquietud se debe a la intuición de que al descuidar vuestras experiencias, queridos amigos, los ofendo. Nada más lejos de la verdad. Si escribo es en parte por ustedes, aunque la motivación principal siga siendo la de llegar al centro mismo de mi soplo vital. Una vez que lo haya conseguido ya no habrá necesidad de plasmar mis ocurrencias por escrito y podré retirarme a mi casa de campo. En tanto no suceda, debo seguir insistiendo, poniéndolos por fuerza como testigos de este sueño pesadillesco, de este arrebato que se asemeja a una proeza civil. Y aunque quisiera, no puedo detenerme un minuto a contemplar otros paisajes; bastantes ya reclaman su exhibición en una sombría lista de espera.
Todo es miseria y vanidad; nada sacamos con negarlo. Hasta la sabiduría es vanidad. Ésta sólo deja de alumbrar en el paraíso perdido de Lao Tse y de las sagradas escrituras. Cada uno de nosotros ha descubierto el mundo y reclama su pertenencia con los mejores argumentos. Ni siquiera los jueces del más versado de los tribunales de la tierra podrían fallar un caso como éste.
No es mi ánimo parecer pedante, sino reivindicar al corazón, órgano tan sacado de contexto en los tiempos que corren.

lunes, mayo 19, 2008

Domingo

Vargas pedaleaba sin goce por un sendero cubierto de hojas secas. Su mujer lo hacía por un sendero paralelo. El parque disponía de varios; cada quien podía escoger el suyo y en ésa, como en tantas materias, resultaba increíble la diferencia de gustos y de pensamiento entre ambos. Increíble, considerando la cantidad de años que llevaban casados. Aún así, continuaban porfiando en remar para el mismo lado.
Era el paseo de prácticamente todas las mañanas de domingo, que ya llegaba a su fin. Comenzaba cuando ambos se dirigían a la cafetería, se instalaban a leer (Vargas, literatura; su mujer, sicología) e intercambiaban tres o cuatro impresiones acerca de la semana que se había ido. Luego venía el retorno y a continuación, el almuerzo en familia. El día solía culminar por la noche con su mujer recogida tempranamente en la habitación y con Vargas frente a la pantalla, bebiendo un trago ante un programa de análisis político.
El sendero, las hojas, la brisa cálida que anunciaba lluvia configuraban un cuadro de hermosura tenue, algo inquietante, otoñal, pero para Vargas era un cuadro ya visto y por lo tanto, ya disfrutado. Al día siguiente comprendería, tarde, que había desperdiciado un buen momento de sencillo placer.
No bien entró a la casa lo aquejó el mal humor, como cada domingo. Su mujer no reaccionó de manera diferente. En eso sí se parecían. Todo estaba igual. Ninguno de sus hijos les había leído el pensamiento. La cocina lucía fría, desordenada y vacía. La olla dormía en la despensa, el horno era una cripta olvidada. Las verduras reposaban en la parte baja del refrigerador. Sobre la mesa del comedor no había mantel, copas, vajilla, servilletas, panera, vino, velas. No había nada.
¿Se es esclavo de los hijos? ¿Se les debe amor y cuidado eternos? ¿Crecen los hijos y pasan a ser pares, amigos, confidentes, incluso cómplices, o nunca dejan de ser hijos? Ambos lo pensaban en silencio mientras partían rábanos, echaban el salmón al horno, papas a la olla, gritaban órdenes que más que órdenes eran quejas, y más que eso, súplicas.
La casa se iba animando. La menor disponía el arreglo del comedor; la mayor se enfrascaba en la elaboración de complejas ensaladas; la nieta se levantaba de vez en cuando del sofá, corría por la casa y repartía abrazos sin motivo, el hijo seguía ensimismado en su pieza con su batería y sus dibujos. La casa de locos, otra vez, nuestro sino, pensaba Vargas, concentrado en sus labores de chef de pacotilla, sumido en esa tensión que ya tan bien le conocían los demás y que se prestaba para tantas bromas.

***

Encendió la estufa y se sentó a la mesa, el primero. Sirvió el vino y esperó un tiempo prudencial. De a poco se fueron integrando los demás, menos el hijo de la batería, a quien se habían cansado de llamar. Afuera parecía que se iba a hacer de noche, cuando no eran ni las tres y media de la tarde. En vez de iniciar un tema agradable, Vargas protestó a medias, desnudó su desencanto con el estado de las cosas, como si los demás tuvieran algún grado de culpa del estado de las cosas. Lo tenían, es verdad, pero ¿no era un pecado fabricado por él mismo a lo largo de los años? Su mujer fue la primera en burlarse de él y a ella le siguió la nieta, que solía analizar sus pasos en los más mínimos detalles. El hijo apareció de pronto y se hundió en su plato. Vargas farfulló un remedo de reclamo y se echó un pedazo de carne a la boca, que se comió con un placer atroz, oculto en un rostro amargo, tenso, angustiado. Mientras comía recordaba la cara que tenía su padre en momentos como ésos, de "sana alegría familiar". Cuando lo miraba de reojo, de niño, de adolescente, en la adultez, ese rostro agrio le parecía mezquino, injusto; pero ahora, al hacerlo suyo, lo comprendía cada vez mejor. El peso del destino, los sacos de tristeza guardados en el desván de la memoria, la renuncia de la alegría a cambio de la ilusión del control sobre los demás. Ese había sido, al final de cuentas, el resumen de la vida de su padre, más allá de sus vicios y de su eterno mal humor. Con cuánta claridad le enviaba hoy ese mensaje desde el más allá.
La segunda copa de vino lo tranquilizó y ya en la mitad del almuerzo comenzaron a volar bromas afectuosas, bromas buenas, tan diferentes de aquellas que dichas con las mismas palabras destilan veneno y dan inicio a encarnizados combates. Vargas al fin entraba en vereda y escogía, de las dos opciones, la mejor.
Brindó, aceptó las bromas, limó asperezas, concilió, dio consejos y se ofreció incluso para lavar los platos, pero sus hijos se le adelantaron, al considerar sabiamente que poco habían hecho hasta el momento por justificar sus invaluables existencias. La oferta le vino como anillo al dedo: se tendió en el sofá, se arropó con su manta favorita y sintonizó el concierto de la tarde. Abrió uno de los libros que tenía a medio leer, fijó la vista en el párrafo indicado y se durmió profundamente.

***

Cuando despertó, su mujer leía el suplemento dominical. El sonido placentero de las hojas al dar la vuelta lo había sacado del sueño, de modo que su retorno a la vida fue grato. Propuso entonces comprar pasteles, darle un paseo a la mascota y arrendar una película en el local de la esquina. Una a una, sus ideas fueron cayendo como el clásico castillo de naipes. Su mujer tenía otros planes, como siempre y como por lo demás resultaba lógico. ¿O consideraba Vargas que el mundo se había detenido con una pequeña siesta? El domingo ya iniciaba su descenso hacia el océano, donde se pone el sol, y ya no era momento de placeres: había que planificar la semana, planchar ropa, revisar cuadernos, en fin, navegar por los ríos que surcan entre sombríos desfiladeros, como hacen las personas hechas y derechas que saben disfrutar la luz... en el momento apropiado.
En ese punto de la tarde entró una vez más en una ligera depresión. Sintió que su vida no estaba hecha para sacrificios, que sólo el placer lo atraía; incluso más, que sólo el placer de encontrarse consigo mismo le decía algo en esta suerte de plan absurdo que lo retenía y lo doblegaba, a pesar de sus defensas. Pero sintió también lo que sentía todos los domingos a esta hora: que todo placer tiene hora de término; o en otras palabras, que nada es eterno, nada puede postergarse hasta el infinito. Y si Vargas deseaba ser un hombre bien hombre, como lo deseó desde que tuvo uso de razón, debía enfrentar este reto a lo hombre.
Salió a la calle y caminó unas tres cuadras bajo un cielo negro y amenazante, hasta llegar a su destino. De vuelta notó que el viento ya cimbreaba las copas de los árboles y plagaba la calle de grandes hojas amarillas. Si enfocaba su vista hacia los focos encendidos de los automóviles podía ver cientos de chispitas blancas que los atravesaban en diagonal. Se acercaba al galope una tormenta, el peor de los presagios que albergaba su inconsciente. Aunque podría ser -había una esperanza- que la tormenta misma no llegase a los niveles míticos del vaticinio que le daba su mente y cumpliera noblemente su sencillo rol de fenómeno atmosférico. Aunque él mismo aún no estuviera preparado para enfrentar los relámpagos mentales que alumbraban por segundos los rincones más horrorosos de su interior, aquéllos que dejaban al descubierto un vacío inefable, imposible de comprender; su casa, fundada en bases sólidas, sí lo estaba. Tal idea lo entusiasmó y cuando entró de nuevo al hogar, Vargas depositó con ingenua alegría una docena de pasteles sobre la mesa.

