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miércoles, mayo 14, 2008

Galletas de oxígeno para Romero

Jorge Romero se vio obligado a suspender la lectura para ir al cajón por su cuota de oxígeno. Dio gracias a Dios, sin pensarlo, sólo sintiéndolo, por contar con los medios para ello. Desde la ventana de su departamento del sexto piso miró hacia la calle: la gente que aún permanecía en el planeta se desplomaba en el suelo como moscas rociadas con insecticida. Antes de expirar, pataleaban. Nadie recogía a nadie y no había perros que devoraran los cadáveres. El mundo evolucionaba a pasos agigantados hacia una nueva forma de vida, en la que no parecía haber cabida para el ser humano, entendido como el espectro de lo que alguna vez fue La raza.
Sacó una galleta y se la comió: el oxígeno que contenía le daría para media hora más de vida.
Recordó que no hace mucho los hombres respiraban normalmente, con la misma naturalidad con que pensaban. Ahora iba quedando solamente el pensamiento, ya que la respiración había desaparecido y con ella, el ritmo y la música. En un futuro cercano del hombre no quedaría nada. Habría animales de tallos enormes que apuntarían al sol, animales parecidos a flores; monstruos sin dientes pero con bocas del tamaño de una cancha de fútbol, bocas imantadas hechas para captar y tragar polvo metálico; habría huéspedes de dichas criaturas nacidos para disolver y procesar en segundos los metales. Por los rincones de la urbe ya se intuía la aparición de estos nuevos seres. No se percibían, pero estaban en el aire. No era una situación para cortarse las venas al estilo de los patricios romanos desencantados. Bien vistas las cosas, la realidad era bastante sostenible, incluso placentera, más que "en los buenos tiempos". A Romero siempre le había llamado la atención el cariz sombrío y terrorífico de las novelas de ciencia ficción, en circunstancias de que cuando se vive inmerso en mundos similares a los que describen con tanta ingenuidad los libros es harto el provecho que se puede sacar de esas falencias. Por lo demás, las consecuencias seguían siendo las mismas: mientras los débiles se desplomaban, pataleando, los fuertes se paseaban victoriosos, contemplativos.
No había un profético más allá, los profetas no sacaban nada con vociferar, sus advertencias parecían tan vacías, divertidas, posmodernas. El mundo de los profetas había llegado a su fin. Al menos en el mundo en que vivía Romero. Aún así o quizá por eso mismo, los profetas proliferaban como zombies.
El paseo de la tarde lo sumía en esas hondas reflexiones. Hacía frío. En el bolso que le colgaba al hombro llevaba una provisión de galletas para unas tres horas, dos más que lo calculado. No podía sucederle nada malo. Los zombies no tenían la fuerza necesaria para asaltarlo y quitarle las galletas. Ni siquiera cincuenta zombies lo podrían hacer. Tal vez cien, pero decir cien era como interpelar a un ángel.
Entró al Bristol, su café de siempre, y ordenó lo de siempre. Aunque nadie se engañaba con el evidente artificio, todo dentro del local intentaba crear la ilusión de un café "a la antigua", como a él le gustaban, con mesas y sillas de madera y canciones viejas, oxidadas. Reconoció la voz de un bolerista mexicano, tal vez de apellido Soza o Solís, de timbre meloso, agudo, pero no desagradable. Sacó el libro de turno y comenzó a leer. La chica de ojos verdes, la misma de siempre, no tardó en volver con la bandeja. Cubrió la mesa con el mantelito azul, depositó la taza humeante, el vaso de agua y el bizcocho, uno solo. Antes de retirarse lo miró con cierta ternura y él le sonrió.
Entre sus manos tenía una edición de bolsillo con ensayos escogidos de Montaigne, pero digerir una mísera página le estaba costando demasiado, pues la música que emitían los parlantes ubicados en ángulos discretos del local lo distraía abiertamente.
"Si te pudiera mentir, te diría que aquí todo va marchando muy bien, pero no es así. Estas tardes oscuras me asustan y no me hace bien caminar. A veces creo oír que me necesitas...", cantaba el bolerista.
Afuera, los zombies se aferraban a la ventana sin fuerza, lo miraban a los ojos, y caían. Caían, pataleaban y morían. Romero le hizo un gesto a la chica. Ésta corrió a cerrar la cortina y luego se encogió de hombros, como disculpándose. Fue un momento extraño de felicidad y miseria: al parecer ambos se entendían mejor de lo que pensaban, mientras el vidrio se hacía trizas de un golpe. Comprendió que los mundos, incluso los paradisiacos, encierran en sí mismos el germen del horror.
Saliendo del café se echó a la boca una tercera galleta: le quedaban dos. Los zombies le suplicaron vanamente una migaja de oxígeno; él los ignoró. No podía actuar de otra manera. Era simplemente su vida o la de ellos. A su paso iba dejando un reguero de pataleos. Los sentía, pero no se daba vuelta para mirar la escena. Tuvo que hacerlo veinte minutos después cuando a su espalda, más allá de las sombras, le pareció oír una voz conocida. Aguzó la vista y divisó la silueta de un hombre desnudo. Por el timbre de la voz y vista desde lejos se le antojó la de su viejo compañero de curso, Miguel Fredes, único amigo que sobrevivió al tiempo y los cataclismos. Romero lo hacía en Montana y tal vez Fredes estuviera realmente en Montana; últimamente le había perdido un poco la pista.
El hombre desnudo que parecía ser Fredes hacía fuego en plena calle con una provisión de galletas de oxígeno sacadas desde su departamento. A primera vista parecía una de tantas profecías, uno de tantos actos delirantes que se veían a diario. Sin embargo era más que eso. Los zombies lograban rescatar algunas cajas antes de que se quemaran y desaparecían como ratas, por rendijas subterráneas, pero la mayor parte de las galletas era consumida por un fuego exigente y devorador. Tal derroche sólo podía explicarse como un acto de locura extrema, un acto suicida.
El hombre desnudo gesticulaba y maldecía a viva voz, como si ofrendara su cuerpo a una fuerza intangible. Romero no lograba escuchar sus palabras, debido a la distancia; juzgó riesgoso acercarse. Eso lo obligó a intentar un inusual rodeo para volver a su hogar.
Inició el trayecto, algo nervioso, por callejuelas oscuras, plagadas de zombies moribundos. En un momento intuyó que sobrepasaban la centena. Los zombies le tironeaban el bolso con una torpeza irritante. Se vio obligado a lanzarles una galleta, que desapareció en el suelo bajo una especie de ameba de mil caras, enloquecida por la esperanza. Antes de que lo desvalijaran sacó la que restaba y se la quiso echar a la boca, pero una mano angustiada actuó más rápido que la suya y se la robó. Ahora le quedaban, a lo sumo, dos o tres minutos para llegar a casa.

1 comentario:

Roccocuchi dijo...

Buenísimo............ tenía tiempo sin pasar! Besos!