miércoles, mayo 14, 2008

Galletas de oxígeno para Romero

Jorge Romero se vio obligado a suspender la lectura para ir al cajón por su cuota de oxígeno. Dio gracias a Dios, sin pensarlo, sólo sintiéndolo, por contar con los medios para ello. Desde la ventana de su departamento del sexto piso miró hacia la calle: la gente que aún permanecía en el planeta se desplomaba en el suelo como moscas rociadas con insecticida. Antes de expirar, pataleaban. Nadie recogía a nadie y no había perros que devoraran los cadáveres. El mundo evolucionaba a pasos agigantados hacia una nueva forma de vida, en la que no parecía haber cabida para el ser humano, entendido como el espectro de lo que alguna vez fue La raza.
Sacó una galleta y se la comió: el oxígeno que contenía le daría para media hora más de vida.
Recordó que no hace mucho los hombres respiraban normalmente, con la misma naturalidad con que pensaban. Ahora iba quedando solamente el pensamiento, ya que la respiración había desaparecido y con ella, el ritmo y la música. En un futuro cercano del hombre no quedaría nada. Habría animales de tallos enormes que apuntarían al sol, animales parecidos a flores; monstruos sin dientes pero con bocas del tamaño de una cancha de fútbol, bocas imantadas hechas para captar y tragar polvo metálico; habría huéspedes de dichas criaturas nacidos para disolver y procesar en segundos los metales. Por los rincones de la urbe ya se intuía la aparición de estos nuevos seres. No se percibían, pero estaban en el aire. No era una situación para cortarse las venas al estilo de los patricios romanos desencantados. Bien vistas las cosas, la realidad era bastante sostenible, incluso placentera, más que "en los buenos tiempos". A Romero siempre le había llamado la atención el cariz sombrío y terrorífico de las novelas de ciencia ficción, en circunstancias de que cuando se vive inmerso en mundos similares a los que describen con tanta ingenuidad los libros es harto el provecho que se puede sacar de esas falencias. Por lo demás, las consecuencias seguían siendo las mismas: mientras los débiles se desplomaban, pataleando, los fuertes se paseaban victoriosos, contemplativos.
No había un profético más allá, los profetas no sacaban nada con vociferar, sus advertencias parecían tan vacías, divertidas, posmodernas. El mundo de los profetas había llegado a su fin. Al menos en el mundo en que vivía Romero. Aún así o quizá por eso mismo, los profetas proliferaban como zombies.
El paseo de la tarde lo sumía en esas hondas reflexiones. Hacía frío. En el bolso que le colgaba al hombro llevaba una provisión de galletas para unas tres horas, dos más que lo calculado. No podía sucederle nada malo. Los zombies no tenían la fuerza necesaria para asaltarlo y quitarle las galletas. Ni siquiera cincuenta zombies lo podrían hacer. Tal vez cien, pero decir cien era como interpelar a un ángel.
Entró al Bristol, su café de siempre, y ordenó lo de siempre. Aunque nadie se engañaba con el evidente artificio, todo dentro del local intentaba crear la ilusión de un café "a la antigua", como a él le gustaban, con mesas y sillas de madera y canciones viejas, oxidadas. Reconoció la voz de un bolerista mexicano, tal vez de apellido Soza o Solís, de timbre meloso, agudo, pero no desagradable. Sacó el libro de turno y comenzó a leer. La chica de ojos verdes, la misma de siempre, no tardó en volver con la bandeja. Cubrió la mesa con el mantelito azul, depositó la taza humeante, el vaso de agua y el bizcocho, uno solo. Antes de retirarse lo miró con cierta ternura y él le sonrió.
Entre sus manos tenía una edición de bolsillo con ensayos escogidos de Montaigne, pero digerir una mísera página le estaba costando demasiado, pues la música que emitían los parlantes ubicados en ángulos discretos del local lo distraía abiertamente.
"Si te pudiera mentir, te diría que aquí todo va marchando muy bien, pero no es así. Estas tardes oscuras me asustan y no me hace bien caminar. A veces creo oír que me necesitas...", cantaba el bolerista.
Afuera, los zombies se aferraban a la ventana sin fuerza, lo miraban a los ojos, y caían. Caían, pataleaban y morían. Romero le hizo un gesto a la chica. Ésta corrió a cerrar la cortina y luego se encogió de hombros, como disculpándose. Fue un momento extraño de felicidad y miseria: al parecer ambos se entendían mejor de lo que pensaban, mientras el vidrio se hacía trizas de un golpe. Comprendió que los mundos, incluso los paradisiacos, encierran en sí mismos el germen del horror.
Saliendo del café se echó a la boca una tercera galleta: le quedaban dos. Los zombies le suplicaron vanamente una migaja de oxígeno; él los ignoró. No podía actuar de otra manera. Era simplemente su vida o la de ellos. A su paso iba dejando un reguero de pataleos. Los sentía, pero no se daba vuelta para mirar la escena. Tuvo que hacerlo veinte minutos después cuando a su espalda, más allá de las sombras, le pareció oír una voz conocida. Aguzó la vista y divisó la silueta de un hombre desnudo. Por el timbre de la voz y vista desde lejos se le antojó la de su viejo compañero de curso, Miguel Fredes, único amigo que sobrevivió al tiempo y los cataclismos. Romero lo hacía en Montana y tal vez Fredes estuviera realmente en Montana; últimamente le había perdido un poco la pista.
El hombre desnudo que parecía ser Fredes hacía fuego en plena calle con una provisión de galletas de oxígeno sacadas desde su departamento. A primera vista parecía una de tantas profecías, uno de tantos actos delirantes que se veían a diario. Sin embargo era más que eso. Los zombies lograban rescatar algunas cajas antes de que se quemaran y desaparecían como ratas, por rendijas subterráneas, pero la mayor parte de las galletas era consumida por un fuego exigente y devorador. Tal derroche sólo podía explicarse como un acto de locura extrema, un acto suicida.
El hombre desnudo gesticulaba y maldecía a viva voz, como si ofrendara su cuerpo a una fuerza intangible. Romero no lograba escuchar sus palabras, debido a la distancia; juzgó riesgoso acercarse. Eso lo obligó a intentar un inusual rodeo para volver a su hogar.
Inició el trayecto, algo nervioso, por callejuelas oscuras, plagadas de zombies moribundos. En un momento intuyó que sobrepasaban la centena. Los zombies le tironeaban el bolso con una torpeza irritante. Se vio obligado a lanzarles una galleta, que desapareció en el suelo bajo una especie de ameba de mil caras, enloquecida por la esperanza. Antes de que lo desvalijaran sacó la que restaba y se la quiso echar a la boca, pero una mano angustiada actuó más rápido que la suya y se la robó. Ahora le quedaban, a lo sumo, dos o tres minutos para llegar a casa.

lunes, abril 28, 2008

El mundo de Ark ark Nauw, donde no todos los días amanece

Existe un mundo donde no todos los días amanece. Fue vislumbrado por Lovecraft en uno de sus extraños escritos. Los críticos y los lectores tomaron al pie de la letra el mensaje; o sea, interpretaron dicho relato como una más de sus locas fantasías. Pero se equivocaban: ese mundo existe y yo lo descubrí cuando mi expedición se extravió en el Ártico.
Habíamos bajado a tierra firme cuando la expedición se topó de pronto con una laguna, que no pudo ser confirmada por imágenes satelitales, pero que en modo alguno sorprendió a los científicos de la nave, quienes vienen alertando junto a sus pares sobre el peligro del calentamiento global.
Mientras tomaban muestras en la orilla me subí al zodiac y eché a andar el motor. ¿Qué buscaba?, no lo sé. Tal vez, desaparecer de una vez por todas, hastiado de una vida que, era mi sentimiento de esa tarde, no me había regalado lo que merecía. De modo que me interné en la laguna y navegué varias horas, ya que se trataba de una laguna inmensa, de una superficie tres o cuatro veces mayor que la del lago Llanquihue.
El trayecto tuvo su momento clave cuando surgió un abismo en medio de las aguas, de aproximadamente 30 metros de ancho por cuarenta de largo. En ese punto la laguna estaba congelada, luego entendí que artificialmente. Bajé del zodiac y caminé hacia el precipicio. Ante mi vista se abría una escalera de hielo en forma de remolino. Descendí con todo cuidado, pues carecía de barandas. De acuerdo con mi reloj pulsera llegué a la base exactamente 47 minutos después.
Me recibió un hombre muy delgado. Vestía con extrema humildad. Al presentarse me dijo que la semana pasada había cumplido 148 años. "Yo soy Ark ark Nauw, el rey". Me disponía a arrodillarme, pero me tendió la mano. "No lo merezco; para eso están los sabios". Dijo entonces que en la ciudad submarina de Bhraq bhraq Wauw -con ese nombre había sido bautizada hace 243 mil años- el rey era el menor de los seres vivos, por no decir el menos sensato. Con la excepción de un extraño mareo que me invadió apenas toqué el piso, yo me encontraba muy a gusto y no sentía hambre, a pesar del tiempo transcurrido desde que emprendí la aventura. Ark ark Nauw pareció comprender mi pequeño drama, porque antes de iniciar el recorrido por la ciudad me entregó una píldora para el mareo y un vaso de agua. "¿Tiene hambre?". No, le dije. "O sea, estamos bien". Apenas me tomé la píldora se me pasó el mareo, fue inconcebible. En tierra firme, cualquier píldora demora varios minutos en hacer su efecto, pero aquí éste fue instantáneo. Eso me llevó a pensar en dos posibilidades: que Ark ark Nauw me había administrado un placebo o que me hallaba en la antesala de un lugar mágico, desconocido por la ciencia y capaz de abrir grandes perspectivas al mundo que hasta entonces habitó el humano.
El piso era de hielo brillante pintado en cuadros verdes y amarillos y contrastaba naturalmente -sin rebuscamientos de diseño- con la opacidad de la escalera y de los muros, también de hielo, pero sin pintar. La gente se paseaba por los amplios pasillos con túnicas transparentes; el calor en ciertos trechos se hacía insoportable, a pesar de que el brillo del sol era de los más tenues que alguna vez contemplé. El ancho de los pasillos se aproximaba al de la avenida 9 de Julio, en Buenos Aires. Le dije entonces que los demás miembros de la expedición se encontraban tomando muestras arriba, en la orilla de la laguna, y le pregunté si eso era peligroso. "Sí, lo sabemos". Miré entonces la hora y descubrí que los punteros del reloj habían retrocedido unos 25 minutos, pero no me preocupé mayormente; antes bien me alegré: así dispondría de más tiempo para recorrer la ciudad. "Lo llevaremos al salón central de la gran Asamblea. Allí conocerá la verdad". Cualquier otro se habría angustiado ante este cuadro delirante, mas yo me sentía feliz. Ninguna pesadilla vivida en mi vida anterior se parecía a ésta; lo malo de las pesadillas no son los ambientes, sino las sensaciones que se experimentan en los ambientes. Anoche, por ejemplo, soñaba en el barco que un ejemplar de jabalí-ternero pugnaba por entrar a mi casa para darme coces y yo apenas podía sujetar las puertas, que presentaban graves fallas, rendijas absurdas. Pues bien, allí la ansiedad se mezclaba con una especie de miedo al futuro: sabía que de un momento a otro el jabalí-ternero vencería mis fuerzas y entraría, mas no estaba seguro de qué daño me podría hacer entonces. Aquí, en cambio, la sensación que rodeaba todos mis actos y los de los demás era la sensación de la maravilla ante la serenidad, y eso no podía ser malo.
"Ya falta poco". Pero veía a la misma gente pasearse, como si fuésemos caminando al revés. ¿Cree usted, Ark ark Nauw, que realmente falte poco? A mí se me hace que ya va a amanecer. "Ya falta muy poco". El sol bajó hasta perderse entre la bruma de las montañas y entonces amaneció. "Tenía razón, amaneció. Hace como 14 días que no amanecía. Es buena señal. Ya falta muy poco". Efectivamente había amanecido. En ciertas esquinas de los pasillos la gente hacía ejercicios para entrar en calor. Un hombre tocaba un pito y cientos de mujeres en fila intentaban la posición invertida contra el muro de hielo. Las que tenían éxito quedaban pegadas al muro con sus pies pelados; las que iban a dar al suelo se deshacían y eran barridas por una máquina, luego depositadas en un embudo al centro del pasillo. Unos 30 metros más adelante surgían de un pozo y el hombre del pito les exigía que se ubicaran contra el muro e intentaran el ejercicio una vez más, hasta que finalmente todas quedaron pegadas. "Clap clap clap". ¿Por qué aplaudes tan efusivamente, Ark ark Nauw? "Lo han hecho, por fin. Ahora les queda muy poca vida".
Entonces pasaron mis padres. ¿Hijo, tú aquí? No sabíamos, nadie nos contó; pero no podemos atenderte ahora, vamos atrasados a la función de las seis.


Me sentía tan feliz. Se veían rozagantes envueltos en sus túnicas. ¿Son ellos, de verdad, Ark ark Nauw? "Los vio con sus propios ojos". Tengo otra duda, Ark ark Nauw: durante todo el trayecto no he sabido si tratarlo de tú o de usted. "Tráteme de usted". Pero me siento más en confianza tratándote de tú. "Entonces tráteme de tú". Qué bien, muchas gracias. ¿Puedo hacerte una pregunta, oh, rey? "Bueno". ¿Por qué los relojes en esta ciudad submarina a veces van al revés y a veces van al derecho? "¿Que en su mundo no es así?" No, en mi mundo van siempre al derecho. "¿Qué es ir al derecho?" Ir hacia adelante. "¿Qué es ir hacia adelante?" Es ir hacia adelante en el tiempo. "Ah, veo que es un principiante. Le voy a explicar un pequeño detalle semántico para que nos vayamos entendiendo: en el reino de Bhraq bhraq Wauw llamamos principiantes a las personas que hacen preguntas". ¿Es malo hacer preguntas, me castigarás? "No es malo; sólo que es una actitud de principiante". ¿Qué cosa es ser malo en Bhraq bhraq Wauw, Ark ark Nauw? "Ser malo es no comerse la comida y no lavarse los dientes antes de acostarse. No. Es broma". Comprendí que estaba ante un rey lúdico, no como los grandes patriarcas de Israel, pero no debía confiar en él. Aunque me leyera el pensamiento, no debía confiar en ese tipo de rey. Y efectivamente a los pocos segundos un gesto suyo me lo confirmó. En una curva del pasillo dobló antes que yo y se me perdió de vista entre la multitud. Era un gentío impresionante y encima parecían ir todos atrasados, pues se pasaban a llevar unos con otros; muchos rodaban por el hielo y los más veloces corrían en zig zag, como si calzaran patines. ¡Espera, espera!, pero no había caso. Dónde va, le pregunté a una dama que se veía bien respetable. Ay, no me mire así, joven, dijo bajando la vista, encendida, y se escabulló. Le hice la misma pregunta a un hombre de mediana edad, aunque ya sabía, por lo que me había informado Ark ark Nauw, que por lo menos ese hombre debía tener 148 años y un mes. Me respondió que se dirigía a la gran Asamblea. Le pregunté si lo podía acompañar y me dijo que sí. Me tomó del brazo, como hacen los jubilados, y comenzó entonces una gratificante charla de la que no recuerdo nada, salvo que fue gratificante. Llegamos a la Asamblea cuando amanecía otra vez. Ahora que recuerdo, el hombre dijo sentirse asombrado de que hubiese amanecido dos veces en el lapso de una hora. También me acuerdo de que cuando dijo eso miré el reloj pulsera: el calendario fallaba visiblemente porque marcaba que habían pasado tres días.
Luego de tantos amaneceres me dispuse a dormir una siesta; un ayudante de Ark ark Nauw me llevó a una habitación retirada del mundanal ruido, a instancias del rey. Allí me encontré con un grupo de personas que desarrollaban acciones por separado, rayanas en lo absurdo. Me acerqué al que estaba más cerca de mí y le pregunté qué hacía. Su barba le llegaba al suelo y tropezaba al caminar; le recomendé que se la amarrara con un elástico y le pasé uno que guardaba por casualidad en el bolsillo. “Gracias”. Qué hace usted. “Hago un cuento”. Usted es artista. “Hago cuentos”. En mi tierra los cuentos se escriben. “Aquí se hacen... ¿cómo dijo que era la cosa en su tierra?” Los cuentos se escriben. “Aquí también se escriben, pero primero se hacen”. En mi tierra también generalmente se hacen y luego se escriben. “Entonces hablamos el mismo idioma”. Su diálogo me confundía y por un momento sentí que usaba sofismas para tenderme una trampa de impredecibles resultados. Acababa de afirmar que hacía un cuento, pero en la práctica se estaba disfrazando. “Le digo que estoy haciendo el cuento. ¿No es así en su tierra?”. No, arriba en mi tierra primero sucede algo, luego el escritor se inspira basándose en el recuerdo y luego escribe el cuento, poniendo de su cosecha. “Ahora entiendo. Acá es muy diferente”. Le pedí que me explicara la diferencia. “Bueno”. Pero se quedó mirando un buen rato hacia el bus-carril que pasó a toda velocidad, sin detenerse en el paradero. Luego miró la hora en su reloj pulsera y disipó mi duda con visible malhumor, pero antes me advirtió que yo lo distraía porque el diálogo en que nos estábamos enfrascando no formaba parte del argumento. “Ahora estoy haciendo un cuento sobre una visita secreta que le hago a mi amor imposible”. ¿Cómo se llama el cuento? “Se llama En la mañana me verás, en la tarde me hablarás, en la noche me besarás. Así se llama”. ¿Y cómo hace el cuento?. “Ahora viajaré donde mi amada, son cuatro lunas y tres amaneceres, y me pasearé disfrazado de mendigo ante ella. En la mañana me verá, pero no me reconocerá. Por la tarde entraré donde está comiendo, le regalaré una ranita de juguete y me dará las gracias, sin saber aún que soy yo. Por la noche la llamaré a su balcón y le diré que mire su ranita porque se ha convertido en príncipe, me sacaré el disfraz y entonces al ver la ranita y mirar hacia la calle me reconocerá y bajará a besarme. Luego de que pase todo eso tengo que escribir el cuento”. ¿O sea que usted fabrica primero la acción y después la relata? “Usted lo dijo, yo no he sido”. Pero recién va en la parte del disfraz. “Es que soy un cuentista lento, me cuesta que me salgan las palabras. Además, ¡hace tantas preguntas!”. Creo que entonces me quedé dormido; al incorporarme todavía no terminaba su disfraz. Se veía casi igual e hizo parar un bus-carril sin matrícula que lo llevó a destino incierto. “Adiós, futuro rey, espero entrar en el ránking de los cuentos más leídos en dos semanas más, llevo mucho efectivo”. Antes de doblar, el vehículo ya se había descarrilado: el escritor salió disparado por la ventana y se hizo un chichón al golpearse contra el muro. Entre todos los pasajeros, que eran unos diez, volvieron la máquina al riel y partieron nuevamente, esta vez sí se perdieron tras la curva y ya no los vi nunca más.
Me avisaron que estaba lista mi cama; creí que ya había dormido pero me insistieron que me acostara a disfrutar la siesta. Como ya no tenía sueño se puede decir que me vi afectado de insomnio, de modo que abrí los ojos y contemplé a los demás miembros de la habitación. Me llamó la atención una dama de pelo entrecano y maneras voluptuosas. Le calculé unos 175 años, a vuelo de pájaro. Es atractiva. “Gracias, pero entre usted y yo no puede haber nada”. ¿Por qué? “Somos de mundos diferentes”. Casi me caí de la cama: ¿cómo podía saber que yo no pertenecía a su mundo? "Intuición femenina". ¿A qué se dedica? “Soy pintora”. No la veo que esté pintando. “¿No le han dicho que usted hace muchas preguntas?”. Perdón, estoy tratando de dormir la siesta pero no me da sueño. “Podría haberlo dicho antes. Mire, yo le daré una clase de pintura. Así… así… así… y así. ¿Entendió?”.
La verdad es que no entendía nada. Tuve que explicarle que efectivamente venía de otro mundo y que en mi mundo los pintores tomaban un pincel, lo untaban de color y lo pasaban por una tela, hasta que se iba formando el cuadro. Ella en cambio no paraba de moverse a un lado y otro. “¿Entendió… entendió?”. ¿Por qué se movía tanto? Conseguía que me diera sueño otra vez. “¿Que el escritor no le contó como se hace acá?”. Me contó sobre su oficio, sí. “Bueno, la pintura es igual, primero se crea la realidad y después se pinta”. Pero usted lo único que ha hecho es moverse. “Es que yo formo parte de la nueva escuela abstracta, pero no se le vaya a salir porque me pueden mandar a Siberia”. ¿En Bhraq bhraq Wuaw también existe Siberia? “Sí, es un horno espantoso... ¡lléveme con usted! ¡Llévame lejos! ¡Llévame al fin del mundo!” y se lanzó sobre mí, pero con el vuelo pasó de largo y patinó sobre el hielo.
Un hombre de unos 204 años me agarró del brazo; me advirtió que estaba loca y que no le hiciera caso. "Acá las cosas no son como ella dice, son diferentes". Le pregunté quién era él y por qué hablaba con más juicio; en su compañía me había vuelto a tranquilizar, pero me llamaba la atención que aspirara cada rincón de la sala y hasta el aire de los espacios vacíos con una máquina que terminaba en un embudo invertido. "Soy compositor". ¿De huesos? "Hago mi Sexta Sinfonía". Ah, sonreí. "Usted se quiere pasar de listo, pero por lo que le he escuchado hablar en este rato, en su mundo el arte es una burrada porque nace del entorno. Aquí el arte hace el entorno, de modo que está indisolublemente ligado a la religión. Nuestra religión cree en Wuaw wuaw Wak. Él fue el primer artista. Fue quien creó el reino de Bhraq bhraq Wuaw; a cada momento le rezamos y le damos las gracias por eso". ¡Cómo hablaba! "No se burle. Aquí las burlas del tipo de las suyas se castigan con la pena de muerte. Agradezca que me cayó bien y que estas notas le sirven a mi sinfonía, le dan un aire patético". En efecto, la boca del embudo apuntaba directamente hacia mí y por un instante temí que me tragara.
El reino de Bhraq bhraq Wauw consta de siete subreinos, gobernados por líderes que se hacen llamar príncipes. Durante mi estadía trabé una fructífera relación con Bornj nornj Lornj, primo en segundo grado de Kornj kornj Lornj, quien a su vez mandaba en el subreino de Waugw waugw Grauw. Bornj nornj Lornj era príncipe del subreino de Laurnw laurnw Wraunw. Me preguntó qué tal me había parecido el rey Ark ark Nauw y yo le di las mejores referencias, pero en un momento determinado no le pude ocultar que me pareció algo lúdico, por no decir irresponsable. "Es buen tipo. Ya está aprendiendo". Ante esa respuesta callé: no convenía llevarles la contra a las autoridades en un lugar tan extraño como éste.
Yo le planteaba qué sentido tenía la existencia de los habitantes de Bhraq bhraq Wauw, si nunca se estaba seguro del concepto del tiempo, que es el que mueve todas las vidas hacia un fin determinado. "Se quedó corto". Reflexioné en su breve respuesta; el tiempo no tardó en darle la razón: eran muchas más las cosas diferentes, aunque no sabría explicarlas. De momento noté que ciertas mujeres, o me pareció así, digo que ciertas mujeres que vi pegadas al hielo aparecieron más tarde vestidas con túnica de hombre en la gran Asamblea. ¿Serán las mismas, Bornj nornj Lornj? "Ahí tiene usted". En cuanto a las piernas de las gentes, eran sin excepción de pantorrilla gorda, a pesar de que había personas delgadas, bajitas y hasta de complexión anoréxica. Los montes tan altos ocultaban el cielo; costaba ver el sol. En dos ocasiones el sol descendió por una ladera, como rueda de bicicleta. Iba quemando todo a su paso. Uno de los príncipes envió un destacamento y de lejos se veía a los soldados amarrándolo entre todos a una cuerda y tirándolo de nuevo hacia la cima, para dejarlo caer hacia el otro lado, conocido por todos como "el lado oscuro de los montes". He allí una de las grandes paradojas de Bhraq bhraq Wauw: el lado oscuro resulta ser el lado más iluminado, pues el sol se esconde detrás de los montes y una suposición lógica indicaría que aquel sector desconocido para los habitantes del reino se halla completamente iluminado a partir del momento en que el sol se esconde, y no al revés. Pero esos son detalles que se pueden graficar. Las diferencias a que aludo son incorpóreas, aunque hay algo en la mente que hace que uno las presienta. Esto es tan difícil de explicar que para hacerlo sólo se me ha venido a la cabeza un asunto que descubrí por entera casualidad. Conversando en los pasillos con la gente reparé en que al menos el noventa por ciento hablaba, fuera de su lengua materna, un inglés con acento británico. Comprobado el hecho de que allí no existían institutos para ninguna clase de idiomas y de que tampoco se sabía del beneficio de cierto tipo de becas o de cursos por correspondencia llegué a la conclusión de que algo desconocido para los hombres que habitan la superficie de nuestro planeta Tierra hacía a los seres de este reino hablar así. Dentro de las posibilidades figuraban la instalación de dispositivos dentro del cuerpo, el aprendizaje subconsciente y generalizado, venido de labios de un mismo maestro, en las horas de sueño; una suerte de mecanismo genético aplicable a la raza, en fin, la impresión en el oyente de que las cosas eran como uno creía. Esta última hipótesis se vio reforzada cuando al abrir los libros reverenciales detecté que la situación no siempre fue así. En el video que acompañaba a las actas de la semana anterior el acento que se desprendía de las palabras pronunciadas en inglés era australiano, y en la antepenúltima semana los testimonios de los vecinos se entregaban en un francés muy bien pronunciado, al estilo del que se habla en Lyon. De modo que las diferencias eran incorpóreas, como ya lo enuncié.
En la gran Asamblea usaba la palabra Ark ark Nauw: ¡allí estaba otra vez!, lo vi desde afuera, aunque la túnica que vestía resultaba un tanto pretenciosa, atendido el tenor de su discurso. En la sala no cabía un alfiler. Al ruido del pito hubieron de levantarse andamios sobre los cuales se iba colocando un piso de madera entablonada. Desgraciadamente el peso de la improvisada edificación hundió las bases en el hielo y fue bajando los pilares hasta que éstos se encontraron con la roca sólida. Consecuencia del accidente fue que aquellos ubicados en el primer nivel, los que llegaron de los primeros, injusto castigo, tuvieron que escuchar a Ark ark Nauw flotando en las aguas, como si estuviesen disputando un partido de waterpolo. Debido a mi desconocimiento de las costumbres del reino, no a mi impuntualidad, accedí con bastante suerte al tercer nivel, pero muy detrás entre el gentío, de modo que parte de mi testimonio se basa en suposiciones. La gente escuchaba con extrema atención sus palabras y cada vez que Ark ark Nauw bajaba la voz, sonaba el pito y la Asamblea estallaba en un aplauso matemático. "Qué dice, qué dice", comentaban unos con otros. "Está diciendo que uno de los presentes en la gran Asamblea no es del reino", me llegó finalmente la frase al oído, que me estremeció. La fiebre aumentaba y por momentos los zumbidos se tornaban insoportables. Mi cabeza parecía una nuez partiéndose con el martillo. Las articulaciones hacían acto de presencia sin motivo, desde los hombros hasta las últimas falanges. Una lija recubierta de brasas me raspaba la garganta. Bornj nornj Lornj se acercó con una píldora blanca en la palma de la mano. "Tómese una aspirina". Tras ingerirla el dolor pasó en el acto, como la vez anterior. El príncipe me leía el pensamiento, qué duda cabe. La gente volvía a sus casas en camiones estacionados en calles que nacían a los costados del pasillo central. Los caminos eran angostos laberintos. Se trataba de un sistema primitivo de transporte, evidenciado en tres detalles: no existían escaleras para que la gente se apeara de los acoplados ni barandas para afirmarse. Del mismo modo, los neumáticos resultaban inoperantes a la hora de desplazarse en el hielo para subir la pendiente y así, a menudo se veía descender a los camiones marcha atrás a toda máquina hasta chocar contra las paredes. No existía otra forma de transporte pues el ancho de las calles -con la excepción del pasillo central, reservado únicamente para el tránsito de personas- no permitía el uso de automóviles. Los camiones que lograban llegar al paradero lo hacían casi siempre a destinos cambiados, debido a lo intrincado de los laberintos, que por lo demás no disponían de una buena señalética. La gente entonces se veía obligada a pernoctar en casas ajenas. Esta circunstancia tan nimia que relato con detalle explica el frágil valor que en el reino de Bhraq bhraq Wauw tiene el concepto de la propiedad privada. Las casas, todas equipadas con calefacción central, disponen sin embargo de insignificantes elementos, algo más que un refrigerador, que de poco sirve, y un par de camas. La gente hace sus necesidades a toda vista en la primera pieza, en el rincón de la derecha, en un hoyo abierto en el hielo. El príncipe Bornj nornj Lornj, quien resultó ser el más humano de los príncipes, exceptuando al rey, me convidó a alojar en su palacio. Era una casa como todas. Allí vi desplazarse a dos gatos vistiendo elegantes túnicas. Fíjese Bornj nornj Lornj que es la primera vez que veo animales en el reino de Bhraq bhraq Wauw, le comenté. "Sh... eso no se dice por ningún motivo". Me enseñó la cama y me ofreció a su esposa, pero rehusé, pues se trataba de una dama entrada en años. ¿Cuántos años tiene? "Tengo 245, pero represento 212". ¿Aquí no existen los cirujanos plásticos? "¿Que no me encuentra bonita?" Reproduzco este diálogo al pie de la letra para graficar la esencia de la sicología femenina, que es similar a la de este género en la tierra. Bornj nornj Lornj miraba la escena desde afuera. Se había asomado a la ventana y de no habérseme informado con anterioridad de que en Bhraq bhraq Wauw los hijos no eran procreados mediante la triquiñuela de la satisfacción sexual, juraría que se estaba masturbando.
Me hicieron pasar a la pieza de alojados y con suma delicadeza Bornj nornj Lornj me convidó un par de frazadas extras, pero el calor era insoportable y no las necesité. Cuando desperté me di cuenta de que había dormido como un lirón. Cualquiera habría dicho "cuando me desperté a la mañana siguiente". Yo debo declarar con toda certeza que no me desperté a la mañana siguiente sino al menos tres decenas de años antes. Lo afirmo porque al mirarme al espejo constaté que era poco más que un bebé. Cuando la esposa de Bornj nornj Lornj me llevó el desayuno corrió a darle la noticia a su marido. Éste volvió con la corona en sus manos y dijo: "Bienvenido. Ark ark Nauw me encarga avisarle que ahora que cumplió cien años usted es el rey". Ya me sentía uno de ellos y mi primera orden fue que se me llevara al corazón del reino, a su recinto más sagrado, en el entendido de que intuia que no se trataba de la gran Asamblea sino de algo trascendental. "Aprende rápido". Sí, le respondí, orgulloso.
Me llevó a una sala donde me esperaban todos los patriarcas. Ark ark Nauw se acercó a saludarme y le corrieron las lágrimas, estaba emocionado de verdad. "¡Hermano!". Nos abrazamos y me presentó a los siete príncipes. Cuando saludé a Bornj nornj Lornj me hice el leso, en un gesto de cobardía y timidez que hasta hoy no me explico. Él me saludó como a un viejo conocido. "Se puso colorado como un tomate". Hace menos calor hoy. "No me cambie el tema". ¡Pero si lo digo de verdad! "Y qué me importa". Era la primera señal de agresividad que detectaba en el reino, justo ahora que yo era el líder. Tuve que reconocerle que sí y entonces se quedó tranquilo. Ark ark Nauw no pareció darse cuenta del problema de fondo que ocultaba dicho diálogo y tomó la palabra. "Mire". En el centro de la sala había una extraña máquina. Le pregunté de qué se trataba. "Ésta es la máquina que hace la última máquina". No entiendo, Ark ark Nauw, ¿quisiera explicármelo con más detalle, ahora que yo soy el rey? "Nunca se preguntó como se hacía la última máquina porque no le gustaba ir al fondo ni menos pensar obviedades. Pues se hacía con esta máquina y ahora que ya lo supo le está llegando su hora". Explíquese mejor, si tiene la bondad. "Mire, le voy a dar un ejemplo. Un libro se hace con una máquina para hacer libros. Pero usted nunca se preguntó de dónde salía la máquina para hacer libros. Pues bien, salía de una máquina para hacer máquinas que hacen libros. Las máquinas que hacen máquinas para hacer libros salen de una máquina y así sucesivamente. Ésta que ve es la última máquina, o la primera máquina, si lo quiere mirar desde el otro punto de vista. O sea, ésta es la máquina que permite el funcionamiento de todas las demás". ¿Pero cómo surgió esta maravilla, Ark ark Nauw? "Fue hecha a mano, pieza por pieza". ¿Pero con qué máquina se fabricó cada pieza? "Todo se hizo a mano". Pero se ve mohosa. "Es que ya no se usa". Entonces quiere decir que en este reino todo está estancado. "Usted lo ha dicho, mas no lo dije yo".
Sentí un pánico infernal al escuchar la última frase. ¿Me puedo ir? "Usted tiene la palabra, nosotros obedecemos". Quiero volver al zodiac, amado Ark ark Nauw. "Qué se cree". No se enoje. "Es que me ofende". Por qué. "Váyase ahora mismo".
Subí las escalinatas de hielo mientras el reino entero me despedía con pañuelos blancos que salían de los bolsillos de las túnicas. ¡Adiós, amigos! "Adiós". ¡Adiós, Ark ark Nauw! "Adiós, buen hombre". ¡Adiós, Bornj nornj Lornj! "Adiós". Adiós, papá y mamá. "Adiós, hijo, vuelve pronto". Mientras subía los ochocientos o novecientos escalones el océano revuelto iba cubriendo los de más abajo. El agua me llegaba a los talones y al arribar a la superficie me cubrió por completo y sólo alcanzó a emerger una de mis manos sobre el hielo. Sentí unos picotazos y luego unos brazos humanos me subieron al zodiac.
"¡Vaya qué milagro!" "Hace como media hora que te andábamos buscando". "¡De la que te salvaste!".
Eran Joe Francis, Dean Harrison y Werner Stutz, tres oceanógrafos de prestigio mundial que viajaban conmigo en la expedición: me acababan de salvar la vida.

domingo, marzo 30, 2008

El faro

A Fani Labra

En aquellos postreros días, vigoroso aún, el destino me ofreció un trabajo bien remunerado. Vivía ya entonces de mi pensión, que satisfacía todas mis necesidades; verdaderamente no precisaba más ingresos. Sin embargo acepté la extraña oferta, en parte por la naturaleza del trabajo, en parte porque nadie en su sano juicio es capaz de sustraerse a la tentación de ganar dinero bien habido si la labor que habrá de desempeñar a cambio no le es desagradable. Bastantes ya lo hacen escupiendo al suelo o arriesgando su pellejo ante la ley. Con sobrada razón mi rechazo se hubiese prestado para comentarios maldicientes.
Consistía la ocupación en atender y mantener un faro histórico situado en la ribera del Golfo de Penas. Apenas lo vi desde el mar me prendé de él. La torre blanca se divisaba desde unas 12 millas náuticas y su luz intermitente me hacía guiños matemáticos que se me antojaron un alegre saludo de bienvenida a la distancia. Cuando desembarcamos en la distante playa de acceso, ayudada por dos mocetones, mi madre lanzó un par de divertidas palabrotas. Por la noche, mientras yo asumía la responsabilidad del faro y revisaba el inventario para darle el visto bueno final, ella se metió a la cocina y nos preparó una sopa de róbalo, que acompañamos con pan amasado, queso, fiambres y una botella de vino. La nave zarpó al día siguiente, llevándose a los viejos fareros. En el lugar quedamos sólo mi madre y yo.
Recuerdo tan claramente esa noche inicial. Mientras mi madre dormía a placer me encaminé al faro y subí a reconocer la torre. Abrí la portezuela y contemplé el mar desde la altura. El viento me desestabilizaba y de no ser por mis manos, agarradas como las de un halcón a la baranda de metal, su fuerza me habría despedido por el aire. La lluvia me corría sobre la capa amarilla de servicio, que protegía mi cuerpo de pies a cabeza. La furia de Neptuno resplandecía en las crestas de las olas y de su voz eólica brotaban versos definitivos, inefables en su negro misterio. Estremecido de goce, volví a la seguridad interior de la torre, me saqué la capa, me puse cómodo y en ese momento, viendo otra vez el mar, pero ahora desde una civilizada perspectiva, sentí como si aquél fuera el comienzo de unas largas vacaciones. Y viví intensamente y traté de hacer durar ese segundo eterno detenido en el tiempo, y reuní en él todas las formas imaginables de mi goce: el océano siempre igual y cambiante, la sinfonía de la tempestad, la visión desde la torre, el graznido de las aves nocturnas, los copas de los árboles oscilando con el viento, la leña consumiéndose en la salamandra, la seguridad del buen hogar, el guiso humeante, el licor y el vino, el estante repleto de libros, la provisión de discos, el papel y los lápices de dibujo, el aroma de la moledora de café, el computador encendido y mi madre, mi madre... hasta el fin de los tiempos.

Entonces, inevitablemente, ocurrida la experiencia de sentir y la experiencia de pensar; no pudiendo rehacerla, aunque me forzara a ello, pues lo que es ya había sido, el faro se me fue haciendo familiar, rutinario, ya visto. Y con esa sensación parecida a la de haber vislumbrado el paraíso bajé a echar mis huesos a la cama.
El primer día lo dedicamos a humanizar la casa de concreto que se hallaba junto al faro y ordenar nuestras habitaciones. Ella exigió que yo utilizara el dormitorio más amplio, "por mis obligaciones". Yo contraargumenté con la evidencia de que sus años le exigían una habitación cómoda. Tras absurdos dimes y diretes decidí imponer mi autoridad de guardafaro. Ese hecho bastó para que declinara en su insistencia. No pude dejar de advertir en su gesto un aire de orgullo por la misión que cumplía su hijo. Semanas, meses y hasta años más tarde no se cansaría de recordarme lo acertado de mi golpe de mando, ya fuera por la proximidad del baño, ya por el espacio para la cocinilla, ya por el rincón sagrado que reservó para su lugar de oración. El reclinatorio, en efecto, se le transformó en una necesidad diaria -matutina y nocturna- desde el temprano día en que yo surgí del bosque con la pequeña sección de un alerce derribado alguna vez por un rayo y, tras arduo esfuerzo, convertí ese pedazo de tronco en herramienta para su alimento espiritual. Mis manos quedaron callosas por un tiempo, pero la felicidad que me proporcionaron el serrucho, el cepillo, el martillo, la pintura y el barniz las cuento entre las más intensas de esos años. Al culminar el día la veía retirarse a su pieza, desde donde nacían dulces susurros acompasados, que duraban unos veinte minutos. Luego salía a darme las buenas noches y volvía a recogerse. Su beso en la mejilla terminaba con el mismo diálogo:
-Ya recé por usted, hijo.
-Gracias, mamá.
-No trabaje tanto, hijo. Buenas noches.
-Buenas noches...
Ordenada la casa, al segundo día comenzó mi tarea. Atender el faro era cosa fácil. En realidad, no había que hacer casi nada. La señal se programaba sola, de acuerdo con los husos horarios. Mi misión consistía en que el mecanismo automático funcionara y, de vez en cuando, en cargar una de las baterías o reemplazar alguna placa de energía solar. Una vez al año había que revisar las cañerías y cada dos años, repintar los muros exteriores, labor que me tomaba un buen par de meses. Mi madre se encargaba del aseo y de la cocina; yo lavaba la loza y una vez a la semana enceraba el piso de madera. Las vituallas y encargos especiales llegaban cada seis meses, por la vía marítima. Dicho esto, se comprenderá que para cualquier espíritu aventurero y movedizo tal trabajo habría equivalido a una condena a muerte; pero para mi madre y para mí esto era lo más parecido al edén. Todo consistía en confeccionar una rutina y cumplirla. La cena era a las nueve y yo la acompañaba con dos copas de vino. Ella sólo comía una fruta y antes de recogerse a cumplir con el rito de sus oraciones nocturnas gustaba una taza de té hecho por mi mano, que siempre hallaba "delicioso". En mis horas de soledad frente al computador, avanzada la noche, me permitía un vaso de brandy o de bourbon, no más, aunque siempre quedaba con deseos de beber el segundo. Para que no se piense que mi capacidad de control es envidiable, he de confesar hoy que esta última rutina llevaba implícito el autoengaño de la doble y acaso triple medida. En pequeñas y saludables ocasiones, sin embargo, nos saltábamos la norma. La noche de Año Nuevo abríamos champaña, aunque no éramos capaces de beber toda la botella. Lo que hicimos entonces, a contar del segundo año, fue lanzar el corcho y la burbujeante espuma del ávido chorro desde lo más alto de la torre hacia el océano: era mi homenaje a los dioses del mar y para ella, el brindis con su Padre Bueno. Y aunque ya lo he dicho, no está de más reafirmarlo: mi madre era creyente, católica de una devoción admirable hacia la Virgen. En otras palabras, católica desde el punto de vista dulcemente bondadoso con que se puede adoptar esta religión, pues el otro es el de la fría autoridad centrada en el temor de Dios. En su cándido espíritu provinciano no cabían dudas metafísicas de ninguna especie: Dios existía, el diablo trataba de hacerle sombra, los hombres buenos al morir se iban al cielo, los malos al infierno y el resto, que éramos casi todos, podíamos pasarnos unos dos mil a tres mil años en el purgatorio. La vida era para ella un continuo asombro, vivía el momento como no lo recuerdo en otro ser. Para proclamarlo de modo terminante, y si tuviera que atenerme a la definición que Montaigne recoge de Platón, diría que mi madre encarnaba sobradamente los tres requisitos de la auténtica filosofía: firmeza, fe y sinceridad.
Me levantaba tarde, pasadas las nueve y media. Mi madre, en pie desde temprano, insistía con majadería en llevarme el desayuno a la cama y me urgía a comer el pan recién salido del horno, con mantequilla, jamón, queso y huevos revueltos, sabiendo que mi rutina consistía en un café amargo, un bizcocho y un vaso de jugo, nada más. Aquel momento se constituyó en un diario motivo de disputa, al que a veces ponía fin con mi clásico golpe de mando, aunque en otras ocasiones me dejaba tentar, lo que ella íntimamente consideraba un triunfo; he allí el porqué de su hábito. De todos modos, había una batalla que siempre le ganaba: el desayuno se tomaba luego de que yo saliera del baño, duchado y rasurado, y siempre en el comedor de diario, ubicado frente a la cocina a leña, que servía de estufa. Hablábamos superficialidades mientras generalmente afuera llovía a chuzos; ella me comentaba sobre el estado del tiempo, mas no lo hacía por romper el silencio o iniciar un tema de conversación: de verdad la impresionaba ese clima inhóspito, al que no estaba acostumbrada. Solía preguntarse si la estructura del faro aguantaría esos vientos o si un rayo no nos terminaría por caer en la cabeza, frases que remataba con una tranquilizadora noticia de indulgencia que le había entregado su Padre Bueno en la oración de la mañana, y que me incluía a mí. "Así que si nos revienta un rayo estamos salvados", bromeaba usando esos giros brutales que tan bien le conocía, pero yo permanecía en silencio, pues a esa hora lidiaba con mi mal genio matutino. Luego levantaba la mesa y lavaba la loza. Mi madre volvía a las labores de cocina y se entregaba a la tarea del almuerzo. Entonces me gustaba salir. Si el día había sido bendecido por la presencia del sol dejaba la casa con pocos resguardos y me internaba en el bosque, a veces caminando y otras en una bicicleta de montaña. Entre el faro y la playa las generaciones anteriores habían abierto un sendero de unos ocho kilómetros. Lo flanqueaban árboles nativos que por trechos metían sus raíces en el camino y lo ocultaban a los ojos. Transcurridas unas dos horas, si cumplía el trayecto a pie, llegaba al desembarcadero, que era la playa de arena, protegida del viento en todas sus direcciones. Allí tomaba el bote amarrado en la orilla y me internaba en el mar unos centenares de metros a la pesca de róbalos, congrios y merluzas. Cuando el viento y las nubes me aconsejaban desistir de tomar riesgos innecesarios me sentaba en la arena, no mucho rato, a meditar y sentir pasar la vida, sin esperar nada a cambio. Al momento de advertir que mis meditaciones no me llevaban a ninguna parte y que los huesos empezaban a reclamar acción, me levantaba y emprendía el camino de regreso. Llegaba al faro pasadas las tres de la tarde. Mi madre me estaba esperando con la cerveza helada, que bebía luego de cambiarme de ropa y mientras estiraba las piernas en la sala de estar, frente a la salamandra, inmerso en el mundo musical de Shostakovitch, Bartok, Ravel, mis preferidos para la hora del almuerzo, por su intensidad y desparpajo. El almuerzo consistía en una entrada y un plato de fondo, acompañados de vino. El postre podía ser flan, leche nevada, sopaipillas pasadas, budín de pan u otras exquisiteces salidas de sus manos. Una estancia de esas características exigía surtida despensa. Al firmar el contrato con la empresa que me encargó la misión llegamos al acuerdo de que ésta me proveería de todo lo esencial, incluyendo fruta, carne y verdura congeladas, además del vino. En la cava, pues, se contaban aproximadamente 150 botellas, unas cien de vino tinto y 50 de blanco, renovables cada seis meses, aunque de una calidad mediana. Dada esa realidad complementé el número con una cantidad nada despreciable de vinos de cierta categoría, que solía gustar en la cena. A nuestro cargo quedaron además los licores y otras delicatessen que alegraban nuestra charla del aperitivo, que se podía considerar sagrada, ya que era el momento que daba inicio a lo más importante de mi jornada, pero ya iré a eso.
Si el tiempo estaba malo, que era lo habitual, la salida se restringía a unos pocos kilómetros y me obligaba a vestir impermeable y botas. Paradójicamente, los mares encrespados se prestaban para la buena pesca de orilla. La caña y los anzuelos solían capturar hermosos ejemplares de lenguados que mi madre limpiaba y guardaba para la cena. En todo caso, fueran los peces que fueran, su exclamación inevitable al verme entrar con ellos al hombro era de admiración.
Antes de que llegara el primer verano deslizó la idea de que un huerto nos proporcionaría hortalizas frescas, "que hacen muy bien a la salud, hijo". Tomé la sugerencia como una orden y al cabo de dos semanas habilité el invernadero, a unos cien metros de la casa, en un claro del bosque. El espacio protegido del viento, el frío y la lluvia se transformó en su hobby de las mañanas y desde entonces se hicieron habituales las verduras frescas en las comidas e incluso, en ocasiones, las flores en la mesa.
Mi sueño de esos días postreros era ser mago. La satisfacción espiritual se me daba al demostrar mi extraño poder, un poder mágico, revestido de belleza, un poder hasta cierto punto mentiroso, pues no había base sólida alguna en el que se sustentara. Dicha conducta se orientaba especialmente a captar la atención del sexo opuesto y de las personas que realmente ostentaran poder. Desde luego no actuaba así con mi madre, puesto que hacia ella lo natural era amarla, atenderla y complacerla. Ahora que lo pienso, sin embargo, creo que tal vez ese deseo de querer encandilar con luces artificiales al mundo entero, especialmente a las mujeres, se originara en la temprana relación entre mi madre y yo. Pudo ser que cuando muy pequeño la viese tan gigante y poderosa que, indigno de captar su atención, decidiera iniciarme en las artes de la magia. Pero aquella hipótesis freudiana no tenía la menor importancia en el faro, salvo en lo que se refiere al uso del computador. En el faro el norte de mis días eternos fueron la sencillez, la verdad, el amor. Digo fueron porque hasta los días eternos dan paso a otros días y hasta las vacaciones más largas llegan a su fin. Así es el tiempo, la única verdad que gobierna nuestros días.
El computador y la noche daban paso, en efecto, a un modo distorsionado, perverso de ver las cosas. No me bastaban la sencillez, la verdad ni el amor que me entregaba mi madre. Algo anterior a mí me exigía cumplir ciertas acciones que condujeran a la insatisfacción. A través de la vía satelital hablaba con desconocidas mujeres de todas partes del mundo, a quienes intentaba seducir con la palabra. De las teclas se desprendía un fuego, una pasión que no podían entenderse sino como la más sublime expresión de la derrota, puesto que en mi fuero íntimo yo percibía que esos mensajes eran una desesperada estrategia destinada a ser tomado en cuenta. Así, el amor lejano, imposible, y la unión momentánea con otro cuerpo despertaban sueños y fantasías pero también tristeza, desánimo, melancolía. No puede existir el paraíso sin aquellos nobles sentimientos. No basta la alegría, no basta el amor. El hombre no fue hecho para ser ciego ni para ser perfecto.
Lo había instalado en la torre del faro. Cuando no me dedicaba al dibujo, allí escribía noches enteras y daba rienda suelta a unas ansias que se extraviaban del sendero que templaba mis acciones el resto del día. Sí, entonces yo era otro, una especie de átomo que pugnaba por salir del núcleo para estallar y confundirse con las estrellas del cielo austral. Ni mejor ni peor que el del día, y sin embargo oculto por pudor a los ojos de mi madre, quien desde el sueño contenía mis actos, impedía que la noche se trastornara y me depositaba en serenas playas al clarear el alba.
Escribía de mis ansias, de mis apetitos reprimidos, creo que en el fondo escribía de mis ganas de amar. Eran éstas unas ganas que sobrepasaban el amor sagrado que le profesaba a mi madre, el que siendo esencial y bueno era no obstante incompleto, ya que no incluía esa enorme sombra, ese lado malvado y violento que contenía mis inclinaciones sádicas y mis besos profundos. Más que eso no diré, pues no viene al caso. Por lo demás, de sexo ya he hablado demasiado.
Las noches que dedicaba al dibujo eran las noches serenas. Me sentaba en la mesa del comedor, ubicaba una lámpara a mi izquierda y hacía correr el lápiz sobre el papel granulado. Cerca mío reposaba el bourbon; a mano quedaba el café. Mi madre me dejaba galletas horneadas antes de acostarse. El calor de la salamandra llenaba la habitación y empañaba los vidrios. La música lo volvía todo aun más agradable. Afuera arreciaba la tormenta y la furia del viento en ocasiones hacía volar ramas que terminaban su viaje golpeando alguna de las ventanas. Ese ruido, que para otros puede ser intimidante y desagradable, a mí se me tornaba divino al unirse a la música. Ya algo así dijo una vez Glenn Gould. Mientras dibujaba rayas que se iban convirtiendo en formas y luego en historias, las notas me transmitían timbres y colores que en ninguna otra circunstancia he sido capaz de percibir. El violín de las partitas de Bach adquiría ribetes laberínticos y se prestaba magistralmente para escenas de habitaciones y de bosques. Las Variaciones Goldberg se mezclaban tan perfectamente con los trazos, los relieves y las sombras que nacían del grafito que terminaban siendo una sola cosa, generalmente una cosa vulgar y violenta, al estilo de las atmósferas de Dostoievski; me refiero desde luego al producto que salía de los lápices. El segundo concierto para piano de Bartok, paradójicamente, llenaba el papel de campiñas y paisajes horizontales, débiles, evanescentes, en contraste con ese fuego que despiden el piano y los timbales. La tercera sinfonía de Mahler, con sus aires militares, resultaba ideal a la hora de colorear los grandes espacios de una viñeta, punto por punto, hasta acabar ambos, la viñeta y el primer movimiento, luego de 40 minutos. Dicen que la música distrae. En mi caso, no existe algo que me concentre más, mientras dibujo, que la música.
El resultado de mis ambiciones estéticas, sin embargo, solía ser desastroso. Nunca he sido capaz de resumir una obra en una sola escena; no tengo ese poder. Para escribir un poema necesito contar una historia, de modo que si dibujo, las hojas involuntariamente se van dividiendo en pequeños cuadros que encierran acciones, miradas, ambientes. En el faro, las historias iban naciendo cuadro a cuadro, sin proyecto previo. Comenzaba con trazos burdos y gruesos; luego, si me entusiasmaba, el estilo se iba volviendo prolijo. Al terminar la noche el cerebro se transformaba en un amasijo de detalles obsesivos. Cuando me levantaba de la mesa para observar el trabajo a la distancia, el desaliento me hacía beber el contenido del vaso de un solo trago. Salía entonces a empaparme con la lluvia -una especie de protesta contra Dios o en otras palabras, contra la cárcel de los talentos- y luego me encerraba en el cuarto y me dormía.
A veces pienso que yo soy como mis dibujos: suelto y relajado, al principio; abrumado por la responsabilidad, al final. Dos cosas que no se dan bien en un solo hombre.
Mi madre me observaba y creo que lo entendía todo, pero no decía nada. Se limitaba a servirme, llenarme de cariños, atender la huerta y la cocina, orar y en sus momentos de ocio, devorar las novelas policiales de Agatha Christie y George Simenon y las obras de autores pasados de moda como Romain Rolland, Maxence van der Meersch, Somerset Maugham, Lajos Zilahy y Pearl Buck, sus preferidos junto con los estandartes del boom latinoamericano, Vargas Llosa y García Márquez. Más de una vez, en tiempos muy diversos, la vi sentada frente a la salamandra, concentrada en "La buena tierra". Al hacerle ver que esa novela ya la había leído me respondía con divertida pasión que la estaba repasando, lectura que inevitablemente desembocaba en "Hijos" y para completar la trilogía, en "Un hogar dividido". Lo malo era que el solo hecho de que yo le hablara durante su lectura la hacía levantarse del sofá y disponerse a atenderme; su espíritu de renuncia a sí misma era exagerado. Por eso, cuando la veía leer o dormitar me cuidaba mucho de hacer ruido.
La primera señal de que el paraíso se acercaba a su fin y de que ambos seríamos despedidos se dio, estoy seguro, la noche estrellada en que la invité a la torre y le pedí que observara el mar desde la altura, apoyada en la baranda. Nunca debí hacerlo.
-¿Lo ve, mamá? ¿Ve el mar? -le pregunté.
Ella me dijo:
-Sí, hijo, lo veo.
-¿Lo ve bien?
-Sí, hijo.
-Y ahora, ¿lo ve mejor?
-¡Hijo, por Dios! -exclamó, sobresaltada.
Había apagado la luz del faro y por un momento quedamos indefensos ante la inmensidad. Todo se intensificó ante nosotros: el ulular del viento, el choque de las olas con los roqueríos y su bramido mar adentro, el brinco de las ballenas, el titilar de las estrellas. Vibraba el océano como un campo de trigo grisáceo, pero a la vez cristalino. Bajo el agua no se apreciaba nada con los ojos, pero con mi madre podíamos adivinar profundidades prohibidas a la vista y el baile de los peces, las sombras que dejaban los albatros al pasar y las carreras de los cangrejos sobre la arena sumergida. De no haber sido por ese falo gigante, a la vez que útero cálido y luminoso de concreto, nuestros cuerpos y nuestras almas se habrían confundido con las tinieblas del origen, porque ante tamaño espectáculo simplemente desaparecimos, no fuimos nada. La prueba fue que bastó la falta de la luz frente a los elementos naturales para que nos sumiéramos en la angustia. La suya, pasajera e inocente; la mía, profunda y desviada.
A lo lejos, una nave invisible nos disparó sus propias luces en señal de alerta. Sorprendido en falta, volví a encender el faro y todo pareció retornar a la normalidad. Volvimos adentro de la torre, cerramos la ventana, bajamos la escala y entramos a la casa.
Al día siguiente me llegó un correo electrónico. Decía así: "Favor responder reporte barcaza Guaitecas III acusando falta funcionamiento faro entre 05:43 y 05:47 GMT, momento surcaba Latitud: 46° 49’ 18’’ Sur. Longitud: 75° 37’ 18’’ Weste gracias".
Respondí a la oficina en Talcahuano que la involuntaria desconexión de una de las baterías había dejado sin energía a la lámpara por unos minutos.
Días después el violento choque de un cuerpo contra el ventanal de la sala de estar nos interrumpió uno de nuestros momentos de ocio. Mi madre terminaba una de sus novelas y yo dormía la siesta. El ruido me despertó y salí de la casa. Había una gaviota muerta bajo la ventana que daba al norte; esto es, a la luz del sol. No eran usuales esos choques; en nuestros años fuimos testigos sólo de otros dos. Sin embargo el de esta vez era especial. Una pequeña flecha blanca atravesaba a la gaviota, misterio absoluto pues, que supiera, nadie más habitaba el lugar en decenas de kilómetros a la redonda. La examiné cuidadosamente. La flecha había ingresado por el lomo y salido por el pecho, lo que aumentaba el misterio. Denotaba que quien disparó el arco probablemente lo había hecho desde un nivel superior al de la gaviota. El tubo de la flecha no era de madera sino de carbono. Aquello quería decir que un cazador experto rondaba nuestros dominios. La intención del disparo no podía explicarse de otro modo que como un mero ejercicio, dado que a una gaviota no se le saca provecho, aunque en mi mente comenzó a rondar la idea de la advertencia, el escarmiento.
Extraje la flecha y la lancé al bosque. Arrojé la gaviota al mar, para que los lobos marinos la despedazaran entre los roqueríos. Volví a la casa y fingí que no había pasado nada. Mi madre nunca supo nada de esto.
La angustia tiene fácil solución: basta que acontezca aquello que la provoca para que ésta se vaya. A la salida de la consulta del dentista se experimenta una absurda alegría, la misma que se apodera del niño después de que le han colocado una inyección. Si hay que improvisar unas palabras delante de una asamblea, el nervio deja de retorcer el estómago apenas se oyen los aplausos que cierran la reunión. Pero la angustia no suele mostrar su horizonte cuando no se conoce su causa y por lo tanto, su remedio. En mi caso, una noche estrellada a merced de los elementos dentro de un faro apagado, el descubrimiento de una pequeña falta desde la lejanía o el flechazo a una gaviota bien podrían constituirse en las causas concretas de la angustia que me dominaba y ya casi no me dejaba dormir, pero, ¿qué remedio había para eso? Mi madre advertía el cambio de conducta, pero no me preguntaba nada; se limitaba a redoblar sus cariños, aumentar el tiempo de sus rezos e insistir con majadería en hacerme comer. Yo trataba de disimular la situación, pero mis actos no hacían más que subrayarla. A veces le levantaba la voz, otras me sumía en un mutismo sádico. Sin ofrecerle explicación alguna, desarmé el invernadero y le prohibí salir de la casa. Ella no emitió una sola queja, pero se paseaba en las noches por su habitación, a puerta cerrada, y en esas ocasiones sí me parecía escuchar de sus labios un leve murmullo quejumbroso. Como se vio privada de su hobby me pidió que le enseñara el manejo del computador para usarlo en mis horas de ausencia. Por mi parte, dejé de escribir e intenté dibujar, sin éxito, de modo que mi hábito diario, tan matemático, se trastrocó en interminables caminatas hacia las profundidades del bosque, anhelando dar en una de ellas con el extraño arquero de las flechas de tubo de carbono, como si enfrentándolo aunque fuese a mano limpia pudiese deshacerme de la angustia, que era mi verdadero cazador.
Sentado en medio de la selva sentía cómo me recorría el cuerpo y se instalaba por fuera de todo; era ésa su gracia. Me resultaba imposible capturar el sentimiento y asfixiarlo, porque no estaba dentro de mí, no formaba parte de mí, lo aseguro. Como inverso campo de fuerza, la angustia convertía lo que me rodeaba y lo que sentía por aquello que me rodeaba en una masa muerta, desprovista de alma y sentido. No se puede amar a los muertos, se ama el recuerdo de ellos cuando estaban vivos. No se puede amar al mundo si está muerto, si la energía de la angustia lo mata. No se puede amar a Dios si hasta esa fuerza palidece ante esta serpiente venenosa. Inmerso en la inhóspita selva, entonces, sentía la muerte alrededor mío y rezaba, sí, rezaba a un Dios muerto para que la tenebrosa vibración me dejara de una vez en paz.
Para quien no la ha vivido, es difícil explicar esa desesperación de ver con los propios ojos que todo está igual que antes, y sin embargo está muerto. Como no se halla la causa del estado, ninguna acción que uno acometa lo sacará de esa prisión. Querrá entonces la mente fabricar planes de evasión y todos conducirán al mismo punto. Aumentará la obsesión de salir de esa caja sellada y el riachuelo de pensamientos turbios que la alimenta conducirá sin excepción sus brazos al mismo punto; y así llegará el momento, diría el momento triunfal, en que el alma se dará cuenta de que el muerto no es el mundo sino uno y su espíritu, vacíos de Dios. La pregunta brotará, espontánea, y la decisión quedará por fin en manos propias. ¿Deseo ser parte del mundo o deseo permanecer en esta forma de muerte? Cualquiera de las dos opciones incluirá la causa de la angustia, que al ser descubierta deberá promover el retorno de la sensación a la bruma de donde salió. Pero no será una victoria fácil. Si se opta por la muerte, ya no habrá más Dios con nosotros y el resto de vida que nos quede se nos irá en la contemplación del vacío. Si se opta por el mundo, la angustia, al alejarse, nos traerá de vuelta a Dios. Ambas opciones implicarán el destierro, pues no se podrá vislumbrar el paraíso desde el vacío. Y con Dios vendrá inevitablemente la expulsión, ya que un mundo con un Dios gobernando en los cielos es un mundo de vida y agonía.
Fue una tarde borrascosa de invierno cuando volví del bosque con la decisión tomada: aunque me pesara, viviría en esa forma de muerte, inmerso en la nada, dejando que la vida pasara, sin pensar siquiera en la esperanza de la evasión, menos aún la redención. Abandonaría toda forma de placer, todo sustituto de la muerte y me concentraría sólo en la muerte, la esperaría desde ya, aunque mi cuerpo estuviese sano; la esperaría como a fin de cuentas la esperamos todos, aunque sin reconocerlo. Sería a partir de ese momento el ejemplo perfecto del hombre sin fe, sin tristeza, sin ambición, pleno de entendimiento. La locura y la magia dejarían de guiar mis actos, los que tomarían el camino de la contemplación de las cosas, contemplación ociosa, que no aprehende sino deja ser, saca del mundo. El faro desnudo de adornos humanos sería mi único origen, mi única verdad.
En el faro me esperaba mi madre con un inefable gesto de dolor y una gaviota en las manos, atravesada por una flecha. Varios mocetones investigaban en las cercanías el origen del disparo, pero al cabo de una hora regresaron derrotados. El capitán de la nave examinaba los registros del faro y no se movió cuando entré a la casa. Habían vuelto sin aviso, antes de la fecha del aprovisionamiento. ¿Para qué? Con el rabillo del ojo observé a un matrimonio de mi edad que reconocía las habitaciones. Un hombre y una mujer sumamente silenciosos. Luego de revisar en detalle el libro de novedades el capitán me invitó discretamente al faro y allí me comunicó que se había dispuesto mi relevo. Me pasó el inventario, ya chequeado, y lo firmé. Al preguntarle por la causa de la decisión, sospechando de antemano que me sacaría en cara la audacia de esa noche estrellada, giró su cabeza sin motivo a todos lados y luego habló resueltamente, mirándome a los ojos, como si me estuviera regañando:
-¿Es que no se ha dado cuenta? Su madre está muy enferma. Creo que padece un tumor ramificado y en tales condiciones es preferible que se la lleve a morir al continente.

lunes, marzo 17, 2008

El punto débil del axioma de Cerval

Basado en un hecho real

Cerval partió de la siguiente nota policial perdida entre las páginas del diario: un chiquillo enviado por su madre a comprar al almacén de la esquina ha sido interceptado a la salida por una pandilla que le roba el poco dinero que lleva de vuelto. El chico, aterrado por el asalto del que ha sido víctima, le cuenta el percance a su mamá y ésta, sin medir las consecuencias, sale a buscar a los autores. La historia ha sido tomada por Cerval para un filme que ya se anuncia en cartelera. Dirigió John Murdo.
Días atrás Edgardo Rocca tuvo la oportunidad de asistir a la première de la película, merced a su alta posición en el concierto empresarial universitario. Como se dio la casualidad de que había leído la noticia en la prensa la pudo comparar con el guión de Cerval y al final de cuentas con el filme. Resultó que la ficción superaba a la realidad en acción, profundidad y suspenso. Se lo comentó a su socio al día siguiente en el café y éste rebatió su impresión. Hizo notar que si Rocca pensaba eso era porque había comparado un guión cinematográfico con una nota policial publicada por un diario. Como en ninguna de las dos latía la cruda realidad, lo más probable era que el guión superara a la nota en acción, profundidad y suspenso. Un razonamiento sencillo y efectivo. Aun así, el debate los mantuvo en el café más tiempo del presupuestado. Rocca llamó a la oficina y avisó que se retrasaría media hora. No había mensajes de importancia, le informó Diana, salvo el del señor Butronich, avisando que en la encomienda quincenal figuraban importantes novedades. La secretaria no repitió, pero recalcó las dos últimas palabras, elevando seriamente el tono de su voz. A Rocca se le secaron los labios y se vio en la disyuntiva de suspender la discusión mediática o dejar para después el informe de su detective privado, que tanto ansiaba conocer. Su socio jugaba con el lápiz sobre la servilleta. ¿Estaría su nombre en el informe? Al cerrar el celular descubrió que estaba cazado en su propia red, de modo que su réplica fue débil; se notaba que quería dar por terminada la cita.
-Es verdad lo que dices, si no fuera porque una nota periodística habla mucho más de la realidad que un guión cinematográfico. Mientras éste justamente tiene por misión eliminar baches, seleccionar la sustancia de la historia y adornarla luego al amaño del autor, la noticia suele ser brutalmente sensacional, en el sentido de que despierta los sentidos, más todavía si está mal escrita: deja a la imaginación del lector el detalle de las cosas, el momento mismo del crimen, la última mirada que le da la víctima a su asesino, el frenesí del horror. Eso no es comparable con un crimen recreado; o sea, vuelto a cometer, no por un observador que despliega en sus manos las páginas de un diario sino por un guionista que quiso pensar como él y finalmente como todos aquellos que acuden a la sala de cine. En consecuencia, si te digo que la historia del guionista supera a la del diario en acción, profundidad y suspenso no estoy diciendo que sea más verídica o provoque emociones más intensas, sino sólo que está mejor narrada, estéticamente hablando.
Antes de que su colega esgrimiera el argumento triunfal, que despedazaría al anterior, Rocca se levantó de la mesa y se despidió sin dar lugar al contraataque. Había vislumbrado en un segundo el talón de Aquiles escondido en sus palabras. No estaba acostumbrado a perder. El poder radica en la brutalidad y la sorpresa, recordó a tiempo y se marchó a conocer las novedades que le tenía el detective. Éstas, por lo demás, ocupaban el centro de su vida desde que su mujer le confesara amoríos de juventud.
Cuando llegó a la oficina le ordenó a Diana que no le pasara llamadas. Con el paquete entre sus manos involuntariamente temblorosas se encerró en su despacho. Lo abrió: había una nota y un video. La nota decía "Llameme, don Edgardo". La falta de tilde no lo inmutó; Cerval habría reparado en ello y sacado conclusiones acerca de la personalidad, la prolijidad y la educación del detective. Antes de echar a andar el aparato su pulso se aceleró. El video contenía imágenes de una mujer rubia, presumiblemente su mujer, saliendo de la casa que ya tan bien conocía y que había llegado a odiar con todas sus fuerzas. La despedía con un beso en la mejilla el propietario, un hombre de avanzada edad. Era todo; no más de dos minutos. Mientras observaba la acción por primera vez sintió una pulsión sexual derivada del dolor que provoca la humillación. La sensación venía desde lo más profundo de su ser, pero siendo intensa no le era suficiente: necesitaba más datos. Repasó las imágenes una y otra vez, sólo para aumentar su creciente frustración: necesitaba más. Necesitaba llegar al detalle, a la entrega final, al momento supremo del éxtasis de su mujer con el Otro, necesitaba llegar aún más allá de los hechos, necesitaba meterse en el cuerpo de ella, navegar corriente arriba por sus venas y desembocar en esa ajena laguna cerebral en la que tendría que bucear obligatoriamente hasta toparse en su fondo pantanoso con el esquivo tesoro, ignorado y misterioso, que desde hacía tanto tiempo le era vedado y que, estaba completamente seguro, escondía la gran verdad acerca de sí mismo, no de ella, porque ella era sólo el instrumento, el camino para llegar a su verdad.
De modo que llamó a Butronich y al hacerlo fue al grano.
-¿Es ella? -le preguntó.
El detective quiso dilatar la conversación, pero Rocca le cortó el paso.
-Dime si es ella.
-Sí, don Edgardo, es ella.
-¿Estás seguro?
-En un 99,9 por ciento, don Edgardo.
-¡Maldito gusano! ¡Cuántas veces te he repetido que yo pago por cien de cien!
Estaba descontrolado. Al hablar daba puñetazos en la mesa.
-Pero don Edgardo, estamos hablando del 99,99 por ciento, que es lo mismo que cien.
-¿Es exactamente lo mismo?
-Prácticamente lo mismo, don Edgardo.
-Vente altiro a la oficina.
-Voy volando, don Edgardo.
Mientras revisaban el video juntos, el detective le enseñaba detalles de la figura femenina. El tono rubio del pelo, el vestuario, el modo de caminar. Rocca no decía nada. Pero le inquietaba que la imagen estuviese borrosa. Luego de unos minutos de silencio, sumamente incómodos para el detective, quien sólo atinaba a mirar el marco y la foto en el escritorio de su cliente, Rocca habló de nuevo, nervioso.
-¿Y ahora, qué vamos a hacer?
-Usted dirá, don Edgardo.
Hizo una pausa breve, no más de ocho a diez segundos. Luego dijo, con voz áspera:
-Lo vamos a matar.
El detective palideció. No esperaba una frase tan brutal, tan apartada de la ley. Sólo atinó a balbucear en forma casi infantil:
-¿A... ella?
Rocca se enfureció y lo echó de la oficina. Qué curioso, odiaba con toda su alma a los traidores, pero los odiaba porque inconscientemente les admiraba su amoralidad y desparpajo. Sin embargo, a rastreros e ineptos como Butronich los despreciaba a tal punto que no podía dejar de experimentar un ligero temblorcillo de satisfacción cuando los humillaba en público. Diana vio pasar cabizbajo y sonrojado al enigmático personaje mientras su jefe lo despedía a viva voz:
-¡Ven a buscar tu plata el lunes!
Conque era dinero, pensó la chica. Eso contenía el sobre que el señor Butronich retiraba quincenalmente a cambio de sus encomiendas. Lo había sospechado siempre; ahora tenía la certeza. Pero le faltaba el motivo. ¿Por qué no se disponía para él un depósito en una cuenta corriente, como a los demás proveedores? ¿Es que se trataba de un proveedor especial? ¿Quién era, qué hacía Dante Butronich? ¿Qué contenían las encomiendas? Hubiese deseado ser detective para averiguarlo y por una vez lamentó la sagrada discreción de su oficio.
Rocca volvió a su hogar un poco antes de la hora acostumbrada. Su mujer notó de inmediato el brillo en sus ojos. Era el mismo de otras veces, afiebrado, rojizo, brillo de pupilas dilatadas que le encendía la mirada, lo dotaba de extraña fuerza y pasión. Las primeras veces le habían gustado las consecuencias de ese brillo, porque luego de un breve paroxismo remataban en caricias y promesas dulces. Pero desde hacía un tiempo aquella forma de presentarse por la noche estaba derivando nuevamente en delirantes discusiones centradas en la idea del engaño, que le rompían su frágil equilibrio.
Cenaron en silencio. Él se puso el pijama, se lavó los dientes y se acostó. Ella se sentó al tocador. Al apagar la luz del velador, él le dijo:
-Lo volviste a ver.
Ella respondió, cansada, pero temerosa, sin dar vuelta la cabeza:
-Ya empezaste...
Él le dijo:
-El viejo se va a arrepentir.
He tenido la suerte de acceder al nuevo trabajo de Cerval. A diferencia del trato dado al asunto de la madre que persigue a los asaltantes de su hijo, en el que luego de poner durante todo el filme el acento en el suspenso remata inesperadamente en una orgía de horror y brutalidad que pulveriza los valores más sagrados que laten en el alma del ser humano, esta vez su mirada se detiene en la compasión por la miseria humana.
Cerval nos anticipa la furia del protagonista en la gran escena inicial del mar estrellándose incesantemente contra los roqueríos, toma eterna y estática y sin embargo pletórica de acción en la espuma que salta, las gaviotas que se elevan para caer en picada, la bandada de pelícanos que desfila militarmente a ras de agua, el bote que aparece y desaparece a lo lejos entre el vaivén de las olas. De pronto la cámara se aleja y la pantalla se llena con un muro y luego con la forma arquitectónica que le da sentido: la casa en que se cometerá el crimen. Enseguida se dirige al sol, al fuego del sol, que se pierde en el océano.
Es magistral, asimismo, la resolución de la escena del clímax. Un viejo que dormita en el sofá en la comodidad de su hogar, sin imaginar que le quedan minutos de vida. Afuera, ruidos de motores que se apagan, puertas que se cierran, pasos, el timbre. El viejo, que les abre la puerta de par en par a sus asesinos. Los ojos de Rocca, aquellos que tan bien conoció su mujer. La sonrisa de Rocca, su voz de caballero ansioso. Luego -en tiempo real y con el asesino siempre visto de frente y en contrapicado; o sea, enfocado casi desde el suelo- la bencina derramada en la habitación, el golpe eléctrico a la víctima, la chispa maldita que enciende la pieza en un segundo, el plan fallido, la serie de torpezas que le hacen descender los escalones envuelto en llamas y huir de la casa entre aullidos escalofriantes.
Es imposible graficar en imágenes los sentimientos de un personaje si el espectador no se ha compenetrado e incluso adueñado de la personalidad de éste. He allí el mérito de Cerval: nos convierte en celópatas y en asesinos dentro de la sala de cine a través de tomas claves. Lleva la realidad más allá del que la vive y la inserta en nuestras vidas. Nos mete dentro de un pensamiento ajeno, tal como Rocca se metía en las venas de su mujer para navegar corriente arriba en busca de su propia verdad.
Tal vez la verdad está en los demás, no en nosotros. Tal vez nosotros somos solamente depósitos de verdades que vuelan en el universo y de pronto se nos incrustan, así como las gaviotas se hunden vertiginosamente en el mar. Cerval convierte dicha hipótesis en axioma; esa y no otra sería para mí la interpretación de la escena final, tan eterna como la que da inicio a la película. Rocca, cubierto de vendas, siente transcurrir los días en la clínica, uno tras otro, aguijoneado por un dolor inenarrable, entre tremendas agitaciones internas, incrustaciones de picos de gaviotas en cada molécula de su cuerpo. Ni un solo agregado a esa imagen descarnada, nada de música: sólo Rocca y sus vendas y la luz, que crece, inunda la pieza, lo baña de rayos de sol, se debilita, se hace suave, lo arrulla, da paso a la tiniebla, a la oscuridad, a la noche, entonces a un nuevo amanecer. La cámara fija, instalada en el techo, nos invita a inundarnos de esa luz y de esa oscuridad, a vivir las fases que vive Rocca, a sentir su dolor en nuestra carne, los picotazos de las gaviotas, el momento de la huida por la escala encendidos en llamas, el dolor de su fuego en nuestra piel, el dolor de los celos en nuestra mente, el momento del beso y del supuesto engaño en nuestra imaginación, el estertor de la desesperación en nuestra carne, y todo ello gracias a la imagen de un moribundo que se agita imperceptible en la cama y que nuestro pensamiento traduce en insoportable destino. Por unos minutos el dolor, nuestro dolor, se hace tan desagradable que desconcierta: es lo más que nos hemos logrado acercar al sufrimiento de otro hombre. La butaca nos cansa, cambiamos de postura de la misma forma en que cambiamos de postura al leer estas líneas que se alargan en forma innecesaria. Cerval lo intuye muy bien, extremadamente bien: sabe que no hay otra manera de profundizar en la experiencia del otro que machacándola, reiterándola, repitiéndola hasta el cansancio, aún a costa de la fea redundancia y del sacrificio estético. Pero nosotros, los espectadores, no tenemos por qué saberlo; ni siquiera lo sospechamos. De allí que apenas la palabra fin aparece en la pantalla nos regocijamos de volver a ser quienes somos y en ese instante, aquel en que transitamos lentamente hacia la luz en una especie de procesión adornada con restos de cabritas y latas vacías, la fallida apropiación del dolor ajeno troca en compasión por el otro y con esa sensación abandonamos la sala. Cerval es tan diabólico que me temo que ha calculado el último paso de su axioma; diríase la debilidad de su axioma. A pesar de la fuerza demoledora de las imágenes, creo que puede haber de parte suya un goce exhibicionista de su fracaso a través de nuestras reacciones. Es como si él estuviera proyectando en su mente esa verdadera escena final, la de la retirada del público de la sala de cine. Y es que si la verdad estuviera efectivamente en el universo y sus pruebas se nos incrustasen e hicieran de nosotros meros receptáculos, creo que Cerval apuesta finalmente, diciéndolo de modo tácito, por la idea de que únicamente nosotros, cada uno de nosotros, cada ser único en su individualidad y humanidad puede sentir como siente. Y ésa es más que una migaja de la vida: es la vida misma. De allí que en este filme haya decidido darnos un último regalo a la salida de la sala: el alivio que nos proporciona la piedad ante el dolor ajeno. No me cansaré de agradecérselo.

martes, marzo 04, 2008

Una vaga inquietud

Un día soleado. La luz les llega suavemente, casi atardece. Antes de bajar a la laguna, Vargas se cerciora de que todo marche bien. Revisa sus papeles, vuelve la vista atrás, le toma la mano a su mujer. Efectivamente, todo marcha bien. No falta nada.
Está llegando su hora, aquella que todo mortal consciente espera desde que tiene uso de razón.
Hoy es su día de suerte. Nunca se le había pasado por la cabeza que el acto de morir fuese tan dulce: un atardecer a orillas de una laguna que no se parece en nada a la tenebrosa Estigia, una mujer, la suya, acompañándolo en el trance. La vestimenta, impecable. La barba, rasurada. Agua de colonia en la solapa.
Bajan a la laguna y caminan por su ribera urbanizada. Árboles podados y faroles les van abriendo el paso. A estas alturas, es muy poco lo que resta conversar.
-¿Estás bien?, le pregunta su mujer.
-Sí, me siento bien.
-¿Estás preparado?
-Sí. Ahora sólo me queda esperar.
La muerte no aparece. El aviso no se concreta. No hay forma de saber el modo en que llegará. Desde el punto de vista romántico, Vargas tendría que haber expirado en el momento anterior, pero ambos siguen sentados en el escaño que da a las quietas aguas.
Revisa mentalmente sus asuntos. Todo está solucionado. Le asalta entonces una leve duda, que crece con esa sutileza propia de los crepúsculos provincianos. "Mi hijo -piensa-, qué será de él, mi pobre hijo desolado y frágil, inmerso en un mundo tan complejo, sin mí para apoyarlo". Siente por vez primera que quizás emprende este viaje con demasiada anticipación, siente que pudiese haber algo de egoísmo en esta muerte dulce que el destino ha dispuesto para él.
Pero aunque quisiera cambiar las cosas, los dados ya fueron echados. No les queda más que esperar, ignorantes del vestido que cubrirá a La Figura al momento de las presentaciones.
Por la cuesta sur aparece una camioneta destartalada. El rechinar de fierros y los estallidos del motor sugieren un desperfecto técnico.